Capítulo treinta y seis

El vacío en el pecho de Kent había regresado poco después del mediodía del lunes, exactamente luego de tres horas de su pequeña victoria sobre los mellizos gordinflones. No había acabado con ellos, desde luego, pero haría eso dos semanas antes de que volviera a entrar en sus vidas. Dos semanas con nada más qué hacer que esperar. Dos semanas de espacio vacío.

Podía regresar a la isla y vivir las dos semanas con Doug y sus amigas. Pero la idea le cayó como si la muerte se le presentara otra vez. ¿Por qué retirarse a la soledad? ¿Por qué no intentar sacudir este vacío llenando aquí la vida con algunas cosas? Tal vez debería ir hasta Boulder.

¿En qué estaba pensando?

Kent decidió tomar un vuelo a Nueva York. Lo decidió de manera impulsiva, con un trago de tequila haciéndole arder la garganta. ¿Por qué no? El dinero no era problema. Podía saltar al Concorde hacia Londres si lo deseara. Además, quedarse por Denver rechazando recuerdos de su pasado lo conduciría a la tumba.

Dejó el Hyatt, pagó un pasaje de mil dólares en efectivo a Nueva York, y fue transportado por el aire a las cuatro esa tarde.

La Gran Manzana solo era otra ciudad apurada, pero brindaba sus ventajas. Bares, por ejemplo. Había cantinas y salones prácticamente en cada esquina alrededor del hotel donde Kent se hospedó en Manhattan. Él se resolvió por el bar del hotel, el O’Malley, y se retiró a la una de la madrugada. Martes por la mañana.

Despertó antes del mediodía, perdido en una habitación oscura, preguntándose dónde estaba. Nueva York. Había volado a Nueva York. Solo Dios sabía por qué. Para escapar de Denver o de alguna de esas tonterías. Se dio la vuelta y cerró los ojos. Imaginó que habría una docena de mensajes en el número de teléfono por el que había llamado a la asistente de Bentley antes de salir de Denver. El presidente y su seguidor probablemente estarían como locos tratando de comunicarse con él. Sí, les haría bien dejarlos sudar. Dejarlos que mueran algunas muertes, que vieran cómo se siente.

Kent se obligó a levantarse de la cama a la una, decidido a hallar una distracción que no fuera la botella. Santo cielo, estaba consumiendo alcohol como si fuera agua corriente. Debía controlarse aquí.

El botones le informó que la ópera siempre era una experiencia para relajarse.

Esa noche asistió a la ópera. El sonido del dulce canto de la vocalista principal casi lo hace llorar. Por alguna terrible razón la mujer se le convirtió en Lacy en el ojo de la mente, llorando la pérdida de su amante. Ese sería él. Kent no pudo seguir la trama, pero difícilmente se podía pasar por alto que la representación era una historia de muerte y tristeza.

Kent despertó el miércoles con un pensamiento refrescante. Refrescante, no en el sentido de que lo disfrutara en particular, sino refrescante en que lo sacó de estar de capa caída, como un balde de agua helada lanzada en medio de una ducha caliente. Se trataba de un pensamiento sencillo.

¿Y si están sobre ti, mi amigo?

Se irguió en la cama y se aferró al cubrecama. ¿Y sí, al volver allí a Denver, alguien hubiera ensamblado las cosas? Como ese poli que una vez le interrumpiera la lectura en la librería. ¿Qué habría pasado con el agente? ¿O si el mismísimo Bentley, sentado allí resollando como un camello, hubiera visto algo en los ojos de Kent? Incluso Borst, en realidad. No, Borst no. El tipo era demasiado estúpido.

Se levantó de la cama, el estómago se le revolvía. ¿O qué de Lacy? En realidad él se lo había confesado, ¡por amor de Dios! La mayor parte de todos modos. Venir aquí a los Estados Unidos había sido una estupidez. Y regresar al banco, ahora, sería mudarse directamente a la Calle de los Estúpidos. ¡En qué había estado pensando! Tenía que agarrar a los asquerosos tipos, sí señor. Extraer una rebanada de venganza.

Kent se vistió con un temblor en los huesos y se dirigió al bar. El problema era que el bar aún no abría. Solo eran las nueve de la mañana. Debió volver al cuarto del hotel a consumir algunas de esas botellitas en el gabinete. Pasó el día viendo golf en la alcoba del hotel, lleno de ansiedad y muriéndose de aburrimiento por la duración del juego.

Se las arregló para despertar en sí mismo alguna sensación al día siguiente, revisando cada uno y todos los pasos del plan. La simple realidad del hecho era que más bien había sido brillante. Habían enterrado el cuerpo carbonizado del Sr. Brinkley, convencidos de que pertenecía a Kent Anthony. A menos que exhumaran ese cuerpo, Kent era un hombre muerto. Los muertos no cometen crímenes. Más importante, no había habido crimen. ¡Ja! Debía recordar eso. Ningún robo y ningún ladrón. Ningún caso. Y él era el tonto ricachón que había organizado y planeado todo. Un hombre muy rico, empapado en la cuestión.

Fue ese día, jueves, en la animada ciudad de Nueva York, que Kent comenzó a entender los hechos sencillos de una vida acaudalada. Todo empezó después de un almuerzo de doscientos dólares calle abajo del hotel, en la Cocina Francesa Bon Apetite. La comida estuvo buena, difícilmente podía negarlo. Por el precio, mejor que fuera buena. Pero mientras se ponía en la boca pastelitos tipo magdalena, con el estómago ya ensanchado más allá de sus límites naturales, le vino a la mente que estos bocados franceses, como la mayoría de bocados, saldrían en forma mucho peor de la forma en que habían entrado. Y con toda sinceridad, no le produjeron mucho más placer que, digamos, un pastelillo popular de veinte centavos. Era una pequeña realidad, pero que salió del restaurante con Kent.

Otra pequeña realidad: Por mucho dinero que cargara en la billetera, los momentos individuales no cambiaban. Podrían cambiar las esperanzas y los sueños, pero no así la serie de momentos que componían la vida. Y si él estaba caminando por la calle, poniendo un pie delante del otro, estaba haciendo exactamente eso, a pesar de lo que tuviera en la billetera. Si pulsaba el botón del ascensor, era solo eso, ni más ni menos, a pesar de la cantidad de billetes en su bolsillo trasero.

Pero fue esa noche, al acercarse la medianoche mientras bebía en el Bar O’Malley, que se le presentó de una vez el peso total del asunto. Fue como si los cielos se le abrieran y dejaran caer esta pepita de oro sobre él como un lingote de plomo. Solo que no provino de los cielos sino de la boca de un compañero de tragos, dispuesto a impartir su sabiduría.

Kent se hallaba sentado al lado del hombre que se hacía llamar Bono —por el cantante de U2, explicó— un ex sacerdote ortodoxo, entre otras cosas. Afirmó haber salido de la iglesia griega porque esta lo dejaba sediento. El hombre parecía de cuarenta y tantos años, con cejas espesas y cabello canoso, pero fueron sus brillantes ojos verdes los que habían maravillado a Kent. ¿Desde cuándo los griegos tenían ojos verdes? Brindaron juntos con vasos llenos de bebida. En realidad Kent se los estaba engullendo. Bono se contentaba con sorber de un vaso de vino.

—¿Sabes? El problema con esos yuppies de Wall Street —ofreció Bono después de media docena de tragos—, es que todos creen que hay más en la vida que lo que el individuo promedio tiene.

—Y deben tener razón —contestó Kent tras una pausa—. El promedio es perezoso, y la holgazanería no es gran cosa.

—Vaya, así que eres filósofo, ¿verdad? Bueno, déjame preguntarte algo, Sr. Filósofo. ¿Cuánto mejor es estar atareado que ser perezoso?

Era una pregunta simple. Incluso torpemente simple, porque todo el mundo sabía que era mejor estar atareados que ser perezosos. Pero al momento, Kent estaba teniendo dificultades para recordar por qué. Tal vez se debió a los tragos, pero lo más probable es que nunca había sabido por qué estar atareado era mejor que ser perezoso.

Hizo lo que todos los tontos buenos hacen cuando les hacen una pregunta que no pueden contestar de manera directa. Levantó la voz un poco y devolvió la inquietud.

—¡Vamos! Todo el mundo sabe que es ridículo ser holgazán.

—Eso es lo que dices tú, y te pregunto: ¿por qué?

Bono no era tonto. Ya antes había pasado por esto.

—¿Por qué? Porque no te puedes destacar si eres perezoso. No irás a ninguna parte.

—¿Destacar en qué? ¿Ir a dónde?

—Bueno, ahora, ¿qué tal acerca de la vida? Empecemos con eso. Sé que no es mucho, pero empecemos con destacarse en ese pequeño suceso.

—Y dime a qué se siente eso. ¿Cómo se siente destacarse en la vida?

—Produce felicidad —contestó Kent levantando el vaso de licor y bebiendo—. Placer. Paz. Todo eso.

—Ah. Sí, por supuesto. Me había olvidado de la felicidad, el placer, la paz y todo eso. Pero mira, el individuo promedio tiene tanto de eso como los yuppies de Wall Street. Y al final unos y otros van a la misma tumba. Allí es donde van, ¿no es cierto? —concluyó el hombre y rió quedamente.

Fue entonces, ante la palabra tumba, que el zumbido había vuelto a empezar en el cerebro de Kent.

—Bueno, la mayoría tiene unos buenos ochenta años antes de la tumba —opinó tranquilamente—. Solo se vive una vez; también podrías tener lo mejor mientras vivas.

—Pero mira, allí es donde tú y los yuppies de Wall Street se equivocan —insistió Bono—. Es una buena fantasía, no discuto eso. Pero cuando lo has tenido todo, y créeme que lo he tenido todo, el vino aún sabe a vino. Lo podrías beber en un cáliz de oro, pero aun entonces un día te das cuenta que puedes cerrar los ojos y francamente no saber si el objeto metálico en tu mano está hecho de oro o de lata. ¿Y quién decide de todos modos que el oro es mejor que la lata? Al final todos vamos a la misma tumba. Quizás es más allá de la tumba donde empieza la vida. ¿Conoces a alguien que últimamente se haya ido a la tumba?

Kent tragó grueso y se tomó otro trago. ¿Últimamente? La visión se le duplicó por un instante y lanzó una objeción más bien débil.

—Eres demasiado pesimista. Las personas están llenas de vida. Como ese tipo riendo allá —manifestó, señalando a un hombre en el compartimiento más lejano, riéndose a carcajadas con la cabeza echada hacia atrás—. ¿Crees que no es feliz?

Kent sonrió, agradecido por el alivio temporal.

—Sí. Hoy Clark parece bastante feliz, ¿no es así? —respondió Bono mirando al hombre y sonriendo; luego se volvió a Kent—. Pero conozco al Sr. Clark. Es un estúpido. Se divorció hace poco, y más bien se ha estado jactando por ya no tener que tratar con sus mocosos. Tiene tres, de seis, diez y doce años, y apenas los puede soportar. El problema es que pasa la mayor parte de sus horas despierto sintiéndose culpable por su disposición notablemente egoísta. Ahora está tratando de ahuyentarla durante un año con una botella. Créeme. Saldrá esta noche de este lugar y se retirará a su húmeda almohada, empapado en lágrimas.

Bono bebió un sorbo del vaso, evidentemente satisfecho por su observación.

—Mira debajo de las cobijas de cualquier hombre, y hallarás una historia parecida. Te lo garantizo, una historia de locura.

Kent había perdido el interés en discutir el asunto. Se hallaba demasiado ocupado tratando de quitarse de encima el calor que le entraba al cerebro. El hombre había puesto el dedo en la llaga. Clark allí podría fácilmente ser él, ahogando su fracaso en la bebida, concentrado en el placer y sin poder hallarlo. Excepto que él no odió a su hijo, como hacía Estúpido. En realidad él habría matado por su hijo… gustosamente habría dado hasta el último centavo por la vida de Spencer. El pensamiento trajo un rayo de luz a la mente de Kent.

Bono se puso de pie. Deslizó el vaso a través del mostrador y exhaló con satisfacción.

—Sí señor. Te lo estoy diciendo, esta vida es muy lamentable. Ningún individuo puede escapar de ella —continuó Bono, inclinando la cabeza y levantando las cejas hasta que los ojos verdes sobresalieron delante de Kent—. A menos, por supuesto, que comprendas lo que yace más allá de la tumba.

El tipo sonrió y le dio una palmadita a Kent en la espalda.

—Pero entonces, estoy seguro que sabes todo acerca de eso, ¿no es así, Kevin?

Salió del bar con paso despreocupado y sin regresar a mirar.

Las palabras resonaron en la cabeza de Kent por una hora, y ninguna cantidad de tequila las hizo callar. Kent bebió durante otra hora más antes de volver a deambular hacia la suite del hotel. En alguna parte en esa hora comenzó a echar de menos a Gloria. No solo a extrañarla como quisiera-que-estuvieras-sentada-conmigo, sino como con ojos-vidriosos-estoy-perdido-sin-ti. Fueron todos estos pensamientos acerca de la tumba los que «Bono oji-verde» había depositado en él, pensamientos que le evocaron imágenes de Gloria llamándolo desde algún fabuloso horizonte invisible. ¿Y si hubiera algo de verdad en toda esa cháchara que ella había hecho acerca de Dios? Ese pensamiento le hizo en la garganta un nudo del tamaño de un puño.

Bueno, Gloria estaba muerta. Muerta, enterrada, y más allá de la tumba, dondequiera que estuviera. Pero allí estaba Lacy… ella también sabía respecto de la tumba. Y sabía de Dios. Sin embargo, Lacy nunca podría ser Gloria. Finalmente Kent logró dormirse, con la mente repleta de imágenes de Gloria y Lacy.