Capítulo treinta y cinco

Sábado

Helen caminaba con Bill Madison bajo los balanceantes robles, a ocho kilómetros de casa, e iban a paso firme. El viento hacía susurrar las hojas del parque, amarillentas a mediados de otoño. Un nublado cielo oscurecía el inicio de la tarde, pero en el corazón de Helen ardía una luz brillante. Más brillante que el día. Lo cual significaba que algo pasaba allá arriba.

—Necesito de veras comprar nuevos zapatos deportivos —expresó ella.

Bill caminaba al lado de Helen, vestido con suéter verde y un par de zapatos deportivos que había comprado para estas caminatas de la tarde con ella. Aquel día en la sala de la anciana había cambiado la vida del pastor. Los cielos se habían abierto para él, y en consecuencia se había convertido en un hombre nuevo. La mañana siguiente había anunciado que le gustaría unirse a Helen en las tardes cuando se lo permitiera el horario. Es más, se había asegurado que el horario se lo permitiera. Por la manera en que lo dijo, si se unía a ella en la última etapa del recorrido, él podría continuar bastante bien. Y así lo había hecho, con un entusiasmo que en realidad se vertía sobre ella.

—¿Cuántos pares has acabado? ¿De todos modos, cuánto tiempo has estado caminando hasta ahora? ¿Dos meses… tres?

—Tres. He estado caminando tres meses, más o menos. E imagino que he acabado diez pares de zapatos. Aunque sigo con las mismas piernas. Aún no las he cambiado.

—No, supongo que no lo has hecho —opinó él riendo entre dientes.

Caminaron por treinta metros antes de que Helen le dijera lo que había tenido en mente en los últimos kilómetros.

—Creo que nos estamos acercando al final.

—¿Al final? —cuestionó él volviéndose sorprendido—. ¿Las caminatas van a terminar?

—Sí —concordó ella sonriendo—. ¿Sabes?, es algo así como tener al Espíritu de Dios llenándote los huesos con una droga milagrosa. Brinda nuevo significado a la idea de caminar en el Espíritu.

—Sí, puedo ver eso. ¿Sabes?, la primera vez que vi esa visión en tu sala no me pude quitar de encima cuán clara era la visión. Todas las dudas se desvanecieron al instante. Puf, se habían ido. Dios es obviamente Dios, y es evidente que el cielo existe, y toda palabra dicha aquí en la tierra hace que allá levanten la cabeza. Pero tengo que decirte que aquí las cosas no siempre son tan claras, incluso después de esa clase de encuentro. El tiempo debilita el recuerdo, y lo que solo un par de semanas atrás era muy brillante empieza a nublarse un poco. ¿Tiene sentido eso?

—Claro como el cristal —asintió Helen.

—Bueno, de no ser por tus caminatas; esta realidad asombrosa que Dios le ha hecho a tus piernas, yo sinceramente podría creer que te habrías vuelto loca al estar orando cada día por un hombre muerto.

—Ya hemos discutido esto, ¿no es así?

—Sí. Pero no últimamente. ¿Crees aún que él esté vivo?

—Lo estoy creyendo muy claramente, pastor. Hay un mensaje de Dios: «Confía en el SEÑOR de todo corazón, y no en tu propia inteligencia», ¿lo sabes?

—Por supuesto.

—He aprendido lo que eso significa. Mi propia mente me dice toda la clase de cosas que harían que un hombre adulto se metiera en un agujero. ¿Crees que no es extraña la idea de una vieja de sesenta y cuatro años de edad que camina con medias hasta la pantorrilla y con vestido, treinta kilómetros diarios, orando por un hombre muerto? Es bastante absurda. Así de absurdas son todas esas teologías que se han levantado para empujar tales acontecimientos dentro de una zona distinta de tiempo. Como si Dios despertara un día y de pronto se diera cuenta que en realidad era muy infantil la manera en que ha estado haciendo las cosas desde el primer momento con muros que caen, burras que hablan, y zarzas que arden. Los hombres se han vuelto muy inteligentes como para eso, ¿verdad? —declaró ella y rió con delicadeza—. Por tanto, cuando llego al fin de mi caminata diaria aún me debo pellizcar. Asegurarme de que todo es real. Porque mi mente no es muy distinta de la tuya, Bill. Quiere rechazar algunas cosas.

—Es bueno saber que eres tan humana como yo. Quizás por eso Dios te ha dado esta señal física. Te ayuda a mantener la fe.

—Claro que sí.

—¿Crees entonces que Kent aún sigue vivo?

—Volvemos a esa pregunta, ¿no es así? Pongámoslo de este modo, pastor. Donde quiera que él se encuentre, necesita mis oraciones. Los deseos de orar no han disminuido.

—Lo cual básicamente significa que aún debe estar vivo.

—Así parece.

—Pero dices que todo está llegando a su término.

Helen cerró los ojos por un momento y consideró la ligereza de su espíritu. Aunque no había tenido visiones por más de una semana, había expectación transportada en el aire. Una ligereza. Una brillantez que se sostenía exactamente más allá de las nubes. Seguía siendo un pequeño misterio cómo sabía ella que en alguna parte todo estaba desarrollándose con mucha rapidez. Pero lo sabía.

—Sí, creo que sí. No tengo idea cómo terminará. Mi espíritu está ligero, pero eso podría ser por mi bien en vez del de él. Simplemente no lo sé. No obstante, sé una cosa. Cuando estas piernas empiecen a temblar por la fatiga, es el final.

El pastor hizo lo que a menudo se había propuesto hacer estos días. Se puso a orar.

—Jesús, te amamos. Padre, eres soberano, y tus caminos están más allá de nuestra comprensión. Gracias por la decisión de morar en nosotros. Eres todopoderoso, eres santo, eres asombroso en tu poder.

Helen pensó que terminara como terminara esto, la pequeña Iglesia Comunitaria en la esquina de Main y Hornberry estaba a punto de sufrir una buena sacudida. Lo cual no era tan malo. No tan malo en absoluto.

Kent miró por la ventanilla ovalada hacia la oscuridad. Un destello en la punta del ala del avión iluminaba el fuselaje cada tres segundos, y en uno de esos destellos él casi esperó ver al vagabundo colgado del ala plateada. Bienvenido a la Dimensión Desconocida. El motor zumbaba firmemente al bajar la velocidad mientras el pesado jet descendía por los oscuros cielos. Una multitud de puntitos chispeaban tres mil metros por debajo de ellos. Denver estaba iluminada como un árbol navideño en octubre.

Kent revolvió el hielo en el vaso y sorbió del tequila. Había perdido la cuenta de las botellitas que Sally, la sensacional azafata de primera clase, le había llevado en las últimas horas… bastantes para calmar la sensación de pavor que se le había alojado en el pecho en alguna parte sobre el Atlántico. Lo había sentido muy parecido a estar atrapado entre un grupo de víboras y un despeñadero al borde de un lúgubre vacío. Denver sería las serpientes enroscándose, desde luego. Lo estarían persiguiendo y atacándole los talones si no tenía cuidado.

Pero era el precipicio a espaldas lo que lo había hecho pedir las pequeñas botellitas de licor. El terror con el que había luchado allá atrás en la isla mientras miraba el mar azul esos dos últimos días mientras esperaba su vuelo hacia los Estados Unidos. La verdad sea dicha, cada vez se aburría más y más del paraíso en la colina antes de haber tenido de veras una oportunidad de gozar la buena vida. Una penumbra se había asentado sobre el chalet para el mediodía del viernes, y se había negado a irse.

El problema era en realidad bastante sencillo: Kent no logró encontrar nada que captara su fantasía, sentado en lo alto de la colina, acurrucado en su propio paraíso terrenal privado. Todo lo estaba sintiendo como una bebida del día anterior. Por muy a menudo que se dijo que debería estar emocionado con el nuevo yate —este había sido un sueño de toda la vida, por Dios— no pudo obligarse a bajar la colina para sacarlo otra vez. Comprender esto le provocó una ola de pánico que se movía lentamente y lo roía con creciente persistencia. La clase de pánico que se podría esperar después de llegar a un destino codiciado y por el cual se ha vendido lo más preciado, solo para descubrir que el apartamento en la playa en realidad era una casucha plagada de cucarachas sobre un río de aguas negras.

Para el sábado sentía el chalet más como una prisión que como un sitio vacacional. El sol tropical se asemejaba a la incesante ráfaga de un horno ardiendo, y el silencio a una desesperante soledad. Y en ningún momento logró hallar descanso, situación que solo sirvió para alimentar el creciente pánico. Locura. Demencia en el paraíso: la espléndida broma de la naturaleza humana. Mis amigos, cuando finalmente encontrarán al comodín con el ceño fruncido.

Al final Kent resultó arrastrado por el tequila. Mucho tequila.

El domingo llegó lentamente, pero llegó. Él empacó un millón de dólares en efectivo entre el cuerpo y el equipaje, y abordó el vuelo, atado indirectamente hacia Denver.

El avión se posó en el asfalto con un chirrido de caucho, y Kent cerró los ojos. Ahora era Kevin. Kevin Stillman. Recuerda eso, Trigo Rubión, Kevin, Kevin, Kevin. Su pasaporte decía que era Kevin, su tarjeta de presentación decía que era Kevin, y una docena de cuentas dispersas por los cuatro puntos cardinales, cada una repleta de dinero en efectivo, indicaban que él era Kevin. Excepto en el banco… allí sería Bob.

El reloj de la enorme torre en el Aeropuerto Internacional de Denver informaba que eran las diez para cuando Kent salió del mostrador de la oficina de alquiler de autos para ir a recoger su Lincoln Towncar. Era negro, apropiado bajo las actuales circunstancias. Una hora después alquiló una habitación en el Hyatt Regency del centro de la ciudad a diez cuadras del banco, andando por el vestíbulo con un hormigueo en el cuerpo, y luchando con el temor de que alguien pudiera reconocerlo. El sentimiento era totalmente infundado, por supuesto. No se parecía en nada al Kent de antaño. Es más, no era el Kent de antaño. Era Kevin Stillman, y Kevin Stillman tenía un rostro nuevo… más amplio y bien bronceado, y cabello castaño en la cabeza. No era el rubio desgarbado que algunos conocieran una vez como Kent Anthony. Santo Dios, si la posibilidad de ser atrapado en este remoto vestíbulo de hotel le traía sudor a la frente, ¿qué le ocasionaría caminar por el banco?

Hizo la llamada a Japón a las once esa noche. Hiroshito estaba donde se esperaba que estuvieran todos los afanosos ejecutivos bancarios a primera hora de la mañana del lunes, hora de Japón: en su oficina.

—¿Sr. Hiroshito?

—Sí.

—Soy Bob. ¿Me recuerda?

—Sí.

—Bueno, debo tener acceso al presidente del banco en la sucursal principal de su banco a las nueve de la mañana hora de la montaña. Su nombre es Bentley. Sr. Price Bentley. ¿Habrá algún problema con esta solicitud?

—¿Nueve? —inquirió Hiroshito titubeando—. El banco abre a las ocho. Es muy poco tiempo para avisar.

—No tan corto, estoy seguro. Se tiene la capacidad de transferir un millón de dólares en mucho menos tiempo. Sin duda se tiene la capacidad de hacer una llamada telefónica.

—Desde luego. Él estará listo.

—Gracias, señor. Usted es muy amable.

Kent cortó la comunicación y se dirigió al gabinete de licores. Se las arregló para permanecer inactivo hasta cerca de la medianoche, bastante embriagado.

Los sonidos de la hora pico se filtraban por la ventana de la habitación cuando Kent despertó a las siete. ¡Estaba en Denver! ¡Lunes por la mañana!

Saltó de la cama y tomó una ducha, la columna le hormigueaba con expectativa. Se puso un traje negro cruzado, el primero que había usado en seis semanas, según sus cálculos. Había escogido una camisa blanca acentuada por una corbata oscura… estrictamente para negocios. Bob estaba a punto de realizar algunos negocios.

Sudaba copiosamente al llegar al sobresaliente banco. Metió el Towncar en un espacio, tres más abajo de su antiguo lugar de estacionamiento, y apagó el motor. El silencio envolvió la cabina. A la derecha el callejón se abría con un hueco de ladrillo rojo, ligeramente ennegrecido. Esa sería obra de él. Los recuerdos se le ensartaron en la mente como fotos en una cuerda. Se tocó la frente y se secó el cuello con una servilleta que había agarrado del vestíbulo del hotel. No podía entrar muy bien allí luciendo como si acabara de salir del sauna.

¿Y sí, por alguna extraña fuerza funcionándoles en los recuerdos, ellos lo reconocían? Algo acerca de las entradas del cabello, el vocabulario o el sonido de la voz. ¿Y si una campanilla les vibraba en las cabezas, e identificaban a Kent? Se aclaró la garganta y ensayó la voz.

—Hola —la voz le salió chillona, y lo intentó de nuevo, bajándola adrede—. Hola, allí. Me llamo Bob.

Kent se mordió el labio, se puso lentes oscuros, y bajó del auto, cerrando una mano en la otra para aplacar un temblor que se le había apoderado de los dedos. Se enderezó el traje y miró los peldaños ascendentes. Ya entraban y salían clientes por las puertas giratorias. Respiró hondo tres veces y prosiguió a grandes zancadas. Es ahora o nunca, Trigo Rubión. Trigo Rubión Bob. Grábatelo. Recuerda lo que ellos te hicieron.

Kent hizo eso. Apretó la mandíbula y subió los escalones, aferrándose como loco a la repentina oleada de confianza. Atravesó las puertas giratorias como un gallo en cacería y se paró en seco.

Todo se le venía encima con venganza: Zak el guardia de seguridad, caminaba con ojos hundidos; la larga fila de cajeros, de modo mecánico empujaban y halaban papeles a través del mostrador verde; el elevado velero suspendido en medio del vestíbulo; gran cantidad de voces apagadas murmuraban acerca de dólares y centavos; el aroma de docenas de perfumes, todos mezclados en un popurrí de fragancias.

Si la piel de Kent hubiera sido invisible le habrían visto el corazón saltándole a la garganta y pegándosele allí, una bola de temblorosa carne. De pronto supo con absoluta seguridad que todo esto era una equivocación. Una equivocación enorme y monstruosa. Casi gira sobre los talones y se da a la fuga. Pero los músculos no le respondieron tan rápidamente, y titubeó. Y para entonces era demasiado tarde. Porque para entonces Sidney Beech caminaba directamente hacia él, sonriendo como si lo volviera a recibir en el redil.

—¿Le puedo ayudar? —preguntó ella, lo cual no era lo que Sidney Beech hacía normalmente con cualquier individuo que deambulara por el banco.

Kent concluyó rápidamente que se debía al aspecto de él, tipo Blues Brothers. Aún tenía puestos los lentes, algo bueno, pues si ella hubiera visto los ojos saltones habría llamado a seguridad en vez de deambular por allí con esa sonrisa en el rostro.

—Discúlpeme, ¿le puedo ayudar en algo?

Kent carraspeó. Estrictamente negocios, Bob. No seas un inútil.

—Sí. Estoy aquí para ver al Sr. Bentley. Price Bentley.

—¿Y usted es? —preguntó ella ladeando la cabeza, en una forma educada por supuesto.

—Bob.

Ella esperó más.

—Él me está esperando —informó Kent.

—¿Bob?

—Bob.

—Le haré saber que usted está esperando, Bob. Si preferiría sentarse en nuestra sala…

—Usted podría decirle que tengo un horario apretado. No pretendo para nada gastar tiempo esperándolo.

—Desde luego —reaccionó Sidney arqueando una ceja, sin poder ocultar una leve sonrisa.

Ella señaló las sillas acolchonadas y se fue pavoneándose hacia la oficina de Bentley, para hablarle del chiflado que acababa de entrar, sin duda.

Kent deambuló cerca del barco y analizó la estructura, fingiendo interés. Varios cajeros lo miraron curiosamente. Quizás se debía quitar los lentes oscuros. Y tal vez debió haber comprado unos de esos lentes coloridos de contacto… sus ojos azules podrían desnudarle el alma.

Sidney taconeó detrás de él. Bueno, llegó la hora. Dejó que ella se acercara.

—¿Bob?

Él se volvió e hizo rechinar los dientes. Estrictamente negocios, Bob.

—Él lo verá ahora —informó ella, ya sin sonreír.

Kent salió a grandes zancadas hacia la oficina sin esperar que ella le mostrara el camino, luego se dio cuenta que eso sería una equivocación. ¿Cómo sabría él?

—¿Por aquí? —preguntó él volviéndose a Sidney.

—Gire en la esquina —notificó ella.

Mejor. Él se dirigió a la oficina, erguido y serio, luciendo como debía lucir un policía cibernético, ganando confianza con cada paso.

Kent puso la mano en la manija de bronce, respiró hondo una vez, abrió la puerta sin tocar, e ingresó. El descomunal presidente de la sucursal se hallaba detrás del escritorio como un tazón de gelatina dura. El alargado rostro se le había hinchado, pensó Kent. El hombre estaba comiendo bien en su recién descubierta riqueza. Los botones del traje aún se veían forzados estando sentado. Aún usaba el cuello apretado de tal modo que le oprimía la cabeza asemejándosele a un tomate. El enorme escritorio de cerezo aún era pulcro y majestuoso. El aire aún olía a humo de tabaco. Solamente la mirada en los ojos de Bentley había cambiado desde la última visita de Kent, y no estaba seguro si los ojos le sobresalían por miedo o por ira.

—¿Price Bentley?

—Sí —contestó el hombre extendiendo una mano sobre el escritorio; una sonrisa elaborada le partió el rostro—. Y usted debe ser Bob. Me dijeron que nos haría una visita.

—Le dijeron, ¿eh? —dijo Kent cerrando la puerta detrás de él, quitándose de un tirón los lentes, y haciendo caso omiso de la mano extendida de Bentley—. Agarre el cuernófono y llame a Borst. Lo necesito aquí también.

—¿Borst? —exclamó Bentley; la controlada sonrisa se le enderezó en preocupación—. ¿Qué tiene que ver él con esto?

—¿Qué tiene él que ver con qué, Bentley? —desafió Kent mirando directamente a los ojos del hombre, y un ligero temblor de repugnancia le recorrió por los huesos—. Usted ni siquiera sabe por qué estoy aquí, ¿correcto? ¿O me equivoco?

El presidente no respondió.

—Levante la mandíbula del escritorio y llámelo —ordenó Kent—. Y dígale que se apure. No tengo todo el día.

Bentley llamó a Borst y bajó el teléfono tratando de ponerlo en su sitio. No logró ponerlo en la base y cayó traqueteando sobre el regazo del presidente, quien lo levantó y lo hizo sonar en el lugar apropiado.

—Viene en camino.

Kent observó al patético individuo, inexpresivo.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted?

—¿Luzco como si necesitara algo? —desafió Kent, luego se puso la mano detrás de la espalda y pasó al lado de Bentley hacia la lejana ventana—. ¿Qué le dijeron ellos?

—Dijeron que usted estaba investigando algo para ellos —confesó Bentley después de aclararse la garganta.

—Investigando, ¿eh? ¿Y le dijeron qué estoy investigando?

La puerta se abrió de súbito, y Borst entró, tenía colorado el rostro.

—Oh. Perdón. Vine tan pronto como pude.

—Siéntate, Markus —ordenó Bentley, levantándose—. Te presento a Bob… Bob… este… lo siento, no sé su apellido.

Kent los enfrentó.

—Solo Bob para ustedes. Buenos días, Sr. Borst. Qué bueno que se nos una —saludó Kent a su ex jefe, luego miró a Bentley y señaló con la cabeza hacia la silla de visitas al lado de Borst—. Usted también podría sentarse cerca de Borst, si no le importa.

—¿En la silla de visitas? —cuestionó Bentley con una ceja arqueada—. ¿Por qué?

—Porque le digo que se siente allí. Quiero que se siente al lado de Borst. ¿Es eso tan difícil de entender?

Borst se puso pálido. El rostro de Bentley enrojeció.

—Mire, creo que usted…

—Sinceramente no me interesa lo que usted crea. No tengo intención de participar en una lucha de boquiabiertos con ustedes. Ahora, cuando digo siéntese, usted se sienta. Y si le digo que se abra la camisa y deje al descubierto la barriga velluda, usted sencillamente hará eso. ¿Es esto problema? Si es así, dígalo ahora, y yo levantaré ese teléfono. Pero si está interesado en mantener el salario exageradamente inflado que de alguna manera se las arregló para conseguir de nuestros amigos japoneses, usted debería hacer exactamente lo que digo. ¿Estamos claros?

La cabeza de tomate de Bentley pareció hincharse. Kent miró a Borst y guiñó un ojo.

—¿Correcto, Borst?

Su antiguo jefe no respondió. Kent pensó que el hombre se pudo haber tragado la lengua.

—Bueno, si a usted no le importa, siéntese al lado de su compañero de crimen allí.

Bentley titubeó un momento y luego dio la vuelta al escritorio para sentarse pesadamente al lado de Borst. La expresión del corpulento individuo se tambaleaba entre ira y temor.

—Muy bien —continuó Kent—. Antes de seguir adelante quiero que ustedes dos entiendan algunas cosas. Primera, quiero que entiendan que simplemente estoy haciendo un trabajo aquí. Ustedes dos podrán ser el rey y su bufón, lo que me tiene sin cuidado. Es muy poco determinante. Mi trabajo es descubrir la verdad. Eso es todo.

Kent atravesó el salón, mirándolos fijamente mientras se volvía.

—Segunda, tal vez ustedes no aprueben mi enfoque, pero obviamente las personas que contrataron sus miserables cuellos sí, o yo no estaría aquí. Por tanto mantengan cerrados los labios a menos que les pida que los abran. ¿Capisce?

Ellos lo miraron, evidentemente echando humo ante la audacia de Kent.

—Vean ustedes ahora que esa fue una pregunta. Es adecuado que abran los labios para responder cuando les haga una pregunta. Intentémoslo de nuevo, ¿les parece? Dije Capisce, lo cual en italiano significa comprenden, y ustedes dicen…

El temor había abandonado la mirada de Bentley, en su mayor parte. Ahora solo había un refunfuño retorciéndose en esos gruesos labios. Borst respondió primero.

—Sí.

Bentley agachó la cabeza pero no dijo nada. Es lo que tendría que hacer por el momento.

—Bueno. Ahora, sé que ustedes son peces gordos en este banco. Suelen tener una docena o más de empleados siguiéndolos ansiosos para lustrarles los zapatos si así ustedes lo desean. ¿Correcto? Esta vez no tienen que contestar. De cualquier modo, no soy una de esas personas. ¿Tenemos claro esto, o debo comenzar de nuevo?

Borst asintió. Los labios de Bentley se contrajeron.

—Bastante bien. Estoy aquí porque es obvio que alguien sospecha que ustedes dos han estado involucrados en algunos tejemanejes. ¿Lo están?

La repentina pregunta los agarró desprevenidos. Otra vez Borst contestó primero.

—¡No! Por supuesto que no.

—¡Cállate, Borst! —exclamó Bentley, y contuvo el aliento—. Mire caballero, no creo que debamos contestar sus preguntas sin que nuestro abogado esté presente.

—¿Así es la cosa? —contestó Kent arqueando una ceja—. ¿Le ha dicho alguien alguna vez que la cabeza suya es más bien grande, Bentley? ¿Um? Quiero decir, no solo en sentido figurado, sino físico. Mírese y piense…

Se llevó un dedo a la barbilla y miró hacia el techo.

—… tomate. Sí, tomate. Eso es lo que he estado pensando aquí. Amigo, este tipo tiene una cabeza que realmente, realmente parece un tomate. Bueno, escúcheme bien, Cabeza de Tomate. Existe un pequeño documento que usted firmó cuando acordó en cuanto a su abultado salario. Se le llama acuerdo de empleo. Creo que en ese convenio encontrará una cláusula que me da, es decir al banco, total derecho de investigar cualquier asunto sospechoso de tejemanejes. Creo que la palabra en el acuerdo es en realidad fraude. Es lo mismo. Bueno, si en una fecha posterior usted siente que lo hemos tratado injustamente, es libre de demandar para que satisfaga el corazón. Pero hasta entonces mantengamos las cosas en perspectiva, ¿de acuerdo? Ahora, por favor conteste mi pregunta. ¿Ha estado o no, Sr. Price Bentley, involucrado en tejemanejes en el banco?

—No.

El hombre había recobrado la serenidad durante la prolongada diatriba, lo cual estaba bien para Kent.

—No. Muy bien. Entonces estoy seguro que tiene algunas explicaciones excepcionales para mis preocupaciones. Empecemos con usted, Borst. A propósito, quítese por favor el peluquín. Encuentro más bien que distrae.

La cara de Borst se puso rosada, y levantó la mirada con una sonrisa avergonzada.

Kent asintió con la cabeza e hizo oscilar una mano hacia el negro peluquín.

—Adelante. Quíteselo, amigo mío.

Su antiguo jefe comprendió entonces que él hablaba en serio, y se le abrió la boca.

—Usted… usted… ¡eso es absurdo! —soltó.

—Sea como sea, quíteselo por favor. Me está impidiendo concentrarme en mi trabajo aquí.

Borst giró hacia Bentley, quien le hizo caso omiso.

—Rápido hombre —exigió Kent resaltando el asunto—. No tenemos todo el día. Simplemente quíteselo.

Borst estiró la mano hacia arriba y se quitó el postizo de la calva. Ahora el rostro le brillaba con el tono rojizo que se encuentra en el departamento de carnes en la tienda de abarrotes.

—Bien. Por tanto entonces, amigo mío, ¿estaba usted consciente de que se ha perdido algún dinero del banco? ¿Robado electrónicamente?

—No —respondió Borst, ahora con la respiración entrecortada.

—¿No? Eso es cómico, porque este dinero se las arregló para llegar hasta la cuenta personal de usted. Extraño. Y usted más que nadie debería saber que sencillamente el dinero no flota por voluntad propia alrededor del sistema. Es más, ¿no es su trabajo ver que esto no suceda?

El hombre no respondió.

—Ahora sería un buen momento para mover sus labios, Borst.

—No. Quiero decir, sí. Una especie de…

—Bien, ¿quién es el responsable? ¿No está usted encargado de este nuevo sistema de procesamiento de fondos del que ahora todos despotrican? ¿El SAPF?

—Sí.

—Y usted lo diseñó, ¿no es así?

—No. No, ¡eso no es verdad!

—¡Mantén la boca cerrada, Borst! —volvió a exclamar Bentley, ahora furioso.

—Peleando entre amigos, ¿eh? —comentó Kent sonriendo—. Qué trágico. ¿Quién es el responsable, Bentley? ¿Fue él quien en realidad diseñó el SAPF, o no?

—¡Yo apenas sí conocía el programa! —espetó Borst—. Vea usted, mi trabajo es supervisar a los programadores. Por tanto yo no podría ser tan eficiente en mover fondos por ahí como usted cree. ¡Juro que no tuve idea de cómo el dinero entró en nuestras cuentas!

—¡Cállate, Borst! —exclamó Bentley mientras le salía baba de los labios—. ¡Cuidado con lo que hablas, estúpido!

—Pero usted sabía del dinero —continuó Kent haciendo caso omiso al presidente—. Y también sabía del dinero en la cuenta de Cabeza de Tomate, lo cual significa que él también estaba al tanto. Pero volvamos a eso. Quiero ir tras esta línea de estupidez que ustedes me están trasmitiendo acerca del SAPF.

Movió un dedo hacia ellos.

—¿No aceptaron ustedes dos el reconocimiento por el desarrollo del programa? ¿No firmaron ustedes una declaración jurada en que reclamaban la principal responsabilidad por la concepción e implementación del sistema? Quiero decir, la última vez que revisé, se estaba dirigiendo hacia ustedes mucho dinero como resultado del programa de bonificación del banco. ¿Me están diciendo que allí también hubo algún tejemaneje? ¿Por qué no contesta eso, Bentley?

El presidente miró como si en realidad tuviera una soga atada y bien asegurada al cuello.

—Por supuesto que firmé una declaración juramentada afirmando que yo era el principal responsable por el desarrollo del sistema. Y lo era. Borst también era responsable. Usted simplemente lo ha atado a él a este espectáculo circense que está presentando. Por tanto, ¿qué tenemos que ver nosotros con sus verdaderas preocupaciones, Bob? ¿Qué exactamente está sugiriendo que hicimos o no hicimos?

—Ah, santo cielo. Al fin él muestra algo de inteligencia. ¿Lo oyó, Borst? ¿No le dio eso una impresión bastante agradable? Le diré lo que estoy sugiriendo. Estoy insinuando que usted y Borst aquí están ocultando algunas cosas. En primer lugar, se han efectuado transferencias de fondos de modo ilegal, depositando hábilmente varios miles de dólares en cada una de sus cuentas, y no me trago la aseveración de Borst de que él no tenía idea de dónde vino ese dinero. Nadie podría ser tan idiota. Por tanto creo que estoy sugiriendo, Sr. Price Bentley, que usted fue agarrado con las manos en la masa. Para empezar, así es.

—Y yo le diré que esa es la insinuación más ridícula que he oído alguna vez. Usted entra aquí y lanza estas absurdas acusaciones de fraude. ¿Cómo se atreve?

Kent miró hacia abajo a Bentley por diez segundos completos. Se volvió a su antiguo jefe.

—Borst, ¿quiere usted decirle aquí al Sr. Bentley que me está empezando a crispar los nervios? Dígale que ya tengo bastante evidencia firme para meterlo en la cárcel por algunos años, y que si no se echa atrás, yo simplemente hago eso. Además dígale que se calme. En realidad él se está pareciendo más y más a un tomate, y temo que yo vaya allí y lo muerda por equivocación. Adelante, dígale.

Borst parpadeó. Era obvio que él estaba totalmente fuera de posición aquí.

—Vamos, Price. Cálmate, amigo.

Bentley resopló, pero no atacó.

—Bien —expresó Kent dirigiéndose otra vez al presidente—. Ahora, le diré qué, Bentley. En realidad no recorrí todo el camino desde el Lejano Oriente para encadenarles las muñecas por un par de cientos de miles de dólares. Si ese fuera el caso, aquí estaría la seguridad local, no yo. No señor. Estoy tras peces más grandes. Pero ahora usted ha herido mis sentimientos con esta cháchara suya, y ya no estoy seguro de querer hacerlo partícipe de mi pequeño secreto. Estoy tentado a salir de aquí y presentar un informe que le clavará el pellejo a la pared. Y tenga la seguridad que también puedo hacer eso.

Taladró a Borst con una mirada y volvió a dirigirse a Bentley.

—Pero le diré lo que sí estoy dispuesto a hacer. Estoy dispuesto a pasar por alto los pequeños depósitos y a decirles que lo que en realidad necesito de ustedes es que pidan perdón por su desagradable actitud. ¿Cómo se hace eso? Pongan las manos juntas como si estuvieran orando y díganme que lo sienten, y les perdonaré todo el lío. A los dos.

Ellos lo miraron con ojos desorbitados y bocas abiertas. Borst juntó las manos y miró a Bentley. El presidente parecía haberse quedado petrificado.

—Vamos, Price —susurró Borst.

La humillación del momento era realmente demasiado para el mismo Kent. Dos hombres adultos, suplicando perdón sin causa justa. Al menos ninguna que ellos supieran. No tenían nada que ver con esos pequeños depósitos. Sin embargo, Bentley no era idiota. Él no podía saber lo que «Bob» sabía.

Se necesitaron unos buenos treinta segundos de silencio antes de que Bentley juntara lentamente las manos como si estuviera orando e inclinara la cabeza.

—Lo siento. Hablé apresuradamente.

—Sí. Yo también lo siento —repitió Borst.

—Bueno, eso está mucho mejor —opinó Kent con una sonrisa—. Me siento mucho mejor. ¿No es verdad?

Era indudable que ellos estaban demasiado atiborrados de humillación para responder.

—Bien entonces. Y mantengan por favor esta actitud de contrición mientras yo esté presente. Ahora permítanme decirles por qué realmente estoy aquí. La semana pasada alguien robó al banco un millón de dólares a través de una serie de transacciones fantasmas. Transacciones parecidas en naturaleza a los depósitos hechos a sus cuentas. Y con toda franqueza, estoy bastante convencido que ustedes lo hicieron. Creo que ustedes dos tienen un montón de dinero escondido en alguna parte y que han usado algunas variaciones del SAPF para hacerlo.

Los rostros de ellos palidecieron al mismo tiempo, lentamente, a medida que la sangre se les vaciaba poco a poco. Quedaron boquiabiertos.

—Bueno, sé lo que están pensando —siguió hablando Kent antes de que ellos reaccionaran—. Están pensando que no hace ni dos minutos acabo de decirles algo distinto. Están pensando que acabo de prometer olvidarme del asunto si hacían esa ridícula petición de perdón. Y tienen absolutamente toda la razón. Pero yo estaba mintiendo. Ustedes dos son con mucho los embusteros, ¿verdad? En realidad debieron haber visto venir esto.

Se quedaron tiesos como la madera, totalmente impresionados. Kent afirmó la mandíbula y los miró.

—En alguna parte en los más profundos rediles del espacio cibernético hay oculta una enorme cantidad de dinero, y les garantizo que lo voy a encontrar, y que cuando lo haga hallaré las mugrientas huellas digitales de ustedes por todas partes. Pueden apostar en eso sus próximos veinte años. Imagino que tardaré un par de semanas. Mientras tanto, les daré un número en caso de que se les mejore la memoria y de repente quieran hablar con sensatez.

Pasó frente a ellos en dirección a la puerta y se volvió. Borst estaba moviendo los labios en aterrada protesta silenciosa. La cabeza de Bentley se había vuelto a hinchar como un tomate.

—Hasta entonces, mis regordetes amigos —se despidió Kent con una inclinación de cabeza—. Y no me importa decirles que esa petición de perdón fue un momento especial para mí. La recordaré por siempre.

Con eso Kent cerró la puerta detrás de él y salió, casi sin poder contenerse. Se puso los anteojos de sol estando aún en el vestíbulo, asintiendo con la cabeza a Sidney Beech al pasar. Luego atravesó las puertas giratorias y se metió en Broadway.

Cielos, eso se había sentido bien. Hora de un trago.