Capítulo treinta y dos

Tres mil kilómetros al noroeste esa misma tarde Lacy Cartwright vigilaba el horno y pasaba apuros por darle la vuelta a la enorme tortilla que había preparado en la sartén poco profunda. No tenía idea cómo iba a hacer para comerse la tremenda cosa, pero el aroma le estaba perpetrando un asalto total a los sentidos, y tragó saliva.

La mente le volvió a vagar hacia la fiesta a la que Jeff Duncan había insistido que asistiera. El asunto había sido demasiado elocuente. Ella había salido tras una hora de insensatez y había eludido una docena de preguntas al siguiente día laboral. Al final había sucumbido a una mentirilla blanca. Se había enfermado. Lo cual, después de todo, era cierto en asuntos del corazón. Porque estaba enferma por todo este asunto del robo. Ella sabía que Kent lo había hecho… lo sabía tanto como sabía que esa comadreja se encontraba sentada ahora mismo en alguna playa de alguna parte absorbiendo los rayos del sol.

Lacy apretó los dientes, apagó el horno, y dejó caer en un plato la tortilla de veinte centímetros. Si el idiota aún estaba vivo, viviendo con sus millones, ella lo odiaba por eso. Si estaba muerto, al haber intentado algo tan estúpido, ella lo odiaba aun más. ¿Cómo podía alguien ser tan insensible?

Lacy se sentó en el comedor del diario y partió la tortilla. Una semana atrás había tomado la decisión de acudir a las autoridades, aunque había prometido no hablar. Debía brindar al investigador principal la pequeña información que tenía. «Hey, amigos del FBI, ¿se les ocurrió alguna vez que quizás Kent Anthony fuera el verdadero ladrón?» Eso los pondría en una nueva pista. El problema era que ella no podía estar absolutamente segura, lo cual creía que la aliviaba de cualquier obligación. Así que muy bien podría decírselos; pero si lo hacía, se tomaría su tiempo.

Mientras tanto debía volver a una vida normal. La última vez que recordaba haberse sentido en alguna forma similar a esta fue después de que Kent cortara por primera vez la relación que tenían. Había caminado por los alrededores durante una semana con un vacío en el estómago, tratando de hacer caso omiso al nudo en la garganta, y al mismo tiempo se había sentido totalmente furiosa. Esta vez ya habían pasado tres semanas, y ese nudo se mantenía queriendo alojársele en la tráquea.

Ella lo había amado, pensó Lacy, y bajó el tenedor. Se había enamorado de veras de este hombre. Es más, para ser franca y sincera respecto del asunto, se había vuelto loca por él. Lo cual era imposible porque en realidad lo odiaba.

—Oh, Dios, ayúdame —susurró, levantándose y yendo a la hielera—. Me estoy volviendo loca.

Regresó al asiento con un litro de leche y bebió directo del cartón. Hábito intolerable, pero como al momento no había nadie que se ofendiera, lo realizó de todos modos. Bueno, si Kent estuviera aquí…

Lacy depositó con brusquedad el cartón en la mesa en un repentino embate de frustración. La leche salió a chorros como quince centímetros antes de salpicar la mesa. ¡Santo cielo! ¡Basta con esta necedad acerca de Kent!

Agarró la tortilla y se puso un pedazo en la boca, masticando pausadamente. En realidad, basta de hombres, punto. Enviarlos a todos a una ribera en alguna parte y enterrar por completo el asunto. Bueno, es verdad que eso podría ser un poco duro, pero después de todo tal vez no.

¿Qué diablos haría Kent con veinte millones de dólares? El repentino sonido del timbre la sobresaltó. ¿Quién vendría a visitarla esta noche? No mucho tiempo atrás podría haber sido Kent. Cielos.

Basta, Lacy. ¡Sencillamente basta!

Ella fue hasta la puerta y la abrió. Allí había un hombre de cabello negro peinado hacia atrás y lentes de marco metálico, sonriendo de oreja a oreja. Tenía los ojos muy verdes.

—¿Qué se le ofrece?

—Jeremy Lawson, séptimo distrito policial —informó él mientras sacaba una tarjeta del bolsillo delantero—. ¿Puedo hacerle algunas preguntas?

¿Un policía?

—Por supuesto —susurró ella, y se hizo a un lado.

El hombre de mediana edad entró y revisó el apartamento con la mirada, sin ofrecer ninguna razón para estar allí.

Lacy cerró la puerta. Algo respecto de la apariencia del poli le sugería cierta familiaridad, pero no logró identificar al sujeto.

—¿En qué le puedo servir?

—Lacy, ¿correcto? ¿Lacy Cartwright?

—Sí. ¿Por qué?

—Solo deseo asegurarme de tener a la persona correcta antes de hacer algunas preguntas, ¿sabe? —expresó él, aún sonriendo de oreja a oreja.

—Desde luego. ¿Hay algún problema?

—Oh, no lo sé realmente. Estoy investigando un poco acerca de un incendio en Denver. ¿Supo usted de la quema de un banco hace como un mes?

Lacy sintió como si la cabeza se le inflamara ante la pregunta, pero no sabía si lo mostró o no.

—Sí. Sí, leí. Leí al respecto. ¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

—Tal vez nada. Solo estamos hablando con personas que pudieron haber conocido al caballero que murió en el incendio. ¿Le importa si nos sentamos, Srta. Cartwright?

¡Kent! ¡El hombre estaba investigando la muerte de Kent!

—Por favor —contestó ella señalando el sofá y sentándose en el sillón opuesto; ¿qué debía decir?

Al fijarse ahora con cuidado en el hombre, Lacy vio por qué Kent se había referido a él como cabeza de chorlito. La cabeza parecía bajarle hasta un punto perfectamente cubierto de cabello negro brillante.

—Solo unas cuantas preguntas, y no la molestaré más —manifestó el poli con esa obstinada sonrisa en la cara; sacó una libreta y la abrió—. Tengo entendido que usted conoció a Kent Anthony. Que pasó algún tiempo con él durante las últimas semanas del fallecido. ¿Es eso correcto?

—¿Y cómo descubrió usted eso?

—Bueno, no puedo revelar los secretos de mi profesión, ahora, ¿puedo saber?

—Sí, lo vi algunas veces —respondió ella acomodándose en la silla, preguntándose desesperadamente qué sabía el hombre.

—¿Le sorprendió la muerte de él?

—No, la estaba esperando —expresó Lacy con el ceño fruncido—. ¡Por supuesto que me sorprendió! ¿Soy sospechosa en el caso?

—No. No, no lo es.

—¿Entonces qué clase de pregunta es esa? ¿Cómo no me podría sorprender la muerte de él a menos que yo supiera algo por adelantado?

—Usted podría haberla esperado, Lacy. ¿La puedo llamar Lacy? Él estaba deprimido, ¿no es así? Había perdido la esposa y el hijo en los meses anteriores al incendio. Solo estoy preguntando si él parecía algo suicida. ¿Es eso tan ofensivo?

Ella respiró profundamente. Cálmate, Lacy. Sencillamente cálmate.

—A veces sí, estaba trastornado. Como lo estaría cualquiera que hubiera sufrido tanto como sufrió él. ¿Ha perdido usted alguna vez una esposa, un hijo, detective… —dijo ella y volvió a mirar la tarjeta—. Lawson?

—No puedo decir que me haya pasado algo así. Por tanto, ¿cree usted entonces que él era capaz de suicidarse? ¿Es esa su posición?

—¿Dije eso? No recuerdo haber dicho eso. Afirmé que a veces él estaba trastornado. Por favor, no tergiverse mis palabras.

El policía pareció no inmutarse por nada.

—¿Suficientemente trastornado como para suicidarse?

—No, yo no diría eso. No la última vez que lo vi.

—Um —exclamó él en tono muy bajo—. ¿Y sabía usted de las pequeñas dificultades que él tenía en el trabajo?

—¿Qué dificultades?

—Bueno, si usted supiera estaría enterada de qué dificultades, bueno, ¿sabía usted?

—Oh, ¿se refiere usted al asunto de que su jefe lo traicionara mientras él estaba de duelo por la muerte de su esposa? ¿Se refiere a ese problemita?

—Así que usted lo sabía —dedujo él analizando la mirada de ella por un momento.

Lacy no estaba correspondiéndole adecuadamente al agente. No tenía motivo para defender a Kent. Después de todo, él la había echado. Ahora, si Lawson viniera y le hiciera preguntas concretas, ella no sabría qué debía responder. Ella no sabía mentir muy bien. Por otra parte, le había prometido a Kent guardar silencio.

—Usted lo conocía bien, Lacy. En su opinión, y simplemente le estoy pidiendo aquí su opinión sin que tenga necesidad de sobresaltarse, ¿cree usted que él era capaz de suicidarse?

—¿Sospecha usted que él se suicidó? Supe que habían llegado a la conclusión de que un ladrón lo había asesinado.

—Sí. Esa es la línea oficial. Y no estoy afirmando que sea incorrecta. Solo estoy haciendo lo posible por asegurar que todo calce. ¿Me hago entender?

—Por supuesto.

—¿Sí o no, entonces?

—¿Suicidio?

Él asintió.

—Capaz, sí. ¿Se suicidó? No.

—¿No? —cuestionó el poli arqueando una ceja.

—Él era un hombre orgulloso, detective Lawson. Creo que se necesitaría la mano de Dios para ponerlo de rodillas. Por decir poco, no creo que fuera capaz de darse por vencido en algo, mucho menos quitarse la vida.

—Ya veo. Y por lo que he oído, tengo que estar acuerdo con usted. Por eso es que aún estoy en el caso, ¿ve? —anunció, y se detuvo como si eso debería aclarar todo.

—No, de veras que no veo así las cosas. No en lo más mínimo.

—Bueno, si fuera un suicidio no habría necesidad de investigar más. El suicido podría ser algo horrible, pero por lo general es un caso abierto y cerrado.

—Desde luego —aceptó ella sonriendo en contra de su voluntad—. Y ser asesinado hace que personas como usted trabajen más.

—Si fue asesinado no habría necesidad de investigarlo —aclaró el detective sonriendo—. Estaríamos buscando al asesino, ¿verdad?

—Entonces me parece que está errando el tiro, detective Lawson.

—A menos, por supuesto, que su amigo Kent no fuera asesinado. Bueno, si no se suicidó y no fue asesinado, ¿qué nos queda entonces?

—¿Un cadáver?

Por Dios, ¿a dónde se estaba dirigiendo el hombre?

Lawson volvió a meter la libretita en el bolsillo después de escribir tal vez un par de letras en la página abierta.

—¡Un cadáver! Muy bien. Ya podemos hacer de usted una detective —opinó él levantándose y dirigiéndose a la puerta—. Bueno, le agradezco por su tiempo, Srta. Cartwright. Ha contestado mis preguntas con mucha gentileza.

Ella pensó que el detective difícilmente estaba teniendo sentido ahora. Se paró igual que él y lo siguió hasta la puerta.

—Seguro —musitó la mujer.

¿Qué sabía él? Cada hueso en el cuerpo de Lacy le gritaba que hiciera la pregunta. ¿Sabe usted que estuvimos enamorados, oficial? ¿Sabía eso? No, ¡eso no!

Él tenía la mano en la puerta antes de que ella hablara, sin poder contenerse más.

—¿Cree usted que él está muerto, detective?

El hombre se volvió y la miró a los ojos. Por un momento bastante largo hicieron contacto visual.

—Tenemos un cuerpo, Srta. Cartwright. Está tan quemado que resulta irreconocible, pero los registros muestran que lo que quedó pertenecía al Sr. Kent Anthony. ¿Le parece eso estar muerto? Parece bastante claro —dilucidó él, y sonrió—. Por otra parte, no todo es lo que parece.

—¿Entonces por qué todas las preguntas?

—No se preocupe por las preguntas, hija. Los detectives practicamos mucho y duro para hacer preguntas que confunden. Eso despista a las personas —expuso él sonriendo cálidamente, y ella creyó que estaba siendo sincero; le devolvió la sonrisa.

—Buenas noches, Srta. Cartwright —se despidió entonces haciendo una reverencia.

—Buenas noches —respondió ella.

Él se volvió para salir y luego titubeó, volviéndose otra vez.

—Ah, una última pregunta, Lacy. ¿Le mencionó Kent alguna vez cualquier plan que tuviera? Digamos algún plan elaborado para falsificar su muerte o algo por el estilo.

Ella casi se cae ante la pregunta. Esta vez supo que él la había visto enrojecerse después de palidecer. Difícilmente el hombre pudo no haberse dado cuenta.

—No importa —manifestó él entonces haciendo simplemente oscilar una mano en el aire—. Una pregunta tonta. Ya la he molestado suficiente esta noche. Bueno, gracias por su hospitalidad. El café pudo haber estado muy agradable, a los detectives siempre nos gusta el café, pero de todos modos usted se portó muy bien. Buenas noches.

Con eso se volvió y cerró la puerta detrás de él.

Lacy se movió hacia la silla y se dejó caer, la envolvía el calor. ¡Lawson estaba sobre Kent! ¡El detective estaba sobre él! ¡Debía estarlo! ¡Lo cual significaba que Kent estaba vivo!

Quizás.

Kent llegó conduciendo su nuevo Jeep negro a las siete, colina abajo hacia el poblado, exactamente cuando el sol anaranjado se hundía detrás del oleaje. La cálida brisa traía el sonido de tambores Calipso y de carcajadas. Brent, el agente de bienes raíces le había recomendado el Sea Breeze.

—La mejor comida al sur de Miami —le había dicho con un guiño—. Deja un poco vacía la billetera, pero vale la pena.

Kent podía vaciar algo la billetera. La estaba sintiendo un poco pesada.

Subió a saltos las gradas de madera. Una fuente borboteaba agua roja de los labios de una sirena exactamente al interior de la puerta. Como alguna diosa borracha en la sangre de los marineros. Giró hacia el interior poco iluminado. Al otro lado de un terraplén, un bar totalmente surtido atendía a una docena de clientes encaramados en bancos elevados. Escaleras de caoba llevaban al nivel superior a la derecha.

—Bienvenido al Sea Breeze, señor. ¿Tiene reservaciones?

Kent miró a la mujer que lo recibía. El cabello oscuro le caía sobre los desnudos hombros; mostró una cuidadosa sonrisa debajo de sus negros ojos, y a la mente de Kent le llegó la imagen oscura de agua roja que salía a borbotones de esos labios redondos. La Srta. Sirena en persona. En la chapa de identificación decía: «Marie».

—No. Lo siento. No sabía que necesitaba reservaciones.

—Así es. Tal vez usted podría regresar mañana en la noche.

¿Mañana? Negativo, Ojos Azabaches.

—Preferiría comer esta noche, si a usted no le importa —contestó Kent.

—Lo siento, es posible que no haya entendido —manifestó Marie parpadeando—. Usted necesita una reservación. Estamos llenos esta noche.

—Sí, evidentemente. ¿Cuánto me costará una mesa?

—Como dije, señor, no…

—¿Mil? —preguntó Kent arqueando una ceja y sacando la billetera—. Estoy seguro que por mil dólares me podría conseguir una mesa, Marie. En realidad por mil dólares tal vez me podría conseguir la mejor mesa de la casa. ¿Correcto? Sería nuestro secreto.

Kent sonrió y vio cómo a ella se le abrían los ojos negros de par en par. Él sintió que el sutil poder de la riqueza le recorría por las venas. En ese momento supo que por el precio correcto, la Srta. Sirena Marie aquí le lamería la suela de los zapatos.

Ella miró alrededor y sonrió. El pecho subiéndole y bajándole revelaba que la respiración se le había acelerado.

—Sí. En realidad podríamos tener una oportunidad. Le pido perdón, no tenía idea. Sígame.

Marie lo hizo subir por dos tramos de escalera hasta un porche encerrado en vidrio en lo alto del restaurante. Tres mesas colmaban el espacio, cada una delicadamente servida con velas, flores, cristal y plata. En el aire flotaba la húmeda fragancia de popurrí. Varios clientes bien acicalados estaban sentados alrededor de una de las mesas, bebiendo vino y mordisqueando lo que parecía ser tentáculos de alguna criatura marina. Lo miraron con interés mientras Marie lo conducía a través del salón circular.

—Gracias —dijo Kent, sonriendo—. Lo agregaré a su propina.

Ella pestañeó.

—Usted es muy amable, Sr…

—Kevin.

—Gracias, Kevin. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted en este momento?

—No por ahora, Marie, no. Gracias.

Ella giró con un guiño en los ojos y salió del salón.

Era obvio que a las dos meseras que le sirvieron les habían hablado de la generosidad de él, pues estuvieron solícitas en sus intentos de complacerlo. Él pidió langosta, bistec y vino, y todo estuvo delicioso. Tan delicioso como había estado tres meses antes cuando había ordenado lo mismo en el festejo con Gloria por la finalización del SAPF. Levantó el vaso de vino y miró el oscuro mar, al que la luz de la luna iluminaba las crestas de las olas. Bueno, lo logré, cariño. Absolutamente todo y más, y quisiera que estuvieras aquí para disfrutarlo conmigo.

Se puso cómodo mientras consumía la comida que, aunque bastante buena, no sabía nada distinta de aquella por la que había pagado doce dólares en el Red Lobster de Littleton. Seguramente la salsa Heinz 57 venía del mismo tonel. En realidad lo más probable era que el vino provenía del mismo viñedo. Como diferentes estaciones de servicio que venden gasolina de distintas marcas, que cualquiera con medio cerebro sabría que venían de la misma refinería.

Kent terminó poco a poco la comida, intentando saborear cada bocado, e incómodamente consciente de que cada bocado sabía tal como debería. Como debería saber la langosta y el bistec. El vino le cayó cálido y reconfortante. Pero cuando hubo acabado no se sentía como si acabara de comer el valor de mil dólares de placer. No, solo acababa de llenar el tanque.

Al final dio fuertes propinas, le deslizó a Marie los mil dólares, y se retiró al bar, donde el tequila estaba más en orden. Steve el barman debió haber oído de las fuertes propinas porque se le acercó rápidamente y le puso un vaso al frente.

—¿Qué tomará, señor?

—Cuervo Gold. Solo.

Steve vertió el licor en el vaso y empezó a limpiar otro vaso.

—¿Está de paso?

—Se podría decir que sí. Tengo un lugar colina arriba, pero sí, estaré entrando y saliendo.

—Me llamo Steve Barnes —dijo el hombre extendiendo la mano—. Es bueno tenerlo en la isla.

—Gracias. Kevin Stillman.

El hombre se quedó por ahí e hizo unas pocas preguntas más a las que Kent dio respuestas cortas e impertinentes. Finalmente Steve se fue a atender a los demás clientes, quienes hablaban de cómo unos turistas se habían caído de un barco de pesca y habían quedado enredados en una red. Kent sonrió una vez, pero más allá de la insinuación de humor se encontró como alguien extraño, y el hueco en el pecho pareció ensanchársele. Quizás si sacaba unos cuantos cientos y los agitara frente a ellos. «Hola muchachos, soy rico. Espantosamente rico. Sí, de veras, ustedes podrían venir y lamerle los dedos de los pies si yo quisiera. Uno a la vez, por favor».

Para cuando Kent se metió a la entrada circular de vuelta al chalet, tenía la mente entumecida por el alcohol. Lo cual creyó que era algo bueno. Porque algo dentro de la mente le empezó a molestar mientras observaba a esos tontos en el bar.

Pero estaba el mañana, el cual sería un día para juzgar las cosas. Sí, en realidad. No importaban los mil quinientos dólares que acababa de tirar por la comida. No importaban las necedades de aquellos que seguían allá en el bar, cotorreando con Steve el barman.

Kent cayó sobre las cobijas. Mañana en la noche apretaría los tornillos.

Se quedó dormido un minuto después.