Capítulo cuarenta y uno

Helen caminó sola el lunes, llena de satisfacción, incapaz de acabar con la sonrisa que se le formaba en las mejillas. Las grietas del cielo irradiaban luz. Ella lo supo porque ahora al cerrar los ojos veía esa luz casi sin cesar. Ayer, hasta Bill había visto el fenómeno; o en realidad lo había sentido, porque no era visible físicamente. Era más como conocer el amor de Dios, lo cual en sí llevaba un poder sobrenatural. Ella reflexionó en una de las oraciones del apóstol Pablo: «Pido que, arraigados y cimentados en amor, puedan comprender, junto con todos los santos, cuán ancho y largo, alto y profundo es el amor de Cristo». Ese amor no era fácil de captarse; en realidad algo imaginado con cierto grado de confianza. Con seguridad no se podía tocar, ver, probar u oler. No por lo general, de todos modos.

Así era la luz, no se le podía captar fácilmente. Pero en esos días el pastor Bill estaba captando esas cosas; imaginaba mejor el mundo más allá de lo que la mayoría ve, toca y prueba. E imaginaba las cosas con fe. Certeza. Creer sin haber visto, como lo escribiera el apóstol.

Helen entonó «La canción del mártir». Esta era la canción de vida para ella. He estado esperando el día en que al fin pueda decir finalmente estás en casa Canto de Sion Hija de mi…

Con toda sinceridad ella no estaba segura por qué la luz brillaba de forma tan vívida más allá del cielo, pero tenía una idea. Las cosas no eran como parecían. La muerte de su hija Gloria, una experiencia inicialmente tan devastadora, no había sido algo tan malo. Tampoco la muerte de Spencer había sido algo tan malo. Helen le había dicho esto a Bill una docena de veces, pero ahora ella sentía la verdad. Las vidas de su hija y su nieto eran como semillas, las cuales al haber muerto en la tierra estaban ahora llevando un esplendor, inimaginable en sus anteriores y débiles recipientes. Como el mártir a quien asesinaran en Serbia. De algún modo la semilla estaba llevando fruto por décadas posteriores en las vidas que aún no habían nacido cuando ese sacerdote había entregado la vida. Helen aún no sabía cómo se vería ese fruto en la realidad. No lograba ver todo eso. Pero eran carcajadas las que empujaba la luz que se difundía del cielo.

—¡Buen Dios, tómame! —exclamó ella entre dientes y dio un paso; el corazón le palpitó de emoción—. Tómame rápidamente. Permíteme unírmeles, Padre.

Helen había oído muchas veces cómo los mártires caminaron de buena gana hacia sus muertes, rebosantes de alegría y ansiosos por encontrar la vida del más allá. Ella misma sentía lo mismo por primera vez en la vida, pensó. Era esa misma clase de gozo. Una comprensión total de esta vida amontonada contra la siguiente. Y con gusto saltaría a la próxima si tuviera la oportunidad.

Ahora esto de la muerte de Kent no estaba muy claro. Él había muerto; él no había muerto. Moriría; viviría; amaría; se pudriría en el infierno. Al final ella ni siquiera podría saberlo alguna vez. Al final eso era entre Kent y Dios.

Al final Kent representaba a cada ser humano. Al final los pesados pasos en los sueños de Helen eran de los pies de cada persona, huyendo de Dios.

Ella ahora sabía eso. Sí, en los cielos había esta gran conmoción en cuanto a Kent debido al desafío lanzado. Sí, un millón de ángeles y la misma cantidad de demonios alineados en el cielo observaban fijamente cada jugada del hombre. Pero era lo mismo para cada ser humano. Y no se trataba de un juego, como una vez ella le sugiriera al pastor, sino de la vida.

—¡Gloria a Dios! —gritó Helen, y de inmediato se dio vuelta para ver si eso había sorprendido a alguien.

No logró ver a nadie. Muy malo… habría sido bueno invitar a otro humano a una rebanada de realidad. Rió quedamente.

Sí, en realidad. Lo que estaba sucediendo aquí en este apartado platillo de microorganismos que era su experiencia, de ningún modo era distinto de lo que en una forma u otra ocurría hasta al último ser humano que habitaba sobre la Tierra verde de Dios. Quizás diferente en que a Helen se le había permitido participar en su maratón de intercesión. Diferente porque ella veía más del drama que la mayoría. Pero no diferente allá arriba donde eso contaba.

La verdad de todo le había caído encima dos días antes, y ahora ella deseaba una cosa como nunca había anhelado nada en los sesenta y cuatro años en que su corazoncito se las había arreglado para palpitar. Quería cruzar esa línea de llegada. Deseaba entrar al círculo de ganadores. Anhelaba entrar a la gloria. Si le dieran la oportunidad de vivir y caminar, o morir y arrodillarse ante el trono, saltando como un saltimbanqui respondería a gritos: «¡El trono, el trono, el trono!» Lo haría en sus zapatos deportivos y sus medias blancas subidas, sin importarle que un parque lleno de basquetbolistas estuviera viendo lo que ella hacía.

Lo quería todo porque ahora sabía sin la menor sombra de duda que todo se trataba del amor de Dios… desesperado y consumidor por cada individuo. Sabía además que Gloria y Spencer estaban nadando en el amor de Dios y gritando de placer por eso.

—Dios, llévame a casa —susurró—. Llévame de prisa.

Sinceramente, ella no sabía cómo Kent podía resistirlo todo.

Tal vez no lo podía resistir. Tal vez sí.

De cualquier manera, la luz era brillante y se irradiaba por las grietas.

—¡Gloria a Dios! —exclamó alegremente, volviendo a saltar.

Ese domingo, después que Lacy lo escupiera como quinina cruda, a Kent le sorprendió que ya hubieran pasado casi dos meses desde que se hubiera convertido en millonario. En realidad no le sorprendió en absoluto, porque la idea apenas se le arrastraba por la mente, como una babosa letárgica esperando pasar con seguridad. Se dio vuelta en la cama y supo que había vuelto a dormir sobre las cobijas. Una tenue luz brillaba alrededor de las cortinas cafés de la habitación, y por el sonido del tráfico supo que había pasado gran parte de la mañana. No es que le importara, pues ahora había perdido el significado del día y la noche.

Decían que el dinero no puede comprar felicidad. Este es uno de esos axiomas expresados a menudo pero casi nunca creídos, por el simple hecho de que el dinero sí parece venir con alguna medida de felicidad. Al menos por un tiempo. Podrá ser cierta la afirmación de Bono de que todos los senderos terminan en la tumba, pero mientras tanto, lo más seguro era que el dinero facilitara el viaje. Era en la parte mientras tanto con la que Kent estaba teniendo problema; porque para él la conclusión del asunto, la parte de la tumba, desde el principio se le había alojado en el interior. Como un vacío en el pecho.

Todo era posiblemente un poco extraño. De ningún modo justo, parecía. Pero de igual modo vacío, tenebroso y enfermizo. Y todo esto sin el poli Cabeza de Chorlito en la escena; si el idiota metiera el pico en la confusión aumentaría la desesperación.

Kent había caminado larga y lentamente esa noche de jueves, lejos de Lacy. Una limusina llena de bulliciosos adolescentes casi lo había golpeado en algún momento. Por poco se muere del susto. Entonces había llamado un taxi y regresado al calabozo en Denver. El sol ya pintaba de gris el cielo oriental cuando pagó al chofer.

Viernes. El viernes había sido el gran día de vivir peligrosamente, sacando los últimos alientos de furia sobre los gemelos rechonchos y luego sometiendo al banco los hallazgos que había reunido. Ellos le habían entregado a Kent los honorarios como acordaran. Con toda seguridad Bentley y Borst recibirían su justa recompensa. Se decía que la venganza era dulce. Kent no sabía quiénes afirmaban eso, pero sí sabía que no tenían la menor idea al respecto. La victoria que experimentó no era más que un lejano recuerdo a las dos de la tarde.

Pasó buena parte de los dos días siguientes, o noches en realidad porque no se levantó sino hasta las cinco de la tarde, tratando de tramar un regreso. No un regreso hacia Lacy, pues ella estaba muerta para él, sino un regreso a la vida. Tenía dieciocho millones de dólares escondidos, por Dios. Cualquiera que tuviera dieciocho millones de dólares escondidos sin saber cómo gastarlos era casi un imbécil. Las cosas que se podían hacer con riquezas. De acuerdo, Bill Gates lo podría considerar dinero para alimentar las gallinas, pero entonces el Sr. Gates estaba en una realidad totalmente distinta. La mayor parte de humanos normales habrían tenido problemas para gastar incluso un millón de dólares, a no ser por la compra de algún jet, yate u otro juguete de inmenso valor monetario.

Kent había pensado hacer exactamente eso. Comprar otro yate más grande y lujoso, por ejemplo, y llevarlo a una desierta ensenada tropical. En realidad la idea conservaba el lustre de la mejor parte de una cerveza antes de desecharla. Ya había comprado un yate, y lo había abandonado. Tal vez compraría un pequeño jet. A volar por el mundo. Por supuesto que estaría aterrizando y divirtiéndose en todas las paradas, descubriendo los sabores locales y riendo con los nativos. Por otra parte, la mayoría de sabores locales estaban a disposición en restaurantes de la ciudad… no se necesitaba recorrer todo el mundo. Y la risa no llegaba tan fácilmente en estos días.

Tal vez podría visitar algunos fabulosos eventos deportivos. Sentarse en el estadio con los demás tipos ricos que se podían dar el lujo de gastar algunos centavos por el placer de ver a hombres batear, lanzar o hacer rebotar una pelota. Sí, quizás hasta podría agarrar su propio balón y jugar con algunas celebridades. Tonterías. Hace tres meses le habría emocionado pensar en esto; ahora que tenía el dinero, no lograba recordar por qué pensaba así.

El lunes otra emoción ingresó a la mente de Kent. Pánico. Una desesperación sobrenatural ante la posibilidad de no hallar solución a este dilema. Un día después el pánico se convirtió en horrible desesperación. Dejó entonces de sentir y solo siguió con su lento caminar a lo largo de lo que ahora veía claramente como tierra árida de la vida. La vida sin Gloria y Spencer. La vida sin Lacy. La vida sin Kent. La vida sin ningún significado en absoluto.

Kent se levantó de la cama el miércoles y jaló la cortina. Una llovizna de luz cayó de un cielo gris oscuro. Podría ser mañana, tarde o noche. Cualquiera que fuera la hora era desagradable. Soltó el pesado cortinaje y se dirigió al baño a paso cansino, con los hombros caídos. El tubo fluorescente resplandecía con intensidad, y Kent entrecerró los ojos. Manchas de pasta dental rodeaban el lavabo, y él pensó que sería bueno limpiar el baño. Había dormido en el apartamento casi durante dos semanas sin limpiar la cocina o el baño. ¿Qué diría Helen ante eso?

Helen, querida vieja Helen. Se le hizo un nudo al pensar en la mujer; tan sincera, tan firme, tan tierna, tan cortés. Bueno, no siempre tan tierna o cortés, pero sincera y leal. Probablemente entraría aquí y le asestaría una bofetada en la mejilla.

Una lágrima brotó de los ojos de Kent. ¿A qué se debía? ¿Estaba extrañando de veras a la vieja tipa? Tal vez, tal vez no, pero de cualquier modo la lágrima se sintió bien, porque era la primera en cinco días. Lo cual significaba que aún tenía vivo el corazón en su prisión ósea.

Pero el lavabo, la cocina y lo demás podrían esperar. Helen no estaba aquí. Es más, no había nadie aquí. Tampoco habría alguien pronto. Él podría comprar el lugar y quemarlo. Eso lo dejaría bien limpio. Sí, quizás lo haría cuando todo hubiera acabado.

¿Cuando hubiera acabado qué, Kent?

Se miró en el espejo, y observó el despeinado reflejo. El rostro que Lacy había rechazado. Una barba de tres días; tal vez de cuatro. La cara de Kevin Stillman, aún con las cicatrices de la operación, si se sabía dónde mirar.

¿Cuando hubiera acabado qué, Kent?

El nudo se le hinchó en la garganta, como un globo. Otra lágrima le brotó del ojo derecho. Lo siento, Gloria. Dios, lo siento. Le estaba doliendo el pecho. Lo siento, Spencer.

Sí, ¿y qué pensaría ahora Spencer de ti?

Le temblaron los hombros, y el espejo se disolvió en un solo sollozo. Lo siento.

Se acabó, Kent.

Aspiró y contuvo la respiración. La idea le saltó a la mente con repentina claridad. Sí, se acabó, ¿no es verdad? Ya no quedaba nada más por hacer. Había gastado la vida. Le había quitado el significado. Ahora era hora de hacerse a un lado y dejar que otros tuvieran una oportunidad.

Era hora de dejar de arrastrarse con dificultad. Era hora de morir.

Sí, es hora de morir, Kent.

Sí, dejar que los otros tontos se mancharan de sangre los dedos al trepar por el acantilado de la vida. Dejarlos agarrarse del borde hasta descubrir que los desiertos se estrechan como un cementerio cubierto de polvo. Al final todo era lo mismo. Al final estaba la tumba.

Sí. Has vuelto a casa, Kent. Bienvenido a casa, Kent.

Este fue el primer toque de paz que Kent había sentido en semanas, y le hizo sentir un cosquilleo por la columna. Ahora me recuesto para dormir… Exactamente al lado de otros que desperdiciaron la vida trepando este precipicio llamado vida y que luego se tendieron a morir en tierras áridas. Los salmones se esfuerzan río arriba. Los lemmings se precipitan hacia el abismo. Los humanos mueren en los desiertos. Ahora todo tenía sentido.

Kent se cepilló los dientes. No tenía sentido morir con los dientes sucios. Bajó el cepillo de dientes medio usado y escupió la espuma de la boca. No se molestó en hacer correr un poco de agua para limpiar el desorden.

La manera más fácil de deslizarse a la tumba sería a través de una sobredosis; lo había pensado mil veces. Pero al cavilar ahora en eso le pareció que debía haber más respecto al asunto. Podría pasar un mes antes de que localizaran el cuerpo podrido, quizás más. Tal vez debía hacerlo en un lugar en que se hiciera una proclama. El banco, por ejemplo. O en la torre de una iglesia. Por otra parte, ¿le importaba? No, no le importaba para nada. Él solo quería salir. Finalizar. Deseaba acabar. Encontrar el cementerio de Bono. Hallar un sacerdote…

Confesarse.

Kent estaba en medio de la habitación, dirigiéndose a ninguna parte, cuando el pensamiento le llegó a la mente. Imaginó a Bono diciéndole: «Confiese, hijo mío». El mensaje se le alojó en el pecho. Aquello parecía tener una sensación de propósito. Y un suicidio con propósito se sentía mejor que uno sin sentido. Sería algo como inclinarse sobre ese precipicio y llamar al millón de estúpidos que se esfuerzan por trepar la piedra: «Hola, compañeros, aquí arriba no hay nada más que cenizas y lápidas. Ahórrense la energía».

Confesarse con un sacerdote. Hallar una iglesia, encontrar a un hombre con cuello clerical, confesar el crimen, luego deambular hacia el desierto. Tal vez encontrar al Dios de Helen. El pensamiento le volvió a producir opresión en el pecho. Lo siento, Helen. Querida vieja Helen.

Kent se sentó en la cama y reposó la frente en las manos. Una imagen de Helen le llenó la mente, y tragó para hacer pasar el nudo en la garganta. Ella señalaba el espacio descubierto encima de la chimenea… el lugar que una vez se había adornado con una pintura de Cristo. Helen estaba diciendo: «Tú lo crucificaste, Kent». Solo que ella no lo gritaba ni se lo embutía garganta abajo. Ella estaba llorando y sonriendo.

—Sí —dijo él entre dientes mientras una lágrima le bajaba por la mejilla—. Y ahora voy a crucificarme, Helen.