Al otro lado de la ciudad, Kent, tan ágil y despreocupado como recordaba haberse sentido, subía los amplios peldaños que llevaban a la sucursal principal del conglomerado bancario multinacional Niponbank. Este era un antiguo e histórico edificio con una fachada de proporciones gigantescas. Aunque aún se veían partes de la estructura original de madera en la mitad posterior del banco, la mitad frontal parecía tan espléndida y moderna como cualquier edificio contemporáneo. Esta era la manera del banco de comprometerse con elementos en la ciudad que intentaban impedir el derrumbe de la edificación. Las escaleras se ensanchaban a nivel de la calle y se estrechaban a medida que ascendían, canalizándose hacia tres anchas puertas de vidrio. Ocho carriles de tráfico matutino de jueves bullían y resonaban fastidiosamente detrás de Kent, pero el sonido le llegaba con un toque de familiaridad, y hoy día la familiaridad era buena.
Kent sonrió y dio un manotazo en las puertas de vidrio.
—Buenos días, Kent.
—Buenos días, Zak —saludó al guardia de seguridad siempre presente que deambulaba por el vestíbulo durante las horas de oficina—. Un hermoso día, ¿verdad?
—Así es señor. Sin duda que sí.
Kent atravesó el piso de mármol, saludando a varios cajeros que lo miraban.
—Buenos días.
—Buenos días.
Saludos en todas partes. A la izquierda la larga fila de cajeros se disponían a trabajar. A la derecha se hallaba una docena de oficinas con enormes ventanales, medio dotadas de personal. Tonos silenciados se oían por el vestíbulo. Tacos altos resonaron a lo largo del piso a la derecha y él se volvió, medio esperando ver a Sidney Beech. Para entonces ella ya habría salido con los demás para el congreso anual del banco en Miami, ¿o no? En vez de ella venía Mary, una cajera que él había visto una o dos veces, y quien lo pasó sonriente. Su perfume la seguía en húmedos remolinos, y el aroma entró en las fosas nasales de Kent. Fragancia de gardenias.
Doce pedestales circulares se hallaban paralelos al largo mostrador de ventanillas bancarias, cada uno ofreciendo una variedad de formularios, y bolígrafos dorados con qué llenarlos. Una réplica de bronce de un yate de vela de siete metros se sostenía a metro y medio en el centro del vestíbulo. Desde cierta distancia parecía estar apoyado en un solo tubo dorado de dos centímetros y medio de diámetro debajo del casco. Pero una inspección más cercana revelaba los delgados cables de acero que llegaban hasta el techo. Sin embargo, el efecto era asombroso. Cualquier idea persistente de la preservación histórica del edificio se evaporaba con solo echar una mirada alrededor del vestíbulo. Los arquitectos habían destruido y construido de nuevo esta parte del edificio. Se trataba de una obra maestra en diseño.
Kent siguió adelante, hacia el enorme pasillo opuesto a la entrada. Allí terminaba el piso de mármol, y una espesa alfombra llegaba hasta el ala administrativa. Una gaviota gigante colgaba de la pared sobre el pasillo.
Hoy todo le llegaba a Kent como un bálsamo bienvenido. El panorama, los aromas, los sonidos, todo expresaba una sola palabra: Éxito. Y hoy el éxito era de él.
Kent había recorrido un largo camino desde la escoria de los suburbios de blancos pobres en la ciudad de Kansas. Ese había sido el peor de los mundos: imperturbable y aburrido. En la mayoría de vecindarios se puede observar, o el colorido de la riqueza o la criminalidad de la pobreza, y lo uno y lo otro presentaba al menos su propia diversidad de interés y entusiasmo a la vida de un niño. Pero esto no ocurría en la calle Botany. El sector solo presumía de casas cuadradas fabricadas en medio de gramas cafés, con áreas enverdecidas solo ocasionalmente mediante aspersores manuales de agua. Eso era todo. Nunca había desfiles en la calle Botany. Tampoco había peleas, accidentes o persecuciones de autos. Para una familia, los vecinos a lo largo del sector debían su humilde existencia al gobierno. El vecindario era una clase de prisión. Sin barrotes ni presos, por supuesto. Pero en el que se sentenciaba al morador al fastidio de abrirse camino cada día, con el peso del obstinado conocimiento de que, aunque no anduviera por ahí robando y matando, era tan útil a la sociedad como los que hacían eso. El despreciable estado de existencia significaba que usted tendría que estacionarse aquí en la Calle de los Estúpidos y engancharse al impresionante conducto de alimentación gubernamental. Y todo el mundo era consciente que quienes cobraban subsidio de desempleo pertenecían a un grupo despreciable.
Kent había pensado a menudo que les iba mejor a las pandillas dispersas por toda la ciudad. No importaba que su propósito en la vida fuera causar tantos estragos como les fuera posible sin ir a la cárcel; al menos esos tipos tenían un propósito, lo cual era más de lo que él podía decir respecto de la calle Botany. La Calle de los Estúpidos.
Las cándidas observaciones de Kent habían empezado en el tercer grado, cuando tomó la decisión de que un día sería Jesse Owens, quien para ganar mucho dinero no necesitó una cancha de básquetbol, un gran negocio, ni incluso una pelota de fútbol. Lo único que Jesse Owens necesitó fueron sus dos piernas, y Kent tenía un par de ellas. Fue en sus carreras más allá de la calle Botany que Kent comenzó a ver el resto del mundo. Al año había llegado a dos conclusiones. Primera, que aunque le gustaba correr más que cualquier otra cosa en su pequeño mundo, él no había sido diseñado para ser Jesse Owens. Que podía correr largas distancias, pero no tan rápido; no saltaba tan alto ni hacía las otras cosas que Jesse Owens realizaba.
La segunda conclusión de Kent fue que debía salir de la calle Botany. Costara lo que costara, él y su familia debían salir de allí.
Pero entonces, como primera generación de inmigrantes cuyos padres habían mendigado su pasaje para Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, el padre de Kent nunca tuvo la oportunidad, mucho menos los medios, para salir de la calle Botany.
Ah, su papá había hablado suficiente del tema, en realidad todo el tiempo, sentado en el arruinado sillón marrón después de un largo día de palear carbón, frente al televisor en blanco y negro que solo agarraba un confuso canal. Un buen día quizás podía tener una cerveza sin marca en el regazo. «Te aseguro, Trigo Rubión (su papá siempre lo llamaba Trigo Rubión), te juro que un día saldremos de aquí. Mi gente no viajó tres mil kilómetros en barco para vivir como conejos en el cofre de juguetes de alguien. No señor». Y por un momento Kent le había creído.
Pero su papá nunca pudo llegar a realizar ese viaje más allá de la calle Botany. Para cuando Kent estaba en el sexto grado sabía que si alguna vez anhelaba una vida remotamente parecida a la de Jesse Owens, o incluso a la del estadounidense promedio, aunque sea, se debería únicamente a él. Y por lo que podía ver solo había dos maneras de adquirir un boleto para el tren que salía de esa lúgubre estación en la vida. Un boleto era suerte pura, no solicitada —ganar la lotería, digamos, o encontrar un saco lleno de dinero— idea que rápidamente desechó por absurda. Y el otro boleto era un gran logro. Una proeza súper alta. La clase de hazaña que lanzaba a las personas camino al Súper Tazón, a cinturones de campeonato, o en el caso de Kent, a becas.
Al comenzar el séptimo grado, Kent dividió la cantidad total de su tiempo entre tres actividades. Sobrevivir, que era comer, dormir y lavarse de vez en cuando detrás de las orejas; correr, lo cual aún hacía todos los días; y estudiar. Durante varias horas cada noche leía todo lo que lograban conseguir sus largos y flacos dedos. En el décimo grado consiguió una tarjeta de la Biblioteca Municipal de Kansas City, un edificio en que creía que se hallaban todos los libros escritos acerca de cualquier tema. No importaba que tuviera que correr ocho kilómetros desde la calle Botany; de todos modos le gustaba correr.
Una tarde recibió su compensación, tres meses después de la muerte de su padre, en un sencillo sobre blanco que sobresalía de la ranura del buzón. Sacó la carta con dedos temblorosos, y allí estaba: una beca académica completa para la Universidad del Estado de Colorado. ¡Salía de la Calle de los Estúpidos!
Algunos llegaron a caracterizarlo como un genio durante sus seis años de educación superior. En realidad, su éxito se debió más a largas y duras horas con la nariz en los libros que a una materia gris hiperactiva.
El dulce aroma del triunfo. Sí, de verdad, y hoy finalmente el éxito le pertenecía.
Kent entró al pasillo. El vestíbulo trasero estaba vacío cuando entró. Por lo general, Norma se hallaba sentada ante el conmutador, pulsando botones. Más allá del puesto de la muchacha continuaba el pasillo hasta una serie de divisiones administrativas, cada una con una oficina. Al final del pasillo un ascensor llevaba a tres pisos adicionales de lo mismo. Los pisos cuatro al veinte eran servidos por un ascensor diferente usado por los inquilinos.
Kent fijó la mirada en la primera puerta, adelante a su derecha, sombreada en la luz fluorescente del pasillo. Llamativas y antiguas letras blancas identificaban el departamento: División de Sistemas de Información. Detrás de esa puerta se encontraban un pequeño salón de recepción y cuatro oficinas. Aquí se produjo el Sistema Avanzado de Procesamiento de Fondos. Su vida. Pudieron haber puesto la división en cualquier lugar… en un refugio en el sótano, no tenía importancia. Esto tenía poco que ver específicamente con la sucursal de Denver, y en realidad era una de las docenas de divisiones que elaboraban el software del banco para todo el mundo. Parte de la política de descentralización del Niponbank.
Kent recorrió rápidamente el pasillo y abrió la puerta.
Sus cuatro compañeros de trabajo estaban en el pequeño recibidor fuera de sus oficinas, esperándolo.
—¡Kent! ¡Es hora de que te nos unas, muchacho! —gritó Markus Borst.
Borst, su jefe, sostenía una copa de champaña llena del líquido ámbar. La nariz aguileña le daba la apariencia de pingüino. Un pingüino calvo además.
El pelirrojo, Todd Brice, empujó su descomunal torso del sofá y sonrió de oreja a oreja.
—Es hora, Kent.
El chico era un tonto.
Betty, la secretaria del departamento, y Mary Quinn sostenían copas de champaña que ahora levantaban hacia él. Cintas de papel crepé rojo y amarillo colgaban del techo.
Kent bajó su maletín y se rió. No lograba recordar la última vez en que todos los cinco hubieran celebrado. De vez en cuando había habido un pastel de cumpleaños, desde luego, pero nada que mereciera champaña… no especialmente a las nueve de la mañana.
—Felicitaciones, Kent —expresó Betty haciendo guiñar una de sus pestañas negras postizas.
El cabello rubio claro de ella estaba un poco más alto de lo común. Le tendió una copa Kent.
—Damas y caballeros —anunció Borst, levantando la copa—. Ahora que todos estamos aquí, me gustaría brindar, si puedo.
—¡Bravo, bravo! —terció Mary.
—Por el SAPF, entonces. Que viva y prospere mucho.
Resonó un coro de «vivas», y todos bebieron a sorbos.
—Y por Kent —declaró Mary—, ¡quién todos sabemos que hizo posible esto!
Otro coro de «bravos», y otra ronda de sorbos. Kent sonrió y miró la luz que reflejaba la calva de Borst.
—Caramba, gracias, muchachos. Pero saben muy bien que yo no lo podría haber logrado sin ustedes.
Eso era mentira, pero una buena mentira, pensó. En realidad pudo haberlo hecho fácilmente sin ellos. Posiblemente en la mitad del tiempo.
—Ustedes muchachos son los mejores —continuó, y levantó la copa—. Bravo por el éxito.
—Por el éxito —repitieron todos.
—Sugiero que cerremos hoy a mediodía —declaró Borst bajando el resto de su bebida y poniéndola en la mesita de café con un suspiro de satisfacción—. Tenemos por delante un gran fin de semana. No estoy seguro cuánto podamos dormir en Miami.
—Voto por salir a mediodía —brindó Todd levantando otra vez la copa, y lanzando hacia atrás el resto de la bebida.
Mary y Betty hicieron lo mismo, mascullando su conformidad.
—Betty tiene todos nuestros pasajes de avión para el congreso de Miami —expresó Borst—. Y por favor, no lleguen tarde. Si pierden el vuelo, se van por su cuenta. Kent dará el discurso porque obviamente conoce el programa tan bien como cualquiera de nosotros, pero quiero que todos ustedes estén preparados para resumir los puntos fundamentales. Si las cosas salen tan bien como espero, este fin de semana los podrían estar asediando con preguntas. Y por favor, no hagan por ahora ninguna mención de problemas del programa. En realidad en este momento no tenemos ninguno de qué hablar, y aún no necesitamos enturbiar las aguas. ¿Tiene sentido?
El hombre estaba comportándose con más autoridad de la acostumbrada. Nadie respondió.
—Bien, entonces. Si tienen alguna duda, estaré en mi oficina.
Borst hizo una reverencia teatral y se dirigió a la primera puerta a la derecha. Kent bebió el resto de su champaña. Eso es, Borst, métete en tu guarida y haz lo que siempre haces. Nada. Haz absolutamente nada.
—Kent.
Él bajo la copa vacía y vio a Mary a su lado, sonriendo alegremente. Casi todos la apodarían gordita, pero ella soportaba muy bien su peso; su cabello castaño era más bien grasiento, lo que no le beneficiaba la imagen, pero un cutis nítido la salvaba de una calificación peor. En todo caso, ella podía escribir bastante bien los códigos básicos, razón por la cual Borst la había contratado. El problema era que el SAPF no constaba de muchos códigos comunes.
—Buenos días, Mary.
—Solo quería agradecerte por traernos a todos hasta aquí. Sé cuánto te has esforzado en esto, y creo que mereces absolutamente todo por lo que has trabajado.
Kent sonrió. Colorada entrometiéndose, ¿no es así, Mary? A él no le extrañaría nada de ella, a pesar de la mirada inocente que ahora le mostraba. Esta vez ella se dejó llevar por la corriente.
—Bueno, gracias, Mary —le dijo él, dándose una palmadita en el codo—. Eres muy amable. De veras.
Luego Todd se le puso al otro lado, como si los dos se hubieran puesto de acuerdo y decidieran que pronto Kent tendría las llaves de los futuros camaradas. Hora de que todos quitaran la atención del patrón calvo y la pusieran en la naciente estrella.
—¡Fantástico trabajo, Kent! —exclamó Todd levantando la copa, que estaba vacía, y que de todos modos la echó hacia atrás. Según parece, Todd tenía algunos vicios ocultos.
La mente de Kent retrocedió a los dos últimos años de sus estudios, cuando él mismo se tomaba unos tragos a pico de botella durante las noches que pasaba sobre el teclado. En realidad era una absurda dicotomía. Un estudiante de máximos honores que había descubierto su brillantez a través de impecable disciplina cedía ahora lentamente a la atracción de la botella. El hecho de que casi se ahogara en una de sus carreras a altas horas de la noche detuvo su precipitado resbalón de regreso hacia la Calle de los Estúpidos. Ocurrió en pleno invierno, y sin poder pasar por una programación rutinaria había salido a correr con media botella de tequila revolviéndosele en el estómago. Confundió un muelle sobre el lago con un sendero para correr, y fue a parar a las gélidas aguas. Los paramédicos le advirtieron que si no hubiera estado en tan buena forma se habría ahogado. Esa fue la última vez que tocó el licor.
—Gracias —expresó Kent parpadeando y sonriendo a Todd—. Bueno, debo terminar algunas cosas, así que los veré mañana, muchachos. ¿Correcto?
—Muy temprano en la mañana.
—Muy temprano en la mañana —repitió, asintiendo.
Ellos se hicieron a un lado como marionetas. Kent los dejó y se dirigió a la primera puerta a la izquierda, frente a aquella por la que desapareciera Borst.
Esto iba a salir muy bien, pensó. Muy bien.
Helen cojeaba al lado de su hija en el parque, mirando el balanceo de los patos al caminar junto a la laguna, casi con tanta gracia como ella. Caminar era algo principalmente del pasado para las piernas lesionadas de la mujer. Ah, ella se las arreglaba como por cincuenta metros sin descansar por un rato, pero eso era todo. Gloria la había persuadido de que viera un médico ortopédico un año atrás, pero el matasanos le había recomendado cirugía. Un reemplazo de rodilla o algo tan ridículo como eso. ¡En realidad la querían cortar!
La noche anterior había logrado dormir unas cuantas horas, pero principalmente estuvo orando y maravillándose. Maravillándose por ese pequeño ojo abierto con que Dios había decidido honrarla.
—Es encantador aquí, ¿no te parece? —preguntó Helen de manera casual.
Pero precisamente ahora ella no sentía ninguna clase de encanto.
—Sí, lo es.
Su hija se volvió hacia la pista de patinaje a tiempo para ver a Spencer volar sobre la pared de concreto, intentar agarrar su patineta en un insensato movimiento invertido, y desaparecer de la vista como un relámpago. Ella movió la cabeza de lado a lado y volvió a mirar hacia la laguna.
—Te lo juro, ese muchacho se va a matar.
—Relájate, Gloria. Es un niño, por amor de Dios. Déjalo vivir mientras esté joven. Un día despertará y se dará cuenta que su cuerpo no vuela como solía hacerlo. Mientras tanto, déjalo volar. ¿Quién sabe? Tal vez eso lo acerque más al cielo.
Gloria sonrió y lanzó una ramita hacia uno de los patos que se bamboleaban en busca de sobras fáciles.
—Tienes la manera más extraña de decir las cosas, mamá.
—Así es, ¿y crees que me equivoco?
—No, no muy a menudo. Aunque algunas de tus analogías son muy exageradas —contestó mientras abrazaba y apretaba a su madre, sonriendo—. ¿Recuerdas la vez que le sugeriste al pastor Madison que quitara la cruz de la pared de la iglesia y se la colocara en la espalda durante una semana? Le dijiste que si la idea le parecía ridícula solo era porque él no había visto la muerte de modo tan cerca y personal. ¡En serio, madre! ¡Pobre tipo!
Helen sonrió ante el recuerdo. La realidad era que pocos cristianos conocían el costo del discipulado. Habría sido una agradable lección objetiva.
—Sí, bueno, Bill es un buen pastor. Él me conoce ahora. Y si no es así, finge muy bien que me conoce.
Guió del codo a su hija por el sendero.
—Así que se van mañana, ¿verdad?
—No, el sábado. Nos vamos el sábado.
—Sí, sábado. Se van el sábado.
El aire parecía haberse viciado, y Helen respiró de manera pausada. Se detuvo y buscó alrededor una banca. La más cercana se hallaba a veinte metros, rodeada por patos blancos.
—¿Estás bien, mamá? —averiguó Gloria a su lado con tono suave.
De repente Helen no se hallaba bien. La visión se le coló por la mente, y cerró los ojos por un instante. Sintió el pecho relleno de algodón. Tragó saliva y se alejó de su hija.
—¿Mamá?
Una mano helada le rodeó los bíceps.
Helen volvió a luchar con una inundación de lágrimas y por poco triunfa. Cuando habló, le trinó la voz.
—Sabes que las cosas no son como parecen, Gloria. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí. Lo sé.
—Miramos alrededor, y vemos toda clase de dramas desarrollándose ante nosotros: personas casándose, divorciándose, haciéndose ricas y corriendo hacia París.
—Mamá…
—Y desde el primer momento, aunque el drama que se desarrolla en el mundo espiritual apenas se nota, no es menos real. Es más, es la verdadera historia. Solo que tendemos a olvidarlo porque no lo podemos ver.
—Sí.
—Sabes que hay muchos opuestos en la vida. Los primeros serán postreros, y los postreros, primeros.
Gloria sabía esto muy bien, pero Helen se sintió obligada a decirlo, de todos modos. A hablarle de esta manera a su única hija.
—Un hombre gana el mundo entero pero pierde el alma. Un hombre que pierde su vida la encuentra. Una semilla muere, y nace el fruto. Es la manera de Dios. Tú sabes eso, ¿verdad? Te lo he enseñado.
—Sí, mamá, así es, y lo sé. ¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué estás llorando?
—No estoy llorando, cariño —manifestó, mirando a Gloria por primera vez y viéndole las cejas levantadas—. ¿Me ves llorando y gimiendo?
Pero la garganta le dolía ahora terriblemente, y creyó que se iba a desmoronar exactamente aquí en el sendero.
—La muerte trae vida —continuó, mientras daba unos cuantos pasos en el pasto y se aclaraba la garganta—. De muchas maneras, tú y yo ya estamos muertas, Gloria. Sabes eso, ¿no es verdad?
—Mamá, estás llorando —declaró su hija girándola como si fuera una niña—. Estás tratando de no llorar, pero lo puedo oír en tu voz. ¿Qué pasa?
—¿Qué pensarías si yo me fuera a morir, Gloria?
La boca de Gloria se abrió para hablar, pero no dijo nada. Sus ojos color avellana miraron bien abiertos. Cuando al fin pudo hablar, las palabras salieron temblorosas.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, es una pregunta bastante sencilla. Si yo falleciera, si muriera, y me enterraras, ¿qué pensarías?
—¡Eso es ridículo! ¿Cómo me puedes hablar de esa manera? Estás lejísimo de morir. No deberías tener esos pensamientos.
La tensión proveyó a Helen una oleada de determinación que pareció aliviarle la emoción por un momento.
—No, pero por si acaso, Gloria. Si un camión se quedara sin frenos y me arrancara la cabeza de los hombros, ¿qué pensarías?
—¡Eso es terrible! Me sentiría muy mal. ¿Cómo puedes decir algo así? ¡Por Dios! ¿Cómo crees que me sentiría?
—No hablé de sentir, cariño —objetó Helen mirando directamente a su hija por unos segundos—. Hablé de pensar. ¿Qué supondrías que hubiera ocurrido?
—Supondría que un chofer borracho habría matado a mi madre, eso es lo que pensaría.
—Bien, entonces pensarías como una niñita, Gloria —declaró, alejándose y fingiendo un pequeño disgusto—. Sígueme la corriente a mi avanzada edad, querida. Al menos finge que crees lo que te he enseñado.
Gloria no respondió. Su madre miró de reojo y vio que había logrado la conexión.
—Madre, no hay un final para ti.
—No. No, supongo que no lo hay, ¿verdad? Pero sígueme la corriente. Por favor, cariño.
Gloria suspiró, pero no fue un suspiro de resignación, sino uno que viene cuando se ha afincado la verdad.
—Está bien. Pensaría que habrías sido arrancada de este mundo. Pensaría que en tu muerte habrías encontrado vida. Vida eterna con Dios.
—Sí, y tendrías razón —expresó Helen volviéndose hacia Gloria y asintiendo—. ¿Y cómo sería eso?
Gloria parpadeó y miró hacia la laguna, con la mirada confusa.
—Sería…
Hizo una pausa, y sus labios esbozaron una sonrisa aunque lentamente.
—… como lo que vimos ayer. Reír con Dios —concluyó, y miró a Helen.
—Por tanto, entonces, ¿te gustaría que yo encontrara eso?
Las cejas de su hija se estrecharon en interrogación durante un instante fugaz, y luego asintió lentamente.
—Sí. Sí, supongo que me gustaría.
—¿Aunque encontrarlo significara perder esta vida?
—Sí. Supongo que sí.
—Bien —manifestó Helen sonriendo y respirando con satisfacción.
Se acercó a Gloria, le puso los brazos alrededor de la cintura, y la acercó hacia ella.
—Te amo, cariño —le declaró, poniendo la mejilla en el hombro de su hija.
—Yo también te amo.
Se abrazaron por un largo rato.
—¿Mamá?
—¿Sí?
—No te vas a morir, ¿verdad?
—Algún día, espero. Mientras más pronto mejor. De cualquier modo, nuestros mundos están a punto de cambiar, Gloria. Todo se está poniendo al revés.