La fuente con la barriga de Buda vino y se fue, y Helen no se detuvo.
Era tan sencillo como eso. Había pasado la fuente a las once de la mañana, y todos los demás días había dado la vuelta en la marca de las cuatro horas, pero hoy día ella no deseaba dar la vuelta. Quería seguir caminando.
Logró oír el borboteo del agua una cuadra antes de acercarse al Sr. Buda, y entonces el impulso la impactó.
Sigue caminando, Helen.
Estoy a cuatro horas de casa si doy media vuelta ahora. ¿Debería seguir andando?
Solo sigue caminando.
¿Después de pasar la fuente? ¿Hacia dónde?
Pasa la fuente. Sigue recto.
¿Hasta cuándo?
Hasta que sea hora de parar.
¿Y cómo sabré eso?
Lo sabrás. Solo camina.
Así lo había hecho.
Ese primer paso más allá de su punto regular de regreso lo sintió como si pasara al interior de una profunda tristeza. El corazón se le aceleró, y la respiración se le entrecortó, pero ahora no se debió a luces que salían de las grietas. Esta vez era por temor. Simple temor sincero y habitual.
Ciertos hechos se le presentaron con autoridad convincente. Como el hecho de que cada paso que daba hacia el oeste era un paso más que debería desandar más tarde, en dirección este. Como el hecho de que ahora estaba empezando a nevar, exactamente según el pronóstico del meteorólogo, y ella solo llevaba una chaqueta delgada que ya se había empapado antes de que la lluvia se convirtiera en nieve. Como el hecho de que ella era una dama en sus sesenta, marchando en una tormenta hacia un horizonte sombrío. Como el hecho de que en realidad se veía ridícula con estas medias altas de rayas rojas y mojadas, y zapatos deportivos enlodados. En general, como el simple hecho de que ella había pasado de lo ridículo a lo absurdo.
Siguió caminando, luchando con los pensamientos. A las piernas no parecía importarles, y eso era algo bueno. Aunque difícilmente sabrían que ella estaba alejándolas cada vez más de casa en vez de acercarlas más. La primera hora de caminar en la helada nieve soplada por el viento había sido quizás la más dura que Helen había vivido en sus más de sesenta años. En realidad no había quizás al respecto; nada había sido tan difícil. Se encontró sudando a pesar del frío. El increíble gozo que sintiera al recién salir a caminar unas pocas horas antes, se había disipado dentro del los cielos grises en lo alto.
No obstante, seguía poniendo un pie delante del otro y caminando fatigosamente.
La luz regresó a las tres. Helen estaba a media zancada cuando el mundo se le dio la vuelta; cuando los ojos se le abrieron súbitamente y volvió a ver con claridad. Eso fue exactamente lo que ocurrió. El cielo no se le abrió… ella se abrió al cielo. Quizás había necesitado esas últimas cuatro horas de caminar a ciegas sin los incentivos celestiales colgándole al frente para que la mente se le enderezara.
Sea como sea, el mundo se le dio la vuelta, a media zancada, y ella plantó el pie y se quedó paralizada. Una rendija de luz le balbuceó detrás de los muros grises en la mente. Le brotaron lágrimas de los ojos como una ola creciente. Permaneció quieta, las piernas como tijeras sobre la acera, igual que una niña jugando a la rayuela. Los hombros se le sacudieron con sollozos.
—¡Oh, gracias, Padre! ¡Gracias! —gimió en voz alta, abrumada por el alivio del momento—. Yo sabía que estabas allí. ¡Lo sabía!
Entonces vino el gozo, como una oleada directamente sobre el pecho, y empuñó las manos.
Solo camina, Helen. Camina.
Han pasado más de ocho horas. Está oscureciendo.
Camina.
Ella no necesitó más exhortación.
Caminaré.
Echó a correr a grandes zancadas. Uno, dos. Uno, dos. Por un momento pensó que el corazón se le iba a reventar con la euforia que ahora le estallaba en el pecho. Uno, dos. Uno, dos. Seguiré caminando. Seguiré caminando.
Helen siguió por la acera, a través del extraño vecindario, hacia el horizonte de mal augurio, oscilando los brazos como soldado que marcha en un desfile. Copos de nieve como algodón yacían sobre el sombrero verde y le colgaban del cabello formando grumos. La anciana dejaba huellas en la delgada nieve que cubría la acera. Dios mío, solo espera hasta que le cuente esto a Bill, pensó. «Simplemente seguí caminando, Bill, porque sabía que eso era lo que él quería. ¿Que si consideré la posibilidad de que me hubiera vuelto loca? Claro que sí. Pero con todo yo lo sabía, y él me mostró suficiente para mantenerme sabiéndolo. Sencillamente caminé».
Helen había caminado otras cinco cuadras cuando se le desató el primer dolor en el muslo derecho.
No había sentido ninguna dolencia durante semanas de caminar. Ahora sentía la típica sensación de dolor, agudo y fugaz, pero inconfundible. Como un fuego que le atravesó el fémur hacia la cadera y que luego desapareció.
Resopló y se detuvo, agarrándose firmemente el muslo, aterrada.
—¡Oh, Dios! —fue lo único que logró decir por un momento.
Camina.
¿Caminar? Aún tenía la mandíbula abierta por el sobresalto. Se meció hacia atrás sobre la pierna buena.
—Solo fue un calambre en la pierna. ¡Pero me dolió! Estoy a treinta kilómetros de casa, y esto está terminando. ¡Se acabó todo!
Camina. El impulso llegó con fuerza.
Helen cerró lentamente la boca y tragó grueso. Miró alrededor, vio que no había mirones en la calle, y con cautela volvió a pisar sobre la pierna derecha. El dolor había desaparecido.
Volvió a caminar, al principio con cuidado pero después con confianza recuperada. Caminó otras cinco cuadras. Entonces el dolor le volvió a arder en el fémur, más fuerte esta vez.
Jadeó con fuerza y se detuvo.
—¡Oh, Dios!
La rodilla le tembló con el trauma.
Camina. Solo sigue caminando.
—¡Es dolor esto que estoy sintiendo aquí! —bramó enojada—. ¡Estás alejando la mano de mí! Oh, Señor, ¿qué está sucediendo?
Camina, hija. Solo camina. Ya verás.
Caminó. Al principio vacilante hasta que comprendió que el dolor se había ido, como antes.
Volvió a bramar con ganas seis cuadras más tarde. Esta vez Helen apenas se detuvo. Cojeó por diez metros, balbuceando oraciones entre dientes, antes de encontrar repentino alivio.
La dolencia volvía más o menos cada cinco cuadras, primero en la pierna derecha y después en la izquierda, y tras una hora en ambas piernas al mismo tiempo. Un dolor agudo le llegaba a cada hueso a media docena de pasos y luego desaparecía por unas cuantas cuadras, solo para volver como mecanismo de reloj. Era como si las piernas se le estuvieran derritiendo después de meses en el congelador y enormes cantidades de sufrimiento las estuvieran volviendo a su estado. Ella le clamaba cada vez a Dios, con el rostro retorcido por el dolor. Cada vez él le hablaba tranquilamente. Camina. Camina, hija. Cada vez ella ponía el pie adelante y caminaba en medio de la oscuridad que ya caía.
Tres aspectos contribuyeron a la continua travesía a pesar de la aparente irracionalidad. Primero estaba esa voz tranquila susurrándole en el cerebro. Camina, hija. Después estaba la luz, que no había huido. Los cielos cada vez más negros crepitaban iluminándole la mente, y Helen no podía hacer caso omiso a eso.
El tercer pensamiento que la impulsó hacia delante era la simple idea de que esto muy bien podría ser el final. El final. Tal vez se suponía que ella caminara directo hacia el horizonte del cielo y entrara a la gloria. Como Enoc. Quizás no habría ningún carro de fuego que se la llevara. Ese había sido el trato para Elías. No, con Helen sería la larga caminata a casa. Y eso estaba bien para con ella. ¡Gloria a Dios!
El sol había dejado oscura a la ciudad a las cinco y media. De vez en cuando pasaba silbando un auto, pero la temprana tormenta había dejado solitarias a las calles. Helen cojeaba en la tenebrosa noche, mordiéndose el labio inferior, balbuceando contra las voces que se burlaban de ella.
Camina, hija. Camina.
Y siguió caminando. A las seis, las piernas le dolían sin alivio. Sentía las plantas de los pies como si hubieran agarrado fuego. Claramente podía imaginar, y en realidad tal vez oír, los huesos en las rodillas moliéndosele a cada paso. Poco después las caderas se unieron a la protesta. Lo que comenzó como un amortiguado dolor alrededor de la parte alta de los muslos se extendió rápidamente hasta convertirse en punzadas agudas de dolor penetrante a lo largo de las piernas.
Camina, hija. Sigue caminando.
Y ella siguió caminando. Ahora la nieve caía en serio, como cenizas de un cielo ardiendo. Helen mantenía principalmente la mirada en el suelo frente a los pies, concentrándose en cada pisada como su destino final… uno… dos, uno… dos. Cuando miró hacia arriba vio una vertiginosa cantidad de copos arremolinándose alrededor de las luces de la calle. La noche se posaba tranquilamente. Un frío penetrante le adormecía ahora las rodillas al aire libre, y ella comenzó a temblar. Se metió las manos debajo de los brazos intentando mantenerlas calientes, pero la nueva posición le hizo perder el equilibrio, tirándola casi al suelo, y de inmediato las sacó. ¡Oh, Dios! Padre, por favor. Me he vuelto loca aquí. Esto es… ¡esto es una locura!
Camina, hija. Camina.
Por tanto caminó, pero con mucha dificultad ahora, arrastrando un pie a la vez, metiéndose poco a poco en la noche. Perdió todo sentido de dirección, lidiando con la perspectiva en la mente, consciente del dolor que le devastaba los huesos, pero sin que le importara ya. A la octava hora, allá atrás, había cruzado el punto sin retorno. Había saltado el abismo y ahora caía hacia adelante sin poder hacer nada, resignada a seguir esta vocecita o morir en el intento. Fuera como fuera, la crepitante luz la esperaba. La idea le trajo una sonrisa al rostro, pensó, aunque no podía asegurarlo porque la cara se le había entumecido.
Los últimos cincuenta metros tomaron veinte minutos… o una eternidad, dependiendo de quién estuviera contando. Pero ella supo que eran los últimos cuando el pie derecho aterrizó en una especie de montículo de cemento y ya no pudo incorporarse ni remontarlo. Helen cayó sobre una rodilla, se desplomó bocabajo, y rodó sobre un costado.
Si hubiera podido sentir, tal vez habría creído que las piernas se le habían convertido en sangrantes muñones, a juzgar por el dolor que sintió, pero ya no lograba sentir en absoluto. Estaba consciente de los copos de nieve que le iluminaban el rostro, pero ya no tenía fuerzas para quitárselos.
Entonces el mundo se le ennegreció.