Tercera semana
Kent Anthony sostenía a Spencer en su regazo y le acariciaba apaciblemente el brazo. El ventilador giraba en lo alto, y un viejo CD de Celine Dion tocaba suavemente, animando la tarde. La respiración de su hijo subía y bajaba con la suya, creando cierta clase de cadencia para ayudarle a Celine en su suave canturreo. Kent no podía saber si Spencer estaba despierto… los dos apenas se habían movido durante más de una hora. Pero sentarse, cargar al chico y sobrevivir se había convertido en el nuevo deber hogareño de los Anthony en la semana siguiente a la súbita muerte de Gloria.
El primer día había sido como un tren de carga chocándosele contra el pecho, una, otra y otra vez. Después de sollozar por algún tiempo en el Lexus había comprendido súbitamente que el pequeño Spencer lo necesitaba ahora. El pobre niño estaría devastado. Le acababan de arrebatar a su madre. Kent había regresado tambaleándose a la sala de espera para hallar a Spencer y a Helen abrazados, llorando. Él se les había unido en sus lágrimas. Una hora después habían salido del hospital, en total silencio, y aturdidos.
Helen los había dejado en la sala y había hecho sándwiches para el almuerzo. El teléfono había estado sonando todo el tiempo. Compañeros de iglesia de Gloria que llamaban para dar las condolencias. Ninguna de las llamadas era de los compañeros de Kent.
Kent parpadeó ante el pensamiento. Dejó de enfocarse en la cabeza de Spencer para alcanzar un vaso de té y sentarse en el sofá. Había algo bueno con lo de la iglesia. Las amistades se hacían fácilmente. Era lo único bueno respecto a la iglesia. Eso y que le ayudaran en la muerte. La mente de Kent volvió a enfocarse en el funeral a principios de esa semana. Esa gente se las había arreglado para introducir alguna alegría al suceso, y él estaba agradecido por eso, aunque las sonrisas de quienes lo rodeaban no le contagiaron el rostro. Sin embargo, ayudaron a sobreponerse a la terrible experiencia. De otro modo él se habría quebrantado y destrozado en esa banca de adelante. Una imagen le rodó en la mente: un hombre que babeaba, vestido de negro y retorciéndose en la banca mientras centenares de indiferentes rostros cantaban himnos en voz alta. A él también pudieron haberlo lanzado al hoyo.
Una lágrima se le deslizó del rabillo del ojo derecho. Estas lágrimas no se detendrían. Kent tragó saliva.
Helen y dos de sus viejas amigas habían cantado en el funeral algo acerca del otro lado. Ahora ese era un caso religioso. Helen. Ese primer día ella se excusó y salió después de servir sándwiches. Cuando volvió tres horas más tarde parecía una mujer nueva. Había retornado la sonrisa, los ojos rojos habían vuelto a la normalidad, y un optimismo le aligeraba el paso. En aquella ocasión ella tomó a Spencer y lo abrazó; luego agarró el brazo de Kent y le sonrió cálidamente, de manera cómplice. Y eso fue todo. Si Helen experimentaba alguna tristeza más por la muerte de su hija, la ocultaba bien. Ese hecho había provocado resentimiento en Kent. Por supuesto, él no se podía quejar del cuidado que ella les prodigara en los últimos diez días, poniéndose a cocinar, limpiar y contestar el teléfono mientras Kent y Spencer deambulaban por la casa como dos almas en pena.
Ahora Helen se hallaba en camino para recoger a Spencer. Había sugerido que el niño la visitara hoy por unas horas. Kent estuvo de acuerdo, aunque el pensamiento de quedarse solo en la casa durante la tarde le produjo temor en el pecho.
Pasó los dedos por el cabello rubio de su hijo. Ahora serían Spencer y él, solos en una casa que de repente parecía demasiado grande. Demasiado vacía. Hace dos semanas le había descrito a Gloria la próxima casa mientras cenaban bistec y langosta en Antonio’s. Le había dicho que tendría el doble del tamaño de la actual. Con llaves de oro y una cancha interior de tenis. Ahora podrían darse ese lujo.
—Imagina eso, Gloria. Jugar en nuestra propia cancha con aire acondicionado —le había dicho él, y ella le había sonreído ampliamente.
En los ojos de su mente, Kent la vio inclinándose para devolver un golpe directo, la corta faldita blanca agitándosele mientras ella giraba, y se le hizo un nudo en la garganta.
Echó la cabeza para atrás y gimió suavemente. Se sentía atrapado en una pesadilla imposible. ¿Qué maniático había decidido que era hora de que su esposa muriera? Si existía un Dios, este sabía excepcionalmente bien cómo infligir dolor. Las lágrimas le empañaban la vista a Kent, pero se controló. Debía mantener alguna apariencia de fortaleza, por Spencer si no por él mismo. Pero todo era una locura. ¿Cómo se había vuelto tan dependiente de ella? ¿Por qué la defunción de ella lo había dejado tan muerto por dentro?
Pacientemente el médico le había explicado una docena de veces la meningitis bacteriana. Era evidente que la cruel bestia sobrevivía en más de la mitad de la población, oculta detrás de alguna membrana mucosa craneal que la mantenía a raya. De vez en cuando —muy raramente— el monstruo ese traspasaba la membrana y entraba al torrente sanguíneo. Si no la atrapaban al instante tendía a abrirse paso a través del cuerpo, comiéndose órganos. En el caso de Gloria, cuando llegó al hospital la enfermedad ya se había apoderado de sus órganos internos, matándola dieciocho horas más tarde.
Kent había recordado mil veces esa escena. Si la hubiera llevado al hospital el viernes por la mañana en vez de ir tras la gloria, ella podría estar viva hoy.
El mono y la cruz que había comprado como regalos aún se hallaban en su maleta en la planta alta, absurdas e insignificantes baratijas que se burlaban de él cada vez que las recordaba.
«Mira acá, Spencer. ¡Observa lo que te trajo papi!»
«¿Qué es?»
«Es un mono ridículo que te ayudará a recordar la muerte de mamá. Mira, está sonriendo y aplaudiendo porque mamá está en el cielo».
¡Qué ridiculez!
Y la cruz de cristal… La destrozaría tan pronto resolviera abrir esa maleta. Sonó el timbre, y Spencer levantó la cabeza.
—¿Abuela?
—Probablemente —expresó Kent, restregándose los ojos con el dorso de la muñeca—. ¿Por qué no vas a ver?
Spencer saltó del regazo de él y corrió a la puerta principal. Kent movió la cabeza de lado a lado e hizo un gesto de desdén. Contrólate, amiguito. Has controlado todo lo que por años han lanzado a tu camino. Puedes controlar esto.
—Hola, Kent —saludó Helen, entrando a la sala después de Spencer. Ella sonreía. Estaba usando un vestido; un vestido amarillo que tocó una fibra de familiaridad en Kent. Se trataba de la clase de vestido que Gloria podría estar usando.
—¿Cómo la están pasando esta tarde?
¿Cómo crees, vieja chiflada? Nos acabamos de desanimar, pero por lo demás estamos en excelente condición.
—Bien —contestó él.
—Sí, bueno, no te creo, pero es agradable ver que lo intentan —cuestionó ella e hizo una pausa, mirando a través de él, pareció.
Kent no hizo ningún intento de levantarse. Los ojos de Helen se posaron en los de él por un momento.
—Estoy orando por ti, Kent. Las cosas comenzarán a cambiar ahora. Al final, serán mejores. Lo verás.
Él quería decirle que se podía ahorrar sus oraciones. Decirle que por supuesto las cosas iban a mejorar, porque cualquier cosa sería mejor que esto; que ella era un viejo y excéntrico fósil, y que debería guardarse sus teorías de cómo deberían salir las cosas; decirle que debería contárselas a algunos otros de los que bordaban cruces de la Edad Media. Pero él difícilmente tenía la energía, mucho menos los deseos, para decirle esas palabras.
—Sí —respondió él—. ¿Se va a llevar a Spencer?
Desde luego que iba a hacerlo. Ambos lo sabían.
—Sí —expresó ella, luego se volvió al niño y le puso una mano en el hombro—. ¿Estás listo?
Spencer regresó a mirar a su padre.
—Nos veremos luego. ¿Estás bien, papá?
La pregunta casi lo hizo lloriquear. No quería que el niño se fuera. El espíritu se le animaba con el niño, y tragó saliva.
—Seguro, Spencer. Te amo, hijo.
—Está bien, papá —dijo Spencer corriendo alrededor del sofá y abrazándolo por el cuello—. Volveré pronto. Lo prometo.
—Lo sé —indicó Kent, dándole palmaditas al niño en la espalda—. Diviértete.
Un suave clic indicó la partida de abuela y nieto por la puerta principal. Como en el momento justo, Celine dejó su canturreo en el reproductor de CD.
Ahora solo permanecía la respiración de Kent y el ventilador. Él levantó el vaso de té helado, agradecido por el tintineo del hielo.
Ahora vendería la casa. Compraría otra, no tan grande. Abandonaría las canchas de tenis. En vez de eso pondría un gimnasio para Spencer.
A la derecha de Kent se hallaba la alta pintura de Jesús sosteniendo a un hombre vestido de mezclilla con sangre en las manos. Perdonado, era el nombre que el artista la había puesto a la obra. Se decía que Jesús había muerto por el hombre. ¿Cómo podía alguien seguir una fe tan obsesionada con la muerte? Decían que ese era Dios; que Jesús era Dios, y que había venido a la tierra a morir. Luego les había pedido a sus seguidores que también llevaran sus cruces. De ahí que ellos convirtieran en emblema al conocido símbolo de ejecución, la cruz, y al principio la mayoría de esos seguidores murieron.
Hoy día podrían haber matado a Jesús por inyección letal. Una imagen de una aguja se caló en la mente de Kent, y él se estremeció al pensar en todas las agujas que Gloria debió haber soportado. Ven a morir por mí, Gloria. Qué insensatez.
Y pensar que Gloria había estado tan complacida con el cristianismo, como si en realidad esperara toparse un día con Cristo. Treparse en esa cruz y flotar a los cielos con él. Bueno, supuso que ahora ella tenía su oportunidad. Solo que no había flotado a ninguna parte. La habían bajado unos buenos tres metros dentro de la arcilla roja.
Una vacía desesperanza se asentó sobre Kent, y él se quedó esperando que lo lastimara.
Tendría que volver al trabajo, por supuesto. La oficina le había enviado un ramo de flores, pero no habían hecho ningún otro contacto. Kent pensó en la reunión de Miami y el anuncio de su programa. Es divertido cómo algo tan importante parecía ahora tan distante. El pulso se le reanimó ante la idea. ¿Por qué no lo habían llamado para hablarle de la reunión?
Respeto, decidió rápidamente. Sencillamente no se llama a un hombre que acaba de perder a su esposa para hablarle a continuación de su trabajo. Al menos él tenía por delante una brillante carrera. Aunque sin Gloria difícilmente parecía brillante. Eso cambiaría con el tiempo.
Kent dejó que los pensamientos le circularan en la mente como ahora lo habían hecho interminablemente por días. Nada parecía armonizar. Todo se sentía impreciso. No se podía aferrar a nada que le ofreciera esa chispa de esperanza que por años lo impulsara con energía.
Se recostó y miró el techo. Por el momento tenía secos los ojos. Profundamente secos.
Spencer se hallaba en su sillón verde favorito frente a su abuela Helen, con las piernas cruzadas al estilo indio. Esa mañana se había puesto su camiseta blanca de monopatines X-Games y sus pantalones casuales beige porque le encantaba patinar y creía que a mamá le gustaría que siguiera haciendo lo que a él más le agradaba. Aunque en realidad aún no había saltado en la patineta. Había pasado mucho tiempo desde que pasara más de una semana sin ir a la calle en patineta.
Entonces las cosas cambiaron una semana atrás, ¿verdad? Para siempre. Parecía que su padre había perdido el camino. La casa se había vuelto enorme y silenciosa. Los horarios de ellos habían cambiado, o desaparecido, en su gran mayoría. El corazón le dolía ahora la mayor parte del tiempo.
Spencer recorrió los dedos por los rubios rizos e hizo reposar la barbilla en las palmas de las manos. Sin embargo, esto no había cambiado. La sala olía a pan recién horneado. El débil aroma de rosas venía del perfume de la abuela. La alfombra café yacía debajo de ellos exactamente como estuviera dos semanas atrás; los sillones exageradamente mullidos no se habían movido; la espléndida vajilla con florecitas azules aún se alineaba en el gabinete de apariencia antigua contra la pared. Cientos de adornitos, principalmente de porcelana blanca pintada con tonos azules, amarillos y rojos, se hallaban agrupados en la sala y sobre las paredes.
El enorme cajón que la abuela llamaba rinconera se hallaba pegado a la pared que conducía a la cocina. Las puertas con cristal esculpido se hallaban cerradas, distorsionando la visión de lo que estaba dentro, pero Spencer lograba ver bastante bien. Una botellita de cristal, quizás de doce centímetros de alto, estaba en la mitad del estante. El contenido casi le parecía negro. Tal vez granate o rojo, aunque él nunca había sido bueno con todos esos extraños nombres de los colores. Abuela le había dicho una vez que nada en la rinconera le importaba mucho, excepto esa botella de cristal. Ella informó que esta botella simbolizaba el más grande poder sobre la tierra. El poder del amor. Y una lágrima le brotó del ojo mientras lo dijo. Cuando él le preguntó qué había en la botella, ella sencillamente había girado la cabeza, aturdida por completo.
La formidable pintura de Jesús reposaba tranquilamente en la pared a la derecha de ellos. El Hijo de Dios estaba tendido en una cruz, una corona de espinas era responsable por los rojos hilillos delgados en las mejillas. Miraba directamente a Spencer con tristes ojos azules, y en ese momento Spencer no supo qué pensar al respecto.
—Spencer.
Él se volvió hacia la abuela, sentada frente a él, sonriendo tiernamente. Un conocido destello le brillaba en los ojos color avellana. Ella sostenía cómodamente en ambas manos un vaso de té helado.
—¿Estás bien, cariño?
Spencer asintió, de pronto sintiéndose extrañamente en casa. Mamá no se hallaba aquí, desde luego, pero estaba todo lo demás.
—Creo que sí.
Helen inclinó la cabeza y la movió lentamente de lado a lado, llena de empatía en los ojos.
—Ah, mi pobre niño. Lo siento muchísimo —lo consoló mientras una lágrima le bajaba por la mejilla, y ella la dejó caer; aspiró ruidosamente una vez—. Pero esto pasará. Más pronto de lo que te imaginas.
—Sí, eso es lo que todo el mundo dice —concordó Spencer con un nudo en la garganta, y tragó grueso; no quería llorar, no ahora.
—He deseado hablar contigo desde que Gloria nos dejó —comunicó Helen, ahora con tono de autoridad.
Ella tenía algo que decir, y repentinamente Spencer sintió de antemano más liviano el corazón. Cuando abuela tenía algo que decir, era mejor escuchar.
—Sabes que Jesús lloró cuando murió Lázaro. Es más, ahora mismo Dios está llorando —dijo ella mirando por la ventana abierta luminosamente hacia las nubes de la tarde—. Oigo eso algunas veces. Lo oí ese primer día, después de la muerte de Gloria. Casi me mata oírlo llorar de ese modo, ¿sabes? Pero también me brindó consuelo.
—Yo oí risas —opinó Spencer.
—Sí, también risas. Pero llanto a la vez. Por las almas de los hombres. Por el dolor de los seres humanos. Por la pérdida. Él perdió a su hijo, lo sabes —le recordó, y entonces lo miró directo a los ojos—. Y allí tampoco hubo médicos que pudieran salvarlo. Había una turba golpeándolo, escupiéndole el rostro y…
No terminó la frase.
Spencer imaginó un hombre de cara enrojecida y venas brotadas lanzando saliva a ese rostro sobre la pintura allí. El rostro de Jesús. La imagen le pareció inaudita.
—No es común que la gente lo comprenda, pero Dios sufre más cada vez que respira que cualquier hombre o mujer en el peor período de la historia —continuó Helen.
La idea le vino sorpresivamente a Spencer como un bálsamo. Quizás porque frente a esto su propia herida le pareció pequeña.
—Pero ¿no puede hacer Dios que eso desaparezca? —inquirió él.
—Seguro que puede, y lo está haciendo, mientras hablamos. Pero él nos da la libertad de que nosotros mismos escojamos entre amarlo y rechazarlo. Mientras nos conceda esta alternativa, algunos lo rechazarán. La mayoría. Y eso lo hace sufrir.
—Eso es raro. Nunca había imaginado un Dios sufriente. O herido.
—Lee los antiguos profetas. Lee Jeremías o Ezequiel. Son comunes las imágenes de Dios gimiendo y llorando. En nuestras iglesias modernas sencillamente decidimos hacer caso omiso de esa parte de la realidad —explicó ella, luego volvió a sonreír y a mirar por la ventana—. Por otra parte, algunos decidirán amarlo por decisión propia. Y ese amor, hijo mío, merece para Dios el más grande sufrimiento que se pueda imaginar. Por eso nos creó, por esos pocos de nosotros que lo amaríamos.
Ella hizo una pausa y volvió a dirigir la mirada hacia Spencer.
—Como tu madre.
Ahora un alegre destello de luz iluminó el rostro de la abuela. Sorbió un poco de su té, y Spencer le vio un temblor en la mano. Ella se inclinó un poco hacia delante.
—Ahora, esa es una perspectiva, Spencer —concluyó ella en tono suave.
—¿Y la otra? —preguntó el niño sintiendo que las manos le empezaban a sudar.
—Por otra parte —respondió ella, sonriendo ahora como un niño incapaz de guardar un secreto—. La otra parte de este dolor y de esta consternación. El reino de Dios.
Helen lo soltó sin ofrecer más. Spencer parpadeó, esperando que ella continuara, sabiendo que lo haría… que debía hacerlo.
Ella titubeó solo por un momento antes de soltar la pregunta para la que trajera aquí a Spencer.
—¿Quieres ver, hijo?
El corazón de Spencer le saltó en el pecho, y sintió un helado cosquilleo en los dedos. ¿Quieres ver? Tragó saliva.
—¿Ver? —preguntó con voz quebrada.
Helen agarró los brazos de su silla y se inclinó al frente.
—¿Quieres ver cómo es la vida en el otro lado? —habló en tono suave, impaciente y rápido—. ¿Deseas saber por qué la muerte tiene su propósito? ¿Por qué Jesús declaró: «Deja que los muertos entierren a sus muertos»? Será de gran ayuda, hijo.
De pronto Spencer volvió a sentir opresión en el pecho, y un dolor le subió por la garganta.
—Sí —respondió—. ¿Puedo ver eso?
—¡Sí! —profirió Helen mostrando una amplia sonrisa—. En realidad creo que habrías podido verlo ese primer día, pero debí esperar hasta después del funeral, ¿ves? Tuve que dejar que lloraras un poco. Pero por algún motivo la situación ha cambiado, Spencer. Él nos está permitiendo ver.
La sala estaba cargada con lo oculto. Spencer podía sentirlo, y sintió escalofrío en los hombros. Una lágrima se le deslizó del ojo, pero era una lágrima buena. Una lágrima extrañamente bienvenida. Helen le sostuvo la mirada por un instante y luego tomó un rápido sorbo de té.
—¿Estás listo? —le preguntó volviéndolo a mirar.
Él no estaba seguro qué era listo, pero de todos modos asintió, sintiéndose ahora desesperado. Ansioso.
—Cierra los ojos, Spencer.
Él lo hizo.
Llegó inmediatamente, como una carga de viento y luz. Un remolino en la mente del niño, o quizás no solo en la mente… él no lo supo. La respiración lo abandonó por completo, pero no importaba, porque el viento le inundó el pecho con bastante oxígeno para durar toda una vida. O así lo sintió él.
La oscuridad detrás de los párpados se le colmó repentinamente de luces. Almas. Personas. Ángeles. Atravesaban raudamente el horizonte. Luego permanecían inmóviles, después volvían a cruzar como rayos, serpenteando y enroscándose. Spencer sintió que la boca se le abría al máximo.
Le sorprendió que las luces no fueran lanzadas sencillamente al azar, sino que volaban en simetría perfecta. A través de todo el espacio, como si estuvieran presentando un espectáculo. Spencer supo que sí estaban presentando un espectáculo. ¡Para él!
Como un millón de aviones Ángeles Azules, volando a gran velocidad, algo espeluznante, perfecto, como mil millones de bailarinas, danzando en asombroso acorde. Pero fue el sonido que producían lo que le hizo sentir a Spencer que le explotaba el corazón. Porque cada una de ellas, mil millones de poderosas almas, gritaban.
Soltaban carcajadas.
Prolongadas y extáticas carcajadas apenas controladas. Y por sobre todo eso, una voz reía… de manera suave, pero enérgica e inequívocamente clara. Era la voz de su madre. Gloria estaba allá con ellos; pletórica de gozo en esta demostración.
Entonces, en un destello, todo el rostro de Gloria saturó la mente de Spencer, o tal vez todo el espacio. La cabeza de ella se echó ligeramente hacia atrás, y abrió la boca. Estaba riendo con deleite, como él nunca había visto reír a nadie. Lágrimas le recorrían las mejillas fruncidas, y los ojos le brillaban. La escena produjo al instante dos cosas en Spencer, con abrumador carácter definitivo. Le arrojó un poco de ese gozo y ese deseo dentro de su propio corazón, de modo que rompió a llorar y reír. Además le hizo anhelar estar allá. Como nunca había deseado nada en toda su vida. Unas ansias desesperadas por estar allí.
Toda la visión duró quizás dos segundos.
Y luego desapareció.
Spencer se desplomó en su silla como un desaliñado muñeco que lloriqueaba y reía.
Cuando la abuela Helen lo llevó finalmente a casa dos horas después, el mundo le parecía ahora un nuevo lugar. Como si este fuera un mundo de sueños y el que había visto en casa de la abuela fuera el verdadero. Pero él sabía con certeza absoluta que este mundo, con árboles, casas y el Lexus de su papá estacionado en la entrada, era de verdad muy real.
Eso lo hizo entristecer otra vez, porque en este mundo su mamá estaba muerta.