Un mes más tarde
Miércoles
Kent estaba sentado en el borde del sillón reclinable, mirando la salida del sol caribeño, con el estómago hecho un nudo por lo que estaba a punto de hacer.
Reposó las manos sobre el teclado y levantó la barbilla hacia la brisa de la temprana mañana. El agradable aroma salobre le llegó a las fosas nasales; un elevado vaso de lados rectos y lleno de claro líquido brillaba en lo alto de una bandeja al lado de la laptop. El mundo le pertenecía; o al menos este pequeño rincón del mundo.
Kent lograba ver la mitad de la isla desde su posición privilegiada sobre el muelle del chalet. Lujosas villas adornaban las colinas a lado y lado como blancos bloques de juguete puestos sobre la roca. Abajo a lo lejos, arena bañada por el sol penetraba en el esmeralda mar que con suavidad lanzaba pequeñas olas. El océano se extendía hasta un horizonte azul desprovisto de nubes y claro como el cristal bajo el naciente sol. Las islas Turks y Caicos surgían del mar Caribe como conejos marrones sobre el azulado océano, una semejanza apropiada al considerar la cantidad de habitantes que allí estaban huyendo. Ya fuera para escapar de impuestos, de autoridades, o sencillamente de la vida corriente, había pocos destinos mejor adecuados para un fugitivo.
Pero nada de eso significaba algo en este instante. Lo único que importaba era que algunos satélites le habían permitido una clara conexión. Después de todas estas semanas tratando de pasar inadvertido, Kent se estaba levantando de entre los muertos para causar un poco de confusión en las vidas de esos dos idiotas que no hace mucho tiempo lo habían tomado por imbécil. Sí, de veras; esto era lo único que importaba por el momento.
Kent bajó la mirada a la pantalla de la laptop y recorrió los dedos sobre las teclas, sacando tiempo para pensar. Esta era una materia prima de la que disponía en abundancia en estos días. Tiempo.
Cuatro días antes había pagado un millón doscientos mil dólares en efectivo por el chalet. En primera instancia, era un misterio cómo los constructores se las habían ingeniado para levantar la casa, pero ninguna clase de mazo que el cielo hiciera oscilar derribaría de las amarras a esta fortaleza. Por otra parte, altas palmeras oscilaban con una docena de aves trinando. Kent regresó al área del comedor. Con la sola pulsación de un interruptor toda la pared se podía bajar o subir, brindando ya fuera privacidad o vista al sensacional paisaje allá abajo. Los dueños anteriores habían construido una docena de tales villas, cada una extravagante a su manera. Él no se había topado con ellos, desde luego, pero el agente de bolsa le había asegurado a Kent que se trataba de personas del más alto calibre. Árabes con dinero petrolero. Se habían mudado a juguetes más grandes y mejores.
Lo cual estaba bien para Kent; el chalet ofrecía más servicios de los que hubiera creído posibles en un paquete de mil quinientos metros cuadrados. Y ahora esta quinta le pertenecía. Cada viga de madera; cada ladrillo; cada hilo de alfombra. Bajo un nombre distinto, por supuesto.
Kent respiró hondo.
—Bueno, bebé. Vamos a ver qué están haciendo nuestros dos rechonchos amigos —susurró.
Comenzó entonces lo que denominó fase dos del plan, ejecutando una serie de comandos que lo llevaron primero a un sitio seguro y luego al picaporte del Niponbank. Después inició una búsqueda que lo introdujo directamente a una ubicación de la computadora en hibernación que se hallaba en el oscuro rincón del sitio al que pertenecía, donde debían ser las cuatro de la mañana, hora de la montaña. Después del incendio Borst y compañía se habían mudado a una sección diferente del banco, pero Kent había localizado fácilmente al gordito. Ya a la semana del robo había ingresado de manera regular a las computadoras tanto de Borst como del gran jefe Bentley.
Siempre existía la posibilidad de que alguien inteligente estuviera en una de las computadoras a las cuatro de la mañana, alguien con la habilidad de detectar el robo en tiempo real, pero esa posibilidad no le quitaba el sueño a Kent. Para empezar, nunca había sabido que Borst trabajara después de la seis de la tarde, peor aún en horas de la madrugada. Y si estuviera allí, fisgoneando en la computadora a las cuatro de la mañana, el gordinflón no estaba equipado con inteligencia como sí lo estaba con otras cosas: pura y auténtica estupidez.
Kent ingresó a la computadora de Borst por una puerta trasera e hizo que en su propia pantalla apareciera el disco duro. Los archivos del escritorio aparecieron en la pantalla a todo color. Kent rió y se echó para atrás en la silla, disfrutando el momento. Prácticamente estaba dentro de la oficina del hombre sin que este tuviera idea, y más bien agradaba lo que veía.
Levantó de la mesa un vaso de cristal y sorbió del tequila que él mismo había mezclado desde el amanecer. Un pequeño escalofrío le recorrió los huesos. Habían pasado treinta días completos desde la noche de terror en el banco, arrastrando por el lugar ese ridículo cadáver. Y hasta aquí cada detalle de su plan se había desarrollado según lo concebido; la ejecución aún le pasaba por la mente con asombrosa regularidad. Decir que había dejado de pensar en lo realizado sería una declaración ridícula.
Kent quitó la mirada de los archivos de Borst y la bajó hacia el mar esmeralda. Hasta ahora todo había salido a la perfección, pero el momento en que pulsara esas teclas surgiría toda una nueva serie de riesgos en las horribles cabezas de esos dos sujetos. Por eso el estómago aún se le revolvía aunque se presentó ante la marina como un hombre de tranquilidad absoluta. Sin duda una extraña mezcla de emociones. Totalmente contento consigo mismo y ansioso a la vez.
Por la mente se le deslizaron los acontecimientos de los días que lo habían llevado hasta el actual. Ahora no necesitaba ser demasiado entusiasta, pero aún tenía tiempo para detener la fase dos.
Había escapado de Denver con bastante facilidad, y el viaje en autobús hasta la ciudad de México se había desarrollado como una escena surrealista en la pantalla plateada. Pero una vez en la enorme ciudad cierta insensibilizadora euforia se le había apoderado de los nervios. Había alquilado un cuarto en un lúgubre lugar de mala muerte al que algún alma emprendedora había tenido el atrevimiento de llamar hotel, y de inmediato se había dedicado a localizar al cirujano plástico con quien se contactara un mes antes. El Dr. Emilio Vásquez.
El cirujano no tuvo inconveniente en agarrar un buen fajo de billetes y dedicarse a darle a Kent una nueva apariencia. El hecho de que el «nuevo rostro» de Kent debía haber necesitado cuatro operaciones en vez de una no disuadió a Vásquez en lo más mínimo. Después de todo, el sello característico de este médico era hacer en una operación al rostro de una persona lo que a la mayoría de cirujanos le llevaría tres meses. Por eso Kent había escogido al hombre. Sencillamente no disponía de tres meses. El resto de su plan demandaba ser ejecutado.
Cuatro días después del gran incendio Kent tenía una nueva apariencia, oculta bajo una gruesa máscara de gasa blanca, pero allí el Dr. Vásquez le había dado esperanzas. Definitivamente allí. Le había preocupado el centelleo en los ojos del cirujano. Esa fue la primera vez que había considerado la posibilidad de tener que pasar el resto de la vida pareciéndose a alguien salido de una tira cómica de horror. Pero lo hecho, hecho estaba. Se había secuestrado en la habitación del hotel, deseando que sanaran los cortes debajo de los vendajes faciales. Este fue un tiempo en que a la par se le colmaba la paciencia y se le calmaban los nervios.
Kent levantó de la mesa la bandeja plateada y se miró en el reflejo. Pensó que el rostro bronceado se parecía a Kevin. Kevin Stillman, el nuevo nombre que había asumido. La nariz era más grande, pero era la línea de la mandíbula y la obra en la frente lo que le había cambiado la cara de tal modo que apenas reconoció su propio reflejo. El cirujano plástico había realizado un trabajo excepcional… aunque la primera vez que el Dr. Vásquez le quitó las vendas y orgullosamente le pasó un espejo, Kent casi se llena de pánico. En ese entonces las líneas rojas de la nariz y los pómulos le trajeron a la mente aterradoras imágenes de Frankenstein. Ah, se veía diferente, de acuerdo. Pero entonces, también una ciruela pasa se veía diferente. Esa noche empezó a beber en exceso. Tequila, desde luego, mucho, pero no lo suficiente como para aturdirlo. Eso habría sido estúpido, y él ya había sido bastante estúpido.
Además, demasiado licor hacía que la pantalla de la computadora le nadara ante los ojos, y esas dos primeras semanas había pasado demasiado tiempo observando la laptop. Aunque ROOSTER le permitía acceso al sistema bancario sin ser descubierto, era el segundo programa, el otro llamado BANDIT, el que en realidad había hecho la obra. Cuando esa noche en el banco Kent insertó el disco en la pequeña unidad y llevó a cabo el robo, había dejado un regalito en cada cuenta de la que había tomado veinte centavos. Y el programa se había ejecutado perfectamente en todas las cuentas. En realidad, BANDIT obraba en los mismos principios que un sigiloso virus, ejecutando comandos para ocultarse ante la primera señal de localización. Pero eso no era todo lo que el programa hacía. En caso de que se investigara la cuenta, transferiría a dicha cuenta veinte centavos desde una de las cuentas de Kent, y al instante la transacción se eliminaría de modo permanente. Toda la operación duraba exactamente segundo y medio, y habría acabado para cuando la información de la cuenta entrara al monitor del operario. Al final significaba que cualquier cuenta investigada mostraría cambios erróneos en estados impresos de cuenta, pero no en la cuenta misma.
El pequeño virus de Kent se ejecutó en 220.345 cuentas en las dos primeras semanas, reintegrando un total de $44.069 durante ese tiempo. El virus yacería inactivo en el resto de cuentas, esperando ser abierto hasta septiembre del año entrante. De forma obediente se borraría si no lo activaban en catorce meses.
Kent tardó dos semanas completas en sentirse bastante cómodo para hacer su primer viaje al banco en Ciudad de México. Aún eran visibles las líneas en el rostro, pero después de aplicarse un poco de maquillaje logró convencerse de que prácticamente eran indetectables. Y él estaba a punto de volverse loco en la habitación del hotel. O se arriesgaba a provocar algunas miradas de sorpresa en el banco o se ahorcaba con las sábanas.
El funcionario del Banco de México en realidad se había sorprendido cuando Kent estuvo de visita bajo el nombre de Matthew Brown. No lo había hecho sobresaltar la forma en que el Sr. Brown lucía, sino el retiro de quinientos mil dólares en efectivo que había ejecutado. Por supuesto que lo más seguro era que el funcionario hubiera reportado la extraordinaria suma… hasta los bancos que prometen discreción mantienen un registro de transferencias como esa. Pero a Kent no le importó. Requeriría mucha suerte desentrañar el laberinto de cuentas por el que el dinero había viajado en las últimas dos semanas. Si algún individuo lograba seguir el rastro a los fondos hasta Kent Anthony o el incendio en Denver, merecería ver friéndose a Kent.
Pero eso sencillamente no iba a ocurrir.
Esos primeros quinientos mil dólares produjeron un estremecimiento en los huesos de Kent que no había sentido en meses. Había soltado los seguros del maletín negro que comprara exactamente para ocasiones como esta, y lanzado el efectivo sobre la apolillada cobija en el cuarto de hotel. Luego había quitado a los fajos las banditas de caucho, arrancándolas físicamente, lanzando al aire los billetes, dejándolos flotar perezosamente hasta el suelo mientras lanzaba el puño y ululaba en victoria. Fue un milagro que los vecinos no llegaran a tocar a la puerta. Posiblemente porque allí no había vecinos tan idiotas como para pagar quinientos pesos por dormir una noche en el miserable antro de mala muerte. Pensó que había tocado cada billete, contándolos y recontándolos en cien configuraciones distintas. Desde luego que entonces había tenido poco más que hacer que monitorear la computadora… ese era su razonamiento. Luego había desechado el razonamiento y había celebrado entrando en un sopor etílico de dos días.
Esta fue su primera parranda alcohólica.
Entonces empezó su bien ensayado plan de retiro de dinero, volando primero a Yakarta, luego a El Cairo, después a Génova, más adelante a Hong Kong, y finalmente aquí, a las islas Turks y Caicos. En cada parada había viajado con falsos documentos de identificación, retirando grandes sumas de dinero y saliendo rápidamente del lugar. Después de cada visita a un banco se había tomado la libertad de entrar campante al sistema de la institución usando ROOSTER y aislando los enlaces a la cuenta cerrada. En resumen, los funcionarios del banco local no hallarían nada, aunque quisieran saber más acerca del tipo extraño que les había vaciado las reservas diarias de dinero efectivo mediante el enorme retiro que este había hecho.
Kent había llegado dos días antes portando más de seis millones de dólares. Todo en efectivo, cada dólar imposible de rastrear. Se había convertido entonces en Kevin Stillman y luego había comprado el chalet. Catorce millones de dólares, más o menos, aún esperaban alrededor del mundo ganando intereses.
En realidad sí, decir que el hombre había conseguido lo que muy bien podría ser la acción más grande del siglo era quedarse corto. ¡Había conmocionado! Un tipo muerto había estafado veinte millones de dólares exactamente bajo las narices del todopoderoso sistema bancario estadounidense, ¡y ni una sola alma sospechaba siquiera lo que este fugitivo había hecho!
Esa había sido la fase uno.
La fase dos había empezado una semana después del incendio, dos días después de que Kent recibiera su nuevo rostro. Y era la fase dos la responsable de estas irritables emociones de inseguridad que ahora le arremetían, perturbándole la paz.
Quizás debía haber estado satisfecho con tomar los veinte millones de dólares menos los 44.069 devueltos y quedar a cuentas. Pero en realidad la idea ni siquiera se le hubiera ocurrido. Esto no solo tenía que ver con que él recibiera lo que le venía; también tenía que ver con lo que les iba a ocurrir a Borst y Bentley. Algunos lo llamarían venganza. Kent lo llamaba justicia. Volver a poner las cosas como se suponía que debían ser; o al menos una versión de cómo se suponía que fueran.
Por eso algunas noches antes de realizar el robo había plantado una copia de ROOSTER en los discos duros tanto de Borst como de Bentley. Y por eso es que estaba haciendo esa primera visita a las computadoras de ellos después del incendio.
Sus ex jefes ya tenían acceso rutinario al SAPF, desde luego, y ahora también tenían acceso no rastreable sin que lo supieran. Solo que era Kent quien estaba teniendo ese acceso, usándoles las computadoras desde estaciones remotas. O más bien esta era la clase de asunto a la que ellos no debían estar accediendo. Malo, malo.
En el transcurso de tres semanas Kent les había ayudado a robar dinero en siete ocasiones distintas. Pequeñas cantidades: entre trescientos y quinientos dólares por golpe… solo para establecer un rastro. Esa era la pequeña contribución de Kent a las florecientes billeteras de los gordinflones, aunque al mirarles los saldos privados sin duda no necesitaban ayuda de él. Las intervenciones de estos tipos habían sido las de guardar el dinero. Hasta aquí de todos modos. Sea porque fueran demasiado avarientos o porque simplemente no se habían dado cuenta, Kent tampoco lo sabía ni le importaba.
Él consideró todo esto, colocó de nuevo la bebida en la bandeja plateada, y se presionó los dedos en forma contemplativa. Todo el asunto había marchado tan sobre ruedas que resbalaría por el sistema digestivo más sensible sin ser notado.
¿Por qué entonces los nervios?
Porque todo hasta este momento había sido un ejercicio de calentamiento. Y ahora la computadora se hallaba sobre la mesa, esperando que él pulsara los botones definitivos.
Kent respiró hondo y se secó el sudor de las palmas.
—Bueno, no recorrimos todo este camino para al final no conseguir nada, ¿verdad?
Por supuesto que no. Aunque sin duda esto no haría daño. Y seguramente este sería el curso más sabio, consideradas todas las cosas. Sería…
—¡Silencio! —exclamó para sí mismo.
Kent se inclinó hacia delante y trabajó ahora rápidamente. Sacó el ROOSTER del disco duro de Borst y luego ingresó al SAPF. Estaba dentro de los registros del banco.
Ahora la emoción del momento le produjo un temblor en los huesos. Ingresó a la cuenta personal de Borst y examinó las docenas de transacciones registradas en las últimas semanas. Aún estaban presentes todos los siete depósitos que Kent le había acomodado. ¡Gracias al cielo por los pequeños favores! Sonrió y siguió revisando.
Allí también había algunos otros depósitos. Enormes depósitos. Depósitos que hicieron entrecerrar la vista a Kent. Era obvio que el banco le estaba pagando al jefe por el SAPF. No era posible que algo más explicara un saldo de doscientos mil dólares.
—No tan rápido, Bola de Grasa —susurró Kent.
Seleccionó todos los depósitos con un solo clic del ratón, diez en total incluidos los que Kent hiciera, y los llevó de la cuenta de Borst a una cuenta de reserva que Kent abriera con antelación dentro de ROOSTER. El saldo de la cuenta cayó al instante en categoría de sobregiro. Sobregirada por los $31.223 en cheques que Borst había girado este mes. El tipo estaba gastando rápidamente el dinero tan difícilmente ganado por Kent. Bueno esto le daría una pausa.
Y esto ¡te provocará una hernia!
Kent ingresó al sistema principal de cuentas del banco, seleccionó las reservas principales de la institución, y transfirió quinientos mil dólares a la cuenta de Borst. Usando ROOSTER desde luego. No quería que las autoridades supieran qué le había acontecido al dinero. No todavía.
Puso una marca en la cuenta federal y volvió a la cuenta de Borst. En la mañana algún afortunado operador en las oficinas centrales del Niponbank en Japón hallaría en su computadora una seria marca anunciando la desaparición durante la noche de medio millón de dólares de la cuenta principal del banco. Resonarían campanas, se soplarían cuernos, resoplarían fosas nasales. Pero nadie descubriría el destino del dinero, porque aún no era localizable. Esa era la belleza de ROOSTER.
Kent se retorció en la silla. Ahora la cuenta de Borst mostraba un saldo muy saludable de más de cuatrocientos mil dólares. Observó la cifra y pensó en salir. El último incentivo para el Sr. Borst. Adelante. Gástalo, bebé.
Descartó la idea. Un plan era un plan. En vez de eso transfirió el dinero a la misma cuenta oculta que había establecido para los otros depósitos, volviendo a dejar sobregirada la cuenta de Borst. El hombre iba a despertar al impacto de su vida.
Kent sonrió, sumamente feliz por el momento.
Salió de la cuenta de Borst y se aventuró en la de Bentley. Allí repitió los mismos pasos, colocando todo el dinero del presidente del banco en otra cuenta oculta preparada para la ocasión.
Los regordetes gemelos estaban ahora muy, pero muy quebrados.
Era hora de salir. Kent salió del sistema, interrumpió la conexión, y se volvió a sentar en el cómodo sillón. Por el pecho le bajó sudor en pequeños hilillos, y le temblaban las manos.
—Vean ahora cómo se siente, cerdos codiciosos —expresó con aire despectivo.
Luego levantó el vaso y consumió el licor restante.
Sí de veras. Todo iba saliendo exactamente como lo planeara. Y hasta este momento ni un alma sabía algo.
Excepto Lacy, posiblemente. Aquella noche le había contado un poco de más.
O tal vez ese poli cabeza de chorlito.
Entonces lo golpeó la turbación, con toda la fuerza, como si desde el cielo hubieran dirigido hábilmente un peso de plomo y lo hubieran hecho caer allá abajo sobre el hombre medio desnudo que descansaba allí con aire de suficiencia sobre el muelle. Se sintió como si le hubieran perforado un hueco en el pecho. Un vacío. El lacerante temor de que todo había resultado sin ninguna complicación. De que al final este sueño frente a sus ojos no sería un sueño en absoluto sino alguna clase de pesadilla vestida con ropa de oveja. De que él tratara de vivir ahora, rodeado por sus millones pero sin Gloria o Spencer… o Lacy…
Agitó la cabeza para eliminar el pensamiento. Por otra parte, no había evidencia en absoluto de que Lacy o el poli supieran algo. Y algún día cercano, tal vez, habría otra Gloria u otra Lacy. Quizás. Y otro Spencer.
No, nunca otro Spencer.
Kent se levantó, agarró el vaso, y se fue de prisa a la cocina. Era hora de otro trago.