Capítulo cuarenta y siete

Lacy respondió a la puerta vestida con una camiseta de franela a cuadros que le colgaba debajo de los jeans.

—¿A la orden?

Kent estaba detrás de Helen por el momento, con el corazón latiéndole como una locomotora en el pecho. Vio la mirada de Lacy dirigirse hacia él, cuestionándose al principio, y luego reconociéndolo.

—Hola, Lacy —saludó Helen—. ¿Podemos entrar?

—¿Usted? Kevin, ¿correcto? Lo conocí en el restaurante. ¿Qué quiere?

—No somos quienes podrías creer —contestó Helen—. Mi nombre es Helen. Helen Jovic. Este es mi yerno, Kent Anthony. Creo que ustedes ya se conocen.

Los ojos de Lacy se abrieron de par en par.

—Hola, Lacy —saludó Kent pasando alrededor de Helen y calmándose un temblor que se le había estacionado en los huesos desde que se le habían abierto los ojos.

—Eso es… ¡eso es imposible! —exclamó ella, retrocediendo—. Kent está muerto.

—Lacy. Escúchame. Soy yo. Escucha mi voz —pidió, y tragó saliva—. Sé que me veo algo diferente; me he hecho algunos cambios, pero soy yo.

Lacy retrocedió otro paso, parpadeando.

—¿Me oyes? Te conté todo el plan una noche de viernes sentado allí, bebiendo tu café —declaró Kent señalando la mesa de la cocina—. Veinte millones de dólares, ¿correcto? ¿Usando el SAPF? Tú me abofeteaste.

Era demasiado para que ella rechazara, él lo sabía. Ella se hizo a un lado como en un sueño. Kent tomó el gesto como una señal para entrar y lo hizo cautelosamente. Helen siguió y se sentó en el sofá. Lacy cerró la puerta y se quedó frente a él, sin pestañear.

La sala permaneció en silencio. ¿Qué podía él decir? Sonrió, de repente sintiéndose ridículo y diminuto por haber venido.

—Por tanto, no sé qué decir.

Ella no contestó.

—Lacy. Lo… lo siento mucho.

La vista de él se le inundó de lágrimas. Ella estaba registrando sus bancos de recuerdos, tratando de hacer que los extremos calzaran, reconciliando emociones en conflicto. Pero no dijo nada. Kent la vio tragar saliva y de súbito todo fue demasiado para él. Él había ocasionado esto. Él podría haber cambiado, pero los restos de su vida yacían en ruinas. Esqueletos destruidos, mentiras vacías, corazones quebrantados. Como este corazón aquí, palpitando pero roto, posiblemente sin arreglo.

La mandíbula de Lacy se apretó, y los ojos se le inundaron de lágrimas.

Kent cerró los ojos y se esforzó por no llorar. Sí, de veras, ella no estaba tan feliz; eso era muy evidente.

—De modo que eres tú —indicó ella con voz apenas más fuerte que un susurro—. ¿Sabes lo que me has hecho?

Él abrió los ojos. Ella aún estaba mirándolo, aún con la mandíbula apretada. Pero alguna luz le había llegado a los ojos, pensó él.

—Sí, soy yo. Y sí, he sido un completo idiota. Por favor… perdóname por favor.

—Y te me acercaste en el restaurante —dijo, ya con la mandíbula relajada.

—Sí —asintió él—. Lo siento.

—Bueno. Deberías sentirlo. Deberías estar aterrado ahora al respecto.

—Sí. Y lo estoy.

Él creyó que ella iba a rechazarlo. Ella debería rechazarlo.

—¿Y por qué viniste? —cuestionó ella con brillo en los ojos—. Dime por qué viniste.

—Porque…

Era algo duro, estos tratos en amor. Primero Dios y ahora ella. Kent parpadeó. No, para nada duro. No en esta nueva piel. Duro en su antiguo yo, pero en esta nueva piel, el amor era la moneda de la vida.

—Porque te amo, Lacy —lo dijo entonces fácilmente.

Las palabras parecieron golpearla con fuerza propia. Una lágrima le brotó del ojo.

—¿Me amas?

Oh, ¿qué le había hecho a ella?

—Sí. Sí, te amo —asintió Kent, fue hacia Lacy y extendió los brazos, desesperado por el amor de ella.

Ella cerró los ojos y dejó que él la abrazara, titubeando al principio, entonces le deslizó los brazos alrededor de la cintura y se le pegó al pecho, llorando. Por un buen rato ella no dijo nada. Se mantuvieron apretados fuertemente y dejaron que el abrazo hablara.

Cuando finalmente Lacy habló, lo hizo con voz suave y resignada.

—Y yo te amo, Kent. Yo también te amo.