Kent condujo hasta la licorería a las tres de esa tarde, dos horas después de haber despertado y descubierto que solamente le quedaba media botella de tequila. Había decidido que sería con licor y una bala como terminaría su mundo, y media botella no era suficiente. Bebería hasta entrar en estado comatoso, se pondría en la sien el cañón de la nueve-milímetros, y jalaría el gatillo. Sería como sacar una muela dolorida de las fauces de la sociedad. Bastante anestesia para adormecer las terminales nerviosas y para luego extraer el artículo podrido. Excepto que era su vida la que estaba en decadencia, y no un simple incisivo óseo.
Navegó aturdido por las calles, mirando letárgicamente pasar la llovizna. Aguanieve y ocasionales copos se mezclaban con lluvia. El cielo surgía oscuro y de mal augurio. La descomposición estaba en el aire.
Compró tres botellas del mejor tequila que vendía la licorería Tom’s y recompensó a Tommy con trescientos dólares.
—¿Está seguro? ¿Trescientos dólares? —exclamó el hombre parado allí abanicando los billetes, ofreciéndole devolvérselos como si creyera que podrían ser contagiosos.
—Consérvelos —ordenó Kent y salió de la tienda.
Debió haber sacado del guardado en su colchón un par de cientos de miles para dar la propina. Ver qué diría Tommy ante eso. O tal vez le daría el resto del dinero al sacerdote. Si pudiera encontrar un sacerdote que lo escuchara. Un acto final de reconciliación por Gloria. Por Helen.
Volvió a conducir hasta el apartamento y sacó la pistola. La había disparado algunas veces al interior del cadáver en el banco, en realidad tres veces, pum, pum, pum; así que no quedó terriblemente sorprendido al hallar seis balas en la recámara de nueve tiros. Pero esta vez sería un solo pum. Sintió el frío acero y jugueteó algunas veces con la seguridad, revisando la acción, y teniendo ahora pensamientos menores como: Me pregunto si el tipo que inventó la seguridad está muerto. Sí, está muerto y toda su familia está muerta. Y ahora él me va a matar. En cierto modo.
Kent apagó todas las luces y abrió las cortinas. Los números rojos en el radio reloj revelaban las 3:12. Ahora caía nieve a través de la ventana. El planeta estaba muriendo lentamente, rogándole que él se le uniera.
Es hora de recostarse, Kent.
Sí, me acostaré. Tan pronto como confiese.
¿Pero por qué confesar?
Porque parece decente.
¡Te vas a volar los sesos allí contra la pared al lado de la cama! ¿Qué tiene que ver la decencia con eso?
Quiero hacerlo. Deseo decirle a un sacerdote que robé veinte millones de dólares. Quiero decirle dónde los puede encontrar. Quizás él los pueda usar.
Eres un estúpido, Kent.
Sí, lo sé. Estoy enfermo, creo.
Eres una escoria humana.
Sí, eso es lo que soy. Soy una escoria humana.
Retrocedió hacia la cama y abrió una botella. El fuerte líquido le bajó por la garganta como fuego, y recibió un poco de consuelo saber que pronto dejaría de sentir.
Se sentó en la cama durante una hora, tratando de considerar las cosas, pero en él ya se había entumecido la parte de considerar. Los ojos se le habían secado de sus primeras lágrimas, como viejos pozos abandonados. Empezaba a preguntarse si esa voz que lo había llamado escoria humana tenía razón respecto de pasar por alto la confesión. Quizás debería perseverar en volarse los sesos. O tal vez debía buscar una iglesia… ver si incluso habían oído confesiones de un tipo moribundo en una lóbrega tarde invernal.
Alargó la mano hacia el directorio telefónico y encontró una lista de iglesias católicas. Catedral de San Pedro. A diez cuadras por la calle Tercera.
Treinta minutos después se encontró manejando hasta la oscurecida catedral. El letrero en la parte delantera anunciaba que se oían confesiones hasta las siete todas las noches, menos los sábados, pero las ventanas de vidrio matizado sugerían que los hombres de Dios se habían retirado temprano. Kent pensó que tal vez el letrero debería decir: «Se oyen confesiones todos los días, de 12h00 a 19h00, excepto en lóbregos días invernales que deprimen a todo el mundo, inclusive a sacerdotes que en realidad son hombres vestidos en largas sotanas negras para ganarse la vida. Así que déjenos en paz a todos y váyanse a casa, especialmente si ustedes son suicidas. No nos moleste con sus angustias. Las personas a punto de matarse en realidad son escorias humanas. Los curas simplemente son personas comunes y corrientes, y los que se van a matar son escoria humana». Pero eso difícilmente lo pondrían en el letrero.
El pensamiento le vagó por la mente como volutas de niebla, y desapareció casi antes de que se diera cuenta que lo había tenido. Decidió que regresaría más tarde para ver si habían encendido las luces.
Kent regresó a su oscuro apartamento y se sentó en el borde de la cama. Ahora el tequila bajaba suavemente, sin arderle mucho. Eran las cinco.