Jueves
Markus Borst corrió por el banco, vociferando, resoplando y sin importarle quién lo veía en el estado de terror que obviamente le irradiaba el rostro como alguna clase de rojo bombillo navideño brillante.
No estaba acostumbrado a correr, y a mitad de camino por el vestíbulo pensó en que debía parecer una locomotora traqueteando con sus cortas piernas bombeando desde las caderas y los brazos agitándosele en pequeños movimientos circulares. Pero la gravedad de la situación le sacó la idea de la mente antes de que tuviera tiempo de hallar compostura. Una docena de ojos lo miraron, y él les hizo caso omiso. ¿Y si Price no estaba en su oficina? ¡Que el cielo le ayude! ¡Que el cielo le ayude!
Al dar la vuelta a la esquina que llevaba a la oficina de Price Bentley encontró a Mary, quien saltó con un grito.
—¡Oh! —exclamó ella mientras una hoja de papel le salió volando de las manos al dar un paso atrás—. ¡Sr. Borst!
—¡Ahora no! —exclamó él.
Markus pasó a toda prisa a Mary y entró de sopetón en la oficina del presidente de la sucursal del banco sin molestarse en tocar a la puerta. Había un tiempo para tocar y un tiempo para no tocar, y ahora se trataba de lo último si alguna vez hubiera tiempo para ello.
Price Bentley estaba sentado detrás del enorme escritorio de cerezo, la cabeza calva le brillaba colorada debajo de los tubos fluorescentes en el techo. Los ojos se le desorbitaron del impacto, y salió hasta la mitad de la silla antes de que los muslos se le chocaran con el borde inferior del escritorio, echándolo otra vez hacia atrás en su silla negra de cuero. Al instante se agarró las piernas e hizo un gesto de dolor.
Bentley maldijo.
—¿Qué demonios estás haciendo, Markus? ¡Hombre, eso ofende! —exclamó, abriendo y cerrando rápidamente los ojos ante Borst—. Cierra la puerta, estúpido. ¡Y endereza eso que tienes en la cabeza! ¡Te ves ridículo!
Borst apenas lo oyó. De manera instintiva cerró la puerta.
—¡El dinero ha desaparecido!
—¿Qué? Baja la voz y siéntate, Markus. Se te ha movido la peluca, amigo. Arréglatela.
Borst se llevó rápidamente la mano a la cabeza y palpó el peluquín. La mitad de este se le había resbalado sobre la oreja derecha. Por la mente le resplandeció una imagen de ese tren traqueteando y avanzando por el vestíbulo con el postizo deslizándosele por la mejilla. Tal vez por eso se había asustado Mary. Un bochorno de vergüenza le enrojeció la cara. Se quitó la cosa esa y se lo metió en el bolsillo del saco.
—Tenemos un problema —notificó, aún respirando con dificultad.
—Bueno. Por qué mientras lo tienes no corres por el vestíbulo haciendo sonar una sirena. Siéntate y cálmate.
Borst se sentó en el borde de la silla totalmente tapizada, frente a Bentley.
—Ahora, empecemos desde el principio.
El presidente de la sucursal se estaba haciendo el bonachón, y a Borst le molestó el tono. Después de todo, fue él quien en primera instancia le comunicó toda la idea a Bentley. Nunca había tenido las agallas de lanzarle al rostro del hombre algo de su propia medicina, pero sin duda a veces tenía deseos de hacerlo.
—El dinero ha desaparecido —anunció con voz temblorosa—. Hace unos minutos entré a mi cuenta personal, y alguien ha borrado todos los depósitos. ¡Estoy sobregirado en treinta mil dólares!
—Debió haber habido una equivocación. No tienes que derrumbarte por una confusión contable.
—No, Price. No creo que estés entendiendo. Esto no se trata de un simple…
—Mira, estúpido. Todo el tiempo ocurren equivocaciones. No puedo creer que irrumpas aquí anunciando tu estupidez a todo el mundo solo porque alguien puso un decimal en el lugar equivocado.
—Te lo estoy diciendo, Price. Esto no es…
—¡No me digas lo que es! —gritó Bentley—. Este es mi banco, ¿de acuerdo? Bueno, cuando sea tu banco me podrás decir lo que es. Y deja de llamarme Price. Muéstrame algo de respeto, ¡por amor de Dios!
Borst sintió que las palabras le zarandeaban los oídos como si hubieran salido de la explosión de un horno. Muy profundo en la mente, donde se encogía de miedo el hombre en él, se encendió un interruptor y sintió que la sangre caliente le ruborizaba la cara.
—¡Cállate, Price! Solo calla y escucha. Eres un insolente descerebrado y acalorado, y no estás oyendo. ¡Así que solo cállate y escucha!
El presidente se echó hacia atrás en la silla, los ojos se le salían de las órbitas como escarabajos. Pero no habló, posiblemente por el impacto ante las acusaciones de Borst.
—Bueno, sea que te guste o no, sin importar de quién sea o no este banco, tenemos un problema —declaró Borst, y tragó saliva; tal vez había ido demasiado lejos con ese ataque; se echó un poco hacia atrás y continuó—. No se trata de una simple equivocación contable. Ya he realizado las investigaciones. El dinero no se ha depositado incorrectamente. Ha desaparecido. Todo. Incluyendo los pequeños depósitos. Los que…
—Yo sé cuáles. Además, me vuelves a hablar de esa manera, y habremos terminado —expresó el presidente mirándolo sin parpadear—. Con unas cuantas llamadas telefónicas te puedo hacer lo que le hicimos a Anthony. Más te vale que recuerdes eso.
Las orejas de Borst ardieron ante la insinuación, pero el hombre tenía razón. Y no había nada que él pudiera hacer al respecto.
—Te pido perdón. Eso estuvo fuera de lugar.
Evidentemente satisfecho de que Borst hubiera recibido la adecuada reprensión, Bentley se volvió hacia su propio terminal y pulsó algunas teclas. Entrecerró los ojos por un momento y luego se quedó paralizado. Una línea de sudor le brotó de la frente, y la respiración pareció entrecortársele.
—Ves —indicó Borst—. Ha desparecido.
—Esta no es tu cuenta, idiota —cuestionó el presidente tragando grueso con parsimonia—. Es la mía. Y también está sobregirada.
—¡Ves! —exclamó Borst deslizándose hasta el frente de la silla—. Bueno, ¿qué posibilidades hay de eso? ¡Han limpiado nuestras dos cuentas! ¡Alguien descubrió los depósitos y nos está tendiendo una trampa!
—¡Tonterías! —profirió Bentley volviendo a mirar a Borst.
Agachó la cabeza, y se agarró las sienes. Se puso de pie y caminó hasta la ventana, frotándose la mandíbula.
—¿Qué crees?
—Cállate. Déjame pensar. Te dije que era mala idea conservar esos pequeños depósitos.
—¿Y quién dice que los hemos conservado? Ha pasado menos de un mes. Fueron colocados allí sin que lo supiéramos; íbamos a reportarlos, ¿correcto? Eso no garantizaría esto —advirtió Borst.
—Tienes razón. E hiciste una investigación completa, ¿verdad? ¿No hay rastro de a dónde fueron?
—Ninguno. Te lo estoy diciendo, ¡alguien los agarró!
Bentley se dejó caer en la silla. Los dedos le volaron por sobre el teclado. Se encendieron menús y desaparecieron, reemplazándose por otros.
—No encontrarás nada. Yo ya busqué —enunció Borst.
—Sí, bueno ahora yo estoy buscando —se rebeló Bentley, sin inmutarse.
—Por supuesto. Pero te lo estoy diciendo, aquí hay algo malo. Y sabes que no podemos simplemente reportarlo. Si hay una investigación descubrirán el otro dinero. No se verá bien, Price.
—Te dije que no me llamaras Price.
—¡Vamos! Aquí nos han quitado unos cuantos cientos de miles de dólares a cada uno, ¿y estás riñendo por cómo te llamo?
Bentley había terminado sus investigaciones.
—Tienes razón. Ha desaparecido —reconoció dando un manotazo sobre el escritorio—. ¡Eso es imposible! ¿Cómo es posible eso, eh? Dime, Sr. Sabio Computarizado. ¿Cómo es que alguien entra a una cuenta y la barre?
Un zumbido hizo erupción en la base del cerebro de Borst.
—Necesitarías un programa muy poderoso —anunció, poniéndose tenso en la silla—. El SAPF podría hacerlo, quizás.
—¿El SAPF? El SAPF dejaría un rastro tan ancho como la Interestatal 70.
—No necesariamente. No si conoces el código correcto.
—¿Qué estás diciendo?
—No estoy seguro. Ni siquiera estoy seguro cómo se podría hacer esto. Pero si hay una manera sería por medio de una alteración del código mismo.
—Sí, bueno, esa no es una buena noticia, Borst. ¿Y sabes por qué no es buena noticia? Te diré la razón. Porque tú, mi querido amigo, ¡estás encargado de ese código! Eres el brillante que estructuró este asunto, ¿correcto? Ahora, o te robaste tú mismo, y me robaste a mí, o alguien más está usando tu programa para robarte sin que te des cuenta.
—¡No seas ridículo! Esos diablillos allí no tendrían las agallas, mucho menos la experiencia para hacer algo como esto. Y yo seguramente no me metería con mi propia cuenta.
—Bueno, alguien lo hizo. Y más te vale que encuentres a ese alguien o no te irá nada bien. ¿Me entiendes?
Borst levantó la mirada hacia el presidente, impactado por la sugerencia.
—Bueno, si no me va bien, puedes apostar que a ti tampoco te irá bien.
—Y allí, mi querido y bien emplumado amigo, es donde te equivocas —advirtió Bentley presionando el escritorio con el dedo, y produciendo un sonidito aplastante cada vez que lo hacía—. Si esto se viene abajo, tú soportarás la caída, toda la caída, y nada más que la caída. Y no pienses por un solo minuto que no lo puedo hacer.
—Lo negaremos —respondió Borst, desestimando las amenazas de Bentley.
—¿Negar qué?
—Negamos saber algo en absoluto acerca de nuestras cuentas. Hacemos caso omiso de todo esto y nos levantamos cuando surja la primera señal de problemas.
—Y como dijiste, si realizan una investigación podríamos tener dificultades en contestarles las preguntas.
—Sí, pero al menos solo es un si condicional. ¿Tienes una sugerencia mejor?
—Sí. Sugiero que localices a este imbécil y le metas una bala en el cerebro.
Se miraron entre sí por un total de treinta segundos, y lenta, muy lentamente, se estableció en los dos la magnitud de lo que podrían estar enfrentando. La valentía se les fue de la mente, y fue reemplazada por la desesperación. Este no era un problema que necesariamente desaparecería pulsando un botón.
Cuando Borst salió del salón treinta minutos después tenía la cabeza calva y el rostro blanco. Pero esto ahora le preocupaba poco. Era la presión del cerebro lo que le hacía tragar saliva a cada instante mientras volvía a su oficina. Y nada, absolutamente nada, se le ocurría que pareciera soltar el torno que ahora le aprisionaba la mente.
Kent despertó a media mañana y salió caminando pesadamente hacia el muelle, sintiendo un poco de dolor de cabeza. Entrecerró los ojos ante el brillante cielo azul y se frotó las sienes. El viento era llevado por el distante ruido del océano, pero por lo demás en el aire se cernía un pesado silencio. Ni una voz, ni un ave, ni un motor, ni un solo sonido de vida. Entonces oyó el ruido sordo de un martillo golpeando alguna estructura de madera en alguna casa nueva por allá abajo. Y con ese ruido se le volvió a abrir el vacío en el pecho de Kent. Un aleccionador recuerdo de que estaba solo en el mundo.
Miró el reloj, de repente alerta. Diez de la mañana del viernes. Los labios se le retorcieron en una tenue sonrisa. Para ahora Borst y Bentley deberían haber descubierto el truquito de la desaparición. Ahora lo verán; ahora no lo verán. Se imaginó que en este momento ellos estarían sudando sobre sus escritorios. Lo que no sabían es que el truco apenas estaba comenzando. Acto uno. Damas y caballeros, abróchense los cinturones. Esto les hará estremecer hasta la ropa interior. O quizás hasta se las haga desaparecer sin que se den cuenta.
Tragó grueso y pensó en mezclarse un trago. Mientras tanto, él era rico, por supuesto. No debía olvidarlo. ¿Cuántas personas les darían a sus hijos lo que él tenía ahora? Le saltó a la mente una imagen de Spencer encima del monopatín rojo. Sí, le caería bien un trago.
Kent se mezcló una bebida y deambuló por el muelle. La brisa le trajo el suave sonido de olas precipitándose por la playa. Tenía que quemar diez horas antes de hacer la llamada. Esta vez no podía andar por ahí en un sopor etílico. No con esa conversación que vendría esta noche. Debía permanecer lúcido. Entonces tal vez debería aclarar la mente allí sobre las olas.
Una hora después estaba en el embarcadero, observando la larga fila de embarcaciones, preguntándose cuánto dinero producirían. Un pequeño frío de emoción le recorrió el estómago.
—¡A un lado allí, compañero! —sonó una voz con acento australiano.
Kent giró la cabeza y vio un marinero anciano empujando una carreta con provisiones por entre los tablones.
—Si se hace a un lado, hijo, me moveré más rápido que un pez espada en una línea —dijo sonriendo y dividiendo la hirsuta barba blanca que le cubría el rostro; años de sol habían convertido la piel del hombre en cuero, pero si los pantalones cortos y la camiseta sin mangas eran algún indicador, a él le importaba un comino.
—Lo siento —contestó Kent haciéndose a un lado para dejar pasar al hombre y entonces lo siguió por el embarcadero—. Discúlpeme.
—Aguarde un momento, hijo —manifestó el hombre con voz ronca y sin regresar a ver—. Estoy llevando un poco de carga, como usted puede ver. Estaré con usted en un momento. Sírvase usted mismo una cerveza.
Kent sonrió y siguió al hombre hasta un barco blanco cerca del final del embarcadero. Marlin Mate. Se trataba de un Aguas Tormentosas, la plaquita plateada en la proa lo decía. Tal vez de cinco metros de largo.
—¿Es suyo este barco? —quiso saber Kent.
—Usted no oye muy bien, ¿verdad? Aguarde un poco, compañero —objetó el marinero transportando la carreta por la plancha y entrando a la cabina, refunfuñando en voz baja.
Esta vez Kent perdió la sonrisa y se preguntó si la mente del viejo estaría perdida allá afuera en el mar. Sin duda podría recibir un poco de ajuste en el departamento de cortesía social.
—Ahora sí —expresó el hombre saliendo de la cabina—. No tuvo que esperar mucho, ¿verdad que no? Sí, este es mi barco. ¿En qué le puedo servir?
Los ojos azules del marinero brillaban con el mar.
—¿Cuánto podría costar algo como esto? —indagó Kent, mirando el barco de arriba a abajo.
—Más de lo que usted creería. Y no lo alquilo. Si usted quiere un viaje de un día, Paulie tiene…
—No estoy seguro de que usted esté contestando mi pregunta. En realidad fue bastante sencilla. ¿Cuánto me costaría un barco como este?
El hombre titubeó, obviamente trastornado por la enérgica respuesta.
—¿Qué le pasa a usted? ¿Pretende comprarlo? Aunque tuviera con qué pagarlo, no lo estoy vendiendo.
—¿Y qué le hace pensar que no tengo con qué pagarlo?
—Es costosito, compañero. He trabajado por él la mitad de mi vida, y aún tengo un saldo en el banco —dijo Cara de Cuero sonriendo, y quien había perdido dos de los dientes delanteros—. ¿Tiene usted quinientos mil dólares sueltos en el bolsillo?
—¿Quinientos, eh? —declaró Kent volviendo a analizar el barco; le pareció casi nuevo; si el australiano lo había tenido por tanto tiempo como manifestó, lo había cuidado bastante bien.
—No está a la venta.
—¿Cuánto quiere por él? —insistió Kent, girando para mirar al hombre, quien había aplanado los labios—. Pago en efectivo.
El marinero lo miró fijamente por un momento sin responder, quizás reflexionando en esas pequeñas notas bancarias.
—¿Quinientos cincuenta, entonces? —presionó Kent.
Los ojos de color azul claro de Cara de Cuero se abrieron de par en par. No dijo nada por todo un minuto. Luego se le extendió una sonrisa por el rostro.
—Setecientos mil dólares estadounidenses, y es todo suyo, compañero. Si está tan loco como para pagar esa cantidad de lana en efectivo, bueno, imagino que tendré que estar tan loco como para vendérselo.
—Le pagaré setecientos mil con una condición —respondió Kent—. Usted acepta tenerlo durante un año. Me enseña lo que se necesite y lo cuida cuando yo no esté por aquí.
—No soy camarero, compañero.
—Y no estoy buscando un camarero. Usted sencillamente me permite acompañarlo, aprender algunas cosas, y cuando yo no esté usted lleva el barco a donde quiera.
El viejo lo analizó ahora con ojos penetrantes, juzgando lo razonable de la oferta, supuso Kent.
—Muéstreme el efectivo, y yo le mostraré el barco. Si me gusta lo que veo y a usted le gusta lo que ve, hacemos el trato.
Kent regresó una hora después, maletín en mano. A Cara de Cuero, o Doug Oatridge como dijo llamarse, le gustó lo que vio. Kent solo quería salir al mar, sentir la brisa en el cabello, beber unas cuantas cervezas, distraerse durante unas cuantas horas. Deambular en el yate mientras Borst y Bentley se mordían las uñas hasta los nudillos.
Para el mediodía estaban navegando a veinte nudos, exactamente. Una sonrisa permanente se había fijado en el rostro de Doug mientras hacía flotar el susurrante motor por el agua marina. Pensando en el dinero en efectivo, sin duda. Se sentaron en sillas acolchonadas, comiendo sándwiches y bebiendo cerveza helada. El sol estaba a medio descenso cuando se toparon con el primer pez. Diez minutos después lanzaron un atún de metro y medio sobre la borda y lo metieron al tanque contenedor. Kent no tenía idea qué iban a hacer con tal criatura… tal vez cortarlo y freírlo en el asador, aunque a él nunca le había gustado el atún. Agarre un pez espada o un salmón, disimúlelo con caldo de gallina, y seguirá conservando el olorcito a pescado. Tres más de los primos del animal se le unieron en el tanque en la media hora siguiente, entonces dejaron de poner la carnada. Doug estaba hablando de cómo preparaban el atún en las escuelas, pero Kent pensaba en que los pescados solo se habían cansado del autosacrificio sin sentido.
Lo único que estropeó el día vino en el viaje de vuelta, cuando Kent cometió la equivocación de preguntarle a Doug cómo había llegado a poseer el barco en primera instancia. Era evidente que el viejo se había acostumbrado a Kent y se había relajado bajo la influencia del paquete de cervezas, entonces contó la historia. Dijo que se había casado dos veces, primero con Martha, quien lo había dejado por un jugador de básquetbol durante un cortejo playero en Sídney. Después con Sally, quien le había dado tres hijos y se había cansado de ellos después de diez años. Fue una herencia de cien mil dólares la que llevó a Doug y sus hijos a las islas, en busca de un barco con el cual empezar una nueva vida. Entonces había comprado el Marlin Mate. Dos de sus hijos habían dejado la isla durante el primer año, y se fueron a Estados Unidos a hacer sus vidas. El más joven, su pequeño Bobby, había caído al mar un año atrás durante una tormenta.
El anciano se volvió y miró el mar con ojos llorosos, habiendo descargado su historia como un plomo en la mente de Kent, quien de pronto sintió muy pesada la cerveza que tenía en la mano. Más allá de las salpicaduras que provocaba el agua, y que los mantenía despiertos, la tarde quedó silenciosa. Kent imaginó a un pequeño niño rodando por el embarcadero en un cochecito con ruedas, llamando a su papi. Se le hizo un nudo en la garganta.
Una hora después atracaron el barco, y Kent mostró en el procedimiento todo el interés que pudo. Estrechó la mano del viejo. ¿Quería volver a salir mañana? No, mañana no. ¿Podía entonces el viejo tomar mañana el barco? Sí, por supuesto. Haga lo que quiera, Doug. Le dio una palmadita al hombre en la espalda y sonrió. Es más, quédese con el ridículo barco, pensó, pero de inmediato refrenó la absurda idea.
—Eh, los compañeros y yo vamos a beber un poco esta noche. ¿Quisiera venir? Habrá tipas.
—¿Tipas?
—Muchachas, compañero —explicó Doug con una sonrisa desdentada—. Conejitas de playa en sus bikinis.
—Ah, sí, desde luego. Tipas. ¿Y dónde vamos a tener esta fiesta?
—Aquí en el barco. Pero no se preocupe, compañero. Al primero que vomite lo lanzamos por la borda.
—Bueno, eso es consolador —dedujo Kent sonriendo—. Tal vez. Veremos.