Capítulo cuarenta

Kent subió como un vendaval los amplios peldaños del Niponbank el viernes a las diez de la mañana, apretando los dientes y tartamudeando. Una furia había descendido sobre él a primeras horas de la mañana; la clase de ira que resulta de amontonar circunstancias en la enorme balanza de la vida y retroceder a fin de echar una mirada a vuelo de pájaro, solo para ver un extremo del aparato de bronce arrastrándose por el concreto y el otro extremo balanceándose en lo alto del cielo. ¿Cuánto podría soportar un individuo? Desde luego, por una parte estaba el brillante robo millonario, tambaleándose allí sobre un costado de la balanza; pero estaba solo, colgando helado al viento, metido a la fuerza en el desván mediante una docena de injusticias apiladas en el otro extremo.

Lacy, por ejemplo. O, como Kent veía la imagen, la firme mandíbula de ella vociferándole, dándole a gritos la orden de irse. «¡Simplemente váyase! ¡Ahora!» Luego estaba el policía, una sonrisa de oreja a oreja cubriéndole esa cabeza puntuda. Cabeza de Chorlito. «¿Quiere saber lo que creo, Bob? ¿O es Kent?» Y estaba Bono, soltando su sabia perorata acerca de la tumba, y Doug el australiano, sonriendo desdentado sobre el yate que había matado a su último hijo, y también Steve el barman revoloteando como un buitre. Las imágenes le susurraban en la mente, poniendo enorme peso en los platillos de esa balanza, y haciéndole subir lentamente la presión sanguínea.

Pero fueron las últimas informaciones las que lo despertaron una hora antes, resollando y sudando sobre las cobijas. Aquellas que de alguna manera él ya se las había ingeniado para enterrarlas. Gloria, hinchada, amoratada y muerta sobre la camilla de hospital; Spencer curvado como un ocho, y frío como piedra. Borst y Bentley, sentados detrás de sus escritorios, sonriendo. Bienvenido de regreso, Kent.

De alguna forma todas las imágenes llevaban a la de los gemelos gordinflones sentados allí, retorciéndose las manos en el placer de sus hechos.

Por eso se encontraba subiendo los amplios escalones del Niponbank el viernes a las diez de la mañana, apretando los dientes y mascullando.

Atravesó las puertas giratorias y viró inmediatamente a la derecha, hacia las oficinas administrativas. Esta vez no lo recibió la nostalgia, solo una ira irracional que se le bombeaba por las venas. Sidney estaba allí en alguna parte, taconeando sobre el piso de mármol. Pero Kent apenas tuvo en cuenta el sonido.

La puerta de Bentley estaba cerrada. No por mucho tiempo. Kent hizo girar la manija y abrió, respirando ahora con dificultad tanto por la subida de los escalones como por la ira. Una mujer de cabello negro se hallaba con las piernas cruzadas en una silla para visitantes, ataviada de modo correcto y formal con un traje azul vivo. Los dos levantaron la cabeza ante la repentina entrada de Kent.

Kent miró a la mujer, caminó hacia un lado, e hizo oscilar una mano hacia la puerta.

—¡Fuera! ¡Salga de aquí!

La mandíbula de ella se abrió y apeló a Bentley con ojos desorbitados.

Bentley echó la silla para atrás y se agarró firmemente del borde del escritorio, como si se dispusiera a saltar. Tenía el rostro pálido. Movió los labios para formar palabras, pero solo se oyó un ruido áspero.

La mujer pareció entender. Ella no podía saber lo que estaba ocurriendo aquí, pero no quería tomar parte en el asunto. Se paró y salió corriendo del salón.

—Traiga aquí a Borst —ordenó Kent.

—Él… ya estaba viniendo. Para una reunión.

El niño en Bentley estaba apareciendo, como un hombre agarrado con los pantalones abajo. Pero si los encuentros anteriores de él con Kent fueran algún indicio, el gran jefe se recuperaría rápidamente.

Entonces Borst entró a la oficina, sin sospechar nada. Vio a Kent y lanzó un grito ahogado.

—Qué bueno que se nos una, Borst. Cierre la puerta —ordenó Kent cerrando los ojos para calmar los nervios.

Su ex jefe cerró la puerta al instante.

—¿Por qué no devolvió mis llamadas? —exigió saber Bentley; el hombre se estaba recuperando.

—Cállese, Bentley. En realidad no tengo deseos de someterme a otra más de las idioteces de ustedes. Puedo recibir mi parte de castigo, pero no soy sadomasoquista.

—¿Y si yo tuviera información importante para su investigación? ¡Usted no puede esperar salir de aquí lanzando sus acusaciones y luego irse dejándonos estrangulados y sedientos!

—Lo hice, ¿no fue así? Y a no ser por una confesión firmada, nada que ustedes me puedan decir probará ser de importancia fundamental para mi investigación. Se los aseguro. Pero les diré algo. Les daré ahora una oportunidad, ¿de qué se trata?

Bentley lo miró, atónito.

—Vamos, desembuche, amigo. ¿Qué es tan importante?

Aún nada. Tenía al hombre fuera de foco. No tenía sentido demorar las cosas.

—No lo creo. Bueno, vaya allá y siéntese al lado de Borst.

—Yo…

—¡Siéntese!

El hombre se levantó de su silla y se arrastró hasta donde se hallaba Borst, aún tan pálido como malvavisco en pincho.

—Ahora, por el bien de ustedes voy a hacer esto breve. Y no quiero verlos babeando sobre las sillas, así que ahórrense sus comentarios para las autoridades. ¿Está bien?

Ellos estaban rígidos, incrédulos.

—Empecemos por el principio. He entregado por escrito mis hallazgos a los hombres que les firman los cheques, pero supongo que tenemos como diez minutos para charlar al respecto antes de que por ese teléfono lleguen los gritos de los japoneses. ¿Alguna vez ha oído maldecir en japonés, Borst? No es algo tranquilizador.

Kent respiró profundo y continuó rápidamente.

—Para empezar, ustedes dos tuvieron muy poco que ver con el SAPF. Es decir, en su desarrollo real. Es evidente que aprendieron a usarlo bastante bien. Pero en realidad no merecen reconocimiento por su implementación, ¿verdad que no? No se molesten en responder. No merecen ese reconocimiento. Lo cual es un problema porque reclamar reconocimiento por el trabajo de otro hombre es una violación al acuerdo de empleo. No solo es motivo para suspensión inmediata sino que también requiere devolución total de toda ganancia económica por el engaño.

—¡Eso no es verdad! —exclamó Bentley.

—Cállese, Bentley. Kent Anthony era el único responsable del SAPF, y ustedes dos lo sabían tan bien como saben que están metidos en esto hasta el cuello —enunció Kent taladrándolos con la mirada y dejando que la afirmación se asentara en el salón—. Suerte para ustedes que Kent pareció encontrar una muerte prematura un mes después del pequeño truco que ustedes maquinaron.

—¡Eso no es cierto! ¡No tuvimos nada que ver con la muerte de Kent! —protestó Borst—. Una cosa es conseguir un poco de reconocimiento, ¡pero no tuvimos nada que ver con esa muerte!

—Despojan del sustento a un hombre, le quitan el orgullo. ¡Podría también estar muerto!

—¡Usted no puede aprovecharse de esto, y lo sabe! —refutó Bentley.

—Dejaremos que los japoneses decidan qué aprovechar y qué no. Pero acabo de pasar un poco más de tiempo pensando en el problema del millón de dólares que en el de Kent Anthony. Muy inteligente, de veras. Me llevó la mejor parte de la semana desmantelarles su pequeña conspiración.

Un temblor se había apoderado del rostro de Bentley, ahora otra vez rojo como un tomate.

—¿De qué está usted hablando?

—Desde luego que ustedes saben de qué estoy hablando. Pero de todos modos se los diré. De la manera en que me lo imagino, Borst aquí desarrolló este programita llamado ROOSTER. Parece un programa de seguridad para el SAPF; el problema es que no fue liberado con el resto del código. En realidad reside solo en dos computadoras en todo el sistema. Esto es, en la computadora sobre el escritorio de Markus Borst y en la que está sobre el escritorio de Bentley. Es interesante, dado el hecho de que estos dos patanes son los que le esquilmaron al Sr. Kent Anthony su justa recompensa. Pero aun más interesante es cuando se descubre qué puede hacer el programa. Es un enlace fantasma al SAPF. Una manera prácticamente indetectable de entrar al sistema. Pero lo encontré. Imaginen eso.

—Pero… pero… —balbuceó Borst.

—¡Cállese, Borst! Eso no es ni la mitad del asunto —Kent lanzó la acusación en largos y entrecortados arrebatos—. Lo que supera la imaginación es cómo fue usado el programa. En realidad muy inteligente. Una serie de transferencias pequeñas imposibles de rastrear por si alguien observa y luego golpean con la grande. ¡Bam!

Kent se golpeó la palma con el puño, y los dos saltaron.

—Un millón de dólares en un solo disparo, y nadie sabe adónde han ido a parar. ¡A menos que se mire dentro de las cuentas escondidas convenientemente en las computadoras de Borst y Bentley! ¡Para qué mirar aquí! Todo un millón de dólares guardados para un día lluvioso. Para nada un mal plan.

—¡Eso es imposible! —exclamó Bentley, quien se calentaba al rojo vivo y goteaba sudor—. ¡Nosotros no hicimos nada de eso! ¡Usted no puede hablar en serio!

—¿No?

La ira que Kent sintiera la primera vez que entró al banco pisando fuerte volvió a surgir. De pronto se vio gritando y señalándolos con el dedo, y sabía que no tenía motivo para gritar. Ellos estaban sentados a metro y medio de él.

—¿No? ¡Se equivoca, gordinflón! ¡Nada, y quiero decir nada, es imposible para cerdos codiciosos como ustedes! Ustedes confiscan la fortuna de otro hombre e imaginen qué… ¡pueden esperar que algún día también confisquen la de ustedes!

Respiró fuerte.

Tranquilo, muchacho.

—Todo está allí, idiota —expresó, señalando la computadora de Bentley—. Hasta el último detalle. Usted puede leerlo como una novela de misterio. Digan lo que quieran, pero la información no miente, y ellos ya tienen la información. ¡Ustedes se están hundiendo!

Los dos gorditos quedaron mirándolo boquiabiertos, totalmente atónitos.

—¿Entienden esto? —preguntó Kent, golpeándose la frente—. ¿Están asimilando esta información, o intentan ridículamente idear formas de salvar sus miserables pellejos?

Por sus miradas, no podían responder. Borst tenía los ojos rojos y húmedos; estaba desecho en gran manera. Bentley echaba humo por los oídos… invisible, por supuesto, pero eso era evidente.

—Y díganme algo más —continuó Kent, ahora bajando la voz—. La evidencia es irrefutable. Créanme; la reuní. Si quieren salir de esto van a tener que convencer al jurado que algún fantasma del pasado lo hizo por ustedes. Tal vez podrían culpar al programador que ustedes estafaron. Quizás el fantasma de Kent Anthony ha regresado para perseguirlos. Pero a menos que a esas líneas electrónicas las acompañe una petición de demencia, están perdidos.

Ellos seguían en silencio. Kent sintió decir más, volverlos a la vida de un bofetón. Pero ya había dicho lo que vino a decir. Esa era la carta que había soñado jugar por muchas e interminables noches, y ahora la había jugado.

Kent se fue a grandes zancadas hacia la puerta, pasando frente a Bentley y Borst que estaban inmóviles. Titubeó ante la puerta, pensando en poner un signo de admiración a las palabras que había expresado. Quizás golpear las cabezas de ellos el uno contra el otro. ¡Tas! ¡Y tampoco olviden esto!

Resistió el impulso y salió del banco. Esta era la última vez que los vería. Lo que les sucedería estaría en manos de alguien más, pero en cualquier caso la situación no sería fácil para el par de gordinflones. Para nada.