Capítulo treinta y nueve

Lacy estaba sentada sola en el restaurante de comida china Wong Foo el jueves por la noche, mordisqueando los fideos en el plato. Luces indirectas irradiaban un opaco brillo anaranjado a través de la mesa. Una docena de pesadas esculturas de dragones de madera miraban hacia abajo, colgando desde el techo. Paredes de celulosa daban un aura de privacidad al salón. Vasos de licor con hielo tintineaban, y voces murmuraban suavemente alrededor de ella, detrás de esos tabiques de papel; en alguna parte un hombre hablaba rápidamente en chino. El aroma a condimentos orientales circulaba lentamente.

Un hombre se hallaba solo en un compartimiento a diez metros a la derecha de Lacy, leyendo el periódico y sorbiendo una sopa de fideos. Los dos se habían observado mutuamente diez minutos antes, poco después de que acomodaran al caballero, cuyos ojos azules brillantes le recordaron a Kent a primera vista. Él le había sonreído cortésmente, y ella había desviado la mirada. Bichos raros se hallaban en todas partes en estos días. No sabes eso, Lacy. Él podría ser una clase de Clark Kent. En realidad, todos los hombres se parecían mucho en estos días a bichos raros.

Lacy metió la cuchara en la caliente y amarga sopa, y tomó a sorbos el líquido. Estaba teniendo algo de dificultades en quitarse de encima la imagen de Kent. No lograba entender del todo por qué no podía quitársela de encima. Fue comprensible la primera semana, desde luego. También la segunda, y tal vez la tercera. Pero él se había ido hace más de un mes, por amor de Dios. Y sin embargo cada día Kent aún le dejaba rastros en todos los pensamientos. Era una insensatez. Quizás era por pensar en que él estuviera viviendo como un rey después de tener la audacia de restregarle los planes en la cara.

Ella miró al hombre que leía el periódico y volvió a descubrir que la observaba. Santo cielo. Esta vez ella le lanzó una sonrisa despectiva. No muy audaz aquí, Lacy. Él podría captar la idea equivocada. Parecía un tipo bastante decente. Ojos azules como los de Kent, Ves, bueno, allí voy otra vez, y un rostro que le recordaba a Kevin Costner. En realidad no se veía mal.

El hombre había vuelto a enfocarse en ese periódico, y Lacy volvió a dirigir la mente al plato que tenía enfrente. Ella no había vuelto a oír del detective, ni había intentado llamarlo, porque a medida que pasaban los días la idea parecía de algún modo errónea. Sin duda ella no había encontrado absoluta evidencia que llevara a sugerir el robo de Kent. Y aunque así hubiera sido, le había hecho una promesa a él. No es que debería estar ligada por cualquier promesa después de lo que él había hecho. Había habido cuatro incidentes de estados de cuenta desiguales en el banco, pero según parece a nadie le importó mucho en qué pensar. Errores de impresión o algo así. Fuera lo que fuera, se habían corregido solos.

De veras que sí. Lo único que no se había corregido solo era la mente de ella, y comenzó a creer que esta podría necesitar algún examen profesional. Lacy levantó el tenedor y saboreó un trozo de pollo en jengibre. Los dragones la miraban hacia abajo con vidriosos ojos amarillos, como si supieran algo que ella no sabía.

Lacy pensó que esos no eran los únicos ojos que la miraban. El depravado la estaba mirando otra vez. Por el rabillo del ojo le podía ver el rostro girado en dirección a ella. Se le aceleró el pulso. A menos que en realidad él no estuviera mirándola en absoluto y que solo fuera la imaginación de ella.

Se volvió lentamente hacia él. No, no era su imaginación. Él desvió la mirada cuando la de ella se concentró en él. ¿Qué clase de individuo era este? Posiblemente ella debería irse antes de que él le empezara a hablar.

Entonces los ojos azules del sujeto se volvieron a levantar hasta encontrarse con los de ella, y se miraron por un prolongado segundo. El corazón de Lacy se detuvo durante ese segundo. Y antes de que le volviera a palpitar, el hombre se levantó de su asiento y caminó hacia ella.

Se está yendo, pensó ella. ¡Díganme por favor que se está yendo!

Pero él no salió. Fue directo a la mesa de Lacy y puso una mano en el respaldo de la silla frente de ella.

—Lo siento, señora, pero no pude dejar de observar que usted se halla totalmente sola —anunció él sonriendo con amabilidad, en realidad de manera atractiva.

Pero también el asesino Ted Bundy había sido bastante atractivo. La voz de él le llegó como miel a la mente, lo cual la sorprendió. Un delgado brillo de sudor humedecía la frente del tipo. Ella lo imaginó respirando irregularmente en el rincón. Lacy miró al extraño sin hablar, en realidad sin poder hablar, al considerar la contradicción que este tipo representaba.

Él trató de sonreír, lo cual le alzó torpemente un costado del rostro.

—Sé que esto podría parecer extraño, pero ¿le importaría si me siento? —preguntó él.

Un centenar de voces gritaron al unísono en la mente de Lacy. ¡No sea tonto! ¡Vaya a menearle la lengua a alguna mujer de la calle! ¡Lárguese!

El extraño no le dio la oportunidad de expresar con palabras lo que ella pensaba. Se sentó rápidamente y cruzó sus temblorosas manos. De modo instintivo Lacy retrocedió, asombrada por la osadía de él. El hombre no habló. Respiraba pausadamente, observándola con respeto, con una leve sonrisa en los labios.

¡Santo Dios! ¿Qué estaba pensando ella al permitirle a este tipo que se sentara aquí? Los ojos de él eran bastante llamativos, como zafiros azules, perspicaces y enloquecedores. ¡Ayúdame, Dios mío!

—¿Se le ofrece algo?

Él parpadeó y se irguió un poco.

—Lo siento. Esto le debe parecer espantosamente extraño. Pero… algo… —titubeó el hombre moviéndose de manera nerviosa e incómoda—. No sé… ¿le parece extraño?

Lacy estaba recuperando la cordura, y la cordura le decía que este hombre hacía sonar campanillas que le resonaban a ella en el cerebro, como si fuera hora de la misa en la catedral. También le decían que este hombre tenía algunos tornillos sueltos.

—En realidad usted me parece extraño. ¿No debería irse?

Eso quitó la mueca de la sonrisita en el hombre.

—¿Sí? Bueno. Tal vez no soy tan extraño como cree. Quizás solo estoy tratando de ser amigable, y usted me está llamando extraño. ¿Es eso lo que piensa de las personas amigables? ¿Que son extrañas?

Ojo por ojo. Él no parecía tan peligroso.

—Normalmente las personas no deambulan por restaurantes chinos buscando conversaciones amigables. Perdóneme si parezco un poco alarmada.

—Lo que usted está afirmando es que por lo general las personas no son amigables. Bueno, tal vez yo solo estoy tratando de serlo. ¿Considera eso?

—Y quizás yo no necesito nuevos amigos.

Él tragó saliva y analizó a Lacy por un momento.

—Y quizás debería pensar dos veces antes de rechazar a un prójimo amigable.

—¿Así que ahora es mi prójimo? Mire, estoy segura que usted es un tipo maravilloso…

—Solo intento ser amigable, señora. No debería morder la mano que la alimenta.

—No estaba consciente de que usted me hubiera alimentado.

Él estiró la mano, recogió la cuenta de ella, y se la metió al bolsillo.

—Ahora está consciente.

—¡Ni siquiera lo conozco! —exclamó Lacy echándose hacia atrás, impresionada por lo absurdo del intercambio—. Ni siquiera sé su nombre.

—Llámeme… Kevin —titubeó el extraño, y sonrió—. Y sinceramente, solo soy un tipo común y corriente que miró a través del salón y vio a una mujer que parecía como si pudiera ofrecer algo de amistad. ¿Cuál es su nombre?

Ella lo miró detenidamente.

—Lacy —contestó; las campanillas aún le resonaban en el cerebro, pero ella no lograba ubicar lo que significaban—. Y usted no me puede decir que no es más bien extraño acercarse a una mujer en un restaurante chino y pedirle que lo deje sentarse cerca.

—Tal vez. Pero dicen que todo se vale en la guerra y en el amor.

—¿Entonces eso por consiguiente hace de esto una guerra? En realidad no ando en busca de pelea. Ya he tenido mi parte —cuestionó ella.

—¿De veras? Espero que no con hombres.

—Usted tiene razón. Los hombres no pelean; simplemente se alejan —razonó Lacy; el absurdo discurso le estaba produciendo de repente una sensación un poco terapéutica—. ¿Es usted de la clase «ámelas y abandónelas», Kevin?

El hombre tragó grueso y se quedó callado. Una pausa pareció cernirse sobre el restaurante.

—No, por supuesto que no.

—Bueno, Kevin. Porque si fuera de la clase «ámelas y abandónelas», yo misma lo tiraría por la puerta.

—Sí. Apuesto que lo haría —asintió él, moviéndose en el asiento—. De modo que está hastiada de los hombres, ¿verdad?

—Casi.

—¿Qué sucedió… entonces? —preguntó él, escudriñándola.

Ella no contestó.

Desde luego que Kent sabía exactamente lo que había ocurrido. Ella estaba hablando acerca de él. Él la había cortejado, se había ganado la confianza de ella, y luego la había dejado plantada. Y ahora esto.

El lunes había jurado matarse antes que volver a acecharla. El miércoles había roto esa promesa. Se había concedido la vida a pesar de volver a escabullirse a Boulder para echar una mirada. Esa noche ella había ido de compras al supermercado, y mientras tanto él se había escurrido lleno de pánico entre los pasillos debido a la duración del jueguito.

Pero esto… Él pagaría por esta locura. Pero ya no importaba. A él ya no le preocupaba. De algún modo la vida había perdido el significado. Él la había seguido hasta el restaurante; se había sentado a plena vista, y luego se había acercado a la mesa de ella. Se había sentido como si caminara sobre una cuerda floja sin una red abajo.

Y ahora había tenido la audacia de preguntarle qué había sucedido. Las palmas le estaban sudando, y se las secó en las rodillas. La electricidad entre ellos le daba vuelcos al corazón de Kent.

Ella no había contestado, y él repitió la pregunta.

—¿Qué sucedió… entonces?

—Sin querer ofender, Kevin, si usted quiere hacerse amigo de una dama en un restaurante lo menos aconsejable es pavonearse y soltar la línea arcaica de ¿qué ha sucedido entonces últimamente en su vida amorosa? Da la impresión de algo que podría decir un degenerado.

Eso ardió, y él se estremeció visiblemente. Basta, muchacho, no te expongas tan fácilmente.

—Usted parece sorprendido —continuó Lacy con una inclinación de cabeza—. ¿Qué esperaba? ¿Qué me tendiera en un sofá a contarle la historia de mi vida?

—No. Pero no tiene que atacarme. Simplemente hice una sencilla pregunta.

—Y yo simplemente le dije más o menos que se preocupe de sus propios asuntos.

Por consiguiente, ella estaba amargada y manaba sangre por la herida. Lacy tenía razón; él no debió haber esperado algo menos.

—Está bien, mire, lo siento si mi presentación causó tal ofensa; sin embargo tal vez, solo tal vez, no todo el mundo en la vida es tan cínico como usted cree. Quizás haya por ahí algunas personas decentes —manifestó Kent, subiendo el tono de la voz.

Por supuesto que todo eso era una estupidez, y él lo supo a medida que lo decía. Él era tan decente como una rata.

—Usted tiene razón —contestó ella después de mirarlo por un momento y de asentir poco a poco—. Lo siento. Solo que no todos los días se me acerca un hombre y cae de este modo.

—Y yo lo siento. Probablemente fue muy estúpido hacerlo. Solo que no pude dejar de observarla —se excusó él; ella se estaba suavizando, lo cual era bueno—. No todos los días uno se encuentra una mujer hermosa sentada sola como si estuviera perdida.

Lacy miró hacia un costado, de repente inundada de emoción. Él vio descender esa emoción como una neblina. Vio cómo la envolvía. Su propia visión se le nubló. Lacy, oh, ¡Lacy! ¡Soy yo! Soy Kent, y te amo. ¡De veras que sí! La garganta le ardió con el pensamiento. Pero no podía llegar tan lejos. ¡No!

—Lo siento —logró decir él.

—No. No lo sienta —respondió ella aspirando profundamente; con rapidez se secó los ojos—. En realidad creo que estoy enamorada de otro hombre, Kevin.

El cerebro de Kent se le inundó de calor. ¿Otro hombre?

—Ni siquiera estoy segura de poder ser amiga suya, estoy loca por él.

Dios mío, ¡esto era sorprendente!

—Sí —enunció él, pero sintió como si dijera no; como si gritara: ¡No, Lacy! ¡No puedes amar a otro hombre! Yo estoy aquí, ¡por Dios!

—Creo que usted debe irse ahora —comunicó ella—. Aprecio su preocupación, pero en realidad no estoy buscando ninguna relación. Debe irse.

Kent se quedó paralizado. Sabía que ella tenía razón; él debería irse. Pero los músculos se le habían bloqueado.

—¿Quién? —investigó.

—¿Quién? —contestó Lacy mirándolo sobresaltada.

Ella lo taladró con la mirada, y por un momento creyó que podría golpearlo.

—Un hombre muerto, ese es él. Váyase, por favor —le suplicó ella, e insistió—. Váyase ahora.

—¿Un hombre muerto? —inquirió él con voz carrasposa.

—¡Váyase! —ordenó ella, sin dejar dudas de sus intenciones.

—Pero…

—¡No! ¡Simplemente váyase!

Kent se paró temblando de pies a cabeza, con el mundo gris y confuso. Pasó frente a ella y se dirigió a la puerta, pasando ante la cajera sin pensar en pagar las comidas, directo a la calle, apenas consciente de que había salido del restaurante.

Lacy aún estaba enamorada de él. ¡De Kent!

¿Y era bueno eso? No, era malo, porque él en realidad estaba muerto. Kent estaba muerto. Y Lacy no había mostrado el mínimo interés en el Kevin con mejillas quirúrgicamente alteradas, nariz más grande y barbilla más marcada.

Darse cuenta de esto le cayó como una roca empujada por un precipicio. ¡Esa noche en el banco él había muerto de veras! Kent estaba realmente muerto. Y Lacy estaba al borde de la muerte… al menos así tenía ella el corazón. Cualquier esperanza de amor que quedara entre ellos estaba ahora perdida hasta la tumba. Fin de la historia.

Kevin tendría que hallar su propio camino. Pero Kevin no quería hallar su propio camino. Kevin quería morir. Kevin ni siquiera existía.

¡Él era Kent! ¡Kent, Kent, Kent!

Pero Kent estaba muerto.

Se trataba del punto bajo en el día; del punto bajo del mes. Muy bien podría tratarse del punto bajo de su vida, aunque ese día Gloria hubiera muerto y ese día Spencer hubiera muerto, esos también habrían sido puntos bajos. Lo cual era un problema porque antes de venir aquí esta noche, él ya se había estado deslizando por el fondo. Ahora el fondo parecía el cielo, y sentía como una tumba este túnel en que se hallaba.

La mente de Kent deambuló hacia Spencer y Gloria, pudriéndose a dos metros bajo tierra. Pensó que muy pronto él se les uniría. La vida aquí sobre el césped se estaba volviendo bastante difícil de manejar. Caminó con dificultad por la calle pensando en opciones. Pero las únicas que le acogieron la mente eran andar lleno de desaliento y morir. Por el momento caminaría fatigosamente, pero tal vez pronto moriría. De cualquier manera, esa mujer allá atrás estaba muerta.

Él sabía eso porque la había matado. O también él podría haber muerto.