Capítulo treinta

Lacy Cartwright se mordisqueó la uña, sabiendo que se trataba de un hábito impropio al que no le daba importancia. La verdad era que ella no se había preocupado de mucho durante la última semana. Miró el reloj: 8:48. Las puertas de Rocky Mountain Bank and Trust se abrirían en doce minutos para los clientes.

Jeff Duncan le pescó la mirada a través del vestíbulo, y ella sonrió de modo cortés. Bueno, después de todo había un hombre que quizás era más de su tipo. No tan impulsivo como Kent, pero salvo, sano y aquí. Siempre aquí, no entrando y saliendo de la vida de ella cada doce años; no usando algún truco increíble para desaparecer, y esperar sencillamente que ella continuara con la vida. Pero ese era precisamente el problema: Lacy no sabía con sinceridad si Kent había desaparecido de veras o no. Y lo que ella sí sabía le estaba ocasionando esos espasmos al despertar.

Kent la había visitado dos noches antes del enorme incendio en Denver; tanto no se hubiera imaginado Lacy. Él se había sentado frente a ella y le había dicho que iba a hacer mucho de lo que sucedió. O al menos de lo que pudo haber ocurrido. Pero al leer los periódicos, lo que pasó para nada fue lo que pudo haber ocurrido. Es más, lo que aconteció, según los periódicos, fue precisamente lo que Kent había dicho que sucedería. Un intento de robo, una muerte, y más importante, la desaparición de él. Kent no le había mencionado que se trataba de la muerte de él, desde luego, pero entonces ella dudó que él planeara tanto así.

Además, lo que acaeció realmente no fue lo que alguien imaginara, y Lacy se halló suponiendo que había sucedido algo más. Quizás a Kent no lo había sorprendido esa noche algún ladrón vagabundo, porque tal vez él mismo era el ladrón; él mismo llegó a sugerirse. De modo entonces que tal vez no sucedió en absoluto lo que parecía haber sucedido. Lo cual era una total y absoluta confusión cuando ella pensaba demasiado en el asunto.

De cualquier manera, él la había vuelto a dejar. Quizás esta vez para bien. Bueno, ¡adiós y buen viaje!

Había una forma de determinar si ese cuerpo carbonizado al incendiarse el banco de Denver pertenecía a Kent Anthony o a alguna otra pobre alma que todos creyeron que se trataba de Kent Anthony. Si en verdad Kent había logrado realizar este fantástico robo del que había hablado, lo había hecho con gran brillantez, porque hasta aquí nadie ni siquiera sospechaba que había habido un robo. Por otra parte, nadie sabía mirar, mucho menos dónde mirar. Todas las miradas estaban puestas en los daños por el incendio y en la búsqueda de un asesino suelto, pero nadie había mencionado la posibilidad de que en realidad hubiera acaecido un robo. Y no era extraño, pues no se habían llevado nada. Al menos no que se supiera.

Pero ella, Lacy Cartwright, podría saber otra cosa. Y si descubría que Kent estaba sano y salvo, y sumamente rico… ¿se sentiría obligada a contarlo a las autoridades? Esa era la pregunta que la había mantenido pensando toda la noche. Sí, ella creía que sí. Debería entregarlo.

Si él estuviera realmente vivo y si hubiera dejado el más mínimo rastro, Lacy encontraría ese rastro en la pantalla de computación ante ella, en algún registro de costos de transacción de cajeros automáticos. Afortunada o desafortunadamente, dependiendo de la hora, ocho días de observar no le habían mostrado nada. Y poco a poco aumentaba la ira hacia él.

—Buenos días, Lacy.

Ella se sobresaltó y levantó bruscamente la cabeza.

—Bastante tensa esta mañana, ¿no es así? —opinó Jeff sonriendo de oreja a oreja ante la reacción de ella.

Lacy le hizo caso omiso.

—Supongo —continuó él, con una risita nerviosa—. Bueno, bienvenida otra vez a la tierra de los vivos.

El comentario la volvió a meter momentáneamente en la tierra de los muertos.

—Sí —respondió ella de manera cortés, alejando la mirada de la de él.

Tal vez ese era el problema aquí, pensó ella. Quizás esta tierra de los vivos aquí en el banco con todos los clientes, charlas sin ningún sentido, y sillas cafés demasiado abollonadas, se parecía más a muerte, y la tierra a la que Kent había ido a parar se parecía más a vida. En cierto modo ella estaba un poco celosa, si en realidad él no se hallara realmente en el infierno sino vagando en alguna parte del planeta.

—¿Vas a ir a la fiesta de Martha este fin de semana? —inquirió Jeff inclinándose sobre el mostrador—. Podría ser algo bueno, considerando que allí estarán todos los jefes.

—¿Y tendría eso que ponerme de rodillas? —cuestionó ella volviendo a esta realidad—. ¿Cuándo es?

Ella en realidad no tenía planes de asistir a la celebración ni sabía exactamente cuándo era, pero Jeff era la clase de individuo al que le gustaba dar información. Eso lo hacía sentir importante, supuso ella.

—El viernes a las siete. Y sí, podrías considerar que sería como rendir un pequeño homenaje.

—¿A ellos o a ti?

—Pero por supuesto que yo también estaré allí —contestó él sonriendo con tímida coquetería—. Y me desilusionará no verte allí.

—Bueno, veremos —dijo ella sonriendo amablemente; después de todo, tal vez podría ser una buena idea sacarse de la mente toda esta locura llamada Kent—. No me emocionan las fiestas rociadas de alcohol.

Ella analizó el rostro de él en busca de una reacción.

—A mí tampoco —respondió él al instante—. Sin embargo, como dije, allí estará la plana mayor. Piénsalo como una jugada profesional. Relacionarte con aquellos que determinan tu futuro. Algo así. Y desde luego, también como una oportunidad para verme.

Él guiñó un ojo.

Ella lo miró, sorprendida por el descaro del hombre.

Jeff cambió torpemente de posición.

—Lo siento, no quise ser tan…

—No. Está bien. Me siento halagada —interrumpió ella recuperándose rápidamente y sonriendo.

—¿Estás segura?

—Sí. Lo estoy.

—Bueno, lo tomaré como una señal de promesa.

Ella asintió, sin poder contestar por el momento.

Evidentemente satisfecho por haber logrado lo que pretendía en el pequeño intercambio, Jeff retrocedió.

—Debo volver al trabajo. Mary Blackley está esperando ansiosamente mi llamada, y conoces a Mary. Es capaz de declarar guerra si falta un centavo —comentó él, riendo—. Juro que la vieja no hace más que esperar su estado de cuenta frente al buzón. No recuerdo un mes en que no haya llamado, y tampoco recuerdo una sola queja que haya sido verídica.

Lacy imaginó a la narizona anciana bamboleándose por las puertas, apoyada en su bastón.

—Sí, sé lo que quieres decir —añadió ella con una sonrisa—. ¿Cuál es la queja esta vez? ¿Faltó una coma?

—Algún cobro de cajero automático. Es evidente que le estamos robando de manera involuntaria —confesó Jeff riendo y retirándose.

El calor le empezó a Lacy en la base de la columna y se le difundió por la cabeza como si le hubieran tocado un nervio sin querer. ¿Algún cobro de cajero automático? Ella observó el taconeo de Jeff por el piso del vestíbulo. El reloj sobre la cabeza de él en la pared lejana mostraba las 8:58. Dos minutos.

Lacy se concentró en el teclado, esperando distraídamente que nadie le notara la impaciencia. Hizo una rápida investigación del número de cuenta de Mary Blackley, lo encontró, y lo tecleó. Inició una búsqueda de todas las recaudaciones por servicios. La pantalla se puso en negro por un instante, pareció titubear, y luego se encendió con una serie de números. La cuenta de Mary Blackley. La hizo avanzar rápidamente hasta los cobros por servicios. Levantó un tembloroso dedo hasta la pantalla y siguió las cifras… seis transacciones de cajero automático… cada una con un costo de $1,20. Un dólar veinte. Como debía ser. Mary Blackley estaba volviendo a perseguir fantasmas. A menos…

Lacy se enderezó y buscó el primer cobro de transacción. Según el registro que saltó a la pantalla, Mary había usado la tarjeta en una tienda de horario extendido en Diamond Shamrock y retiró cuarenta dólares el 21 de agosto de 1999 a las 20h 04. El servicio bancario, Connecticut Mutual, le había cobrado $1,20 por el privilegio de usar el sistema.

¿Qué entonces pudo haber motivado a Mary a llamar?

Lacy salió rápidamente de la cuenta y atravesó el vestíbulo hasta el cubículo de Jeff. Él se hallaba inclinado sobre el teclado cuando ella asomó la cabeza y sonrió.

—¡Lacy! —exclamó él sin tratar de ocultar su complacencia al verla materializarse en la puerta.

—Hola, Jeff. Solo pasaba por aquí. ¿Qué, le aclaraste a Mary?

—En realidad no había nada que aclarar. No se le cobró de más en absoluto.

—¿Cuál fue el problema?

—No sé. Error de impresión o algo así. Ella realmente tiene razón esta vez. En su estado de cuenta apareció un cobro equivocado… $1,40 en vez de $1,20 —anunció él, levantando un fax de su escritorio—. Pero el estado de cuenta en la computadora muestra el cobro correcto, así que cualquier cosa ocurrida en realidad no ocurrió en absoluto. Como dije, un problema de impresión, quizás.

Lacy asintió, sonriendo, y se alejó antes de que él se diera cuenta que se había puesto pálida. Un cliente atravesó las puertas, y ella retrocedió hasta las ventanillas de cajeros, asombrada, confundida y respirando muy fuerte.

Comprendió entonces con horrorosa seguridad lo que había sucedido. ¡Kent había hecho eso! La pequeña comadreja había hallado una manera de quitarle veinte centavos a Mary y luego devolvérselos del modo en que él había dicho que lo haría. Y lo había hecho sin revelar sus verdaderas intenciones.

Pero eso era imposible… quizás eso no era en absoluto lo que había pasado.

Lacy regresó a su puesto y quitó de la ventanilla el letrero de cerrado. La primera clienta debió dirigirse dos veces a ella antes de que la reconociera.

—Oh, lo siento. ¿En qué le puedo servir hoy?

—No se preocupe. Conozco esa sensación —la disculpó la anciana sonriendo—. Me gustaría hacer efectivo este cheque.

La dama le deslizó a través del mostrador un cheque por $6,48 girado a Francine Bowls. Lacy lo marcó de manera habitual.

—Dios, ayúdame —murmuró en alta voz.

Miró a la Sra. Bowls y le vio las cejas arqueadas.

—Lo siento —manifestó Lacy.

La Sra. Bowls sonrió.

Lacy no.