Kent despertó el viernes a las seis de la mañana, instantáneamente alerta. Su avión partía a las nueve, lo cual le daba dos horas para vestirse y llegar hasta el aeropuerto. Aventó las sábanas e hizo girar los pies hasta el suelo. A su lado, Gloria protestó suavemente y se dio la vuelta.
—A levantarse y manos a la obra, querida. Tengo que abordar un avión.
Gloria lanzó un gruñido de aprobación y se quedó quieta, sin duda exprimiendo los agonizantes segundos hasta lo último del sueño.
Kent entró bajo el arco al espacioso baño y metió la cabeza debajo de la llave. Quince minutos después emergió, medio vestido, esperando hacer un viaje hasta la cocina para preguntarle a Gloria por las medias. Pero se le evitó el viaje hasta abajo… no encontraría allá a Gloria porque ella aún estaba en cama con un brazo cubriéndole el rostro.
—¿Gloria? Tenemos que salir, querida. Creí que te habías levantado.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella rodando hacia él y sentándose aturdida—. Me siento como si me hubiera arrollado un tren.
Además, el cutis de ella parecía desmejorado. Kent se sentó a su lado y le pasó un dedo debajo de la barbilla.
—Te ves pálida. ¿Estás bien?
—Tengo el estómago un poco descompuesto.
—Quizás se te pegó la gripe —sugirió él, y le pasó una mano por la rodilla—. Tómatelo con calma. Puedo ir solo al aeropuerto.
—Yo quería llevarte.
—No te preocupes por eso. Descansa. Mañana tendremos tremendo viaje —enunció él, y se puso de pie—. La gripe de doce horas ha estado rondando por la oficina. ¿Quién sabe? Tal vez yo la traje a casa. ¿Sabes dónde están mis medias de seda color azul marino?
—En la secadora —contestó Gloria, señalando la puerta—. Sinceramente, mi amor, estoy bien. ¿Estás seguro de que no quieres que te lleve?
—Sí, estoy seguro —afirmó él volviéndose y guiñando un ojo—. ¿Qué hay de novedoso en un viaje a un aeropuerto abarrotado? Tenemos que pensar en París. Descansa un poco… estaré bien.
Kent bajó los peldaños hasta el cuarto de la lavandería y hurgó alrededor hasta encontrar las medias. Oyó el tintineo en la cocina, y supo que Gloria lo había seguido hasta abajo.
Al girar cerca de la refrigeradora, vio a Gloria poniendo café en la cafetera, con su bata rosada agitándosele en los tobillos. Él se deslizó detrás de ella y le rodeó la cintura con los brazos.
—De veras, mi amor. Me encargaré de esto.
—No —objetó ella rechazando el comentario con un movimiento de la muñeca—. Ya me estoy sintiendo mejor. Probablemente fueron esos espárragos que me comí anoche. ¿Deseas café? Lo menos que puedo hacer es enviarte con un desayuno decente.
—Me gustaría un poco de café y una tostada —contestó él besándola en el cuello—. Gracias, querida.
Comieron juntos en el comedor del diario, Kent cuidadosamente vestido, Spencer frotándose los ojos somnolientos, Gloria luciendo como si se hubiera levantado del ataúd para la ocasión. El café gorgoteaba, la porcelana tintineaba, los tenedores repiqueteaban. Kent miró a Gloria, haciendo caso omiso de la preocupación que le susurraba en el cerebro.
—¿Así que hoy tienes tenis?
—A la una de la tarde. Juego con Betsy Maher en las semifinales —asintió ella, luego se llevó una taza blanca a los labios y sorbió—. Suponiendo que me sienta mejor.
—Estarás bien, querida —la tranquilizó Kent sonriendo amablemente—. No puedo recordar la última vez que te hayas perdido un partido. Es más, no recuerdo la última vez que hayas perdido algo a causa de un malestar.
Kent rió y mordió su tostada.
—Recuerdo la primera vez que jugamos tenis —continuó él—. ¿Te acuerdas?
—¿Cómo podría olvidarlo si me lo recuerdas a cada rato? —contestó ella sonriendo.
—Deberías haber visto, Spencer —comentó Kent volviéndose hacia su hijo—. La señorita Excepcional con su beca deportiva de tenis tratando de enfrentarse a un corredor. Tal vez ella podía colocar la pelota donde quisiera, pero yo la estaba agotando. Ella no se detendría. Y yo sabía que se iría a cansar después del cuarto set, porque apenas podía mantenerme parado y ella estaba allí bamboleándose sobre los pies. Nunca había visto a nadie tan competitivo.
Él miró a Gloria, quien ya tenía un poco de color en el rostro.
—Hasta que ella vomitó.
—¡Qué asco, papá!
—No me mires a mí. Mira a tu madre.
—No olvides decirle quién ganó, cariño —contraatacó Gloria, sonriendo.
—Sí, tu madre me vapuleó bien ese día… antes de vomitar, es decir. Creo que me enamoré de ella entonces, mientras se hallaba inclinada en el poste más lejano de la red.
—¡Qué asco! —exclamó Spencer riendo tontamente.
—¿Te enamoraste? ¡Qué va! Ahora que recuerdo, en ese tiempo estabas entretenido con algo distinto a faldas femeninas.
—Quizás. Pero todo empezó entonces entre nosotros.
—Bueno, te tomó mucho tiempo volver en ti. Ni siquiera salimos hasta que terminaste tus estudios.
—Sí, cariño, y mira dónde estamos hoy —afirmó él, se levantó, colocó el plato en el fregadero, y regresó para besar a Gloria en la mejilla; ella tenía caliente la piel—. Creo que valió la pena la espera, ¿no es cierto?
—Si insistes —concordó ella sonriendo.
Veinte minutos después Kent estaba en la puerta principal despidiéndose de ellos, con maletas en mano.
—Muy bien, ustedes tienen el itinerario, ¿no es así? Los veré mañana a las cinco de la tarde. Tenemos que abordar un avión a las seis. Y mi amor, recuerda empacar la cámara. Este es un viaje que hará historia en la familia Anthony.
—Cuídate, mi príncipe —le dijo Gloria acercándose, envuelta aún en su bata rosada, y le estampó un cálido beso en la mejilla—. Te amo.
Él miró por un instante dentro de esos centelleantes ojos color avellana y sonrió.
—Yo también te amo —le aseguró, inclinándose y besándole la frente—. Más de lo que tal vez podrías entender, cariño.
—¡Adiós, papi! —exclamó Spencer tímidamente acercándose a su padre y rodeándole la cintura con su bracito.
—Te veré mañana, Jefe —lo consoló Kent alborotándole el cabello—. Cuida a tu mami, ¿de acuerdo?
Luego lo besó en la frente.
—Lo haré.
Kent se fue dejándolos en la puerta, su hijo bajo el brazo de su esposa. Había una conexión entre esos dos seres que él no lograba captar por completo. Un destello de complicidad en los ojos de ellos, y que le socavaba el poder, lo hizo parpadear. El asunto se había hecho dolorosamente obvio ayer alrededor de la mesa del comedor. No obstante, él los acababa de hacer ricos; eso era de esperarse, supuso. Ellos se mantuvieron intercambiando miradas, y cuando él finalmente les había preguntado al respecto, simplemente se encogieron de hombros.
Cielos, cuánto los amaba.
El vuelo desde Denver Internacional hasta Miami estuvo lleno de incidentes, al menos para Kent Anthony, y por ninguna otra razón que porque todo momento que pasó despierto se había llenado de incidentes. Él se había convertido en un nuevo hombre. Y ahora en la cabina del DC-9 hasta sus compañeros lo reconocían bajo una nueva luz. Otras cinco personas de la sucursal de Denver del Niponbank realizaban el tardío viaje a Florida para el congreso. Él había deambulado por el pasillo, hablando con todos ellos. Y todos lo habían observado con un brillo en los ojos. Quizás un destello de celos. O una chispa de esperanza para sus propias carreras. Algún día, si tengo suerte, estaré en tus zapatos, Kent, podrían estar pensando. Por supuesto, siempre existía la posibilidad de que el destello fuera luz real… un reflejo de las ventanillas ovaladas alineadas en el fuselaje.
Su jefe, Markus Borst, se hallaba tres filas adelante con su brillante calva asomando por encima del asiento como una isla de arena en un mar negro. El año pasado Borst había usado un peluquín sobre esa calva, desechándolo solo después de que los solapados comentarios lo llevaran a ocultarse por varios días con un letrero de NO MOLESTE en su puerta cerrada. Qué hacía el superior detrás de esa puerta, Kent no podía comprender; seguramente no estaba rompiendo marcas para coordinar diseños de software, como su título sugería. Y cuando al fin el tipo salió de su cueva lo único que hizo fue mirar por sobre el hombro de Kent y desear que hubiera sido él y no el otro a quien se le hubiera ocurrido el asunto, o musitar acerca de cómo su empleado pudo haberlo conseguido.
Y ahora, dentro de una semana Borst podría muy bien estar trabajando para Kent, quien se pasó un dedo por el cuello de la camisa y lo estiró. La corbata roja había sido una buena elección. Acentuaba bien con el traje azul marino, pensó. El atuendo perfecto para reunirse con el verdadero centro neurálgico en el escalón más elevado del banco. Ellos ya habrían oído ahora hablar de él, por supuesto. Joven, controlado, hombros anchos, mente brillante. De los Estados Unidos occidentales. Había dado en el blanco.
En la mente se le formó una imagen de un estrado frente a mil ejecutivos de todo el mundo sentados alrededor de mesas. Él tenía el micrófono. Bien, no fue tan difícil una vez que elaboré el adelantado paradigma del tiempo. Desde luego, todo es asunto de perspectiva. La brillantez es más una función del destino que del viaje, y permítanme asegurarles, amigos míos, que hemos llegado a un destino nunca antes imaginado, mucho menos recorrido. El salón del congreso temblaría bajo el estruendoso aplauso. Él entonces levantaría la mano, no de manera enfática sino como un gesto de desaire. No tardaría mucho en estar al mando.
No hace mucho tiempo un hombre llamado Gates, Bill Gates, presentó un sistema operativo que cambió el mundo del cómputo. Hoy día Niponbank está presentando el Sistema Avanzado de Procesamiento de Fondos, el cual cambiará el mundo bancario. Ahora se pondrían de pie, aplaudiendo fuertemente. Por supuesto, él no se responsabilizaría directamente del trabajo. Pero ellos entenderían, exactamente lo mismo. Al menos los superiores comprenderían.
—Eh, Kent —enunció Will Thompson a su lado después de aclarar la garganta—. ¿Te has preguntado alguna vez por qué algunas personas trepan tan rápidamente la escalera mientras otros se estancan en sus carreras? Es decir, ¿tipos con las mismas habilidades básicas?
Kent miró al gerente de préstamos de cuarenta años de edad, preguntándose otra vez cómo el hombre se las había arreglado para estar en este viaje. Will insistía en que su jefe, ya en Miami, lo necesitaba para que explicara algunas ideas innovadoras en que habían estado trabajando para algunas personas importantes en la organización. Pero Kent no sabía que Will tuviera una fibra innovadora en el cuerpo. El cabello negro de su colega estaba moteado de canas, y sobre la nariz tenía un par de lentes con monturas doradas. Por sobre una camisa blanca sobresalían tirantes amarillos, de moda en la costa oriental. Si Kent consideraba a alguien como amigo en el banco, este era Will.
—¿Umm?
—No, de veras. Míranos. Aún recuerdo el primer día en que llegaste al banco hace, cuánto, ¿siete años? —inquirió, sonrió y sorbió el licor en su bandeja—. Eras tan ingenuo como todo el que llega, amigo. Cabello peinado hacia atrás, listo para prenderle fuego a la oficina. No es que yo fuera más experimentado. Creo que tenía una semana más que tú. Pero veníamos del fondo, y míranos ahora. Haciendo triples dígitos, y aún ascendiendo. Y toma luego a alguien como Tony Milkins. Él vino más o menos seis meses después que tú, ¿y qué es? Un cajero.
Will sonrió otra vez y volvió a sorber su bebida.
—Algunos ambicionan esto más —respondió Kent sonriendo—. Todo es cuestión del precio que estés dispuesto a pagar. Tú y yo nos esforzamos, trabajamos muchas horas, obtuvimos la educación correcta. ¡Miércoles! Si me sentara a calcular el tiempo y la energía que he dedicado a llegar hasta aquí, la mayoría de chicos universitarios saldrían corriendo asustados y se meterían al campamento de entrenamiento de reclutas de la marina.
—No bromees —cuestionó Will volviendo a sorber—. Luego existen algunos como Borst. Los miras y te preguntas cómo diablos se habrán filtrado. ¿Creerías que este anciano es dueño del banco?
Kent sonrió y miró por la ventanilla, pensando que ahora tendría que tener cuidado con lo que iba a decir. Un día él sería esa gente de la que Will hablaría. Muy cierto, Markus Borst estaba en una posición inmerecida, pero hasta aquellos bien adecuados para sus cargos sufrían las críticas profesionales de los rangos inferiores.
—Por tanto, creo que ahora estás ascendiendo —declaró Will; Kent lo miró, notando allí un poco de celos.
Will captó la mirada y rió.
—No, bien hecho, mi amigo —corrigió, levantando un dedo y arqueando las cejas—. Pero cuida tu espalda. Estoy exactamente detrás de ti.
—Por supuesto —concordó Kent devolviéndole la sonrisa.
Pero él estaba pensando que hasta Will sabía que la idea de que este hiciera algo así sería una total y absurda tontería. El gerente de préstamos podría mirar hacia adelante y solo verse deslizándose dentro de una posible oscuridad, igual que un millón más de gerentes de préstamos en todo el mundo. Sencillamente los gerentes de préstamos no se hacían nombres como Bill Gates o Steve Jobs. En realidad, no que fuera culpa de Will. La mayoría de personas no estaban adecuadamente equipadas; simplemente no sabían cómo esforzarse suficiente. Ese era el problema de Will.
De pronto a Kent se le ocurrió que acababa de volver al punto de partida del hombre. Pensaba de Will lo mismo que este pensaba de Tony Milkins. Un flojo. Un flojo muy amigable, pero sin embargo un tarugo. Y si Will era un perezoso, entonces los individuos como Tony Milkins eran unas babosas. Actores recogedores de dinero. Bastante buenos para reunir unos cuantos billetes por aquí y por allá, pero no diseñados para gastarlos.
—Solo que vigila también tu espalda, Will —recomendó Kent—. Porque Tony Milkins está exactamente allí.
Su amigo rió y Kent se le unió, preguntándose si el hombre habría captado la ligera indirecta. Todavía no, supuso.
El avión tocó tierra con una rechinada de llantas, y el pulso de Kent se le aceleró. Desembarcaron, encontraron sus equipajes, y abordaron dos taxis hacia el Hyatt Regency en el centro de Miami.
Un maletero vestido de granate, con un elevado sombrero de capitán y una chapa que decía «Pedro González», cargó rápidamente las maletas en una carreta y los condujo a través de un espacioso vestíbulo hacia la recepción. A la izquierda una enorme fuente salpicaba sobre sirenas de mármol en un estanque azul. En un círculo perfecto crecían palmeras alrededor del agua, y las hojas susurraban en el aire acondicionado. La mayoría de huéspedes que deambulaban habían venido al congreso. Dejaron sus sucursales en todo el planeta para reunirse en vestimentas oscuras y regodearse por cuánto dinero estaban haciendo. Un grupo de asiáticos reía alrededor de una mesa para fumadores, y Kent supuso por el comportamiento de ellos que podrían estar cerca de la cima. Hombres importantes. O al menos, que se creían importantes. Quizás algunos de los futuros compañeros de él. Como el bajito canoso aquel que captaba más la atención, y que sorbía una bebida ámbar. Un hombre de poder. Podrido en dinero. Doscientos cincuenta dólares la noche para un hotel como este saldrían del fondo de propinas del tipo.
—Bueno, este sitio sí que es primera clase —expresó Todd a su lado.
—Eso es el Niponbank para ti —concordó Borst—. Nada más que lo mejor. Creo que reservaron todo el hotel. ¿Cuánto crees que cuesta?
—Caramba. Bastante. ¿Crees que tendremos acceso ilimitado a esos pequeños refrigeradores en los cuartos?
—Por supuesto que sí —informó Mary dirigiéndose a Todd con una ceja arqueada—. Qué, ¿crees que los cierran para el personal de programación? ¿Para mantener sus mentes despejadas?
—No. Sé que estarán abiertas. Quiero decir gratis. ¿Crees que tendremos que pagar por lo que consumamos?
—No seas imbécil, Todd —expresó Borst riendo tontamente—. Ellos cubren todo el viaje, y tú estás preocupado por tragos gratis en botellitas. Estoy seguro que tendrán bastantes bebidas en la recepción. Además, tienes que mantener despejada la cabeza, muchacho. No estamos aquí para una fiesta. ¿No es así, Kent?
Kent deseaba alejarse del grupo, desvincularse de la pequeña cháchara de sus compañeros. Ellos parecían más un escuadrón de niños exploradores que programadores que acababan de cambiar la historia. Miró alrededor, de repente avergonzado y esperando que no los hubieran alcanzado a oír.
—Así es —respondió, y se movió algunos pasos a la izquierda; si tenía suerte, los espectadores no lo identificarían con este grupo de payasos.
Habían llegado hasta el largo mostrador de madera de cerezo de la recepción, y Kent se dirigió a una mujer hispana de cabello oscuro, quien al instante sonrió cordialmente.
—Bienvenido al Hyatt —lo saludó—. ¿Puedo servirle?
Bueno, me acabo de convertir en alguien más bien importante, ¿sabe?, y me pregunto si usted tiene una suite…
Interrumpió su pensamiento. ¡Contrólate, amigo! Sonrió a pesar de sí mismo.
—Sí, me llamo Kent Anthony. Creo que ustedes tienen una reservación para mí. Estoy con el grupo Niponbank.
Ella asintió y pulsó algunas teclas. Kent se inclinó en el mostrador y regresó a mirar a los hombres que reían en las sillas del salón. Ahora algunos se estrechaban las manos, como si se felicitaran por una labor bien ejecutada. Excelente año, Sr. Bridges. Sensacionales utilidades. A propósito, ¿te enteraste de lo del joven de Denver?
¿El programador? ¿No está aquí en alguna parte? Brillante, sí lo he oído.
—Disculpe, señor.
Kent parpadeó y se volvió hacia el mostrador. Era la empleada de la recepción. La del hermoso cabello oscuro.
—Kent Anthony, ¿correcto? —preguntó ella.
—Sí.
—Tenemos un mensaje para usted, señor —informó ella, alargó la mano debajo del mostrador y extrajo un sobre rojo.
El pulso de Kent se aceleró. Entonces, el asunto ya estaba empezando. Alguien distinto al estúpido escuadrón bajo las órdenes de Borst le había enviado un mensaje. No se lo enviaron a Borst; se habían dirigido a él.
—Está marcado urgente —notificó la muchacha, y se lo entregó.
Kent rasgó el sobre, lo abrió, y sacó un papel. Revisó la nota escrita.
Al principio las palabras no le generaron ningún significado en la mente. Solo estaban allí en una larga serie. Luego tuvieron algo de sentido, pero Kent creyó que había habido una equivocación. Que le habían dado el mensaje equivocado. Que esta no era su Gloria a la cual se refería la nota. No podía ser.
Los ojos de Kent se hallaban a mitad del mensaje por segunda vez cuando le vino un arrebato, como un líquido hirviendo quemándole las venas desde el extremo superior de la cabeza y bajándole por la columna vertebral. La mandíbula se le cayó, y la mano le empezó a temblar.
—¿Está usted bien, señor? —preguntó una voz; tal vez la recepcionista.
Kent volvió a leer la nota.
KENT ANTHONY:
SU ESPOSA GLORIA ANTHONY ESTÁ EN EL HOSPITAL MEMORIAL DE DENVER STOP COMPLICACIONES DE NATURALEZA NO DIAGNOSTICADA STOP POR FAVOR REGRESE INMEDIATAMENTE STOP
FIN DEL MENSAJE
Ahora el temblor se había convertido en convulsión, y Kent sintió que el pánico le subía por la garganta. Giró alrededor para enfrentar a Borst, quien se había perdido totalmente el momento.
—Markus —dijo con voz temblorosa.
El hombre se volvió, sonriendo por algo que Betty acababa de decir. Los labios se le enderezaron en el momento en que vio a Kent.
—¿Qué pasa?
¡Sí, por cierto! ¿Qué pasa? ¿Dejar a estos en el poder a sus anchas alrededor de él antes de tener una oportunidad de ayudarles a comprender quién era él? ¿Dejar la fiesta en manos de Borst? ¡Por Dios! ¡Qué idea más ridícula!
Sin duda Gloria estaría bien. Bastante bien.
Por favor regrese inmediatamente, decía el mensaje. Y se trataba de Gloria.
—Me debo ir. Tengo que volver a Denver.
Aun mientras lo decía deseó recoger las palabras. ¿Cómo podía volver ahora? Esto era la cúspide. Los hombres que reían allá por la fuente estaban a punto de cambiarle la vida para siempre. Él acababa de volar más de tres mil kilómetros para reunirse con ellos. ¡Había trabajado cinco años para conocerlos!
—Lo siento. Tendrá que reemplazarme en la reunión —anunció Kent.
Le mostró la nota a su jefe y lo pasó a tropezones, furioso repentinamente ante este golpe del destino.
—Qué gran momento, Gloria —musitó por entre sus apretados dientes, y de inmediato se arrepintió.
Sus maletas aún estarían en el carrito rodante, supuso, pero entonces no le importaron dónde estarían las maletas. Además, él regresaría. Para mañana en la mañana, tal vez. No, mañana en la noche era el viaje a París. Quizás entonces en camino a París.
Está bien, Trigo Rubión. Cálmate. Aquí no ha sucedido nada. Solo un problemita técnico. Una dificultad. Ella solo está en el hospital.
Kent abordó un taxi amarillo y dejó atrás el ajetreo en el Hyatt Regency de Miami. Gloria estaría bien. Tendría que estar bien. Ella estaba en buenas manos. ¿Y qué era un congreso? Un terror le cayó a Kent en el estómago, y tragó grueso.
Esto no había estado en los planes. Para nada.