Capítulo tres

Se sentaron allí, los tres, Gloria, Helen y Spencer. En la sala de Helen, sobre sillas verdes totalmente tapizadas, como hacían cada jueves en la mañana, preparándose para empezar «a llamar». La pierna derecha de Gloria sobre la izquierda, oscilando levemente. Había plegado las manos en el regazo y observaba a la abuela y al nieto que se acomodaban con brillo en los ojos.

El hecho de que Spencer pudiera unírseles llegaba como una de las pequeñas bendiciones de la educación en el hogar. Gloria había cuestionado si un muchacho de la edad de Spencer hallaría atractiva una reunión de oración, pero Helen había insistido.

—Los niños tienen mejor visión espiritual de lo que podrías creer —había dicho la madre.

Solo se necesitó un encuentro con Helen para que Spencer estuviera de acuerdo.

A los sesenta y cuatro años de edad la madre de Gloria, Helen Jovic, poseía uno de los espíritus más sensibles que podía albergar el alma del ser humano. Pero hasta el alma más tonta que hubiera leído la historia de ella sabría la razón. Todo estaba allí, escrito por su finado esposo, Jan Jovic: los sucesos de ese fatídico día en Bosnia según se narran en «La canción del mártir», y luego el resto de la historia narrada en Cuando llora el cielo.

Gloria conocía la historia quizás mejor de lo que sabía la suya propia por la simple razón de que estaba escrita, y no así su propia historia. ¿Cuántas veces había leído la narración de Janjic? Con claridad imaginaba ese día en que un grupo de soldados, entre los que estaba Jan Jovic, entró a la pequeña aldea en Bosnia y atormentó a mujeres y niños amantes de la paz.

Ella se imaginaba el gran sacrificio pagado ese día.

Lograba ver cómo se abrían los cielos.

Y por sobre todo podía oír la canción. «La canción del mártir», ahora escrito y cantado en todo el mundo por muchos creyentes devotos.

Ese día había cambiado para siempre la vida de Jan Jovic. Pero este fue solo el principio. Si usted supiera escuchar, podría oír hoy el «La canción del mártir», aún cambiando vidas. La de Helen, por ejemplo. Y luego la vida de su hija Gloria. Y ahora la de Spencer.

Helen aún era muy joven cuando Jan murió. Había quedado sola para encontrar consuelo con Dios; y nada parecía darle ese consuelo como las horas que pasaba andando por la casa, hostigando al cielo, acercándose al trono. Su caminar solía ser firme, un paso insistente que en realidad comenzó muchos años antes, cuando Gloria aún era niña, y quien con frecuencia se arrodillaba en el sofá a desenredar los nudos en el cabello de su muñeca, observando cómo su madre atravesaba correteando la raída alfombra con las manos en alto, sonriéndole al cielo.

—Soy una intercesora —solía explicarle Helen a su hijita—. Hablo con Dios.

Y Gloria creía que Dios le hablaba a Helen. Recientemente más, parecía.

Helen se sentaba con los pies estirados, meciéndose lentamente en la mullida mecedora verde, descansando las manos en los brazos de la desgastada silla. Una sonrisa perpetua le fruncía las suaves mejillas. Los ojos de color avellana le brillaban como joyas en el rostro, el cual estaba ligeramente empolvado pero ese era su único maquillaje. El cabello cano rizado le cubría las orejas y le bajaba hasta el cuello. Ella no estaba tan delgada como había sido de joven, pero le sentaban bien las quince libras adicionales; los vestidos que usaba eran parcialmente responsables. Gloria no recordaba haber visto a su madre usando pantalones alguna vez. El vestido de hoy era una blanca bata veraniega salpicada de rosas azules claras que le llegaba en suaves pliegues hasta las rodillas.

Gloria miró a su hijo, quien se hallaba sentado con las piernas cruzadas debajo de él, como siempre lo hacía, al estilo indio. Con los ojos abiertos de par en par y tropezando con las palabras, le contaba a su abuela acerca del próximo viaje a Disneylandia. Ella reía. La noche anterior habían terminado los planes mientras cenaban churrasco y langosta en Antonio’s. Kent saldría para Miami el viernes en la mañana y regresaría el sábado, a tiempo para abordar el vuelo de las seis de la tarde a París. La premura en comprar los pasajes había elevado el precio, lo cual solo había provocado una amplia sonrisa en el rostro de Kent. Llegarían a Francia el lunes, se registrarían en algún hotel de clase llamado Lapier, contendrían el aliento dándose un festín con alimentos imposiblemente caros, y descansarían para la aventura del día siguiente. Kent estaba a punto de vivir el sueño de su infancia, y lo iba a emprender con ganas.

Por supuesto, el éxito de Kent no venía sin su precio. Requería dirección, y se debía dar algo a favor de esa dirección. En el caso de Kent se trataba de su fe en Dios, la cual de todos modos nunca había sido su sólido juicio. Su fe lo abandonó a los tres años de matrimonio. Totalmente. Ya no había espacio en su corazón para una fe en lo invisible. Estaba demasiado ocupado yendo tras cosas que podía ver. No se trataba de una simple apatía, pues Kent no era apático; él hacía o no hacía. Era todo o nada. Y Dios se volvió totalmente nada.

Cuatro años antes, exactamente después de que Spencer cumpliera seis, Helen había acudido a Gloria, casi frenética.

—Debemos empezar —había afirmado ella.

—¿Empezar qué? —había preguntado Gloria.

—Empezar a llamar.

—¿A llamar?

—Sí, a llamar… a tocar… a la puerta del cielo. Por el alma de Kent.

Para Helen siempre era llamar u hostigar.

Así que comenzaron entonces sus sesiones los jueves en la mañana para llamar. La puerta del corazón de Kent aún no se había abierto, pero Gloria y Spencer habían mirado con Helen a través del cielo. Lo que vieron los había hecho levantarse apresuradamente de la cama todos los jueves en la mañana, sin fallar, para ir a casa de la abuela.

Y ahora estaban aquí otra vez.

—¡Encantador! —exclamó Helen, sonriéndole a Gloria—. Eso parece positivamente maravilloso. Yo no tenía idea que hubiera más de un Disneylandia.

—Por Dios, mamá —discutió Gloria—. Por años ha habido más de un parque Disney. De verdad que debes salir más.

—No, gracias. No, no. Ya salgo suficiente, gracias —se defendió ella con una sonrisa, pero su tono estaba lleno de sinceridad—. Ser extranjera en ese mundo allá afuera me hace mucho bien.

—Estoy segura que así es. Pero no tienes que secuestrarte.

—¿Quién dijo que me estoy secuestrando? Ni siquiera sé que quiere decir esa palabra, por el amor de Dios. ¿Y qué tiene esto que ver de todos modos con que yo no sepa acerca de Disneylandia en París?

—Nada. Fuiste tú quien sacó a colación lo de ser una extranjera. Yo solo estoy equilibrando un poco las cosas, eso es todo.

Dios sabía que Helen podría usar un poco de equilibrio en la vida.

Los ojos de su madre centellearon. Sonrió suavemente, aceptando el desafío.

—¿Equilibrio? La situación ya está desequilibrada, cielito. Patas arriba. Toma cien libras de carne cristiana, y te garantizo que noventa y ocho de esas libras están chupando del mundo. Eso está inclinando la balanza ahora mismo, cariño.

Helen alzó la mano y se estiró la arrugada piel en la garganta. Hábito desagradable.

—Tal vez, pero en realidad no tienes que usar palabras como chupar para describirlo. De eso es lo que estoy hablando. ¿Y cuántas veces te he dicho que no te jales el cuello de ese modo?

Haciendo las exageraciones a un lado, Helen tenía razón, desde luego, y Gloria no se sintió ofendida. En todo caso, a ella le resultaban simpáticas las críticas que su madre hacía de la sociedad.

—Solo es carne, Gloria. ¿Ves? —mostró Helen mientras pinchaba y se estiraba la aflojada piel de los brazos, mostrando varias manchas—. Mira, solo es carne. Carne para el fuego. Es lo que está inclinando la balanza de mala manera.

—Sí, pero mientras vivas en este mundo, no tienes necesidad de andar jalándote la piel en público. A la gente no le gusta eso.

Si ella no conociera mejor las cosas, a veces pensaría que su madre se estaba volviendo senil.

—Bueno, cariño, en primer lugar, aquí no hay público —cuestionó Helen, se volvió hacia Spencer, quien observaba la discusión con divertida sonrisa—. Lo que hay es familia. ¿Verdad, Spencer?

Luego Helen se volvió hacia Gloria.

—Y en segundo lugar, tal vez si los cristianos se la pasaran estirándose la piel o algo así, en realidad la gente sabría que serían cristianos. Dios sabe que eso no se puede asegurar ahora. Quizás deberíamos cambiar nuestro nombre por el de «estira-pieles» y andar jalándonos la piel en público. Eso nos diferenciaría.

Se hizo silencio por la absurda sugerencia.

Spencer fue el primero en reír, como si en el pecho se le hubiera roto una represa. Luego siguió Gloria, moviendo la cabeza de lado a lado ante la ridícula imagen, y finalmente su madre, después de mirar a uno y otro lado, obviamente tratando de entender qué había de cómico. Gloria no podía saber si la risa de Helen, o su contagioso cacareo, era lo que le motivaba a jalarse la piel. De cualquier modo, los tres rieron con ganas.

—Bueno, en mi sugerencia hay más de lo que te puedes imaginar, Gloria —declaró Helen sonriendo, y devolviéndoles cierta apariencia de control—. Ahora esto nos provoca risa, pero con el tiempo no nos parecerá muy extraño. Lo que parecerá una locura será que andemos por ahí ridículamente fingiendo no ser distintos. Sospecho que algún día muchas cabezas se estarán golpeando contra las paredes del infierno en arrepentimiento.

—Sí, tal vez tengas razón, mamá —asintió Gloria secándose los ojos por la risa—. Pero tienes una manera de hacer ver las cosas.

—Así es —concordó Helen, y se volvió hacia el muchacho—. Spencer, ¿dónde estábamos cuando tu madre desvió la discusión con tanta delicadeza?

—Disneylandia. Estamos yendo a Euro Disney en París —contestó Spencer con una sonrisa y mirando de reojo a Gloria.

—Por supuesto, Disneylandia. Ahora Spencer, ¿qué se supone que sería más divertido por un día, Euro Disney o el cielo?

La sinceridad descendió como una pesada cobija de lana.

Quizás fue por la forma en que Helen dijo cielo. Como si fuera un pastel que se pudiera comer. Así pasaba con Helen. Unas cuantas palabras, y se hacía silencio. Gloria sentía que el corazón se le tensaba con anticipación. A veces comenzaba solo con una mirada, o un dedo levantado, como para decir: Está bien, empecemos. Bueno, ahora había empezado otra vez, y Gloria suspiró.

—¡El cielo! —pronunció Spencer esbozando una sonrisa.

—¿Por qué el cielo? —cuestionó Helen arqueando una ceja.

La mayoría de niños tartamudearía ante tal pregunta, y quizás repetiría palabras aprendidas de sus padres o de sus maestros de escuela dominical. Básicamente palabras sin sentido para un niño, como «para adorar a Dios», o «porque Jesús murió en la cruz».

Pero no Spencer.

—En el cielo… creo que podré hacer… cualquier cosa —balbuceó.

—Creo que nosotros también —manifestó Helen, perfectamente seria; luego suspiró—. Pues bien, lo veremos muy pronto. Hoy tendrá que ser París y Disneylandia. Mañana quizás el cielo. Si somos así de afortunados.

Se hizo silencio en la sala, y Helen cerró lentamente los ojos. Otro suspiro.

El sonido de la respiración de la abuela se hizo más fuerte y llegó hasta los oídos de Gloria, quien cerró los ojos y vio algo como pequeños pinchazos en un mar de oscuridad. La mente le trepó a otra conciencia. Oh, Dios. Oye el clamor de mi hijo. Abre nuestros ojos. Acerca nuestros corazones. Llévanos a tu presencia.

Gloria permaneció en silencio por unos minutos, desalojando pequeños pensamientos y acercando la mente hacia lo invisible. Entonces una lágrima suelta le abrió el cielo, como una diminuta grieta en una pared, permitiendo que por allí se filtraran rayos de luz. Ella entró a la luz en los ojos de su mente y permitió que el fervor le rodeara el pecho.

Los clamores empezaron con una oración de Helen. Gloria abrió los ojos y vio que su madre había levantado las manos. Tenía la barbilla hacia lo alto, y los labios esbozaban una sonrisa. Estaba clamando por el alma de Kent.

Oraron de ese modo por treinta minutos, turnándose en clamar para que Dios les oyera los lamentos, les mostrara su misericordia, y les enviara un mensaje.

Casi al final, Helen se levantó y fue a buscar un vaso de limonada. Manifestó que se había acalorado orando al cielo. Estar allá con todas esas criaturas de luz la ponían a arder. Por eso en algún momento siempre se levantaba por un vaso de limonada o té helado.

A veces Gloria se le unía, pero hoy no quiso interrumpir. Hoy la presencia era muy fuerte, como si esa brecha se hubiera congelado abierta y le siguiera irradiando luz dentro del pecho. Eso no era común, porque generalmente la lágrima se abría y se cerraba, dejando pasar solo rayos de luz. Una atenta consideración de parte de los guardianes, había decidido ella en cierta ocasión, para no abrumar a los mortales con demasiado de una sola vez.

Hacía rato que habían desaparecido los pensamientos sobre París, y ahora Gloria disfrutaba pensando en lo invisible. Ocupada en flotar, como había dicho Spencer. Como los pinchazos de luz en la oscuridad de los ojos de ella. O tal vez como un ave, pero en el espacio exterior, atravesando una nube roja, con el pico bien abierto y riendo. Gloria daría su vida por ello, en una palpitación del corazón. Al reflexionar ahora en eso se le aceleró el pulso. Le aparecieron gotas de sudor en la frente. En su interior comenzaron a manar fuertes anhelos, como ocurría a menudo; de tocarlo, de ver al Creador. De observarlo creando. De ser amada con ese mismo poder.

Una vez Helen le contó que tocar a Dios podría ser como tocar un tremendo relámpago, pero lleno de placer. Expresó esto que muy bien podría matarla, pero que al menos moriría con una sonrisa en el rostro. Gloria había reído y movido la cabeza de lado a lado.

Helen se sentó, sorbió la limonada por unos segundos, y puso el tintineante vaso al lado de su silla. Suspiró, y Gloria cerró los ojos, pensando: Bueno, ¿dónde me hallaba?

Fue entonces, en ese momento de normalidad, que la lágrima en el cielo se abrió por completo como nunca antes. Habían orado juntas cada jueves, cada semana, cada mes, cada año por cinco años, y nunca antes Gloria había estado cerca de sentir, ver y oír lo que experimentó entonces.

Más tarde ella pensaría que es cuando contemplan momentos inexplicables como estos que los hombres expresan: Él es soberano. Hará como le plazca. Vendrá a través de una virgen; hablará desde una zarza; luchará con un hombre. Él es Dios. ¿Quién puede conocer la mente del Señor? Amén. Y allí se acaba el asunto.

Pero no se acaba el asunto si usted es la virgen María, o si usted lo oye desde una zarza como Moisés, o si usted lucha con Dios como lo hizo Jacob. Entonces solo es el comienzo.

Sucedió de repente, sin la más leve advertencia. Como si se hubiera roto una represa que contenía la luz, arrojando enormes cantidades de luz en torrentes. En un instante, rayitos de poder, entrando delicadamente así, como ondeantes olas; y al siguiente, una inundación que pareció entrar a la pequeña sala y derribar las paredes.

Gloria lanzó un grito ahogado y se levantó bruscamente. Dos avalanchas más inundaron la sala, y ella supo que Spencer y Helen también habían experimentado todo. El zumbido le inició en los pies y le recorrió los huesos, como si le hubieran enchufado los talones a un tomacorriente y se hubiera acrecentado la electricidad; le recorrió la columna, le entró al cráneo, y le zumbó. Ella se agarró de los brazos mullidos del sillón para evitar que las manos le temblaran.

¡Oh, Dios!, gritó, solo que en realidad no fue un grito, porque la boca se le había paralizado. La garganta estaba agarrotada. Salió un suave gemido.

—Ahhhh…

Y en ese momento, con la luz vertiéndosele en el cerebro, y haciéndole vibrar los huesos, Gloria vio que nada, absolutamente nada, se podía comparar alguna vez con esta sensación. El corazón le latía con ímpetu en el pecho, palpitando ruidosamente en el silencio, amenazando con salirse. Le brotaron lágrimas de los ojos en pequeños manantiales, antes de que siquiera tuviera tiempo de llorar. Era esa clase de poder.

Entonces Gloria empezó a sollozar. No sabía exactamente por qué… solo lloraba y se estremecía. Aterrada, pero a la vez desesperada por más. Como si el cuerpo ansiara más, pero sin poder contener esta oleada de placer. Impotente.

A lo lejos resonó una carcajada. Gloria contuvo la respiración, atraída por el sonido. Venía de la luz, y crecía: el sonido de la risa de un niño. Largas series de risitas, robando despiadadamente el aliento del pequeño. De pronto Gloria anheló estar con el muchacho, riendo; porque allí en la luz, atrapada en una unión singular de raudo poder y las risitas incontroladas de un niño, yacía la felicidad eterna. Éxtasis. Quizás el material mismo del cual se concibió la energía por primera vez.

El cielo.

Gloria lo supo en un instante.

La luz se evaporó de repente. Como un rayo de energía halado dentro de sí mismo.

Ella se sentó arqueada por un breve momento y luego se desmoronó en los suaves cojines del sillón, con la mente zumbándole en un prolongado susurro. Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios, ¡te amo! Por favor. No lograba expresar las palabras adecuadas. Tal vez no había palabras adecuadas. Gimió suavemente y se relajó.

Ninguno habló por varios e interminables minutos. Hasta ese momento Gloria ni siquiera se acordaba de Helen y Spencer. Cuando lo hizo, tardó otro minuto en reorientarse y comenzar a ver las cosas otra vez.

Helen se hallaba con el rostro vuelto hacia el techo, las manos presionadas a las sienes.

Gloria miró a su hijo. Spencer temblaba. Aún tenía cerrados los ojos, tenía las manos en las rodillas, las palmas hacia arriba, y temblando como una hoja. Reía; con la boca totalmente abierta, las mejillas fruncidas, y el rostro enrojecido. Reía como ese niño en la luz. La escena era quizás la imagen más perfecta que Gloria hubiera presenciado alguna vez.

—Jesús —gimió en tono suave la abuela—. Oh, ¡querido Jesús!

Gloria se agarró de la silla solo para asegurarse de no estar flotando, porque por un momento se preguntó si en realidad la habían levantado de la silla y colocado en una nube.

Volvió a mirar a su madre. Helen había apretado los ojos y levantado la barbilla de tal modo que la piel del cuello se le estiraba feamente. El rostro señalaba lívido hacia el techo, y Gloria vio que su madre lloraba. No lloraba y reía como Spencer, sino que lloraba con el rostro matizado de horror.

—¿Mamá? —preguntó Gloria, súbitamente preocupada.

—¡Oh, Dios! Oh, Dios, por favor. ¡No, por favor! —gritó Helen mientras los dedos se le clavaban en los brazos del sillón; el rostro hizo una mueca como si estuviera soportando la extracción de una bala sin un anestésico.

—¡Mamá! ¿Qué pasa? —exclamó Gloria incorporándose mientras esta escena ante ella desvanecía los recuerdos de la sorprendente risa—. ¡Basta, mamá!

Los músculos de Helen parecieron tensarse ante la orden. No se detuvo.

—Oh, por favor, Dios, ¡no! No ahora. Por favor, por favor, por favor…

Desde donde se hallaba, Gloria lograba ver el paladar de la boca de su madre, rodeado por blancos dientes, como un cañón rosado bordeado por elevados acantilados de perlas. Un gemido brotó de la garganta de Helen como el clamor del viento desde una caverna profunda y tenebrosa. Un frío helado bajó por el cuello de Gloria. No podía confundir la expresión que Helen tenía ahora: era el rostro de la agonía.

—¡Noooo!

El sonido le recordó a Gloria una mujer dando a luz.

—Noooo…

—¡Madre! ¡Detente ahora mismo! ¡Me estás asustando!

Gloria saltó de la silla y corrió hacia Helen. Al acercarse vio que todo el rostro de su madre temblaba ligeramente. Se puso de rodillas y la agarró del brazo.

—¡Mamá!

Los ojos de Helen se abrieron de pronto, mirando hacia el techo. El gemido la dejó sin aire. Posó la mirada en el yeso de arriba.

—¿Qué me has mostrado? —musitó en voz baja—. ¿Qué me has mostrado?

Debió haberse encontrado consigo misma, porque de repente cerró la boca y agachó la cabeza.

Por un momento se quedaron mirando con ojos desorbitados.

—¿Estás bien, mamá?

Helen tragó grueso y miró hacia Spencer, quien ahora miraba atentamente.

—Sí. Sí, estoy bien. Siéntate, cariño —manifestó, señalando para que Gloria volviera a su asiento—. Siéntate. Me estás poniendo nerviosa.

Era obvio que Helen intentaba reorientarse, y las palabras salieron con menos autoridad de la acostumbrada.

—Bueno, fuiste tú quien me asustó —opinó Gloria aturdida; entonces se retiró a su sillón, temblando ligeramente.

Cuando volvió a mirar a Helen, la vio llorando, con la cabeza entre las manos.

—¿Qué pasó, mamá?

—Nada, cariño —respondió Helen, negando con la cabeza, gimiendo fuertemente, y enderezándose—. Nada.

Pero no se trataba de nada; Gloria lo sabía.

—¿Oíste la carcajada? —inquirió Helen secándose los ojos e intentando sonreír.

—Sí —contestó Gloria, y miró a su hijo, quien ya estaba asintiendo—. Fue… fue extraordinario.

—Sí —asintió Spencer sonriendo—. Oí la carcajada.

Los tres sostuvieron las miradas, perdidos momentáneamente en el recuerdo de esa risotada, volviendo a sonreír tontamente.

El gozo regresó como una niebla cálida.

Se quedaron en silencio por un rato, inmovilizados por lo ocurrido. Luego Helen se les unió en las risas, pero no lograba disimular las sombras que le cruzaban el rostro. La risa aún consumía a Gloria.

En algún momento un ligero pensamiento recorrió la mente de la abuela: que pronto saldrían para París… a celebrar. Pero este pareció un detalle fugaz e inconsecuente, como el recuerdo de haberse cepillado los dientes esa mañana. Aquí estaba sucediendo demasiado como para pensar en París.