A pesar de su necesidad de aclarar la mente, Kent se apresuró con dos bebidas fuertes antes de la llamada de las ocho en punto. Es más, no tendría que rechinar los dientes contra el auricular, y los nervios se le habían tensado a medida que se acercaba la hora.
La oscuridad había caído sobre la isla. Desde el muelle del chalet el mar se veía negro, dividido por un largo rayo blanco irradiado por el brillo de la luna. Una salpicadura de luces titilaba a lo largo de la ladera a cada lado. Era difícil imaginar que al otro lado de ese mar el sol ya se había levantado sobre una animada ciudad llamada Tokio. Kent había visto fotos del enorme edificio cromado en donde se encontraban las oficinas centrales del Niponbank, justo en medio de la parte de mayor movimiento de la ciudad, pero ahora difícilmente podía imaginarse la atestada escena. El tranquilo paisaje ante él lo había metido en un estado de confusión; o quizás las bebidas habían hecho eso.
Un pequeño timbre sonó detrás de él, y Kent se sobresaltó. Era hora. Tomó el teléfono inalámbrico de la mesa y se quedó mirando los botones. El corazón le retumbaba como un tam-tam en los oídos. Por primera vez en un mes estaba a punto de exponerse. ¿Para qué?
Kent aclaró la garganta y habló con voz áspera, la voz que había resuelto que sería suya para que le completara el disfraz.
—Hola, soy Bob.
Demasiado alto. Lo había ensayado mil veces.
—Hola, soy Bob.
Date prisa, amigo.
Pulsó rápidamente los números.
—Gracias por llamar a Niponbank —contestó una voz electrónica—. Por favor, presione uno si desea ser atendido en japonés. Presione dos por favor si desea ser atendido en inglés.
Por favor, presione tres si usted está llamando para entregarse por un gran robo.
Kent tragó saliva y presionó dos.
Tardó diez minutos en localizar al individuo adecuado. Al Sr. Hiroshito… el único ejecutivo bancario que Kent sabía que lo podría llevar rápidamente a los verdaderos traficantes del poder que se hallaban en la cumbre. Conocía a Hiroshito porque el hombre de alto nivel había visitado Denver una vez, y el banco había pasado un día danzando alrededor de él como cuervos alrededor de una presa recién muerta en carretera.
—Hiroshito —expresó el tipo como si su nombre fuera una orden de atacar.
Enfríate, mi amigo.
—Sr. Hiroshito, usted no me conoce, pero debería. Soy…
—Lo siento. Debieron haberlo conectado erróneamente. Lo comunicaré con la operadora.
—Su banco ha perdido un millón de dólares, ¿verdad que sí? —expuso Kent rápidamente antes de que el hombre pudiera transferirlo a otra línea.
El teléfono se atiborró con el suave silbido de estática distante. Kent no estaba seguro si el hombre lo había transferido.
—Aló.
—¿Quién es usted?
—Soy la persona que les puede ayudar a recuperar el millón de dólares que se perdió ayer de sus libros de contabilidad. Y por favor, no trate de rastrear esta llamada telefónica… descubrirá que es imposible. ¿Tengo su atención?
Hiroshito estaba susurrando órdenes en japonés detrás de un auricular tapado.
—Sí —respondió—. ¿Quién es usted? ¿Cómo sabe de este asunto?
—Mi profesión es saber de estos asuntos, señor. Bueno, le delinearé esto tan rápido y tan claro como sea posible. Lo mejor sería que grabara mis palabras. ¿Tiene grabadora?
—Sí. Pero debo saber quién es usted. Seguramente no puede esperar…
—Si usted decide aceptar mis condiciones, me conocerá bastante pronto, Sr. Hiroshito. Le puedo prometer eso. ¿Está grabando?
Se hizo una pausa.
—Sí.
Aquí no pasa nada. Kent respiró hondo.
—Ayer robaron un millón de dólares del libro principal de contabilidad de Niponbank, pero ustedes ya saben esto. Lo que no saben es cómo lo sé yo. Lo sé porque cierta persona dentro de su propio banco, quien permanecerá anónima, me pasó el dato. Esto relativamente no tiene importancia. Sin embargo, lo que sí es importante es el hecho de que me las arreglé para entrar a su sistema y verificar el saldo perdido. También pude rastrear la primera etapa de la transacción en curso. Y creo que podré sacar a la luz el robo en su totalidad.
»Bueno, antes de que usted pregunte, paso a decirle lo que va a preguntar. ¿Quién diablos soy para creer que puedo rastrear lo que los expertos en su propio banco no pueden averiguar? Soy un número: 24356758. Escríbalo por favor. Es donde ustedes enviarán una transferencia por mis honorarios si tengo éxito en desenmascarar al ladrón y devolverles el dinero. Estoy seguro que ustedes lo agradecerán. Debo proteger mi verdadera identidad, pero por comodidad ustedes pueden usar un nombre ficticio. Digamos, Bob. Me pueden llamar Bob. De ahora en adelante soy Bob. Les puedo asegurar que Bob es muy competente en manipular datos electrónicos. Sin duda uno de los mejores del mundo. Ustedes no han oído de él solo porque siempre ha insistido en trabajar en total anonimato. Es más, como ustedes verán, él depende de eso. Pero no hay un hombre mejor capacitado para rastrear el dinero de ustedes; eso se los puedo asegurar con absoluta confianza. ¿Me he hecho entender hasta aquí?
—Sss… sí —titubeó Hiroshito, quien evidentemente no esperaba la súbita pregunta.
—Pues bien. Aquí entonces están las condiciones de Bob. Ustedes le darán acceso ilimitado a cualquier banco que él considere necesario para la investigación que realizará. Él hará dos cosas: recuperará el dinero y descubrirá el medio por el cual el delincuente se lo llevó. Es obvio que ustedes tienen una fisura en el sistema, mis queridos amigos. Él no solamente les devolverá el dinero sino que cerrará esa fisura. Sí, y solo si tiene éxito, ustedes transferirán honorarios por recuperación de 25% a la cuenta en las islas Caimán que ya les enumeré: 24356758. Harán el giro del dinero una hora después de que recuperen lo suyo. Además, si él tiene éxito, ustedes le darán inmunidad respecto de cualquier acusación relacionada con este caso. Estas son las condiciones de él. Si las aceptan, les puedo asegurar que les recuperará el dinero. Tienen exactamente doce horas para tomar su decisión. Los llamaré para saber qué han decidido. ¿Me he hecho entender?
—Sí. ¿Y cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar seguros que usted es sincero, Sr… eh… Bob?
—No pueden. Y una vez que hayan tenido tiempo de pensarlo verán que esto no importa. Si no logro tener éxito, ustedes no pagarán nada. Pero deben preguntarse cómo sé lo que sé. Nadie conoce el funcionamiento de las altas finanzas electrónicas como yo, Sr. Hiroshito. Sencillamente soy el mejor. Lleve por favor este mensaje inmediatamente a sus superiores.
—¿Y cómo sé…?
—Usted ya sabe suficiente —interrumpió Kent—. Hágale oír la grabación al hombre principal. Él aceptará mis condiciones. Buen día.
Kent le cortó la comunicación a un balbuceante Hiroshito y exhaló lentamente. Las manos le temblaban, y las empuñó. Vaya, ¡eso lo hizo sentir bien! Bebió un largo trago del vaso, lo depositó con fuerza en la mesa, y bombeó un puño en victoria.
—¡Sí!
Por supuesto que no había habido victoria. Aún no. Pero era el hecho. El plan. La emoción de la caza, como decían. Dentro de una hora todo el grupo de esnobistas esos sospecharía al menos que allí existía un hombre con grandes habilidades electrónicas para entrar muy campante al sistema de ellos y hacer lo que le diera la gana. Un lunático que se hacía llamar Bob. ¡Pues en eso había poder! No solo ser capaz de hacerlo sino reposar sabiendo que otros creían que él podía hacerlo.
Kent fue hasta el baño con piernas temblorosas. En doce horas tendría la respuesta. ¿Y si ellos decían no? Si decían no, él muy bien podría entrar allí y tomar otro millón. Entonces los volvería a llamar y les diría que podrían reconsiderar el asunto. ¡Ja!
De veras que sí. ¡Pues en eso había poder!
Kent asistió a la fiesta de Doug en el Marlin Mate más tarde esa misma noche al no tener alternativas atractivas. En realidad, pensar en hallarse en un balanceante barco con veinte personas era en sí poco atractivo. No importaba que hubiera «tipas». Tipas medio desnudas además. No importaba que hubiera bebidas. Todo más bien parecía deprimente ahora. Pero quedarse solo en casa tamborileando los dedos sobre la mesa parecía aun menos atractivo, así que llevó el Jeep hasta el atracadero y abordó el balanceante barco.
El australiano sabía cómo hacer una fiesta. Además de capitanear, esa era quizás la única habilidad que había llegado a dominar. Como lo prometiera, una docena de chicas oliendo a aceite de coco se deslizaron por las dobles cubiertas. En algún momento Doug debió haber dejado saber que el rubio sentado calladamente en la cubierta estaba forrado de billetes, porque las mujeres comenzaron a dar vueltas alrededor de Kent guiñándole los ojos y haciendo pucheros.
Durante la primera hora Kent disfrutó algo la atención que recibió. Sin embargo, cerca de la medianoche le volvió a aparecer un pensamiento. No se sentía atraído por esas bellezas en traje de baño. Quizás la bebida se le había metido con la libido. Tal vez sencillamente el recuerdo de Gloria estaba muy fresco. Darse cuenta de esto le cayó encima como una cobija húmeda.
Para cuando volvió a subir hacia la colina a las dos de la mañana, la bebida le había robado la habilidad de considerar más el asunto. Esta era la última vez que disfrutaría con Doug y sus tipas.
Cuando Kent se volvió a unir a la tierra de los conscientes fue ante un incesante pitido que le sonaba en el oído. Un silbato sonaba por el callejón. Se dio la vuelta, excepto que no podía girar en absoluto porque del cadáver del Sr. Brinkley le colgaba de los hombros, nalgas arriba y gris a la luz de la luna. Casi se vuelca al tratar de girar con ese peso.
¡Tuuuu, tuuuu, tuuuu!
El corazón le golpeaba insistentemente como un tambor ante el penetrante timbre. Lo habían encontrado. Una figura salida de las sombras corrió hacia él, extendiéndole la mano de manera acusatoria, haciendo sonar su silbido.
¡Habían agarrado a él y al Sr. Brinkley con los pantalones abajo detrás del banco! Al menos el Sr. Brinkley los tenía. El resto de esta insensatez de comprar un chalet y navegar en su yate había sido un sueño. ¡Aún estaba en el banco!
Entonces de las sombras emergió el rostro de quien hacía sonar el silbato, y el corazón de Kent le palpitó con fuerza dentro de la garganta. ¡Era el vagabundo! Y no era con un silbato de lata de dos dólares con que tocaba la alarma sino con esa larga lengua, sacándola y doblándola como un carrizo de bambú.
Kent se sobresaltó, húmedo por el sudor, respirando entrecortadamente.
¡Tuuuu, tuuuu, tuuuu!
Estiró la mano y golpeó la alarma al lado de la cama.
¡Las ocho! Saltó de la cama y se salpicó agua fría en el rostro. Hiroshito y compañía estaban esperando al teléfono… al menos esperó que fueran ellos. Listos a aceptar el trato. Y si no, él seguiría adelante y les haría temblar un poco el mundo. Parecía su propia llamada para despertar. ¡Tuuuu, tuuuu! ¡Tal vez la próxima vez agarraría cinco millones! Eso los aplastaría. Por supuesto que debería devolverlos todos… esto no era como agarrar veinte centavos no rastreables de millones de confiados donantes; era simple y craso robo. Estarían arrastrándose sobre esto como hormigas sobre miel. Y finalmente encontrarían el enlace. Por eso él tenía que agarrar el teléfono y llegar a un acuerdo para localizarles el dinero a la manera de él antes de que ellos lo encontraran a la manera de ellos. Kent al rescate.
Levantó el teléfono y marcó el número. Esta vez pasaron menos de seis segundos antes de que la aguda voz del Sr. Hiroshito le resonara al oído.
—Aló.
—Sr. Hiroshito. Soy Bob. ¿Me recuerda?
—Sí. Tengo aquí a alguien que le gustaría hablarle.
—Desde luego —contestó Kent sentándose en la silla de la terraza frente al mar azul verdoso.
—¿Bob? —sonó otra voz en el teléfono, esta era sagaz como la de un agiotista, y definitivamente caucásica—. ¿Está usted allí, Bob?
—Sí —respondió Kent, pensando en que el tono del hombre le había recordado a un jefe que sonreía con complicidad en alguna película de gángsteres.
—Muy bien, Bob. No sé quién es usted, y francamente no me importa. Pero usted sabe quiénes somos, y debería saber que no tratamos con extorsionistas y chantajistas. Por eso simplemente deje las payasadas y háblenos directamente y no con jueguitos infantiles, ¿de acuerdo, compañero?
Kent apretó los dientes, inundado con una repentina urgencia de lanzar el teléfono por sobre la barandilla. Quizás debería volar a Tokio y pegarle una cachetada al Sr. Cheese Whiz. Cruzó las piernas y respiró pausadamente.
—Lo siento, Sr…
—Llámeme Frank —contestó el hombre después de una pausa.
—Lo siento, Frank, pero usted está totalmente equivocado. Pido disculpas por la confusión. Usted debe haber estado fuera del salón cuando echaron a andar la cinta. Nadie tan brillante como parece que usted es tendría el aplomo de amenazar a un hombre en mi posición. Escuche la cinta, Frankie. Volveré a llamar en diez minutos.
Kent colgó. El pecho se le sacudía con fuertes latidos. ¿Qué estaba haciendo? Era obvio que Frank ya había escuchado la cinta… por eso había usado la palabra extorsión. Porque francamente, al analizar a fondo la situación, esta era muy parecida a extorsionar por secuestro. Él les había secuestrado el sistema, y ellos lo sabían. Y lo que él realmente estaba proponiendo era que daría vuelta la llave al sistema de ellos (que sería ROOSTER) a cambio de inmunidad. Eso y $250.000.
Kent se fue a la cocina y se sirvió un trago, un tequila al alba sin el cítrico y el hielo. Cuervo Gold clásico. Si alguna vez había habido un momento en que necesitara un trago, ese era ahora.
Cuando llamó diez minutos más tarde lo comunicaron directamente.
—¿Bob? —preguntó Frank, y no parecía muy amigable.
—¿Escuchó la cinta, Frank?
—¡Por supuesto que la escuché! —gritó el otro hombre—. Ahora escúcheme usted…
—No, ¡escúcheme usted, vinagreta! Si piensa por un minuto que no puedo hacer lo que aseguro, entonces simplemente rechace mis condiciones. No me salga con todas estas tonterías. O me contratan por veinticinco por ciento de costos de recuperación e inmunidad, o no. ¿Es esto tan difícil de entender?
—¿Y cómo sabremos que no fue usted en primera instancia quien se robó el dinero?
—Para nada es una mala idea, Frankie. Excepto que no se trata de una recompensa. O tal vez usted no escuchó toda la cinta. He concordado en entregarles a los perpetradores, y ese no seré yo. Más importante, el pago que ustedes hagan de estos honorarios de recuperación está supeditado a que yo cierre la brecha de seguridad por la cual ellos pudieron obtener acceso al millón de dólares. Es obvio que ustedes tienen una brecha abierta en alguna parte en su sistema. Esta vez fue un millón. ¿Quién asegura que no serán diez millones la próxima vez?
—No estoy seguro si tomar esto como una amenaza o como una advertencia, Bob.
—Tómelo como una advertencia. No sea tonto, Frankie. No soy su ladrón. Piense en mí como su policía cibernético. No soy barato, lo reconozco, pero cobro solamente si recupero el dinero. Tenemos un trato, ¿o no? Tengo otros clientes esperando.
El teléfono silbó por unos prolongados segundos. Ellos estaban hablando, y Kent dejó que lo hicieran.
Cuando volvió a oír una voz, era la de Hiroshito.
—Aceptaremos sus condiciones, Sr… Bob. Tiene dos semanas para encontrar la brecha de seguridad y recuperar nuestro dinero. ¿Hay algo que usted necesite de nosotros en este momento?
—No. Me contactaré con ustedes el lunes en la mañana con una lista de bancos a los cuales necesito libre acceso. Hasta entonces, descansen bien, amigos míos, han decidido sabiamente.
—Espero que así sea, Bob. Esto es más que extraño.
—Ya no vivimos en un mundo de ladrones de diligencia armados con revólveres Winchester, Sr. Hiroshito. Ahora nos tenemos que preocupar del teclado.
El teléfono se le quedó en silencio en la mano, y Kent se preguntó si el ejecutivo del banco japonés captó algún significado de la comparación.
—Adiós.
—Adiós.
Kent puso el teléfono sobre la mesa y respiró hondo. ¡Lo había logrado! Vaya, tal vez una vida de crimen no fuera tan mala. ¡Manos arriba, bebé!
Por supuesto que no le daría al Sr. Hiroshito una lista de bancos a los cuales él necesitaba acceso, porque no tenía intenciones de visitar una lista de bancos. Haría una parada, y solo una parada. Y ese banco estaba situado en Denver, Colorado.
El lunes volvería a entrar pisando fuerte a sus terrenos. De vuelta a la Calle de los Estúpidos. Entonces la audacia del plan zarandeó a Kent mientras miraba abajo el chapaleo de las olas. ¡Esto era una locura! En realidad, aterrador. Como un asesino que vuelve a la escena del crimen solo para ver si los policías han hallado algo.
«¡Hola muchachos! ¡Soy yo! ¿Qué les parece? Muy ingenioso, ¿eh?»
Kent se levantó vacilante y se dirigió al mesón de la cocina para agarrar la botella. Esto merecía otro trago. No había manera de que volviera a la Calle de los Estúpidos completamente sobrio.