Capítulo ocho

Cuarta semana

Kent pulsó de nuevo los números, esperando que esta vez Borst estuviera en la oficina. En las dos últimas semanas le había dejado tres mensajes a su supervisor, y el individuo aún no le había devuelto una sola llamada. Llamó la primera semana y dejó con Betty el recado de que se tomaría dos o tres semanas libres para recobrar la calma y poner las cosas en orden.

—Por supuesto —había contestado ella—. Lo haré saber inmediatamente. Haz lo que tengas que hacer. Estoy segura que todos entenderán. Estamos contigo.

—Gracias. ¿Y podrías decirle a Borst que me dé una llamada?

—Desde luego.

Eso había sido diecisiete días atrás. Dios mío, no había sido él quien había muerto. Lo menos que podían hacer era devolverle una llamada. Su vida ya estaba demasiado trastornada. Había necesitado dos semanas completas a fin de dar los primeros pasos para volver a la realidad; volver a la comprensión de que aparte de Spencer, y en realidad debido a Spencer, ahora su carrera era todo.

Y ahora Borst lo estaba eludiendo.

El teléfono sonó tres veces antes de que la voz de Betty resonara en el oído de Kent.

—Sistemas de Información de Niponbank, habla Betty.

—Betty. Hola. Soy…

—¡Kent! ¿Cómo estás?

Betty se oía suficientemente normal. La reacción de ella le llegó como una pequeña ola de alivio.

—Bien, de veras. Lo estoy superando. Escucha, en realidad necesito hablar con Borst. Sé que debe estar ocupado; sin embargo, ¿crees que me puedes conectar por un minuto?

Eso era mentira, por supuesto. Él no conocía algo semejante. Borst no había tenido un día ocupado en su vida.

—Eh, claro que sí, Kent —contestó ella titubeando—. Déjame ver si está.

Por su tono, ella se había puesto nerviosa. Borst siempre estaba allí. Si no en su oficina, entonces en el baño, leyendo alguna novela de Grisham. ¿Déjame ver? ¿Quién creían ellos que era él?

Betty regresó.

—Solo un minuto, Kent. Déjame conectarte.

La línea cambió a «I Write the Songs», de Barry Manilow. La música produjo tristeza en el corazón de Kent. Ese era uno de los problemas con el luto; venía y se iba sin considerar las circunstancias.

—¡Kent! —exclamó Borst.

La voz parecía forzada. Kent imaginó al hombre sentado detrás de esa pantalla gigante en su oficina, vestido exageradamente con esas tres piezas color azul marino que le gustaba usar.

—¿Cómo te está yendo, Kent?

—Bien.

—Me alegro. Hemos estado preocupados por ti. Siento mucho lo ocurrido. Una vez se me murió una sobrina.

Borst no dio detalles, posiblemente porque se había dado cuenta de repente lo ridículo de lo que acababa de decir. No olvides a tu huraña mascota, Cerebro de Mono. También murió, ¿no es verdad? ¡Debió haber sido devastador!

—Sí. Es duro —contestó Kent—. Siento mucho haberme tomado tanto tiempo libre, pero…

—No, está bien. De veras. Tómate todo el tiempo que necesites. No es que no te necesitemos aquí, pero entendemos —explicó Borst, hablando rápidamente—. Créeme, no hay problema.

—Gracias, pero creo que lo mejor ahora es volver al trabajo. Estaré allí el lunes.

Era viernes. Eso le daba un fin de semana para poner la mente en el marco adecuado.

—Además, hay algunas clarificaciones que debo hacer en el sistema de procesamiento de fondos.

Eso debería provocar un comentario sobre el congreso de Miami. Sin duda la acogida al SAPF habrá sido favorable. ¿Por qué Borst no estaba baboseando al respecto?

—Seguro —contestó su supervisor, más bien anémicamente—. Sí, el lunes está bien.

—¿Qué dijeron del SAPF? —preguntó Kent con toda la tranquilidad posible, sin poder aguantar más su curiosidad.

—Ah, les encantó. Fue un verdadero exitazo, Kent. Quisiera que hubieras estado allí. Es todo lo que esperábamos. Quizás más.

¡Desde luego! Él lo había sabido desde el principio.

—¿Hicieron por tanto los directivos alguna mención al respecto? —quiso saber Kent.

—Sí. Sí, lo hicieron. Es más, ya implementaron ampliamente el sistema.

La revelación hizo poner de pie a Kent. Su sillón sonó hasta el piso detrás de él.

—¿Qué? ¿Cómo? Me lo debieron haber dicho. Hay algunas cosas…

—No creímos que fuera adecuado molestarte. Tú sabes, con la esposa muerta y todo eso. Pero no te preocupes; ha estado funcionando exactamente como nosotros diseñamos que funcionara.

Nada de nosotros, jovencito. Se trata de mi programa; ¡debieron haber esperado por mí! Al menos estaba funcionando.

—Así que fue tremendo éxito, ¿eh? —expresó Kent recuperando su silla y sentándose.

—Muy tremendo. Fue la locura en el congreso.

Kent oprimió los ojos y apretó duro el puño, lleno de júbilo. De repente tuvo deseos de regresar. Se imaginó entrando el lunes al banco, una docena de ejecutivos felicitándolo con palmaditas en la espalda.

—Bueno. Está bien, lo veré el lunes, Markus. Será un gusto regresar.

—Bien, también será un gusto tenerte de vuelta, Kent.

Él pensó en hablarle al hombre de los cambios que había hecho en el programa antes de salir para Miami, pero decidió que podían esperar el fin de semana. Además, más bien le gustaba la idea de ser el único que en realidad conocía el funcionamiento interior del SAPF. Un poco de poder no le hacía daño a nadie.

Kent colgó, sintiéndose amable por primera vez desde la muerte de Gloria. El programa estaba funcionando, entonces. El lunes reingresaría a su ascendente carrera; esta le inspiraría nueva vida.

El lunes en la mañana llegó lento para Kent. Él y Spencer habían pasado el fin de semana en el zoológico y el parque de diversiones Elitch Gardens. Tanto los animales como los gentíos sirvieron para distraerlos por un tiempo de la tristeza. Helen los había llevado a rastras el domingo a la iglesia. En realidad Spencer no necesitó que lo arrastraran. Es más, podría decirse que Spencer había arrastrado a Kent a la iglesia… con la aprobación de Helen, por supuesto. El pastor Bill Madison había predicado sobre el poder de Dios, lo que solo sirvió para fastidiar inmensamente a Kent. Sentado en la banca había pensado acerca del poder de la muerte. Y luego su mente había vagado hacia el banco. Tenía el lunes en mente.

Y ahora había llegado el lunes.

Los preparativos habían resultado sin complicaciones. Helen cuidaría de Spencer en su casa el lunes y el martes. Linda, una de las compañeras de Helen en la iglesia, lo cuidaría el miércoles en la mañana en su casa. Spencer insistió en que este año podía terminar por su cuenta el programa de escolaridad hogareña.

Kent se levantó una hora antes de tiempo, ansioso y sin saber exactamente por qué. Se duchó, se puso pantalones color azul marino y camisa blanca almidonada, y se cambió tres veces de corbata antes de quedarse con una Countess Mara roja de seda. Luego se sentó en la mesa de la cocina a tomar café y ver el reloj. El banco abría a las ocho, pero él entraría después de las diez. Parecía apropiado dar un informe, aunque no estaba seguro por qué debía hacerlo; o incluso de qué trataría ese informe. Posiblemente le entusiasmaba la idea de pasearse por el banco después de que todos los demás hubieran llegado, inclinando la cabeza ante los gestos de consuelo; agradeciendo las felicitaciones. Desechó la idea. En todo caso, sintió que prefería entrar a hurtadillas y evitar las previsibles demostraciones de condolencia. No obstante, estaría bien alguna forma de felicitación.

Un centenar de perspectivas le vino a la mente, seguido por una sana dosis de autocorrección por permitir que los pensamientos lo invadieran en absoluto. Al final culpó de todo a su estresado estado mental. Algunos psiquiatras sugerían que los hombres que cedían ante el éxito llegaban a estar más atraídos por su trabajo que por sus esposas. Casados con sus trabajos. Él dudaba que alguna vez hubiera llegado a tales extremos, pero ahora la idea le parecía de algún modo atractiva. Después de todo, Gloria había muerto. Así que posiblemente estaba experimentando los nervios de la primera cita.

Kent se burló de la idea y se levantó de la mesa. Basta de tonterías. Hora de irse.

Se puso detrás del volante del Lexus plateado y condujo hacia el banco. Los nervios le surgieron en el estómago al aproximarse al renovado complejo de oficinas, que ahora llevaba el nombre de Niponbank, en la esquina de la Quinta y Grand. Mil veces se había acercado en el Lexus al viejo edificio de ladrillos rojos, apenas consciente del laberinto existente a lo largo del centro de la ciudad por donde él conducía. Casi no había notado las paradas y arrancadas que había hecho en semáforos mientras se acercaba a la estructura de veinte pisos, asentada allí como un descomunal cuerpo de bomberos.

Ahora todo movimiento se volvía intenso. Un periodista parloteaba en el estéreo acerca de la inflación. Vehículos transitaban en flujo continuo, completamente inconscientes de que Kent ingresaba otra vez al mundo de ellos después de tres semanas de ausencia. Transeúntes deambulaban con propósito, pero sin rumbo, en direcciones abstractas. Él se preguntó si alguno de ellos había perdido recientemente a algún ser querido. De ser así, nadie lo sabría. El mundo seguía adelante, a pasos agigantados, con o sin él.

El semáforo antes de llegar al banco permaneció en rojo por una cantidad excesiva de tiempo. Dos minutos completos, al menos. En ese tiempo él observo a dieciocho personas ascender o descender los amplios peldaños que llevaban a la planta baja del banco. Probablemente inquilinos de los pisos superiores.

El auto detrás de Kent pitó, y él arrancó. El semáforo había cambiado. Él atravesó la intersección y metió el Lexus en el estacionamiento lateral. Vehículos conocidos se hallaban en sus lugares de costumbre. Kent se bajó del sedán dando una última mirada al retrovisor y con el pulso golpeándole ahora firmemente. Agarró el maletín ejecutivo del asiento trasero y salió a grandes zancadas hacia la entrada principal.

Como caminar hacia una cita soñada en el baile de la noche de graduación. ¡Por Dios!

Largos y pulidos peldaños blancos ascendían como teclas de piano hasta las puertas de vidrio con marco de bronce. La modernización de un año atrás le venía bien al edificio. Kent agarró el pasamanos de bronce y subió los escalones. Con un último cosquilleo en la base de la columna se abrió paso por la entrada.

El vestíbulo de tres pisos surgió espacioso y lujoso, y Kent se detuvo exactamente al interior de las puertas. El elevado yate de bronce colgaba adelante, majestuoso y espléndido, aparentemente apoyado en una vara delgada. Sidney Beech, asistente de vicepresidencia de la sucursal, taconeaba por el piso de mármol, a diez metros de Kent. Ella lo vio, le ofreció una amigable inclinación de cabeza, y continuó su camino hacia las oficinas encerradas en vidrio a lo largo de la pared derecha. Dos banqueros del personal que él reconoció como Ted y Maurice hablaban despreocupados ante la puerta de la oficina del presidente. Una docena de rellenas sillas granate para clientes se hallaba en pequeños grupos, esperando en simetría perfecta a clientes que descenderían al banco a las nueve.

A la izquierda de Kent el piso salpicado de gris llevaba a una larga fila de puestos de cajeros. En horas pico quince cajeros estarían contando billetes a través del largo mostrador con ventanales de vidrio. Ahora siete se preparaban para la hora de atención al público.

Kent siguió adelante hacia el abierto pasillo frente a él, donde terminaba el piso de mármol y la alfombra color azul verdoso llevaba al ala administrativa. La gigantesca gaviota que colgaba de la pared sobre el pasillo pareció mirarlo.

Zak, el canoso guardia de seguridad, estaba parado despreocupadamente a la derecha de Kent, luciendo importante y haciendo exactamente lo que había hecho durante cinco años: nada. Kent había visto miles de veces al guardia, pero al llegar ahora le dio la impresión de que era nuevo. Como una sensación de que lo veía por primera vez aunque le era conocido. He estado aquí antes, ¿verdad? Sí, desde luego. En algún momento vendría el saludo. El hombre responsable por el nuevo sistema de procesamiento. El hombre cuya esposa acababa de morir. Entonces todos sabrían que él había llegado.

Pero el saludo no llegó.

Y eso le molestó un poco. Llegó a la sección alfombrada y tragó saliva, pensando quizás que no lo habían visto. Y, después de todo, estos trabajadores del pasillo frontal no eran tan cercanos al mundo de Kent como los demás. Atrás en las secciones administrativas se referían a quienes trabajaban en el enorme vestíbulo como los dictadores. Pero eran ellos, los procesadores, quienes en realidad hacían el trabajo bancario… todo el mundo sabía eso.

Kent respiró profundamente una vez, se dirigió directo por el pasillo, y abrió la puerta hacia su pequeño rincón del mundo.

Betty Smythe estaba allí en su escritorio a la izquierda… pulcra, cabello blanco exageradamente arreglado y todo eso. Ella tenía ladeado un tubo de lápiz labial rojo brillante, listo para aplicárselo, a tres centímetros de los labios fruncidos ya demasiado rojos para el gusto de Kent. Al instante el rostro de Betty palideció, y parpadeó. Así era como Kent supuso que algunas personas podrían reaccionar ante alguien que despertara de los muertos. Solo que no era él quien había muerto.

—Hola, Betty —saludó.

—¡Kent! —exclamó ella, recobrando ahora la calma, poniéndose en la falda ese lápiz rojo, y retorciéndose en la silla—. Volviste.

—Sí, Betty. He vuelto.

Kent siempre había creído que la decisión de Borst de contratar a Betty se había debido más al tamaño del brassiere que al del cerebro, y mirándola ahora, no le quedó duda de eso. Él miró sobre el espacio de recepción. Más allá de las sillas azules el pasillo estaba vacío. Todas las cuatro puertas de roble de las oficinas estaban cerradas. Un fugaz panorama de las placas con nombres le destelló en la mente. Borst, Anthony, Brice, Quinn. Habían sido las mismas en los últimos tres años.

—Así que, ¿cómo están las cosas? —curioseó él distraídamente.

—Bien —respondió ella, jugueteando con el seguro de su bolso—. No sé qué decir acerca de tu esposa. Lo siento muchísimo.

—No digas nada.

Ella aún no había mencionado el SAPF. Él se volvió y le sonrió.

—De veras, lo superaré —concluyó.

Sobre todo por la calurosa bienvenida que le estaban dando.

Kent fue hasta la primera puerta a la izquierda y entró a su oficina. La luz fluorescente blanca titiló en lo alto sobre su lugar de trabajo, tan ordenado como lo había dejado. Cerró la puerta y bajó el maletín ejecutivo.

Bueno, aquí estaba. Otra vez en casa. Tres monitores de computadora reposaban en la esquina del lugar, cada uno mostrando al unísono el mismo protector de pantalla de peces exóticos. Su silla de cuero con respaldar golpeaba contra el teclado.

Kent se llevó la mano a la nuca y se aflojó el cuello. Jaló la silla y tocó el ratón. Las pantallas cobraron vida al unísono. Una larga insignia tridimensional que rezaba «Sistema Avanzado de Procesamiento de Fondos» se desplegó en la pantalla como una alfombra que invitaba a entrar. «Bienvenido al banco», decía al final. En realidad, con este pequeño bebé un operador tenía acceso al banco en maneras con las que muchos delincuentes imaginarían solo en absurdos sueños.

Se dejó caer en la silla, pulsó su acostumbrado código de acceso, y bajó el dedo sobre la tecla ENTER. La pantalla se puso negra por un momento. Luego aparecieron grandes letras amarillas: ACCESO DENEGADO.

Refunfuñó y volvió a teclear la contraseña, seguro de que no había olvidado el nombre de su hijo: SPENCER.

ACCESO DENEGADO, volvió a aparecer en la pantalla. Borst debió haber cambiado el código durante su ausencia. ¡Por supuesto! Ya habían integrado el programa. Al hacerlo deberían poner una contraseña principal de acceso, la cual borraría automáticamente la antigua.

Kent titubeó ante la puerta de su oficina, pensando otra vez que ya había estado en el lugar por cinco minutos completos y no había recibido ni una sola palabra de felicitación. La puerta cerrada de Borst estaba directamente al otro lado del pasillo. Él debería entrar y dejar que el hombre mencionara el asunto a toda velocidad. O quizás debería hacer primero una aparición en la oficina de Todd o en la de Mary. Los dos programadores subalternos sabrían qué estaba pasando.

En último momento decidió en vez de eso acudir a Will Thompson en el departamento de préstamos. Will habría oído rumores, y estaría desconectado de las cosas.

Encontró a Will en su escritorio, un piso más arriba, inclinado sobre el monitor, ajustando el enfoque.

—¿Necesitas alguna ayuda con eso? —inquirió Kent, sonriendo.

Will levantó la mirada, sorprendido.

—¡Kent! ¡Regresaste! —exclamó extendiendo velozmente la mano—. ¿Cuándo volviste? Caramba, lo siento.

—Hace diez minutos.

Kent estiró la mano e hizo girar una perilla detrás del monitor. Al instante apareció con claridad el menú en la pantalla.

—Gracias, amigo —manifestó Will sonriendo con suficiencia y sentándose—. Siempre puedo contar contigo. ¿Y… estás bien? No estaba seguro que te volvería a ver por aquí.

—Sigo por aquí —contestó Kent sentándose en una silla para visitantes y encogiéndose de hombros—. Me da gusto volver a trabajar. Quizás eso me mantenga distraído.

—Bueno, ¿y estás bien con todo eso? —volvió a preguntar el ejecutivo de préstamos con una ceja arqueada.

Kent miró a su amigo, sin estar seguro de lo que le estaba preguntando.

—No es como si tuviera muchas alternativas en el asunto, Will. Lo hecho, hecho está.

—Sí, tienes razón. Solo pensé que por la muerte de tu esposa y todo lo demás podrías ver la situación de manera distinta.

De pronto la oficina pareció sepulcral. A Kent se le vino de repente la idea de que pasaba algo. Y al igual que Betty, Will no lo había felicitado. Un frío le bajó por la columna.

—¿Ver qué de manera distinta? —preguntó.

—¿Has… has hablado con Borst, correcto? —titubeó Will, mirándolo a los ojos.

Kent negó con la cabeza. Sí, en realidad, estaba ocurriendo algo, y no parecía algo bueno.

—No.

—Estás bromeando, ¿verdad? ¿No has oído nada?

—¿Acerca de qué? ¿De qué estás hablando?

—Bueno, Kent —contestó su compañero haciendo una mueca de dolor—. Lo siento, amigo. Tienes que hablar con Borst.

Eso colmó el vaso. Kent se paró repentinamente y salió corriendo de la oficina, haciendo caso omiso al llamado de Will. El estómago se le revolvía en perezosos círculos al bajar el ascensor. Entró al departamento de computación y pasó al lado de una sorprendida Betty hasta las oficinas del fondo donde Todd y Mary estarían trabajando diligentemente.

Primero abrió de un manotazo la puerta de Todd.

—Hola, Todd.

El pelirrojo levantó la mirada y empujó la silla para atrás.

—¡Kent! ¡Regresaste!

Había un extraño sentado en una silla a la derecha del programador, y la escena agarró a Kent desprevenido por un instante. El hombre se levantó con Todd y sonrió. El tipo era tan alto como Kent, usaba el cabello corto, y sus ojos eran los más verdes que Kent jamás había visto. Como dos canicas color esmeralda. Una camisa blanca y almidonada le caía sobre los anchos hombros. El hombre extendió la mano, y Kent le quitó la mirada sin corresponderle al saludo.

Todd permanecía boquiabierto. Se le había abierto un botón en su camisa verde, dejando ver un velloso vientre blanco. Los ojos del programador lo miraban como agujeros negros, totalmente llenos de culpa.

—He regresado. Por tanto, dime qué pasa, Todd. ¿Qué está ocurriendo aquí que yo no sepa?

—Ah, Kent, este es Cliff Monroe. Le estoy mostrando cómo funciona todo —explicó, volviéndose hacia el hombre a su lado—. Él es nuevo en nuestro personal.

—Qué bueno por usted, Cliff. Contesta mi pregunta, Todd. ¿Qué ha cambiado?

—¿Qué quieres decir?

El programador subalterno levantó los hombros en un intento por parecer casual. El movimiento le abrió más el hueco de la camisa en el vientre, y Kent contuvo un repentino impulso de estirar la mano allí y jalarle algunos de esos vellos.

Kent tragó saliva.

—¿No ha cambiado nada entonces mientras estuve fuera?

—¿A qué te refieres? —volvió a inquirir Todd encogiendo otra vez los hombros. Los ojos se le salían de las órbitas.

Kent lanzó un resoplido de disgusto, impaciente con el débil novato. Dio media vuelta y atravesó el pasillo hacia la oficina de Mary. Abrió la puerta de un empujón. Mary estaba en su escritorio con el teléfono presionado al oído y la mirada lejos de la puerta, hablando. Se volvió lentamente, los ojos abiertos de par en par.

¡Cómo así, querida! Sabías que yo había venido. Probablemente estás teniendo una importante discusión con un tono de marcar.

Kent cerró firmemente la puerta y corrió hacia la puerta de Borst; ahora la columna le hormigueaba hasta el cráneo. El hombre se hallaba en su silla, con el apretado traje de tres piezas y gotas de sudor en la frente. La calva le brillaba como si se la hubiera aceitado. Su enorme nariz aguileña parecía un brillante bombillo navideño. El superior hizo un magnánimo esfuerzo por mostrarse impresionado cuando Kent entró de golpe.

—¡Kent! ¡Lograste volver!

Por supuesto que logré volver, estúpido, casi contesta.

—Sí —dijo en vez de eso, y se dejó caer en una de las coloridas sillas de lana escocesa que Borst tenía para visitantes.

—Lo llamé el viernes, recuerde. ¿Quién es el nuevo empleado?

—¿Cliff? Sí, es un traslado de Dallas. Un excelente programador, por lo que he oído —contestó el hombre de mediana edad pasándose la lengua por los gruesos labios y una mano por el cabello que le quedaba—. Pues bien. ¿Cómo está la esposa?

La oficina se quedó en silencio. ¿La esposa? ¿Gloria? Borst debió haberse dado cuenta del error, porque una ridícula sonrisa le cruzó el rostro, y se puso colorado.

Kent habló antes de que el hombre pudiera cubrir su error, ardiendo de ira.

—La esposa está muerta, ¿recuerda, Markus? Por eso es que he estado fuera tres semanas. ¿Sabe? Hay una oficina con mi nombre al otro lado del pasillo. Y por cinco años he estado trabajando allí. ¿O también ha olvidado eso?

Borst ahora se puso rojo como un tomate, y no por la vergüenza, supuso Kent. Este continuó antes de que el jefe pudiera recuperarse.

—¿Cómo resultó la presentación del SAPF, Markus? —preguntó, yendo directo al grano, y forzando una sonrisa—. ¿Estamos arriba?

Quiso decir estoy arriba, pero estaba seguro que Borst entendería la alusión.

El teléfono sonó estridentemente sobre el escritorio. Borst miró a Kent por un momento y luego lo levantó, escuchando.

—Sí… sí, comuníquelo.

Kent se recostó en la silla y cruzó las piernas, consciente de que el corazón le palpitaba. El otro hombre se enderezó la corbata y se sentó erguido, atento a quienquiera que estuviera a punto de hablarle por el teléfono. Dejó de mirar a Kent.

—Sí, Sr. Wong… Sí, gracias, señor.

¿El Sr. Wong? ¿Le estaba agradeciendo Borst al Sr. Wong?

—Estoy encantado —expresó, mirando con resolución a Kent—. Sí, el miércoles tengo un almuerzo en la Costa Este, pero podría volar a Tokio el jueves.

Kent supo que algo muy espantoso estaba sucediendo aquí. Ahora era él quien sudaba copiosamente, a pesar del aire acondicionado.

—Será un placer —concluyó Borst—. Sí, llevó mucho tiempo, pero también he contado con un buen personal en eso… Sí, gracias. Adiós.

Colocó el teléfono en el cargador y miró a Kent por un prolongado momento. Cuando por fin habló, le salió algo ensayado.

—Vamos, Kent. Seguramente no esperabas toda la gloria en esto, ¿verdad? Se trata de mi departamento.

Kent tragó grueso, temiendo de pronto lo peor. Pero eso sería prácticamente imposible.

—¿Qué hizo usted? —preguntó, la voz le sonó áspera.

—Nada. Solo estoy implementando el programa. Eso es todo. Es mi programa.

Kent comenzó a temblar levemente.

—Bueno, volvamos aquí. En Miami fui asignado para presentar el SAPF a la convención. Recuerda eso, ¿de acuerdo?

Pareció condescendiente, pero no lo pudo remediar.

Borst asintió una vez y frunció el ceño.

—Pero debí ausentarme, ¿correcto? Mi esposa se estaba muriendo. ¿Me sigue?

Esta vez Borst no reconoció.

—Por tanto le pedí que me reemplazara. Estoy suponiendo que lo hizo. Bueno, seguramente en alguna parte usted allí mencionó mi nombre, ¿no es así? ¿Me dio mérito en honor a la verdad?

Borst se quedó paralizado.

Kent salió disparado de su silla, furioso.

—No me diga que se robó todo el mérito por el SAPF, Markus. ¡Solo dígame que no lo hizo!

El supervisor del departamento tenía el rostro lívido.

—Esta es mi división, Kent. Eso significa que el trabajo aquí es mi responsabilidad. Tú trabajas para mí —informó Borst, enrojecía mientras hablaba—. ¿U olvidaste ese simple hecho?

—¡Usted se apoderó del papeleo! ¡Esta siempre ha sido mi bonificación! ¡Hemos discutido eso miles de veces! ¿Me dejó por fuera?

—No. Tú estás allí. Igual que Todd, y también Mary.

—¿Todd y Mary? —soltó Kent con incredulidad—. ¿Puso mi nombre en letra pequeña junto con los de Todd y Mary?

Ahora sabía que Borst había hecho exactamente eso.

—¡Ellos son programadores subalternos, Markus! —exclamó Kent señalando la puerta con el brazo—. Ellos digitan códigos que yo les facilito para que digiten. ¡El SAPF es mi código!

Ahora casi gritaba, arrinconando al supervisor que tenía el cuello tenso.

—Yo lo diseñé empezando de cero. ¿Les dijo usted eso? ¡Esa fue mi creación! Creé 80% del código de funcionamiento, ¡por el amor de Dios! Usted mismo digitó un miserable 5%, de lo cual tiré a la basura la mayor parte.

Ese último comentario hizo reaccionar a Borst. Le brotaron las venas del cuello.

—¡Contrólate, amigo! Este es mi departamento. Yo era responsable por el diseño y la implementación del SAPF. Yo contrataré y despediré a quien veo que calza. Y para tu información, había decidido asignarte unos atractivos veinticinco mil dólares por la ingeniería de diseño. Te los iba a dar, Kent. ¡Pero me estás haciendo cambiar rápidamente de opinión!

Ahora algo chasqueó de golpe en lo profundo de la mente de Kent, y se le empañó la visión. Por primera vez en su vida deseó matar a alguien. Respiró profundamente dos veces para estabilizar el temblor en los huesos. Cuando habló, lo hizo apretando los dientes.

—¡Veinticinco mil dólares! —vociferó—. Había un atractivo rendimiento en ese programa, Markus. Diez por ciento de los ahorros para la compañía en más de diez años. ¡Vale millones!

Borst parpadeó y se recostó. Él lo sabía, desde luego. Lo habían discutido una docena de veces. Y ahora Borst quería reclamar todo como suyo. El hombre no reaccionó.

La ira llegó como un volcán ardiendo, le subió a Kent por el pecho y le entró al cerebro. Ira ciega. Aún podía ver, pero de repente las cosas se hicieron borrosas. Supo que estaba a punto de estallar, y que Borst podía verlo todo: el rostro enrojecido, los labios temblorosos, los ojos desorbitados.

Empuñando las manos, Kent de pronto supo que golpearía a Borst hasta matarlo. No solo había perdido a su esposa; estaba a punto de renunciar a su propia vida. Usaría todo medio a su disposición para reclamar lo que merecía. Y en el proceso sepultaría a este debilucho proxeneta que tenía por delante.

El pensamiento le hizo recorrer un frío por los huesos, y por un momento dejó que se le filtrara en el cuerpo. Se irguió, mirando aún furiosamente.

—Usted es un gusano despersonalizado, Borst. Y está reconociendo que me robó el trabajo.

Se miraron fija y directamente por diez segundos. Borst no quería hablar.

—¿Cuál es el nuevo código? —exigió saber Kent.

Borst frunció los labios, mudo.

Kent dio media vuelta, salió del salón dando un portazo, y entró de sopetón en la oficina de Todd. La puerta se abrió de par en par.

—¡Todd! —exclamó; el subalterno se sobresaltó—. ¿Cuál es el nuevo código de acceso al SAPF?

Todd pareció encogerse en la silla.

—M-B-A-O-K —contestó.

Kent salió sin agradecerle.

Necesitaba descansar. Debía pensar. Agarró el maletín ejecutivo y pasó furioso por el escritorio de Betty sin hacerle caso. Esta vez uno de los cajeros lo llamó para saludarlo mientras atravesaba aprisa el imponente vestíbulo, pero él hizo caso omiso del lejano llamado, y atravesó las elevadas puertas de vidrio.