El deseo de morir es un sentimiento único, como el impulso de quienes sufren migraña de torcer la cabeza con la esperanza de hacer desaparecer una punzante jaqueca. Pero Kent aún estaba deseando la muerte… y cada vez más a medida que pasaban los minutos en su sombrío apartamento.
Podría haber sido algún deseo profundamente asentado de demorar la muerte lo que lo hizo regresar a la iglesia a pesar de la nieve que caía. Pero si lo fue, no lo sentía como algún deseo que antes hubiera tenido. Sin embargo, realizaría este último hecho. Hallaría a su sacerdote.
La nieve pasaba velozmente los faros y pensó en que salir a buscar un sacerdote en una noche como esta era algo desatinado; pero también era desatinado matarse. Él era un chiflado. La elevada espiral de la iglesia se extendía hacia el cielo nocturno como una mano ensombrecida alargándose hacia Dios. Estira la mano, bebé. Allá arriba solo hay oscuridad.
Estacionó el auto y miró la oscura catedral. Un monumento a la búsqueda humana de significado, lo cual era una burla porque hasta los de sotana sabían en su fuero interno que no había verdadero significado. Al final solo estaba la muerte. Un polvoriento cementerio en lo alto de un precipicio.
Sigue adelante con esto, Kent.
Abrió la puerta del auto y caminó penosamente hacia las amplias gradas.
El bulto en el primer peldaño le llamó de inmediato la atención. Un cuerpo yacía acurrucado como un feto, cubierto de nieve. Kent se detuvo en la acera y analizó la figura. El sacerdote se habría caído haciendo el trabajo… tal vez cerró muy temprano el templo y ahora su Dios lo había arrojado sobre los escalones. O tal vez un vagabundo había venido para encontrar a Dios y en vez de eso se había topado con una puerta cerrada. De cualquier modo el cuerpo no se movía. Era el segundo cadáver que había visto últimamente. Quizás debería acurrucarse y unírsele.
Kent subió las gradas, llegando hasta la puerta del frente. Estaba cerrada. Su boca ya no tenía deseos de jurar, hablar, y ni siquiera de respirar, pero la mente profirió insultos. Bajó los escalones con dificultad, insultando aún en el pensamiento con una serie de palabras que ya no tenían significado. Viró hacia el cuerpo y lo empujó con el pie. La muerte se convierte en mí mismo. Nieve caía del rostro del vagabundo. Una vieja, que sonreía a pesar de todo. Una amplia sonrisa congelada en ese rostro pálido. Finalmente ella había encontrado la paz. Y ahora él estaba en camino de encontrar la suya propia.
Kent se alejó del cuerpo y se dirigió al auto. Un viejo recuerdo se le arrastró por la mente. Era de la querida vieja Helen, sonriendo con ojos húmedos en la sala de él. Tú lo crucificaste, Kent.
Sí, querida Helen. Pero muy pronto lo compensaré. Como te dije, voy a matar mi…
El siguiente pensamiento le detonó en la mente a media calle, como si lo aturdiera una granada. ¡Esa era Helen!
Las piernas se le trabaron debajo de él, estiradas para dar el siguiente paso.
Kent regresó hasta el cuerpo. ¡Ridículo! ¡Esa vieja tendida allí no era más Helen de lo que él era Dios! Se volvió otra vez hacia el auto.
Si esa no era Helen, entonces Helen tiene una hermana gemela.
Se detuvo y parpadeó. Contrólate, Kent.
¿Y qué tal si esa fuera Helen por algún insólito accidente, muerta sobre el peldaño?
¡Imposible! Pero de pronto el impulso por saber sobrepasó a todo lo demás.
Kent volvió a girar hacia la figura y caminó rápidamente. Se inclinó e hizo rodar de espaldas el cadáver. Solo que este no estaba muerto; lo supo al instante porque las fosas nasales soplaron unos cuantos copos del labio superior en un prolongado suspiro. Él retrocedió, asombrado por el fantasmal rostro sonriendo debajo de una gorra. El corazón se le estrelló contra las paredes del pecho. ¡Esta era Helen!
No la reconoció por la sonrisa, el rostro, y ni siquiera por el cabello, sino por el vestido amarillo con florecitas azules, aunque todo cubierto de nieve. El mismo vestido amarillo floreado que ella usara en el funeral de Gloria. El mismo vestido amarillo floreado que ella usara delante de la puerta de Kent esa primera noche que se mudó. Eso y las medias estiradas hasta las rodillas.
Él estaba mirando a Helen, encogida sobre las gradas de esta iglesia, usando zapatillas deportivas con trozos de nieve, sonriendo como si estuviera en alguna clase de sueño caluroso y no muriéndose congelada sobre este bloque de concreto.
Déjala.
No puedo. Ella está viva.
Kent miró alrededor, vio que estaban solos, y metió los brazos debajo del cuerpo inerte de Helen. Se puso de pie tambaleándose con el peso muerto colgando en cada brazo. La última vez que había hecho esto, el cuerpo había estado desnudo, gris y muerto. Había olvidado lo pesadas que eran estas cosas. Bueno, los paramédicos podrían tratar con la vieja chiflada cuando la vieran.
Kent estaba a medio camino de vuelta al auto con Helen en brazos cuando un último pensamiento le cruzó la mente. Una oleada de tristeza le recorrió el pecho, y de inmediato sintió deseos de llorar. En realidad, no se le ocurrió ninguna razón. Quizás porque la había llamado vieja chiflada y, de veras, ella no era eso. Miró el cuerpo combado que tenía en los brazos. No, esta no era ninguna chiflada. Esta era… esta era algo precioso. Helen, con todas sus excentricidades, de algún modo encarnaba la bondad. Una lágrima le brotó de los ojos, y él resolló.
Preocúpate de ti, estúpido. Y si ella es la bondad, ¿en qué entonces te convierte eso? En escoria humana.
Sí. Peor.
Sí, peor. Deshazte de ella.
Kent apenas logró abrir la puerta del pasajero sin caerse. Deslizó a Helen sobre el asiento, cerró la puerta, y se puso detrás del volante. Ella había caído contra la puerta, y ahora la respiración se le hizo regular. A Kent se le hizo un nudo en la garganta, y movió la cabeza de lado a lado. La verdad era que ella le producía un extraño sentimiento, que le hizo doler la tráquea. La extrañaba. Eso era lo que pasaba. De veras que extrañaba a la vieja.
Encendió el Lincoln y arrancó en la desierta calle. La nieve se había convertido en una neblina pulverulenta, visible solo alrededor de una hilera de luces en la calle a la derecha. Un manto blanco reposaba sobre vehículos estacionados, arbustos y pavimento. El sedán se deslizaba tranquilamente sobre la nieve, y Kent sintió los dedos de la muerte enroscándosele en el cerebro. Había muerte… muerte en todas partes. Un cementerio congelado. Kent tragó grueso.
—Dios, déjame morir —refunfuñó entre dientes.
—Ohh…
El gemido que venía de la derecha le atacó la conciencia como una bala en el cerebro, y él reaccionó de manera instintiva. Puso el pie en el freno y movió bruscamente el volante. El Lincoln resbaló por la acera, chocó en el sardinel, y se detuvo. Kent se aferró del volante con ambas manos y respiró pesadamente.
Giró hacia el asiento del pasajero. Allí estaba Helen, inclinada contra la puerta con la cabeza reposándole en el hombro, torcida pero con los ojos abiertos, y mirando al frente con cejas cubiertas de nieve. La respiración de Kent se le paralizó en la garganta. ¡Ella estaba despierta! Despierta de entre los muertos como un alma perdida del reparto de una película barata de horror.
La anciana enderezó poco a poco el cuello y levantó una mano para quitarse la nieve de la cara. Kent miraba sin poder hablar, totalmente confundido sobre cómo sentirse. Ella parpadeó algunas veces seguidas, volviendo a entrar a la tierra de los vivos, mirando aún por el parabrisas.
Un pequeño gemido salió de la garganta de Kent, y esto le indicó a Helen que no se hallaba sola; entonces se volvió lentamente hacia él. Ahora ella también tenía la boca abierta. Se miraron así por varios prolongados segundos, dos almas perdidas mirándose boquiabiertas en los asientos frontales de un auto, perdidos en una silenciosa nevada.
Pero Helen no permaneció perdida por mucho tiempo. No, no Helen.
Ella volvió a pestañear y tragó saliva. Respiró adrede, como el suspiro de alguien decepcionado. Quizás ella no había tenido intención de despertar en el asiento delantero de un auto, mirando a un extraño.
—¿Kent? Te ves diferente. ¿Eres tú?
Bueno, quizás no tan extraño.
—¡Helen! —exclamó Kent, más riendo que contestando—. ¿Qué estás haciendo? ¡Pudiste haber hecho que nos matáramos!
Esa era una afirmación absurda considerando las intenciones de él, y habiéndolo dicho, tragó grueso.
—Eres Kent —aseveró ella como una sencilla realidad, como decir: «El sol se ha ocultado».
—¿Y cómo sabes que soy Kent? —se pilló a sí mismo expresándolo—. ¿Aunque lo fuera?
Pero ya la había llamado Helen, ¿de acuerdo? ¡Por Dios!
De cualquier manera, Helen no estaba escuchando. Estaba perdida; él pudo ver eso en los ojos de ella.
—¿La viste, Kent? —inquirió ella volviéndose hacia el parabrisas sin parpadear.
Él le siguió la mirada. La calle aún estaba vacía y blanca. En el parabrisas empezaba a aparecer condensación debido al cálido aliento.
—¿Ver qué?
—La luz. ¿Viste la luz? Estaba en todas partes. Era el cielo, creo —declaró ella, conmovida.
La ira le subió a Kent por la columna vertebral, pero se mordió la lengua y cerró los ojos.
—Helen… estabas afuera helada y alucinando. Despierta ya de tu ridícula y arcaica religión. Allá afuera no hay más que frío, nieve y muerte —expuso él, luego se volvió hacia ella y dejó que la creciente furia le pasara por los apretados dientes—. ¡Te juro que me enferma toda tu cháchara del cielo y de Dios!
Si él esperaba que Helen se achicara, debió haberlo sabido mejor. Ella se volvió hacia él con ojos relucientes. No parecía una anciana a quien acababan de arrastrar medio muerta en medio de una tormenta de nieve.
—¿Y si hubiera vida allá afuera, Kent? —preguntó ella, con los labios rojos y rectos—. ¿Y si detrás de este velo humano existiera una realidad espiritual irradiando luz? ¿Y si todo fuera creado con un propósito? ¿Y si detrás de todo ese Creador estuviera ansiando relacionarse?
Brotaron lágrimas en los ojos de Helen.
—¿Qué tal que hubieras sido creado para amarlo? ¿Qué pasaría entonces, Kent? —desafió ella sin parpadear pero con los ojos encharcados en lágrimas.
Uno de esos charcos se rompió, y un sendero de lágrimas bajó por la mejilla derecha de la mujer.
Kent tenía la boca abierta para replicar, para volver a poner a su suegra en su lugar, antes de comprender que no tenía nada que decir. No a esto. Lo que Helen sugería era imposible. Trató de imaginar a un Dios desesperado por amor, como una enorme y sonriente bola de luz con brazos extendidos. La imagen se negó a agarrar forma. Y si hubiera verdad en esas palabras, si de alguna manera hubiera un Creador que lo amaba así… de todos modos él se iba a matar. Se cortaría las muñecas en agonía.
Kent alejó la mirada de ella y apretó la mandíbula.
—Kent —dijo ella, la voz le sonó a él como si trinara.
¡Cállate, Helen! ¡Sencillamente cállate! La mente de él le gritó obscenidades, una mente encerrada en tormento.
—Kent.
Ella estaba suplicando. La pequeña y viciada cabina del Lincoln parecía vibrar con los latidos del corazón de Kent, quien deseó estirar la mano y cachetearla, pero las manos se le paralizaron en el volante.
Kent le lanzó una mirada de soslayo. Helen estaba temblando, llorando y conmoviéndose en el asiento ante él. El corazón de él gritaba de angustia. Los labios de ella temblaban con anhelo. Una sonrisa de súplica.
—¿Quieres ver, Kent? —preguntó ella alargando una mano temblorosa hacia él.
Kent apenas logró oír las palabras salidas de la estrecha garganta de la veterana. «¿Quieres ver, Kent?»
¡No! No, no, no, ¡no quiero ver!
—¡No seas tonta, Helen! ¡No puedes simplemente encender una luz para ver a este Dios tuyo!
—No. Pero esta noche es distinto. ¿Quieres ver?
No, no, no, ¡vieja arpía! ¡No hay nada que ver!
Las lágrimas del hombre le hicieron borrosa la vista.
¿Qué le estaba sucediendo? Un dolor le desgarró el corazón, y gimió. Entonces el tiempo pareció detenerse, en ese instante de agonía. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Quiero ver? ¡Sí! Sí, quiero ver, ¿no es así? Kent se masajeó lentamente la cabeza con los dedos.
—Sí —le salió de los labios como un lejano susurro.
Ella le tocó la mejilla.
Una titilante luz explotó en el cerebro de Kent. El horizonte detonó con luz deslumbradora, y él se irguió. Todo se detuvo entonces. El corazón se le agarrotó en el pecho; la sangre se le paralizó en las venas; la respiración se le ahogó en los pulmones. El mundo terminó con un grito.
Entonces ese mundo volvió a empezar con una masa de imágenes que lo hicieron recostarse en el asiento y se le abrió la mandíbula. Torrentes de luz le entraron en cascada a la mente y le bajaron por la columna. El cuerpo se le convulsionó allí sobre el asiento de cuero del Towncar como si él estuviera agonizando.
Pero no era muerte. ¡Era vida! ¡Era el aliento de Dios! Él lo supo en el momento en que aquello lo tocó. El creador de Helen le estaba… le estaba susurrando. Él también supo eso. Esta vívida emoción que le golpeaba el cuerpo solo era un susurro, y le decía: Te amo, amado mío.
—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —se puso a gritar él.
Se oyó una risa por sobre el gemido de Kent… una risa que resonaba como un trueno a través del cielo. ¡Kent conocía esa risa! Voces del pasado: una madre riendo de placer; un niño regodeándose en prolongados y agudos chillidos de deleite. Eran Gloria y Spencer, allá en la luz, extasiados. Kent les oyó las voces resonándole en el cerebro, y entonces se llevó la mano al rostro y empezó a retorcerse de vergüenza.
—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Lo siento!
¡Era verdad! Comprender esto lo sacudió como si un carnero lo golpeara en el pecho. ¡Dios! El Dios de Helen. El Dios de Gloria. El Dios de Spencer. ¡El Dios!
Y había expresado: ¡Te amo, amado mío!
La injusticia de todo esto retorció la mente de Kent, quien se zarandeó en agonía. La angustia de una madre que había asfixiado a su hijo. La desesperación de un esposo que había abandonado a su esposa por una ramera. Un deseo de morir.
Una nueva oleada del cielo de Helen se le estrelló en los huesos a Kent, y él tembló bajo su poder. Te amo, amado mío.
Kent gritó. Con cada fibra aún intacta en su garganta pidió la muerte a gritos, pidió perdón… pero las cuerdas vocales se le habían agarrotado ahora con todo el resto. Estas no produjeron más que un prolongado e interminable gemido.
—Ooooohhhh…
Yo ya morí. Te perdono.
¡No, no, no entiendes! Soy una escoria humana. No sé amar. ¡Estoy muerto!
Es a ti a quien amo.
¡Y yo soy quien te odia! El cuerpo de Kent se dobló, y la frente golpeó el volante. Lágrimas le corrieron por las mejillas. La burda rareza de estas palabras osciló como una bola de acero que le demolía las paredes del cráneo.
¡Eres mi amor!
¡No podía ser que esta criatura de amor candente podía querer amarlo! ¡No podía ser! Kent arqueó el cuello y miró hacia el lujoso techo del Towncar, con la boca totalmente abierta. Fue entonces que volvió a encontrarse con su propia voz. Y la usó para bramar, a plena garganta.
—¡Nooooooooo! ¡No pueeedo!
Ámame, por favor. El susurro le retumbó por el cuerpo.
Fuiste hecho para amarlo, manifestó una voz suave. La voz de Spencer. Luego la voz rió.
Sí, Kent. Ámalo. Esa era Gloria.
Entonces Kent se desmoronó y se puso a sollozar sobre el asiento al lado de Helen. En un retorcido fardo de agonía y éxtasis, de profunda tristeza y gozo desbordante, Kent amó a Dios.
—Sí. Sí, sí, sí.
Bebió el perdón como si una sed irresistible lo hubiera llevado al borde de la muerte. Jadeó ante al amor como un pez desesperado por oxígeno. Solo que era el mismo Dios quien lo llenaba de aliento, y eso le produjo un temblor desconcertante a cada fibra de músculo que aún podía moverse. Estiró el brazo con cada pizca de su ser, con cada pensamiento consciente, y suplicó estar allí con él.
Por breves momentos estuvo allí con él. O una parte de Dios estaba aquí abajo en el Lincoln con él.
Entonces la luz desapareció, dejando a Kent respirando con dificultad, tendido sobre el volante. Cayó sobre el regazo de Helen y sollozó.
Ella le acarició suavemente la cabeza. El tiempo perdió significado por un rato.