Capítulo treinta y siete

En vez de alquilar una habitación en algún otro hotel, Kent encontró una suite ejecutiva amoblada después de regresar a Denver el viernes por la tarde. El agente había titubeado cuando Kent desembolsó en efectivo el depósito de seguridad de diez mil dólares, pero lo había tomado, y Kent se había mudado, un acontecimiento que no consistió más que en pasar por la puerta con las llaves en una mano y un solo maletín de ropa colgando del hombro.

La suite le recordó a las que se ven en muestras futuristas, escuetas y limpísimas, decorada en blanco y negro. El mobiliario era todo de metal, vidrio o cuero… más bien frío para el gusto de Kent. Pero al menos estaba limpio. Más importante, se encontraba totalmente surtido, desde un centro de entretenimiento de pantalla plana hasta una vajilla para ocho personas.

Kent se sirvió una bebida fuerte, de debajo de la mesa de vidrio sacó una horrible silla negra de hierro forjado, y abrió la laptop. La Toshiba había presenciado bastante actividad durante las últimas seis semanas. La enchufó y entró al sistema. La comunicación en la laptop era a través de una conexión satelital, no por línea en tierra. Pudo haber realizado algunos movimientos bobos aquí y allí, pero no cuando se trataba de computación. Aquí al menos en esto de robar y ocultarse había cubierto impecablemente las huellas en gran parte debido a esta bebita.

La casilla de mensajes de voz se hallaba repleta con recados que Bentley había dejado. Más de una docena, desde los primeros que tenían una semana de antigüedad y en los que el presidente del banco insistía en que se volviera a reunir con ellos, hasta los últimos, dejados el viernes, en los que vociferaba respecto de demandas, contrademandas y cuántas cosas más que Kent no llegó a saber porque repasó rápidamente el resto del correo de voces. La fase dos se estaba desarrollando como él la planeara. Dejarlos sudar.

El último mensaje era de un número no identificado, y Kent se sobresaltó cuando la profunda voz habló por los parlantes. Un frío le bajó por la columna vertebral. ¡Él conocía la voz!

—Hola, Bob. Usted no me conoce…

¡Oh sí! Sí, lo conozco.

—… pero apreciaría mucho que pusiera atención por algunos minutos en cuanto a este caso en el banco. Price Bentley me dijo que lo podría localizar aquí. Soy un agente de la ley que investigo algunos aspectos sobre un asunto relacionado. Llámeme por favor tan pronto como pueda para acordar una reunión. 565-8970. Gracias, compañero. Ah, pregunte por Germy.

¡Un poli! ¿Cabeza de Chorlito? ¡Imposible! ¿Germy? ¿Qué clase de nombre era Germy? Pero juraría que había oído antes esa voz. Y se trataba de un policía.

Kent se cubrió la cara con las manos e intentó pensar. ¿Y si el poli estuviera de veras sobre él? Pero él ya había concluido que eso era imposible. Ningún robo, ningún ladrón, ningún crimen, ningún problema. Solo que esto era un problema, porque él se hallaba solo en su nuevo apartamento, sudando como boxeador.

Debería fingir que no había recibido el mensaje. ¿Y arriesgarse a acrecentar la curiosidad del poli? No. Debería llamar al hombre y quitarle la idea de una cita.

Kent levantó el teléfono y marcó el número.

—Séptima Comisaría, ¿en qué le puedo ayudar? —contestó una mujer.

¡Séptima Comisaría!

—Sí… —contestó él, con el corazón latiéndole en el oído—. Me pidieron que llamara a un policía a este número. Un tal Germy.

—Ah, usted se debe referir al agente nuevo: Jeremy. Espere por favor.

¡Cabeza de Chorlito!

—Aquí Jeremy —habló bruscamente el auricular antes de que Kent pudiera hacer algo como cortar la comunicación—. ¿Le puedo ayudar?

—Ah… sí. Soy… Bob. Usted me dejó un mensaje.

—¡Bob! Sí, por supuesto. Gracias por devolverme tan rápido la llamada. Escuche, solo tengo algunas preguntas acerca de este asunto en el banco. ¿Tiene tiempo para que tomemos una taza de café? ¿Digamos mañana? ¿A eso de las diez?

¿Qué podría él decir? No, no a las diez. A eso de las diez es que empiezo a beber, ¿sabe? ¿Qué tal a eso de las nunca?

—Claro —respondió.

—¡Fabuloso! No será más de unos pocos minutos. ¿Qué tal en el Denny’s de Broadway y la Quinta? ¿Sabe dónde está?

—Claro.

—Bien. Lo veré allí mañana a las diez horas.

—Claro.

Se cortó la comunicación. ¿Claro? Cielos.

Kent no durmió bien la noche del viernes.

Kent no supo cómo el tiempo se las arregló para arrastrarse, pero lo hizo, como una babosa moviéndose a través de una cuchilla de afeitarse tres metros de largo. Se despertó a las cinco de la mañana del sábado, aunque abrir los ojos podría ser una mejor manera de caracterizar el hecho, en realidad no había dormido. Una ducha, una taza de café, unos cuantos tragos de tequila para los nervios, y tres kilómetros de caminar de un lado al otro sobre el linóleo a cuadros blancos y negros lo llevaron a regañadientes al momento de la cita. Se halló estacionado fuera del Denny’s a las diez sin saber exactamente cómo había llegado allí.

Se puso los anteojos oscuros y entró. Podría parecer ridículo que un hombre adulto usara adentro gafas de sol, pero en algún momento después de la medianoche había concluido que ridículo era mejor que encarcelado.

El detective Jeremy estaba sentado en un compartimiento en el área de no fumadores, mirando a Kent mientras este entraba. Se trataba en efecto de Cabeza de Chorlito. Completo con cabello negro peinado hacia atrás y anteojos con marco metálico. Sonría de oreja a oreja. «Hola, Kent. Usted es Kent, ¿no es así?»

Kent tragó saliva y cruzó hacia el compartimiento, haciendo acopio de cada onza de despreocupación que le quedaba en los temblorosos huesos.

—¿Bob? —preguntó el detective levantándose a medias y extendiendo una mano—. Qué bueno que haya venido.

Kent se secó la palma y agarró la mano extendida.

—Claro —contestó mientras se sentaba.

Cabeza de Chorlito le sonreía sin hablar, y Kent simplemente se sentó, decidido a actuar normal pero sabiendo que estaba fallando de manera lamentable. Los ojos del policía eran tan verdes como los recordaba.

—Imagino que se está preguntando por qué le pedí que se reuniera conmigo.

—Claro —respondió Kent encogiendo los hombros.

Desesperadamente le hacía falta otra palabra.

—Price Bentley me dice que usted está investigando un robo en el banco. ¿Es un investigador privado?

—Supongo que me podría llamar así —expuso, casi dice policía cibernético, pero concluyó que eso parecería ridículo—. En este momento se trata de un asunto estrictamente interno.

—Bueno, ahora eso depende, Bob. Depende de si está relacionado.

—¿Relacionado con qué?

—Con mi investigación.

—¿Y cuál podría ser esa, Jeremy?

Eso estuvo mejor. Los dos podrían ser indulgentes.

—La del incendio del banco hace más o menos un mes.

Cada músculo en el cuerpo de Kent se puso rígido. De inmediato tosió para no ponerse en evidencia.

—El incendio del banco. Sí, supe de eso. Para ser sincero, los incendios nunca fueron lo mío.

—Lo mío tampoco. En realidad investigo el asesinato. ¿Usa siempre anteojos en el interior, Bob?

—Tengo una ligera sensibilidad en el ojo izquierdo —contestó Kent después de una pausa—. Me molesta de vez en cuando.

Jeremy asintió, aún sonriendo como un chimpancé.

—Desde luego. ¿Conoció a la víctima?

—¿Qué víctima?

Eso es, mantente tranquilo, Trigo Rubión. Toma las cosas con calma.

—El caballero asesinado en el robo al banco. Usted sabe, el incendio.

—¿Robo al banco? Yo no sabía que hubo un robo.

—Por así decirlo. Intento de robo, entonces. ¿Lo conocía?

—¿Debería?

—Solo por curiosidad, Bob. No tiene que estar a la defensiva aquí. Le hice una pregunta bastante simple, ¿no cree?

—¿Qué exactamente necesita de mí, Jeremy? Concordé reunirme con usted porque parecía más bien ansioso por verme. Pero en realidad no tengo toda la mañana para analizar con usted su caso. Tengo el mío propio.

—Tranquilo, Bob. ¿Le gustaría un poco de café?

—No tomo café.

—Qué pena. A mí me encanta el café en la mañana —manifestó el poli sirviéndose una humeante taza—. Para algunos es la botella, para mí es el café.

El agente sorbió el negro y caliente líquido.

—Ahh. Perfecto.

—¡Qué maravilla! Me alegro por usted, Jeremy. Pero me está empezando a fastidiar un poco aquí. ¿Podemos continuar con esto?

—Es la posible relación la que me ha inquietado —dijo el detective sonriendo, sin perderse ni un solo movimiento—. ¿Sabe? Siempre que se tienen dos robos o intentos de robo en un banco durante un lapso de seis semanas tiene que preguntarse acerca de las conexiones.

—Apenas veo el parecido entre un ladrón común que de pronto aparece ante una puerta abierta y el robo de alta tecnología que estoy investigando.

—No. Parece más bien improbable. Pero yo siempre doy la vuelta a cada piedra. Piense en usted como una de esas piedras. Justamente a usted le estoy dando la vuelta.

—Bien, gracias Jeremy. Es bueno saber que usted está haciendo su trabajo con tal diligencia.

—Me complace. De modo que, ¿la conocía usted?

—¿Conocerla?

—A la víctima, Bob. Al programador que resultó asesinado por el ladrón común.

—¿Debería conocerlo?

—Ya hizo esa pregunta. Sí o no estaría bien.

—No, por supuesto que no. ¿Por qué debería conocer a un programador que trabaja en la sucursal de Denver del Niponbank?

—Él era el responsable del SAPF. ¿Estaba usted consciente de eso?

Kent parpadeó detrás de los anteojos. Cuidado, Trigo Rubión. Pisa con cautela.

—¿Fue él, eh? Suponía que podrían haber sido Bentley o Borst. Así que después de todo esquilmaron a alguien más para conseguir esa bonificación.

—Lo único que sé es que fue Kent Anthony quien desarrolló el sistema, totalmente de principio a fin. Y luego aparece muerto. Mientras tanto Bentley y compañía terminan recibiendo un cambio saludable. Parece extraño.

—¿Está usted sugiriendo que Bentley podría haber tenido algo que ver con la muerte del programador? —inquirió Kent.

—No. No necesariamente. Él no tenía nada que ganar matando a Kent. Sencillamente lo lancé allí porque es otra piedra a la que se debe voltear.

—Bueno, me aseguraré de dar vueltas a mis hallazgos si parecen irradiar alguna luz sobre el incendio. Pero a menos que Bentley y compañía estén de alguna forma implicados en el incendio, no veo cómo los dos casos se relacionan.

—Sí, tal vez usted tenga razón —asintió el detective bebiendo hasta lo último del café y mirando por la ventana—. Lo cual nos deja más o menos donde empezamos.

Kent lo observó por un momento. Por como parecía, después de todo Cabeza de Chorlito no estaba resultando ser una amenaza. Lo cual tenía sentido al reflexionar en el caso. El robo fue perfectamente planeado. No había manera de que alguien, incluyendo al detective Cabeza de Chorlito aquí, pudiera siquiera sospechar la verdad del asunto. Un pequeño frío de victoria le recorrió a Kent por la columna.

—¿Y dónde sería eso? —indagó Kent sonriendo por primera vez, ahora confiado—. Dígame, ¿dónde empezamos? Estoy un poco perdido.

—Con un crimen que sencillamente no calza con los participantes involucrados. Si Bentley y Borst no calzan, entonces nada calza. Porque, mire, si usted conociera al hombre sabría que Kent Anthony no era la clase de persona que dejaría una puerta abierta a un ladrón con un arma. Él ni siquiera se acercaba a ser así de estúpido. Al menos no según sus amigos.

—¿Amigos? —se le deslizó a Kent la pregunta antes de que pudiera desecharla.

—Amigos. Hablé con la novia que tenía en Boulder. Ella manifestó algunas cosas interesantes respecto del hombre.

—Cualquiera puede cometer un simple error —opinó Kent mientras de repente le subía calor por el cerebro le irradiaba calor, sabiendo que esto parecía poco convincente; sin duda él no podía defender a alguien a quien supuestamente no conocía—. En mi experiencia la explicación más sencilla por lo general es la correcta. Usted tiene un cadáver; tiene balas. Pudo haber sido un Einstein, pero aún sigue muerto.

Cabeza de Chorlito rió.

—Usted tiene razón. Los muertos están muertos —enunció, y luego reflexionó—. A menos que Kent no esté muerto. Bueno, tal vez eso tendría más sentido.

El hombre miró fijamente a Kent con esos ojos verdes.

—¿Sabe? No todo es lo que parece, Bob. En realidad no soy lo que parezco. No soy solo un bobo y afortunado poli.

A Kent se le sonrojó el rostro; sintió un ataque de pánico. El pecho pareció obstruírsele. Y todo el tiempo Cabeza de Chorlito estuvo mirándolo directamente. De pronto se encontró teniendo dificultades para formar ideas, y peor aún para estructurar una respuesta. El policía dejó de mirarlo.

—Mi caso y el suyo podrían estar relacionados, Bob. Quizás estamos buscando al tipo equivocado. ¡Tal vez su fantasma de alta tecnología y mi tipo muerto sean realmente la misma persona! Un poco exagerado pero posible, ¿no cree usted?

—No. ¡Eso no es posible!

—¿No? ¿Y por qué no es posible?

—¡Porque yo ya sé quién lo hizo!

—¿Quién? —preguntó el poli arqueando una ceja.

—Bentley y Borst. Estoy poniendo los toques finales en la evidencia, pero dentro de una semana le puedo asegurar que se formularán cargos de fraude.

—¿Tan rápido? ¡Excelente trabajo, Bob! Pero en realidad creo que debería reconsiderar el asunto. Con mi teoría en mente, desde luego. Sería algo, ¿no es así? ¿Kent sano y salvo y poniendo en su propia tumba a un hombre muerto? —soltó el detective, y luego rechazó la teoría con las manos—. Ah, pero es probable que usted tenga razón. Tal vez los dos casos no estén relacionados. Solo sigo dándole vuelta a cada piedra, ¿sabe?

En ese momento Kent se sintió con ganas de tomar una de las piedras de Jeremy y lanzarla a la garganta del detective. ¡Considera eso una teoría, Cabeza de Chorlito! Pero él apenas podía respirar, mucho menos estirar la mano allí y esforzarse para abrirle la boca al hombre.

—Bueno, sin duda aprecio su tiempo, Bob. Quizás nos volvamos a ver. Pronto. —Expresó el detective, y sonrió.

Con eso el hombre se paró y salió, dejando a Kent empapado de sudor debajo de los brazos y atornillado al asiento.

Esto era un problema. No solo un pequeño desafío o un bache en el camino, sino un problema tipo «el fin del mundo como lo conocemos». Había sido una equivocación venir acá. Había sido una equivocación regresar a este país. Volver al banco… ¡eso había sido una idiotez!

Sin embargo, no había evidencia, ¿verdad? No, ninguna evidencia. Esa era una teoría de Cabeza de Chorlito. Una teoría ridícula, además.

Entonces a la mente le brincó una pequeña imagen que le aplastó la poca esperanza que le había quedado. Se trataba de la imagen de Lacy, sentada en el sofá, con las manos cruzadas y las rodillas juntas, frente a Cabeza de Chorlito. Ella estaba hablando. Estaba contando el pequeño secreto del que estaba al tanto.

Kent dejó caer la cabeza en las manos e intentó calmar la respiración.