La sala de espera en la unidad de cuidados intensivos del Denver Memorial estaba decorada de color ladrillo, pero en la mente de Helen era rojo, y ella se preguntaba por qué escogerían el color de la sangre.
Helen agarró por el codo al pastor Bill Madison y condujo hacia la ventana al hombre mucho más corpulento que ella. Si alguien podía entender, sería ese joven griego de cabello oscuro que en un principio la había atraído a la Iglesia Comunitaria diez años atrás. En ese entonces él acababa de salir del seminario… sin contar con más de veinticinco años y rebosante de amor por Dios. En algún momento la burguesía dentro de la iglesia le había atenuado la pasión. Sin embargo, el pastor Madison nunca se había confundido respecto a sus creencias.
Bill había llegado en algún momento durante la noche, pero Helen no recordaba exactamente cuándo, porque ahora la situación era difícil. Todos se hallaban cansados, eso era muy evidente, y ella sentía un dolor punzante en las rodillas. Debió sentarse. Detrás de ellos, Spencer se encontraba sentado como un bulto en una de las sillas de espera de color rojo ladrillo.
Helen sabía que su voz forzada le traicionaba la ansiedad que sentía, pero dadas las circunstancias, apenas le importó.
—No. No te estoy diciendo que creo haber visto esto. Te estoy diciendo que vi esto —formuló, apretándolo con fuerza, como si eso le ayudara a él a entender—. ¿Me oyes?
Los ojos negros de Bill se abrieron de par en par, pero Helen no supo si se debió a lo que le comunicó o al apretón.
—¿Qué quieres decir con que viste esto? —inquirió él.
—¡Quiero decir que vi esto! —exclamó ella mientras estiraba un brazo tembloroso hacia las oscilantes puertas—. Vi a mi hija allí, en esa cama, eso es lo que vi.
La ira le regresaba a medida que recordaba la visión, y temblaba con eso.
Ella vio que él la miraba con una ceja arqueada, escéptico hasta la médula.
—Vamos, Helen. Todos tenemos impresiones de vez en cuando. Este no es un momento para exagerar percepciones.
—¿Estás dudando entonces de mi juicio? ¿Crees que no vi lo que afirmo haber visto?
—Solo estoy diciendo que no deberíamos sacar conclusiones ligeras en tiempos como estos. Este es un momento para la prudencia, ¿no dirías eso? Sé que las cosas son difíciles, pero…
—¿Prudencia? ¿Qué tiene que ver la prudencia con el hecho de que mi hija esté tendida en la mesa? Lo vi, ¡te lo estoy diciendo! No sé por qué lo vi o qué podría querer decir Dios al mostrármelo, pero lo vi, pastor. Hasta el último detalle.
Él miró alrededor de la sala y la condujo hacia la ventana.
—Está bien, Helen, mantén la voz baja —pidió él, mientras un delgado rastro de sudor le bajaba por la sien—. ¿Cuándo viste esto?
—Hace dos días.
—¿Viste todo esto hace dos días?
—¿No es eso lo que acabo de expresar? —reclamó ella.
—Sí.
Él se alejó de ella y se sentó en el alféizar. Las manos le temblaban. Helen se mantuvo cerca de la ventana.
—Mira, Helen. Sé que ves las cosas de manera distinta a la mayoría…
—No vuelvas a empezar, pastor. No quiero oír eso. No ahora. Sería insensible.
—Bueno, estoy intentando ser sensible, Helen. Y pienso en el niño que está allá. Aún no es necesario enterrarle la madre.
Helen miró hacia Spencer, quien con la barbilla entre las palmas se hallaba sentado con las piernas colgándole en la silla. Tenía círculos oscuros debajo de los ojos inyectados de sangre. Durante la noche había dormido a lo sumo una irregular hora.
—No estoy enterrando a mi hija, Bill. Estoy confiando en ti. Vi esto, y me aterra que sea exactamente lo que vi.
Él no respondió a lo que oía.
Ella miró por la ventana y cruzó los brazos.
—El hecho es que esto me gusta aun menos que a ti. Me ha corroído como un cáncer desde ese primer momento. No logro encerrar la mente alrededor de esto, Bill —confesó ella, y se le hizo un nudo en la garganta—. No logro entender por qué Dios está haciendo esto. Y según tú, yo debería saberlo, entre toda la gente.
Bill alargó la mano y la posó en el hombro de Helen. El gesto produjo algo de consuelo.
—¿Y cómo puedes estar segura que es Dios?
—No importa. Es Dios porque no hay alguien más. Él permite lo que quiere.
—Quizás, pero solo si él es verdadero Dios. Omnipotente. Todopoderoso. Y de ser así, él decide por qué haría algo así.
—Sí, ¡yo sé eso, Bill! ¡Pero es mi hija quien está allí enganchada a una máquina! —gritó ella, luego bajó la cabeza, confusa e indignada ante las emociones que bullían en su interior.
—Lo siento mucho, Helen —manifestó Bill con voz forzada.
Permanecieron en silencio por largos momentos, frente a frente con las imposibilidades del caso. Helen no estaba segura de qué esperaba de él. Sin duda no que declarara algo conciso e inspirador. Vamos, vamos, Helen. Todo saldrá bien. Lo verás. Solo confía en el Señor. ¡Santo cielo! Ella en realidad debería saber. Ya había pasado antes por algo así, frente a la amenaza de una muerte como esta.
—Así que, ¿viste algo más? —le estaba preguntando Bill—. ¿La viste morir?
—No, no la vi morir —respondió ella negando con la cabeza.
Helen lo oyó tragar saliva.
—Entonces deberíamos orar —anunció él.
—No la vi morir, Bill, pero vi más —continuó ella intentando calmar sus emociones.
Él no reaccionó al instante. Cuando lo hizo, la voz le salió entrecortada.
—¿Qué… qué viste?
—No te lo puedo decir, de veras —balbuceó ella, moviendo la cabeza de lado a lado—. No… no lo sé.
—Si viste algo, ¿cómo es que no sabes?
Ella cerró los ojos, deseando de repente no haberle dicho nada al hombre. Difícilmente podía esperar que él entendiera.
—Era algo… confuso. Aunque vemos, no siempre vemos con toda claridad. La humanidad se las ha ingeniado para debilitar nuestra visión espiritual. Pero ya sabes eso, ¿no es así, Bill?
Él no respondió inmediatamente, quizás ofendido por la condescendencia de ella.
—Sí —enunció finalmente con tono débil.
—Lo siento, pastor. Esto es muy difícil para mí. Ella es mi hija.
—Entonces oremos, Helen. Oremos a nuestro Padre.
Ella asintió, y él comenzó a orar; pero estaba tan cegada por la tristeza, que apenas oía las palabras que el hombre decía.
Kent miró a través de las baratijas en la tienda del aeropuerto, matando el tiempo, descansando por primera vez desde que leyera ese mensaje ocho horas antes. Había conseguido una conexión a Chicago, y ahora deambulaba entre la concurrencia, esperando el vuelo de las tres de la mañana, con poca esperanza de dormir, que lo llevaría a Denver.
Se inclinó y dio cuerda a un mono de juguete que empuñaba pequeños címbalos dorados. El primate se pavoneó ruidosamente en la plataforma improvisada, golpeando su instrumento y riendo de manera insoportable. Chin-chan, chin-chan. Kent sonrió a pesar de lo ridículo del asunto. Spencer echaría a patadas a la criatura. Posiblemente disfrutaría el juguetito por diez minutos. Luego este iría a parar al piso del clóset, oculto bajo otros mil juguetes de «diez minutos». Diez minutos por veinte dólares. Un auténtico robo.
Por otra parte, estaba la cara de Spencer sonriendo durante diez minutos, y la imagen de su hijo con los labios curvados de deleite provocaría una pequeña sonrisa en Kent.
Y no era que no tuvieran el dinero. Estas eran las clases de objetos que compraban personas totalmente irresponsables, o personas a las que nos les molestaba el precio. Personas como Tom Cruise o Kevin Costner. O Bill Gates. Él tendría que acostumbrarse a la idea. Quieres vivir una parte, mejor empiezas a participar en ella. Edifícala, y esas cosas vendrán.
Kent se colocó el mono debajo del brazo y se acercó despacio a las baratijas de mujer adulta nítidamente dispuestas contra la pared junto a estantes de suéteres de I love Chicago. Él no sabía dónde Gloria había adquirido la fascinación por cristales costosos. Y ahora eso ya no importaría, tampoco. Iban a ser ricos.
Recogió una cruz biselada, con rosas complicadamente esculpidas y con las palabras «En su muerte tenemos vida». Sería perfecto. Imaginó a Gloria en alguna cama de hospital, recostada, sus ojos verdes brillando al ver el regalo en las manos de él. Te amo, cariño.
Kent se dirigió a la caja y compró los regalos.
Él también podría sacar lo mejor de la situación. Llamaría a Borst el momento en que llegara a casa… para asegurarse que Estúpido y su escuadrón no estuvieran derribando todo allá en Miami. Mientras tanto estaría junto a Gloria en su malestar. Debía estar con ella.
Y de todos modos pronto estarían en el avión a París. Sin duda su esposa podría viajar. Una repentina punzada de pánico le subió por la columna. ¿Y si la enfermedad fuera más seria que algún caso grave de alimentos contaminados? Tendrían que cancelar París.
Pero eso no iba a ocurrir, ¿verdad que no? Una vez había leído que 99% de los temores de las personas nunca se materializan. Un hombre que asimilaba esa verdad podría añadir diez años a su vida.
Kent se sentó en una silla y miró el tablero de vuelos. Su avión salía en dos horas. Mientras tanto podría dormir un poco. Se recostó y cerró los ojos.
Spencer se hallaba al lado de Helen, frente al pastor, tratando de ser valiente. Pero el pecho, la garganta y los ojos no le cooperaban. Todo el tiempo le dolían, se entorpecían y goteaban. Su mamá había subido las escaleras después de despedir a papá, manifestando algo acerca de ir a recostarse. Dos horas después de agotadores juegos en la computadora, Spencer había llamado por toda la casa, solo para oír el débil quejido de mamá desde el dormitorio principal. Ella aún estaba en cama a las diez de la mañana. Él había tocado y entrado sin esperar una respuesta. El rostro de ella le recordó el de una momia en el Discovery Channel: todo dilatado y pálido.
Spencer había corrido al teléfono y llamado a la abuela. Durante los quince minutos que ella tardó en llegar a casa él se había arrodillado al lado de la cama de mamá, suplicándole que le contestara. Luego había gritado con fuerza. Pero mamá no le respondía más que con el ocasional gemido. Solo yacía allí y se agarraba el estómago.
Abuela había llegado entonces, divagando acerca de comida contaminada y mangoneando a su nieto como si supiera exactamente qué se debía hacer en situaciones como esta. Pero por mucho que intentaba parecer tener el control, abuela no lograba sobrellevar el asunto.
Literalmente habían llevado a rastras a mamá hasta el auto, y la abuela había conducido hasta la sala de emergencia. Manchas azules oscuras aparecieron en la piel de mamá, y Spencer se preguntó cómo alimentos contaminados podían producir manchas del tamaño de dólares de plata. Luego alcanzó a oír a una de las enfermeras que hablaba con una asesora acerca de que las manchas se debían a sangrado interno. Los órganos de la paciente estaban sangrando.
—Estoy asustado —enunció el muchacho en un tono débil y tembloroso.
Helen le agarró la mano y se la llevó a los labios.
—No te asustes, Spencer. Entristécete, pero no te asustes —le expresó, pero lo dijo con los ojos empañados, y él supo que ella también estaba asustada.
Ella acercó la cabeza del chico a su hombro, y él lloró allí por un rato. Se supone que papá ya debía estar aquí. Había llamado del aeropuerto a las seis de la tarde y le había dicho a la enfermera que tomaría un vuelo a las nueve de la noche, con una intolerable e interminable parada en Chicago que no lo llevaría a Denver hasta las seis de la mañana. Bueno, ya eran las siete, y él no había llegado.
Anoche habían empezado a poner a mamá en tubos y a hacerle otras cosas. Allí fue cuando él empezó a creer que la situación no solo era mala. Era terrible. Al preguntarle a la abuela por qué mamá se estaba hinchando de ese modo, ella le había contestado que los médicos le estaban inundando el cuerpo con antibióticos. Intentaban matar la bacteria.
—¿Qué bacteria?
—Mamá tiene una meningitis bacteriana, cariño —había expresado la abuela.
Entonces una roca se le había alojado en la garganta a Spencer porque eso parecía muy malo.
—¿Qué significa eso? ¿Se va a morir mamá?
—No pienses en la muerte, Spencer —indicó la abuela con dulzura—. Piensa en la vida. Dios le dará a Gloria más vida de la que alguna vez ha tenido. Lo verás, te lo prometo. Tu mamá estará bien. Sé lo que pasa aquí. Ahora es doloroso, pero pronto será mejor. Mucho mejor.
—¿Entonces se pondrá bien?
La abuela miró hacia las puertas batientes detrás de las cuales los médicos atendían a la mamá del niño, y luego se puso a llorar otra vez.
—Oraremos para que ella se ponga bien, Spencer —aseguró el pastor Madison.
Entonces brotaron lágrimas de los ojos del muchacho, y él creyó que se le iba a desgarrar la garganta. Puso los brazos alrededor de la abuela y le hundió el rostro en el hombro. No se pudo contener durante una hora. Sencillamente no pudo hacerlo. Luego recordó que su madre no estaba muerta, y eso le ayudó un poco.
Cuando levantó la cabeza vio que la abuela estaba hablando. Susurraba con ojos cerrados y el rostro tenso. Tenía las mejillas húmedas y surcadas de lágrimas. Le hablaba a Dios. Solo que no reía como solía hacerlo cuando hablaba con él.
Se abrió una puerta y Spencer se sobresaltó. Levantó la cabeza. Papá estaba allí, parado en la puerta, luciendo pálido y andrajoso, pero aquí.
Spencer se puso de pie y corrió hacia su padre, sintiéndose repentinamente acongojado. Quiso gritarle, pero se le volvió a hacer un nudo en la garganta, así que simplemente chocó contra él y se sintió levantado en brazos seguros.
Entonces volvió a llorar.
En el momento en que Kent atravesó la puerta de la sala de espera supo que algo andaba mal. Muy mal.
Lo vio en la postura de su hijo y de Helen, agachados y con los ojos enrojecidos. Spencer corrió hacia él, y él lo levantó en vilo hasta su propio pecho.
—Todo saldrá bien, Spencer —expresó entre dientes.
Pero las cálidas lágrimas del niño en la nuca de Kent manifestaban otra cosa, y lo bajó con manos temblorosas.
Helen se puso de pie y se le acercó.
—¿Qué pasa? —exigió saber él.
—Ella tiene meningitis bacteriana, Kent.
—¿Meningitis bacteriana?
¿Qué significaría eso? ¿Cirugía? ¿O peor? ¿Algo como diálisis para adornar cada día que su esposa viviera?
—¿Cómo está ella? —inquirió Kent, tragando saliva, viendo en esos viejos ojos sabios más de lo que le gustaría ver.
—No está bien —contestó Helen tomándole la mano y sonriendo con empatía; una lágrima le bajó por la mejilla—. Lo siento, Kent.
Ahora sonaron las campanillas de advertencia… cada una de ellas, todas a la vez. Él se dio la vuelta y con piernas entumecidas corrió hacia las puertas oscilantes. El letrero encima decía «UCI». El tañido se le alojó en los oídos, acallando los sonidos ordinarios.
Todo saldrá bien, Kent. Cálmate, hombre. El corazón le martillaba en los oídos. Por favor, Gloria, ponte bien por favor. Estoy aquí para ti. Te amo. Cariño. Ponte bien, por favor.
Miró alrededor y vio todo blanco. Puertas blancas, paredes blancas, y batas blancas. El olor a medicinas le inundó las fosas nasales. Un olor a penicilina y alcohol.
—¿Qué se le ofrece?
La voz venía de la derecha, y Kent se volvió para ver a una persona parada detrás de un mostrador. El puesto de enfermeras. Estaba vestida de blanco. La mente de él comenzó a calmarle un poco el pánico. Mira ahora, todo saldrá bien. Esa es una enfermera; este es un hospital. Simplemente un hospital donde alivian a las personas. Con bastante tecnología como para hacer que la cabeza te dé vueltas.
—¿Se le ofrece algo? —volvió a inquirir la enfermera.
—Sí, ¿me podría informar dónde puedo encontrar a Gloria Anthony? —preguntó Kent a su vez, parpadeando—. Soy su esposo.
Él tragó saliva contra la sequedad de bolas de algodón que aparentemente tenía embutidas en la garganta.
Ahora la enfermera tuvo en mejor enfoque, y Kent vio el nombre de ella en la placa: «Marie». Era rubia, como Gloria… como del mismo porte. Pero no tenía la sonrisa de Gloria. En realidad tenía el ceño fruncido, y Kent luchó con la repentina urgencia de alargar la mano y de una bofetada levantar aquellos labios de la mujer. ¡Oiga, señora! Estoy aquí por mi esposa. Deje ahora de mirarme como si usted fuera la Parca, ¡y lléveme ahora donde ella!
Los ojos oscuros de Marie miraron a través del pasillo. Kent siguió la mirada. Dos médicos se inclinaban sobre una mesa de hospital detrás de una ventana larga y reforzada. Él salió corriendo por el sitio sin esperar que lo autorizaran.
—¡Discúlpeme, señor! ¡No puede entrar allí! Señor…
Corrió más que la enfermera. Una vez que Gloria lo viera, una vez que él le viera sus hermosos ojos color avellana, terminaría toda esta locura. Se le levantó el ánimo. Oh, Gloria… Cariño. Todo saldrá bien. Por favor, Gloria, mi amor.
Cuatro rostros le saltaron a los ojos de la mente, al instante, de manera simultánea, con una brutalidad que lo hizo contenerse, a media zancada, en medio del salón. El primero fue el de la muchacha allá atrás con ojos oscuros. La novia de la muerte. El segundo fue el de Spencer. Volvió a ver ese pequeño rostro, y no solo estaba preocupado sino abatido. El tercero fue el tierno rostro sonriente de Helen, pero no sonreía. Para nada. Arrugado con líneas de dolor quizás, y sin sonreír. Él ni siquiera estaba seguro de haberla visto así alguna vez.
Uno de los médicos se había movido, y a través de la ventana Kent vio el cuarto rostro, tendido allí sobre esa cama. Solo que al principio no reconoció ese rostro. Estaba inmóvil y retraído debajo de las brillantes luces en lo alto. Un tubo azul corrugado y redondo le entraba por la boca, y una manguerita de oxígeno le colgaba de las fosas nasales. Manchas violetas le decoloraban la piel. El rostro estaba inflado como una calabaza.
Kent parpadeó y bajó el pie. Pero no se movió hacia Gloria. No pudo seguir adelante.
Bilis le subió a la garganta, y él tragó grueso. No podía comprender qué tenía que ver este rostro con los demás. Él no conocía este rostro. Nunca había visto una cara en tanta agonía, tan distorsionada de dolor.
Y entonces reconoció el rostro. La sencilla verdad le atravesó la mente como un lingote de plomo retumbándole en todo el cráneo.
¡La que estaba en la cama era Gloria!
El corazón de Kent se golpeó al instante contra la caja torácica, desesperado por escapar. La mandíbula se le cayó lentamente. Un grito agudo le estalló en la mente, manifestando esta locura. Maldiciendo esta idiotez. Esta no era más Gloria que un cuerpo sacado de una tumba masiva en una zona de guerra. ¿Cómo se atrevía él a estar tan seguro? ¿Cómo se atrevía a estar aquí helado como una marioneta cuando las cosas habían estado tan bien todo el tiempo? Tenía que haber una equivocación, eso era todo. Él debería correr hasta allí y resolver esto.
El problema era que Kent no se podía mover. Sudor le manaba de los poros, y comenzó a respirar en espasmos irregulares. ¡No! Spencer estaba afuera en el vestíbulo, su pequeño hijo de diez años que desesperadamente necesitaba a su madre. ¡Esta no podía ser Gloria! ¡Él la necesitaba! La dulce e inocente Gloria con una boca que sabía a miel. ¡No… esta no!
El médico bajó la mano y estiró la sábana blanca sobre el rostro hinchado.
¿Y por qué? ¿Por qué ese tonto halaba esa sábana de ese modo?
Un grito de dolor resonó por el pasillo… su grito.
Entonces Kent comenzó a moverse otra vez. En cuatro saltos se halló ante la puerta. Alguien gritaba por detrás, pero esto no significaba nada para él. Agarró la plateada manija y le dio un fuerte tirón.
La puerta no se movió. ¡Gira, entonces! ¡Gira esa ridícula cosa! Kent giró la manija y jaló. Ahora la puerta se abrió ante él, y retrocedió estupefacto. En el mismo instante vio el nombre en una tablilla al lado de la puerta.
Gloria Anthony.
Kent empezó a gemir suavemente.
Allí estaba la cama, y él llegó a ella en dos saltos. Empujó a un lado a un médico con bata blanca. Las personas empezaron a gritar, pero él no lograba comprenderles las palabras. Ahora solo quería una cosa. Levantar esa sábana blanca y demostrar que se trataba de la mujer equivocada.
Una mano lo agarró de la muñeca, y él protestó. Kent se retorció con furia y lanzó al hombre contra la pared.
—¡No! —gritó.
Un tubo intravenoso se cayó y se estrelló en el suelo. Un monitor amarillo lanzó chispas y titiló hasta apagarse, pero estos detalles ocurrían en el lejano y sombrío horizonte de la mente de Kent. Él estaba fijo en la figura quieta y blanca sobre la cama de hospital.
Kent agarró la sábana y la removió del cuerpo.
Sonó un «zuuum» mientras la sábana salía volando y luego se asentaba lentamente en el suelo. Kent quedó helado. Un cuerpo desnudo y pálido surcado de venas y manchas púrpuras del tamaño de manzanas apareció inerte delante de él. Estaba hinchado, como una muñeca inflada, con tubos que aún le mantenían abierta la boca y la garganta.
Se trataba de Gloria.
La certeza lo taladró como una burlona vara de hierro. Retrocedió un paso tambaleándose, desvaneciéndose estrepitosamente.
El mundo se le oscureció entonces. Apenas estaba consciente de que daba la vuelta, y luego corría. Chocó contra la puerta, primero el rostro. No sintió el dolor, pero logró oír el crujido al rompérsele la nariz por el impacto con la puerta de madera. Estaba muerto, posiblemente. Pero no podía estar muerto porque tenía el corazón encendido, enviándole llamas por arriba hacia la garganta.
Entonces de algún modo cruzó la puerta tambaleándose, lanzándose hacia la entrada de la unidad de cuidados intensivos, mientras le caía sangre sobre la camisa, sofocándolo. Golpeó las puertas exactamente cuando el primer lamento le estalló en la garganta. Un grito al Ser Supremo que podría haber tenido la mano en esto.
—¡Oh, Dios! ¡Diiiooossss!
Spencer y Helen miraban boquiabiertos a la derecha, pero él apenas los vio. Sangre cálida le corría sobre los labios, lo que le brindó un extraño y fugaz consuelo. Sonidos guturales le resonaban de la boca abierta, negándose a alejarse. No podía contenerse para respirar. Allá atrás su esposa acababa de morir.
—¡Oh, Dios! ¡Diiiooossss!
Kent huyó por los pasillos, con el rostro blanco y rojo, llorando con sepulcrales gemidos, haciendo que todas las cabezas se volvieran mientras corría.
Una docena de asombrados espectadores se apartó cuando él entró al estacionamiento, goteando sangre, babeando y jadeando. Los gemidos lo habían dejado sin aire, e intentó acallarlos. Vio autos a través de las confusas lágrimas, y se tambaleó hacia ellos.
Kent se las ingenió de algún modo para llegar hasta su Lexus plateado antes de que lo abatiera la inutilidad del vuelo que había hecho. Estampó el puño sobre el capó, tal vez rompiéndose allí otro hueso. Luego resbaló por la puerta del conductor hasta el caliente asfalto y se llevó las rodillas al pecho.
Se abrazó las piernas, devastado, sollozando, hablando entre dientes.
—Oh, Dios. Oh, Dios. ¡Oh, Dios!
Pero no sentía a Dios.
Sencillamente sentía que el pecho le explotaba.