Capítulo veintinueve

Ocho días después

Helen llevó dos vasos de té helado a la sala y le ofreció uno al pastor Madison. Volver a su propia casa fue la única pequeña bendición en este último giro de acontecimientos. No necesitaba quedarse en la de Kent si él se había ido.

—Gracias, Helen. Entonces…

—¿Entonces qué? —cuestionó ella.

—Entonces llegaron a la conclusión de que el incendio resultó de un insólito intento de robo. ¿Leíste esta historia? —inquirió él, levantando el Denver Post en una mano.

—Sí, eso vi.

—Dicen que la evidencia de la escena demuestra claramente una segunda parte… suponen que se trata de un ladrón —continuó el pastor—. Es evidente que este tipo encontró abierta la puerta trasera y entró al banco, esperando obtener algo de efectivo fácil. Por desgracia, Kent estaba allí «trabajando hasta tarde la noche del domingo, lo cual no era extraño en Kent Anthony. Era bien sabido que el programador de treinta y seis años de edad trabajaba en extraños horarios, a menudo hasta las primeras horas de la madrugada».

—Um —ofreció Helen.

—Se dice que los investigadores especulan que el ladrón se encontró con Kent, se llenó de pánico, y lo mató de un disparo. Luego regresó e incendió el lugar… probablemente en un intento por borrar evidencia de su presencia. Él aún anda suelto, y la investigación continúa. El FBI no tiene sospechosos por el momento. En realidad no se cometió el robo… Calculan que el perjuicio del incendio llega a tres millones de dólares, una fracción de lo que pudo haber sido, gracias a la rápida acción del cuerpo de bomberos —anunció él, bajó el periódico y sorbió su té—. Y por supuesto, sabemos el resto, porque es acerca del funeral.

Helen no respondió. No había mucho que decir de todos modos. Las cosas se le habían caído del plano del entendimiento. Ella estaba guiada ahora por lo desconocido. Por la clase de fe que nunca había soñado que fuera posible.

—¿Qué está sucediendo con las pertenencias de Kent? —quiso saber Bill.

—Según su testamento le deja todo a Gloria y a Spencer. Supongo que el estado se quedará ahora con sus cosas… franca y totalmente, no lo sé, ni me importa. Por lo que he visto, de todos modos no hay cómo usar nada de esto en la próxima vida.

Bill asintió y volvió a sorber. Se quedaron en silencio por un rato.

—Tengo que decírtelo, Helen. Esto es casi demasiado para mí.

—Lo sé. Parece difícil, ¿no es cierto?

Bill ladeó la cabeza, y ella se dio cuenta que la frustración del hombre sacaba lo mejor de él.

—No, Helen. No parece difícil. No todo es respecto a que parezca de esta o de esa manera. Esto es difícil, ¿de acuerdo? —expresó él, y se movió incómodo—. Quiero decir, primero la esposa de Kent muere de una enfermedad inesperada, lo que fue una desgracia. Entiendo que esas cosas sucedan. Pero luego matan a su hijo en un insólito accidente. Y ahora ni siquiera nos acabábamos de quitar la ropa de funeral cuando él es asesinado en un insospechado intento de robo. ¿Bastante extraño? No, no mucho. Mientras tanto tú, la madre, abuela y suegra está por ahí caminando, muy literalmente, y hablando acerca de algún juego en el cielo. De un plan maestro más allá de la comprensión humana normal. ¿Con qué fin? ¡Todos están muertos! ¡Toda tu familia está muerta, Helen!

—Las cosas no siempre son lo que…

—… lo que parecen —terminó Bill—. Lo sé. Me lo has dicho un centenar de veces. ¡Pero algunas cosas sí son lo que parecen! Gloria parece bastante muerta, ¿y sabes qué? ¡Ella está muerta!

—No necesitas tratarme con aparente amabilidad, jovencito —manifestó Helen sonriendo con dulzura—. Y en realidad, ahora ella está más viva que muerta, por lo que en eso estás menos en la verdad que en el error. Desde el punto de vista práctico quizás tengas razón, pero el reino de los cielos no es lo que la mayoría de humanos llamaría algo práctico. Todo lo contrario. ¿Has leído alguna vez las enseñanzas de Cristo? «Si alguien te pide la túnica, dale también la capa». ¿Has hecho eso alguna vez, Bill? «Si tu ojo te hace pecar, sácatelo». ¿Has visto últimamente a alguien destrozando el televisor, Bill? «El que no carga su cruz y me sigue, no es digno de mí…», eso es morir, Bill; y «deja que los muertos entierren a sus muertos». Fue Dios quien pronunció estas palabras, como una guía por la cual llevar la vida.

—Bueno, no estoy hablando aquí de las enseñanzas de Cristo. Estoy hablando de personas que mueren sin motivo aparente.

Helen lo escrutó profundamente con la mirada, sintiendo empatía y sin saber en realidad por qué. Él era un buen hombre. Simplemente aún no había visto lo que debía ver.

—Bueno, yo estoy hablando de las enseñanzas de Cristo, Bill, lo cual, sea que te guste o no, incluye la muerte. Su propia muerte. La muerte de los mártires. La muerte de aquellos sobre cuya sangre se levantó la Iglesia.

Helen alejó la mirada, y de pronto le llegó a la mente un centenar de imágenes del pasado. Tragó grueso.

—La razón que buscas está aquí, pastor —continuó ella, agitando lentamente la mano en el aire—. Totalmente a nuestro alrededor. Solo que a menudo no la vemos con claridad, y cuando lo hacemos, no muy a menudo se ve como creemos que debería verse. Estamos tan concentrados en rellenarnos con plenitud de vida, con plenitud de felicidad, que perdemos de vista a Dios. Inventamos nuestro propio Dios.

—Dios es un Dios de gozo, paz y felicidad —propuso él.

—Sí. Pero el Maestro no tenía en mente comedias de la vida diaria que te hicieran reír, o alegres sermones acerca de qué es en realidad el camino angosto. Cielos, no. ¿Qué es puro, Bill? ¿O excelente, o admirable? ¿La muerte de un millón de personas en el diluvio? Es evidente que Dios pensó en eso. Él es incapaz de acciones que no sean admirables, y eso es lo que produjo el diluvio. ¿Y qué acerca de la matanza de niños en Jericó? Existen pocas historias bíblicas que no sean tanto terribles como acertadas. Solo que preferimos hacer de lado la parte terrible, pero eso únicamente hace lánguida a la parte buena.

Helen dejó de mirar a Bill y enfocó la mirada en la pintura de Cristo en la crucifixión.

—Se nos anima a participar en el sufrimiento de Cristo, no a fingir que esos fueran momentos para sentir felicidad. Jesús dijo: «Hagan esto en memoria de mí. Esta es mi sangre, este es mi cuerpo». No pidió que encontráramos un conejito de Pascua o que buscáramos huevos de chocolate en memoria de él. Se nos dice que meditemos en las Escrituras, incluso en la parte que detalla la consecuencia del mal, la conquista de Jericó y todo eso. No que finjamos que nuestro Dios ha cambiado de algún modo desde la época de Cristo. Evidentemente la opinión de Pablo acerca de lo admirable y noble era muy distinta a la nuestra. Dios nos perdona, Bill. Nos burlamos de la victoria del Señor cuando encubrimos al enemigo con el fin de obtener la aprobación de nuestro prójimo.

—Imagíname hablando así desde el púlpito —objetó él parpadeando y respirando hondo—. Dejaría sin aliento a la mayor parte de la audiencia.

Él bajó la cabeza, pero Helen vio que tenía la mandíbula apretada. De repente esas imágenes del pasado de ella le volvieron a chocar en el pensamiento, y cerró brevemente los ojos. Debería decírselo, pensó ella.

—Permíteme contarte una historia, Bill. Una historia acerca de un hombre de Dios distinto a cualquiera que yo haya conocido. Un soldado. Él era mi soldado —expresó ella, ahora las emociones la inundaron de veras, y observó que le temblaban las manos—. Él era de Serbia, es decir, antes de venir a los Estados Unidos. Luchó allí en la guerra con un pequeño equipo de fuerzas especiales. Sirvió bajo un teniente, un hombre horrible.

Helen se estremeció mientras lo decía.

—Un tipo que odiaba a Dios y que dormía con el diablo.

Ella debió detenerse por unos momentos. Los recuerdos venían demasiado rápido, con excesiva intensidad, y en silencio hizo una oración. Padre, perdóname. Levantó la mirada hacia la botella roja sobre la rinconera, asentada allí, recordándole el pasado. Con el rabillo del ojo vio que Bill la observaba.

—Bueno, un día entraron a un pueblito. El comandante los llevó directamente a la iglesia en el centro. El soldado dijo que con una sola mirada a los ojos del teniente sabía que ese hombre había llegado con crueles intenciones. Fue horrible comprender eso.

Helen tragó saliva y continuó antes de que la emoción sacara lo mejor de ella.

—El comandante hizo reunir a la gente del pueblo, como cien de ellos, creo, y entonces comenzó sus juegos.

Helen volvió a levantar la mirada hacia la cruz.

—El sacerdote era un hombre temeroso de Dios. Durante horas el comandante llevó a cabo su juego… inclinado para obligar al sacerdote a renunciar a Cristo ante los habitantes del pueblo. El horror de esas horas fue tan censurable, que apenas puedo hablar de eso, Bill. Oír acerca de esos momentos me haría llorar por horas.

De los ojos de Helen se deslizaron lágrimas que le cayeron al regazo.

—El soldado estaba horrorizado por lo que veía. Intentó en vano detener al teniente, y casi pierde su propia vida. Pero finalmente el sacerdote murió. Murió un mártir por amor a Cristo. Ahora en el pueblo hay un monumento en honor a él; es una cruz que se levanta desde el césped verde con la inscripción «Nadie tiene amor más grande». Al día siguiente a la muerte del sacerdote recogieron un poco de su sangre y la sellaron dentro de varias botellitas de cristal, para nunca olvidar lo sucedido.

Ella se puso de pie y se dirigió a la rinconera. Solamente a su hija le había hablado de esto, pero ya era hora, ¿no es verdad? Sí, era hora de extender esta semilla. La respiración se le estaba entrecortando mientras abría las puertas de vidrio. Rodeó la botellita con los dedos, y la sacó. El recipiente solo era algo más grande que la mano de ella.

Helen volvió a su silla y se sentó lentamente, con las imágenes revolcándosele en la mente.

—El soldado regresó a la aldea al día siguiente para suplicar que lo perdonaran. Ellos le dieron uno de los frascos llenos con la sangre del mártir —continuó Helen sosteniendo aún la botella en la palma—. No para adorarla o idolatrarla, le dijeron. Sino para recordarle el precio pagado por su propia alma.

No era toda la historia, por supuesto. Helen pensó que si el pastor conociera toda la historia estaría babeando sobre el suelo en un charco de sus propias lágrimas. Porque la historia completa era tanto de ella como del soldado, y se extendía más allá de los mismísimos límites del amor. Quizás le daría el libro que Janjic escribiera antes de morir, Cuando el cielo llora. Entonces Bill la conocería.

—La experiencia cambió profundamente la vida del soldado —continuó ella, mirando a Bill, quien tenía los ojos húmedos y fijos en el suelo—. Y a la larga cambió mi vida, y la de Gloria y Spencer, y hasta la tuya y la de muchísimos otros. Y ahora posiblemente la de Kent. Pero mira, todo comenzó con una muerte. La muerte de Cristo, la muerte del sacerdote. Sin estas muertes yo no estaría hoy aquí. Tampoco tú, pastor. Así es como veo ahora el mundo.

—Sí —asintió él, recuperándose—. Es cierto que ves más que la mayoría de nosotros.

—Yo solo veo un poco más que tú, y la mayor parte de eso por fe. ¿Crees que porto el rostro de Dios? —le preguntó ella; él pestañeó, obviamente inseguro de si debía contestar—. Me ves caminando por ahí, trastornada, preocupada, con el ceño fruncido. ¿Crees que ese es el rostro de Dios? ¡Desde luego que no! Él está furioso por el pecado, sin duda. Y el corazón le duele debido al rechazo de su amor. Pero por sobre todo él se revuelca de la risa, está fuera de sí con gozo. Yo solamente veo el dobladillo de su vestidura, y eso solo a veces. El resto viene por fe. Podríamos tener diferentes dones, pero todos tenemos la misma fe. Poco más o poco menos. No somos tan diferentes, pastor.

—Nunca te había oído decir esas cosas —reconoció él, mirándola.

—Entonces tal vez debí haber hablado antes. Perdóname. Puedo ser tan terca como una mula, ¿sabes?

—No te preocupes, Helen —contestó él sonriendo—. Si tú eres obstinada, ojalá Dios golpeara nuestra iglesia con mil personas tercas como una mula.

Ambos rieron.

Por varios minutos simplemente se quedaron allí en silencio, pensando. Sus vasos tintineaban de vez en cuando con hielo, pero la solemnidad del momento parecía querer su propio espacio, así que se lo permitieron. Helen tarareó algunos compases de «La canción del mártir» y miró por fuera al campo más allá de su casa. Algún día iba a llegar el otoño. ¿Cómo sería caminar cuando este llegara?

—¿Y sigues caminando? —inquirió Bill como si esta hubiera sido la verdadera razón para visitarla, y precisamente ahora la estuviera trayendo a colación.

—Sí. Sí aún camino.

—¿La distancia entera?

—Sí.

—¿Pero cómo? Yo creía que estabas caminando y orando por el alma de Kent.

—Bueno, ese es el problema. Allí es donde las cosas no parecen ser lo que parecen. Aún estoy caminando porque no he sentido urgencia para no caminar, porque mis piernas aún caminan sin cansarse, y porque aún quiero orar por Kent.

—Kent está muerto, Helen.

—Sí. Así parece. Pero los cielos no están siguiendo el juego. Caminé ese primer día después del incendio, en busca de absolución. Pensé que eso era de esperarse. Pero no encontré esa absolución.

Ella lo miró y vio que él había inclinado la cabeza, con incredulidad.

—Y entonces allí está el sueño. Alguien aún me sigue corriendo por la cabeza durante la noche. Aún le oigo la respiración, los pesados pasos por el túnel. El drama aún se está desarrollando, pastor.

—Vamos, Helen —objetó Bill lanzándole una comprensiva sonrisita—. Yo mismo hablé hace dos días con el director de la investigación. Me dijo muy específicamente que el funcionario de la morgue identificó con claridad el cuerpo como perteneciente a Kent Anthony. Igual estatura, igual peso, igual dentadura, igual todo. Los registros del FBI lo confirmaron. Ese cuerpo que enterramos hace tres días le perteneció a Kent. Tal vez él necesita ayuda en alguna vida después de la muerte, pero ya no está en esta tierra.

—¿Hicieron entonces una autopsia?

—¿Autopsia de qué? ¿De huesos carbonizados?

—¿ADN?

—Vamos, Helen. En realidad no puedes creer… Mira, sé que esto es difícil para ti. Ha sido una terrible tragedia. Sin embargo, ¿no crees que esto ya esté yendo un poquitín demasiado lejos?

—Esto no tiene nada que ver con tragedia, jovencito —cuestionó ella taladrándolo con una mirada carente de emoción—. ¿Estoy o no estoy caminando ocho horas diarias sin cansarme?

Él no contestó.

—¿Es alguna ilusión esta caminata mía? Dime.

—Por supuesto que no es una ilusión. Pero…

—¿Por supuesto? Pareces muy seguro respecto de eso. ¿Por qué Dios está haciendo que las piernas se me muevan de este modo, pastor? ¿Es que ha descubierto una nueva forma de hacer que se muevan los diminutos humanos acá abajo? «Oye, Gabriel, sencillamente podríamos darles cuerda y hacer que caminen por ahí por siempre. ¿No? ¿Por qué entonces?»

—Helen…

—Te lo estoy diciendo, pastor, esto no ha terminado. Y quiero decir, no solo en los cielos, sino que no ha terminado en la tierra. Y puesto que Kent es el objeto principal de todo esto, no, no creo que él esté necesariamente muerto.

Ella se alejó de él. Dios santo, escúchala. Eso parecía absurdo. Ella había mirado dentro del ataúd mismo y había visto los huesos calcinados.

—Y si crees que esto tiene sentido para mí, te equivocas. Ni siquiera estoy señalando que él necesariamente esté vivo. Solo que me es más fácil creer que está vivo, dado el hecho de que aún estoy orando días enteros por él —afirmó ella, luego se volvió hacia Bill—. ¿No tiene sentido eso?

Bill Madison respiró hondo y se acomodó en la silla.

—En realidad sí, Helen —contestó moviendo la cabeza de lado a lado—. Creo que sí.

Se quedaron en silencio por algunos minutos, mirando en direcciones distintas, perdidos en sus pensamientos.

—Es muy extraño, Helen —Bill rompió la calma—. Se trata de un mundo totalmente místico. Tu fe es desconcertante. Estás entregando tu vida a imposibilidades.

Helen levantó la mirada y vio que él tenía los ojos cerrados. A ella se le hizo un nudo en la garganta.

—Es todo lo que tengo, Bill. En realidad es lo único que cualquiera tiene. Es todo lo que tenía Noé, mientras construía su absurdo barquito y los demás se burlaban de él. Es lo único que tenía Moisés, mientras sostenía su vara sobre el Mar Rojo. Es todo lo que tenían Oseas, Sansón, Esteban y todos los demás personajes de todas las historias bíblicas. ¿Por qué debería ser tan diferente hoy para nosotros?

Ella vio que a Bill se le movía la manzana de Adán.

—Sí, creo que tienes razón —asintió él—. Y temo que mi fe no sea tan firme.

Ella pensó que él empezaba a ver. Lo cual significaba que la fe del pastor era más firme de lo que él mismo se daba cuenta. Podría necesitar un golpecito suave. Ella había leído en alguna parte que las águilas nunca volarían si sus madres no las empujaban de sus nidos cuando ya estaban listas. Aun entonces debían entrar en una caída libre llenas de pánico antes de desplegar las alas y empezar a volar.

Sí, quizás era hora de darle un pequeño empujón al pastor.

—¿Te gustaría ver más de lo que has visto, Bill?

—¿Ver qué?

—Ver el otro lado. Ver lo que yace detrás de lo que ahora ves.

—¿A qué te refieres con ver? —indagó él un poco tenso—. No es como si tan solo pudiera encender una luz y viera…

—Es una pregunta simple, Bill, de veras. ¿Quieres ver?

—Sí.

—¿Y estarías dispuesto a dejarte llevar un poco?

—Así lo creo. Aunque no estoy seguro de cómo puedes llevar a algo que no puedes ver.

—Olvida cuán importante eres, haz de lado tu estrecho campo de visión; abre el corazón a una sola cosa. A Dios, en cualquier forma que él decida revelarse, sin importar cómo te podría parecer. Déjate guiar.

—Parece un poco riesgoso, en verdad —contestó él sonriendo nerviosamente—. No puedes tirar sencillamente toda doctrina por una experiencia.

—¿Y si esa experiencia fuera Dios, el creador? ¿Qué es más importante para ti, un encuentro con Dios o tu doctrina?

—Bueno, si lo pones de ese modo…

—¿En oposición a qué?

—Tienes razón. Y sí, creo que me podría dejar llevar un poco.

—Oremos entonces —manifestó ella sonriendo torpemente.

Helen lo vio cerrar los ojos e inclinar la cabeza. Se preguntó cuánto tiempo aguantaría él en esa posición.

—Padre del cielo —oró ella en voz alta y cerró los ojos—, si te place, abre los ojos de este hijo tuyo para que vea a qué lo has llamado. Que logre ver cuán ancho, profundo y alto es tu amor por él.

Helen se quedó en silencio y siguió con los ojos cerrados a la oscuridad. Por favor Padre, hazle sentir tu presencia. Al menos eso, solo una prueba de ti, Dios de los cielos.

La mente de Helen se llenó con una imagen de Kent. Bajaba por una calle larga y desierta, sin rumbo fijo y perdido. Tenía el cabello despeinado, y los ojos azules miraban por sobre oscuras ojeras. Helen pensó por un momento que podría tratarse del espíritu de él, como alguna clase de fantasma deambulando por las calles mentales de ella. Pero entonces ella vio que se trataba de él, realmente él, desconcertado por la soledad de la calle que recorría. Y se hallaba solo.

Por el momento Helen se olvidó del pastor. Quizás debería ponerse a caminar. Tal vez debería simplemente dejar a Bill y salir a dar otra caminata… a orar por Kent. Sí, al menos eso. El corazón se le hinchó en el pecho. Oh, Dios, ¡salva el alma de Kent! No ocultes tu rostro de este hombre que tú formaste. Ábrele el corazón a tu espíritu. Exprésale palabras de amor a los oídos, derrámale tu fragancia en la mente, danza ante sus ojos, muéstrale tu esplendor, envuélvelo con tus brazos, tócale la fría piel con un toque cálido, aliéntale vida a las fosas nasales. Tú lo formaste, ¿o no? Por tanto, ámalo ahora.

Pero lo he hecho.

Helen dejó caer la cabeza ante las palabras y comenzó a llorar. Oh Dios, lo siento. ¡Lo has hecho! Lo has amado mucho. ¡Perdóname!

Ella se quedó recogida en la silla por varios e interminables minutos, sintiendo que oleadas de fuego le recorrían el pecho. Era una mezcla de agonía y deseo… un sentimiento común en ella en estos días. El corazón de Dios para con Kent. O al menos una pequeña parte del corazón del Señor. La parte que él decidía revelarle a ella.

Helen recordó de pronto a Bill y levantó la cabeza.

Él estaba en el sillón verde, la cabeza echada hacia atrás como un patito suplicando alimento. La manzana de Adán le resaltaba en gran manera sobre el cuello, la mandíbula caída, la boca bien abierta, las fosas nasales le resoplaban. Y el cuerpo le temblaba como un andrajoso muñeco de trapo. Algo se había abierto en alguna parte. Los ojos de él, quizás.

Helen se relajó y se echó de espalda sobre los cojines. Una sonrisa le dividió el rostro. Ahora él entendería. Tal vez ningún detalle de la difícil situación de Kent, pero el resto llegaría ahora con más facilidad. Alcanzaría fe con mayor facilidad.

Lágrimas a chorros bajaron por las mejillas del pastor, y Helen vio que ya tenía húmeda la camisa. Ver al hombre adulto reducido a un montón de emociones le hizo querer gritar a todo pulmón. Era esa clase de gozo. Se preguntó cómo era que a ella nunca le había dado un ataque cardíaco. ¿Cómo podía un mortal, como Bill allí, totalmente irreflexivo, soportar una emoción tan devastadora que reñía con el corazón, y no arriesgarse a un infarto al miocardio? Ella sonrió ante el pensamiento.

Al contrario, el corazón de él muy bien podría estar hallando algo de vigor. Después de todo eso le había pasado a las piernas de ella.

—¿Quieres ver, Bill? —susurró ella, comenzando a mecerse delicadamente.