Helen llamó a Bill esa mañana a las seis, andando en pequeños círculos mientras esperaba que él contestara.
—Vamos, Bill.
El sueño había cambiado anoche. El sonido de pies que corrían se había acelerado; la respiración se había vuelto entrecortada. Ella había despertado empapada en sudor y se había levantado de la cama, con las garras del pánico acariciándole la columna.
—Levántate, Bill. ¡Agarra el teléfono!
—Aló —sonó una voz aletargada en el auricular.
—Está pasando algo allá arriba, Bill.
—¿Helen? ¿Qué hora es?
—Ya son las seis, y yo debería haber estado caminando hace una hora, pero empecé a orar en mi cocina y te lo estoy diciendo, apenas lo puedo soportar.
—Vaya, cálmate, Helen. Lo siento, anoche tuve una cita hasta tarde.
Ella dejó de andar de un lado al otro y miró por la ventana. Una leve llovizna caía del cielo bastante nublado.
—No sé. Pero nunca antes había sido de este modo.
—¿De qué modo, Helen? ¿De qué estás hablando?
—Hay electricidad en el aire. ¿No logras sentirla? —informó ella moviendo el brazo por el aire y sintiendo que los vellos se le ponían de punta—. Cielos, Bill, la energía está en todas partes. Cierra los ojos y cálmate. Dime si sientes algo.
—No soy quien debe calmarse… —Solo hazlo, pastor.
—No. Lo siento —respondió él después de quedar en silencio por un momento—. Aquí solo me veo la parte trasera de los párpados. Está lloviendo afuera.
—Se siente como si el cielo estuviera a punto de romperse, Bill. Como si fuera una bolsa de luz blanca caliente, viniéndose aquí abajo.
Él no contestó inmediatamente, y de pronto ella se impacientó, pues debería estar caminando y orando. El pensamiento le produjo otra convulsión en los huesos.
—Gloria a Dios —susurró ella; de súbito la respiración de Bill se hizo irregular en el teléfono.
—¿Helen…? —preguntó él con voz temblorosa.
—¿Sí? —contestó ella con el pulso acelerado y mirando por la ventana—. ¿Ves algo?
—Helen, creo que va a ocurrir algo… ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
—¡Bill! —exclamó ella; ¡lo sabía!; ahora mismo él estaba viendo algo—. Bill, ¿de qué se trata? ¡Dime!
—Oh, Dios mío. Oh, Dios mío —simplemente masculló él.
La voz de Bill titubeó en el teléfono, y Helen contendió con unas repentinas ansias de soltar el auricular y correr a la casa de Bill. Él allá miraba en el interior del otro lado, y ella estaba aquí de pie en este lado, sosteniendo este ridículo teléfono y deseando estar allá.
—Vamos, Bill —espetó ella de súbito—. ¡Deja de balbucear y dime algo!
Eso le hizo hacer una pausa al pastor. Pero solo por un momento. Entonces volvió a empezar.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
No era nada semejante a sudar. Todo lo contrario. Helen sabía esto con mucha seguridad: El pastor Bill Madison estaba en este mismísimo instante mirando dentro del cielo, y añorando con desesperación lo que estaba viendo, sí señor. La verdad le brotaba por la temblorosa voz mientras le clamaba a su Dios.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
De repente se quedó en silencio.
Helen respiró hondo y esperó algunos segundos antes de volver a presionar.
—¿Qué es, pastor? ¿Qué estás viendo?
Él no decía nada. Tal vez tampoco estaba escuchando.
—Bill…
—No… no lo sé en realidad —contestó con voz débil—. Solo vino como un manto de luz… como la última vez, solo que ahora oí risas. Muchas carcajadas.
—¡Ja! Las oíste, ¿verdad? Bueno, ¿qué te dije? ¿Ves? ¿Habías oído alguna vez en la vida esas risotadas?
—No —respondió él soltando una risita trastornada—. Pero ¿quién es? ¿Quién está riendo?… ¿Crees que se trate de Dios?
Helen levantó el brazo y vio que se le había puesto la piel de gallina. Debería salir a caminar. ¡Necesitaba caminar ahora!
—La risa es de los humanos, creo. Los santos. Y quizás también de los ángeles.
—¿Están riendo los santos? Riendo, ¿eh? ¿Y qué de Dios? ¿Lo vi allí?
—No sé lo que viste, Bill. No estuve allí. Pero Dios es responsable por la luz, y viste la luz, ¿de acuerdo? Creo que él principalmente está amando, siendo amado y riendo, sí, también riendo, y llorando.
—¿Y por qué, Helen? ¿Por qué estamos viendo estas cosas? No es común.
—No, no es común. Pero es muy real. Exactamente como en los tiempos bíblicos, Bill. Él está empujando suavemente nuestras porfiadas mentes. Como mis caminatas… increíble pero cierto. Como Jericó. Como dos tercios de las Escrituras, sorprendentes pero ciertas, y aquí hoy día. Él no ha cambiado, Bill —dijo ella, volviendo a mirar por la ventana—. Él no ha cambiado.
—Sí. Tienes razón. Él no ha cambiado.
—Me debo ir, pastor. Quiero caminar.
—Sí, deberías caminar. Se supone que hoy va a nevar, así dicen. La primera nieve de la estación. Abrígate bien, ¿de acuerdo?
¿Nieve? Santo Dios, eso sería asombroso, caminar en la nieve.
—Estaré bien. En estos días a mis piernas no les preocupan mucho los elementos.
—Anda con Dios, Helen.
—Lo haré. Gracias, Bill.
Helen agarró una chaqueta ligera y salió al aire de la mañana gris. Las luces de la calle brillaban como halos en larga sucesión sobre el refulgente pavimento. Uno de esos Volkswagen escarabajos pasó, con las luces enfocadas en la neblina. El sonido de las llantas rodando sobre el pavimento parecía papel rompiéndose. Helen se puso la chaqueta e ingresó a la llovizna, hablando entre dientes, apenas consciente de la humedad.
Padre, gracias, gracias, gracias. El cuerpo se le estremeció una vez, como un frío que le recorriera los huesos. Pero lo que provocó el temblor no fue el frío, sino esa luz que crujía tras los negros nubarrones. Muy cierto, en realidad no lograba verla, pero igual zumbaba, chispeaba y deslumbraba allí. El corazón le palpitó al doble de su ritmo regular, como si supiera que un extraño poder corría por el aire, invisible pero totalmente cargado.
Quizás el príncipe de esta tierra querría estropear las cosas; empapar su dominio con un manto helado y húmedo en un intento de ocultar la luz detrás de todo esto. Pero Helen no estaba viendo el manto en absoluto. Veía esa luz, y la sentía cálida, seca y brillante. Gloria al Señor.
Helen se miró las zapatillas blancas deportivas que señalaban al frente con cada zancada. Lanzaban gotitas delante de ella, rociando la acera como un cura que asperja agua sobre la cabeza de un bebé. Benditos sean estos pies, que andan por el poder de Dios. Podría haber sido una buena idea haberse puesto pantalones largos y un suéter, pero en estos días ella no estaba obedeciendo buenas ideas.
Semanas antes Helen se había quedado sin palabras en esta caminata de oración. Pudo haber orado por toda la Biblia… no lo sabía. Pero ahora el corazón solo estaba añorando y la boca susurrando. Tú hiciste este planeta, Padre. Es tuyo. ¡De ninguna manera unas pocas gotas se opondrán en tu camino! Dios mío, tú separaste todo un mar para los israelitas y seguramente esto no es nada. Es más, tal vez sea tu lluvia. ¿Qué tal esa idea?
Helen levantó las manos y trató de agarrar las gotas, sonriendo de oreja a oreja. Por un breve instante sintió como si el pecho le pudiera estallar, y dio algunos saltos. Pasó otro auto con deslumbrantes luces, y las llantas silbaron sobre la húmeda calle. Pitó una vez y siguió adelante. Y no era de extrañar; pues seguramente ella se veía como una rata anegada con el cabello enmarañado y el vestido destilando agua. Vieja loca, caminando en este clima. ¡La atrapará la muerte!
Ahora le vino un pensamiento. Llévame, Padre. Iré con mucho gusto. Y tú lo sabes, ¿no es cierto? No me malinterpretes aquí. Haré lo que desees de mí. Pero sabes que moriría por estar contigo. Por despojarme de esta carne, de este viejo rostro arrugado, y de este cabello que se la pasa cayendo. No es que eso sea muy malo, en realidad. Te agradezco por eso; de veras que sí. Y si así lo quisieras, lo llevaría conmigo. Pero te diré esto, Dios mío: Daría cualquier cosa por estar allá contigo. Tómame del modo que escojas. Mátame con un relámpago, haz que me pase por encima un camión monstruoso, envíame una enfermedad que me consuma los huesos lo que sea, solo llévame a casa. Como te llevaste a aquellos antes que a mí.
Ella saltó una vez e hizo oscilar el brazo, y lanzó un grito de victoria al estilo abuela.
—¡Gloria a Dios!
Así era como se habían sentido los mártires, pensó ella. ¡Al marchar hacia Sion!
El cielo brillaba lenta y escasamente a medida que se consumían las horas. Helen caminaba, apenas consciente de la ruta. El sendero la llevaba al occidente por calles laterales. Había estado aquí antes, muchas veces, y conocía muy bien el punto de retorno a las cuatro horas. Si giraba rodeando la fuente en la 132 y Sexta estaría de vuelta en casa ocho horas después de su partida en la mañana. La estatua del gordo Buda en el centro de la fuente estaría húmeda hoy, y doblemente empapados los pececitos que nadaban en la base.
Helen refunfuñó ante la idea de rodear la fuente y dirigirse a casa. Esto debió haber venido como un consuelo ante toda la lluvia que la calaba hasta los huesos y ante el cielo oscurecido que presagiaba una tormenta, pero no fue así. No hoy. Hoy día la idea de dirigirse a casa le oprimió el corazón. Deseaba caminar por el crujiente horizonte igual que Enoc, y trepar bajo las negras nubes. Quería encontrar la luz y unirse al jolgorio. ¡Gloria a Dios!
El tráfico era ligero, estaba ausente el normal flujo de dispersos transeúntes, y las tiendas se hallaban espeluznantemente vacías. Helen se acercó a la floristería Homer’s en la esquina de la 120 y la Sexta. El anciano apostado bajo el alero con los brazos cruzados arqueó las cejas al ella acercarse.
—Dicen que va a nevar. No deberías estar aquí afuera.
—Estoy bien, anciano. Este no es el momento para detenerse. Ya estoy cerca del final.
Él entrecerró los ojos ante el comentario. Por supuesto, no podía tener idea a qué se refería ella, pero entonces un poco de misterio de vez en cuando no le hacía daño a nadie.
—Que no se diga que no te lo advertí, anciana —indicó él.
Ella ahora estaba al lado de él y mantuvo la cabeza inclinada para sostenerle la mirada.
—Sí, es cierto. Me lo advertiste. Ahora oye la advertencia de Dios, anciano. Ámalo siempre. Hasta con el último hálito, ámalo con locura.
Él pestañeó y retrocedió un paso. Ella sonrió y siguió de largo. Que se quede pensando en eso. Ama a Dios con locura. ¡Gloria al Señor!
Ella había llegado a una sucesión de comerciantes callejeros que ya habían empacado debido al clima, todos menos Sammy el vendedor de gorras quien, a decir verdad, era más un gorrero desamparado que un verdadero comerciante, pero nadie decía eso. Quienes lo conocían también sabían que él había ambicionado sinceramente pero sin éxito este juego de la vida. A veces el balón rueda de ese modo. A su paso el hombre había dejado una esposa muerta y una situación de bancarrota. A nadie parecía importarle desembolsar un billete de diez dólares por una gorra barata de dos… no si era Sammy quien recibía el dinero. Él se hallaba de pie debajo de los aleros al lado de dos cajas grandes llenas con sus sombreros.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí afuera en la lluvia, Helen?
—Buenos días, Sammy —manifestó ella virando bajo la saliente—. Estoy caminando. ¿Tienes una gorra para mí hoy?
—Un sombrero —respondió él con una inclinación de cabeza—. Ya estás empapada hasta el pellejo. ¿Crees que ahora te ayudará una gorra? Va a nevar, ¿sabes?
—Exactamente. Dame una de esas verdes que tenías afuera el otro día.
Él la miró detenidamente, tratando de concluir si esta transacción comercial conllevaba sinceridad.
—¿Traes contigo un billete de diez?
—No, pero lo traeré mañana.
Sammy encogió los hombros y sacó una gorra verde que lucía en la visera una guacamaya roja con amarillo. Se la pasó con una sonrisa, representando ahora el papel de vendedor.
—Lucirá fabulosa con ese vestido amarillo. Nada tan atractivo como una mujer con un sombrero puesto… vestido o pantalones, llueva o haga sol, no importa. Es el sombrero lo que cuenta.
—Gracias, Sammy —expresó ella poniéndose la gorra y dando la vuelta en la acera.
La verdad sea dicha, ella lo hizo por él. ¿Qué bien le podía hacer un sombrero? Aunque ahora que lo tenía puesto en la cabeza, la visera le quitaba la llovizna de los ojos.
—¡Gloria a Dios!
El horizonte se esfumó y crepitó con luz… Helen podía sentirla más que verla con los ojos, pero igual la luz era muy real. Y ella sabía que si pudiera estirar la mano hasta allá arriba y hacer esas nubes a un lado, encontraría una gigantesca tormenta eléctrica anegada con risotadas.
La anciana siguió caminando hasta el punto de retorno, hacia el horizonte, hacia la luz chispeante más allá de lo que Homer o Sammy veían. Si alguien la hubiera estado observando con regularidad habría notado que ella tenía hoy el paso más rápido y enérgico que de costumbre. Los brazos le oscilaban con más determinación. En cualquier otro día ella podría parecer una vieja loca con sensibilidades pasadas de moda, que había salido a caminar. Hoy parecía una anticuada vagabunda que sin duda se había vuelto loca… tal vez con deseos de morir, empapada hasta los huesos, marchando sin rumbo fijo.
Helen caminaba, ahora canturreando. Rompía el aire con sus Reebok blancos, deteniéndose en ocasiones para alzar el puño y exclamar tres palabras.
—Gloria a Dios.