Capítulo veintiocho

Helen salió al porche antes de que sonara el primer timbre de la puerta.

—Él está aquí, Bill.

El pastor no respondió de inmediato.

—Vamos a caminar —dijo Helen pasándolo y dirigiéndose a la calle.

El Lexus plateado se hallaba a lo largo de la calle junto a la entrada de la casa. La mujer viró a la izquierda en la acera y una vez en ella aceleró el paso.

—Vino a casa anoche.

—¿Agarró algún pez? —preguntó Bill, ahora al lado de ella.

—No sé. Está ocultando algo.

—¿Ocultando qué? ¿Qué sabes?

—No sé lo que está ocultando pero voy a averiguarlo en el momento en que llegue a casa. Allá arriba están inquietos; así es como lo sé. Hay muerte en el aire. La siento.

—¿Te importaría si bajamos un poco el ritmo, Helen? Estás caminando muy rápido.

—Tenemos que caminar rápido. La caminata de hoy va a ser muy corta. Realmente corta. Debo volver allá —expresó ella, miró los Reebok y notó que estaban desgastados en los dedos—. ¿Quieres orar, Bill?

—Por supuesto.

—Ora, entonces. Ora en voz alta.

Kent despertó sobresaltado. Algo andaba mal. Sintió el pecho como si una liebre hubiera hecho morada allí y le estuviera poniendo a prueba los latidos. Solo que se trataba del corazón de Kent… no de ningún conejillo. Lo cual significaba que él había tenido otro sueño.

No lograba recordar nada… ni siquiera por qué se hallaba en su cama.

Entonces recordó todo, y saltó del lecho.

Ayer robó un furgón, condujo hasta Utah, robó un cadáver, y regresó a la Empacadora de Carnes Front Range, donde ahora yacía el cuerpo muerto, calentándose lentamente en la parte posterior del furgón 24. Él había vuelto a casa debido a Helen. Querida suegra Helen.

Fue este último chisme lo que lo había despertado vibrando como cabezales del Thumper… esto acerca de Helen. Él no podía permitir que ella lo viera. Y ese era un problema porque la suegra estaba cerca. Demasiado cerca. Quizás ahora mismo se hallaba ante la puerta del dormitorio, esperando el sonido del movimiento de él.

Agarró los pantalones caqui que se había quitado la noche anterior y se los puso. Por segunda mañana seguida enfrentaba la tarea de salir de la alcoba como si en verdad pretendiera regresar. Se movió alrededor con rapidez, frotándose con el índice un poco de pasta dental en los dientes y lanzando el tubo al cajón; tirando las cobijas sobre la cama, medio tendidas; y adelantando algunas páginas de la novela de Grisham. Hizo todo eso sin saber exactamente lo que estaba haciendo.

No importaba… Helen ya venía.

Kent abrió la puerta, y calmando la respiración trató de escuchar si había movimiento abajo. Nada. Gracias a Dios. Se deslizó por el pasillo y bajó los peldaños de dos en dos. En cosa de sesenta segundos se las arregló para sacar el jugo de naranja, untar un poco de mantequilla de maní a una rosquilla, medio consumir lo uno y lo otro, y salir esperando haber dejado la impresión de que había disfrutado un pausado desayuno en una mañana dominical. Luego agarró un bolígrafo y, tomando una prolongada respiración para tranquilizar la temblorosa mano, escribió sobre la nota que había dejado ayer.

Hola, Helen

Siento no haberte visto. Tuve un estupendo día de pesca. Todos demasiado pequeños para traerlos. Si no estoy en casa a las seis, no me esperes.

Kent

Dejó la nota sobre el mesón y corrió hacia la entrada. El reloj del microondas mostraba las 9:30. Abrió con cuidado la puerta principal, rogando no ver la ingenua risa de Helen. La luz solar le hizo arder los ojos, y él los entrecerró. El Lexus se hallaba ociosamente en la calle. El Pinto amarillo de Helen en el garaje y un tercer vehículo, un Accord verde, estaba en la entrada detrás del Pinto.

El auto de una amistad. ¿En la casa? No, Kent no había oído ningún ruido. Helen estaba afuera caminando con alguna persona que poseía un Accord verde. Lo cual significaba que su suegra estaría caminando calle abajo con dicha amistad, lista a salir corriendo a la iglesia. Y la iglesia empezaba a las diez, ¿no es así?

Kent cerró la puerta y caminó hacia su Lexus, con la cabeza agachada, tan indiferentemente como podía. Si ellos se hallaban calle abajo, él les haría caso omiso. Tenía que hacerlo. ¿Por qué? Solo porque debía hacerlo. Él se había despertado con esa comprensión zumbándole en el cerebro, y esta aún no se había acallado.

Prendió el Lexus sin levantar la mirada. Fue al empezar a girar en U que los vio, como dos imágenes en la recta final de la maratón de Boston, moviendo los brazos con fuerza. Entonces supo cómo era que se le pusiera la carne de gallina, porque casi se le desvanece la piel; exactamente allí en los asientos de cuero del Lexus. No se golpeó la cabeza en el techo solo por haberse agarrado firmemente del volante, lo cual fue bueno porque ellos pudieron haber visto el movimiento. Simplemente no se pueden levantar los brazos a causa de la sorpresa y luego fingir no haber visto a alguien… no sería algo genuino. El pie de Kent pisó un poco el acelerador, haciendo que el auto se sacudiera levemente, pero por lo demás se las arregló para mantener cerrado y suave el giro.

Le resultó difícil quitar la mirada de Helen. Ella y el hombre estaban como a una cuadra de distancia, dedicados a su caminata, saludándolo ahora. La anciana usaba un vestido amarillo que se sacudía a la brisa, dejando claramente al descubierto esas ridículas medias levantadas hasta la mitad de las piernas.

¿Debería él contestarles el saludo? Obviamente, por lo intenso era un saludo de Detén el auto, pero él podía fingir que lo había confundido con un saludo de Que tengas un buen día y devolverlo antes de meterse en el crepúsculo haciendo un ruido infernal. No, mejor fingir no haberlos visto en absoluto.

El pie de Kent presionó firmemente el acelerador y echó a correr dejándolos donde estaban. El cuello le permaneció rígido. Santo cielo, ¿qué sabían estos dos? Ellos levantaban y bajaban los brazos. «Lo siento, amigos, sencillamente no los vi. Juro que no vi nada. ¿Están seguros de que era yo?»

Pero a él no le estarían preguntando eso en ningún momento cercano, ¿verdad? Nunca. Miró el reloj del panel de instrumentos: 9:35. Tenía diez horas para quemar.

Le tomó a Kent diez buenos minutos calmarse, mordisqueándose las uñas, pensando. Pensando, pensando, pensando. El espejo le reflejó un rostro sin afeitar y húmedo. Debió haberse aseado un poco, al menos ponerse un poco de desodorante. Solo un haragán, o alguien con tremenda prisa rechazaría el cuidado básico del cuerpo. Y él estaba comenzando a oler. Se olfateó la axila. No, «comenzando» era ser demasiado indulgente. Tenía mal olor. Lo cual no presentaría un problema significante a menos que se topara con alguien que lo notara. Y aun entonces, ¿qué podría hacer esa persona? ¿Llamar a la policía local y reportar algo con la hediondez de un pantano vagando por la ciudad en el Lexus plateado? Probablemente no. Sin embargo, podría dejar una mala impresión en la cabeza de algún empleado.

¿Le parecería a usted qué él era normal?

—No señor, oficial, me atrevería a decir que no. No a menos que usted considere normal andar por ahí con rábanos por ojos y oliendo a carne podrida a diez metros.

—Así de mal, ¿eh?

—Así de mal.

Kent decidió ir a Boulder a comer una hamburguesa. Tenía tiempo para quemar, y pensándolo bien necesitaba los kilómetros en el auto. Acababa de ir a un viaje de pesca.

Dos horas después entró a una parada de camiones a quince kilómetros al sur de Boulder, donde se las ingenió para salpicarse un poco de agua debajo de los sobacos, y sin ningún problema compró un sándwich sin mantequilla. Pasó tres horas en el estacionamiento trasero reflexionando en asuntos de la vida y la muerte antes de arrancar y dirigirse otra vez hacia Denver. ¿Y utilizó la tarjeta de crédito? No, por supuesto que no la usó. Eso sería ridículo. Estúpido, estúpido. Y ya bastaba de ser estúpido.

Para cuando Kent volvió a meter el Lexus en el parque industrial que contenía el cadáver de Tom Brinkley, la oscuridad había caído sobre Denver.

Las cosas resultaron considerablemente más sencillas esta vez. Kent apagó las luces, agradecido por una luna llena, y condujo por los callejones hacia la valla trasera. El furgón 24 se hallaba fielmente al lado de sus dos primos, y Kent apretó el puño en satisfacción.

—Mejor que estés allí, bebé —susurró, mirando la puerta enrollable del vehículo—. Mejor que estés donde te dejé.

Esto, desde luego se lo decía al cuerpo muerto, esperando que aún estuviera en la caja de contrachapado. Y esperando que no estuviera podrido. Las cosas ya estaban oliendo bastante mal.

Kent hizo retroceder el Lexus hasta poco más de medio metro del furgón, se apeó, y abrió la cajuela. Se puso un par de guantes quirúrgicos, desatrancó la palanca de la puerta del Iveco, y la levantó. Un fuerte olor a moho le inundó las fosas nasales, un moho más como de medias húmedas que de un cuerpo muerto, pensó, aunque él nunca antes había olido el moho de un cadáver. No obstante, no era el olor acerca del cual había leído.

La parte trasera del furgón se abrió como una enorme boca, oscura hasta la garganta, con una lengua que reposaba tranquila y café en medio. Solo que la lengua era la caja. Kent exhaló aliviado.

Sacó una palanca del baúl de su auto y se trepó al furgón. Habían atornillado el ataúd, lo que hizo un poco ruidosa la parte de abrir el botín, pero a los tres minutos la tapa yacía ladeada, desafiándolo a quitarla del todo.

Kent no había ensayado bien las sensaciones que lo zarandearon a continuación. Es más, no las había planeado en absoluto. Tenía la mano debajo de la tapa, listo a arrancarla con indiferencia, cuando se le vino la idea de que estaba a punto de mirarle el rostro al pescado. Pero para nada se trataba de un pescado. Era un cuerpo muerto. Kent se paralizó. Y no solo iba a mirar, sino también a tocar por todos lados, a levantar y a sacar esa carne fría y grisácea. Algo helado le recorrió la nuca.

Transcurrieron unos cuantos segundos en silencio. Primero debería alistar el plástico.

Kent se bajó del furgón y agarró un rollo de plástico de la cajuela del auto. Volvió a subir al camión y se paró ante el cajón. Ahora o nunca, compañero. Solo hazlo.

Lo hizo. De una patada quitó la tapa y miró dentro del ataúd.

Tom Brinkley estaba gris y levemente hinchado, con una perforación en el estómago del tamaño de un puño. El cabello era rubio y tenía abiertos los ojos. Kent no se pudo mover por algunos segundos. Eran esos dos ojos como canicas que lo miraban, brillando con vida a la luz de la luna, pero muertos. Entonces el olor que despedía el cadáver le penetró en las fosas nasales. Leve, ah, muy leve pero le recorrió por los huesos, y el estómago no estaba respondiendo tan gustosamente.

Según parece, el estómago de Tom Brinkley tampoco había respondido tan felizmente. A juzgar por el tamaño del agujero, parecía como si hubiera usado una bazuca para acabar con la vida. El mensaje de Kent a la funeraria le apareció en la mente. No había problema. Lo recogeremos como esté. Ahora estaba mirando al «como esté», y «era» un problema.

Kent retrocedió y se agarró de la estantería metálica. Santo cielo, esto no estaba en el plan. Solo es un cadáver, ¡por amor de Dios! Algo muerto, como un pescado, con un enorme hueco en el estómago. ¡Sigue adelante!

¿Y si no podía seguir adelante? ¿Y si él simplemente no tuviera agallas para lidiar por ahí con este cadáver? Se miró los guantes en las manos; lo protegerían de alguna enfermedad persistente. Cualquier peligro que imaginara solo estaba en la mente. ¿De acuerdo?

El pensamiento obligó a Kent a entrar en un estado de torpe y excesiva actividad. Tomó una bocanada de aire, giró otra vez hacia el cuerpo, metió la mano en el sarcófago, y jaló al Sr. Brinkley para sacarlo en un solo y suave movimiento.

O eso intentó.

El problema era que este cadáver había estado inmóvil por unas buenas cuarenta y ocho horas, y no estaba muy ansioso de cambiar de posición. Lo llamaban rigidez cadavérica, y ya se había apoderado del muerto.

Kent no había dirigido bien las manos al meterlas en el ataúd; las había enganchado tan solo, y los dedos se le habían cerrado alrededor de un hombro y un costado en las costillas, ambos sitios fríos y húmedos. El cuerpo muerto se puso medio vertical antes de deslizársele de las manos a Kent. El Sr. Brinkley giró lentamente y fue a parar al borde del ataúd. El rígido torso superior se deslizó limpiamente y se detuvo con un aplastante golpe seco en las tablas del piso del furgón. Ahora el cuerpo se desplomó sobre el sarcófago, panza abajo y trasero arriba a la luz de la luna, con las manos colgando del respaldo como si estuviera rindiendo homenaje al satélite del planeta.

Kent tragó la bilis que le trepó a la garganta, y saltó del furgón, resoplando casi en estado de pánico. Si en realidad había un Dios, le estaba haciendo esto espantosamente difícil. Ninguno de los libros había mencionado lo de la piel húmeda y resbaladiza. Si lo hubiera sabido habría traído toallas o algo así. Por supuesto que los libros no le habían enseñado capítulos sobre los métodos preferidos de arrastrar cadáveres. Por lo general estas cosas yacían pacíficamente sobre mesas o en ataúdes.

De pie en el suelo Kent miró el cuerpo en la parte trasera del furgón. Estaba gris a la tenue luz, como alguna clase de estatua de piedra en conmemoración a traseros. Bueno, si no lograba meter pronto eso en el baúl habría una docena de policías haciendo resplandecer sus linternas sobre ese monumento, haciendo preguntas ridículas. Preguntas como: «Kent, ¿qué está haciendo con el Sr. Brinkley?»

Volvió fieramente al trabajo por hacer, sujetó las manos alrededor de cada muñeca, y haló con fuerza. El cadáver saltó del cajón y se deslizó con bastante facilidad, como un pescado tieso arrastrado a lo largo del muelle. Lo sacó hasta la mitad antes de inclinarlo en la sección media. Titubeó al pensar en ese hueco en el estómago del Sr. Brinkley. Debió haber rodado al individuo envuelto en el plástico.

¡El plástico! Lo había dejado en el ataúd. Lanzar el cuerpo dentro del Lexus sin cubrirlo sería definitivamente una de las idioteces más grandes que hacían los criminales de la Calle de los Estúpidos. Si tuvieran alguna sospecha, los expertos forenses tendrían allí un día de campo. Kent volvió a empujar el fiambre dentro del furgón, agarró el plástico, y lo extendió rápidamente a lo largo del piso de la cajuela, plegándolo en los bordes. Se volvió a inclinar dentro del camión para agarrar por las muñecas el desnudo cuerpo del Sr. Brinkley, y volverlo a jalar.

En un solo movimiento, negándose a considerar lo que ese hueco le podría hacer a la camisa, Kent se echó el cadáver al hombro, giró de costado, y soltó al Sr. Brinkley dentro del baúl. El cuerpo dio una voltereta al bajar y cayó con un fuerte golpe, el trasero abajo. Por el sonido que hizo, la cabeza pudo haber hecho una abolladura en el metal. Pero estaba cubierta con plástico, de modo que la sangre no embadurnaría el auto. Además, los cadáveres no sangraban.

La frente de Kent goteó sudor que salpicó sobre el plástico. Miró alrededor, resollando tanto de disgusto como por el esfuerzo. La noche aún estaba fresca y tranquila; el rugido de la lejana autopista se le filtraba por las palpitantes orejas. Pero no había sirenas, helicópteros, patrullas policiales con reflectores, o nada por el estilo que pareciera amenazador. Excepto ese cuerpo que yacía descubierto al lado de él, desde luego.

Rápidamente Kent forzó la cabeza y los pies a entrar al baúl, cuidando de que no hicieran ningún contacto con el auto desprotegido. Las piernas crujieron y lanzaron un sonido como si se quebraran al entrar, y Kent se preguntó si el sonido lo produjeron articulaciones o huesos sólidos. Debían ser las articulaciones, pues los huesos no se romperían tan fácilmente.

Los ojos aún miraban fijamente desde la cabeza de Tom Brinkley como dos canicas grises. Por la apariencia, la nariz del cadáver se pudo haber golpeado de frente en el furgón. Kent estiró el plástico negro sobre el cadáver y cerró la cajuela.

Luego estaba el asunto del ataúd. En realidad sí, y Kent estaba preparado para ese problemita. Sacó una cobija del asiento trasero, la arrojó sobre el auto, rescató del Iveco el cajón de contrachapado, y lo amarró en lo alto del automóvil con una sola cuerda. No debía preocuparle, pues no lo llevaría lejos.

Rápidamente puso orden en el furgón, cerró la puerta trasera una vez más, y salió, aún guiado solamente por la luz de la luna. Descargó el ataúd dentro de un cubículo de almacenaje, dos más allá de donde estacionara antes el Lexus. Quienquiera que fuera después al cubículo no encontraría sino un cajón barato de contrachapado botado por algún vagabundo mucho tiempo atrás.

Para cuando Kent llegó a la autopista ya casi eran las nueve de la noche.

Para cuando pasó la primera vez por el banco eran cerca de las diez.

Se dijo que pasaría para asegurarse que el parqueadero estuviera vacío. Pero al ver avecinarse el banco mientras bajaba por la calle comenzó a reconsiderar todo el asunto, y para cuando llegó al estacionamiento los brazos le experimentaban cierta clase de rigidez cadavérica. Simplemente no lograba hacer girar el volante.

La blanca luna se sostenía como un reflector en el cielo, mirando sin cesar entre negras nubes pasajeras. El banco se elevaba sombrío contra el cielo. Las calles estaban casi vacías, pero parecía que todo auto que pasaba se concentraba de algún modo en el Lexus. Kent imaginó que eso se debía a que el tubo de escape se arrastraba por tener al Sr. Brinkley oculto allí como un peso de plomo; o tal vez lo había dejado con un dedo asomándosele por el baúl. Kent respiró hondo para tranquilizarse. No, el tubo de escape no estaba arrastrándose ni hundiéndose. Y lo del dedo en el baúl era ridículo. La tapa no se hubiera cerrado con algo tan grueso como un dedo que sobresaliera. ¿Cabello quizás? Kent miró por los espejos laterales pero no vio cabellos agitándose en el viento.

—¡Contrólate, amigo! —resopló—. ¡Estás actuando como idiota!

Kent condujo tres cuadras más allá del banco antes de girar en una calle lateral para dar la vuelta. Ahora las objeciones le gritaban. Llevarse el furgón… eso no había sido nada. Robar el fiambre… juego de niños. Esto, ahora esto estaba totalmente en primera fila. Solo un completo imbécil intentaría realmente esto; o alguien que no tuviera una razón para vivir. Porque intentar esto podría muy bien terminar en muerte. Tú sabes eso, Kent, ¿no es así? Podrías morir esta noche. Como Spencer.

Las palmas le sudaban en el volante de cuero, y él se preguntó si los forenses podrían detectar eso. También tendría que limpiar el sudor del asiento. No quería que algún ambicioso investigador novato concluyera que Kent había llegado en estado de angustia, regando baldes de sudor sobre los asientos. De todos modos, él había perdido esposa e hijo; tenía motivos para estar angustiado.

Kent se acercó al banco por la parte de atrás y entró al sitio de estacionamiento por el callejón de la esquina trasera. Muy bien, muchacho. Sencillamente fresco. Estamos a punto de entrar allí y echar una rápida mirada. Vienes aquí todo el tiempo en la noche. Nada extraño todavía. Aún no has hecho nada malo. No mucho de cualquier manera.

Respiró profundo, salió del auto, portafolios en mano, y se dirigió a la entrada trasera. La mano le temblaba mucho al insertar la llave. ¿Y si habían cambiado la cerradura? Pero no lo habían hecho. Esta se abrió fácilmente al sonido de un suave pitido. La alarma.

Kent entró y pulsó el código de desactivación. Ahora la empresa de alarmas sabría que Kent Anthony había entrado al edificio por la puerta trasera a las 10:05 de la noche del domingo. No había problema… eso era parte de esta pequeña farsa. Las oficinas traseras no estaban monitorizadas por equipo de vídeo como el resto del banco; aquí atrás él era un ave libre.

Caminó por oscuros pasillos, pisando rápidamente en medio de la luz de resplandecientes letreros de salida. Encontró su oficina exactamente como la había dejado, intacta y en silencio a excepción del zumbido de la computadora. Los peces exóticos nadaban perezosamente; luces rojas de energía titilaban en la oscuridad; la elevada silla de cuero negro se veía como una tenebrosa sombra ante los monitores. Las manos de Kent le temblaban a los costados.

Prendió la luz y entrecerró los ojos ante la brillantez. Colocó el maletín ejecutivo sobre el escritorio y distraídamente hizo crujir los nudillos. A su juicio, necesitaría cinco horas en el edificio para lograr esto. Las primeras cuatro horas serían relativamente sencillas. Entrar simplemente al sistema avanzado de procesamiento usando ROOSTER, ejecutar el pequeño programa BANDIT que había estado ajustando bien en las tres últimas semanas, y salir. Pero era la parte de salir la que le hacía vibrar los huesos.

Kent recorrió por última vez los pasillos, satisfecho de que estuvieran vacíos. Entonces de pronto era el momento de «ahora o nunca», y regresó con bríos a la oficina, sabiendo que debía ser ahora.

Está bien, chico. Aún no has hecho nada. Aún no.

Sacó un disco del maletín, lo insertó en la unidad del disco flexible, inhaló profundamente una vez más, y comenzó a pulsar el teclado. Surgían y desaparecían menús, uno tras otro, en rauda demostración de rojos, azules y amarillos. Localizó al ROOSTER y lo ejecutó sin hacer pausas. Luego ingresó al SAPF, a través de la conexión oculta del ROOSTER, como un fantasma capaz de hacer cualquier cosa a voluntad sin que lo supieran los mortales.

Él ya había definido su pretensión, la cual era confiscar veinte millones de dólares. Y robar veinte millones de dólares era ahora cuestión de unas pocas pulsadas de teclas.

Miró por un largo minuto la conocida pantalla del código de programación, rozando ligeramente las teclas con las temblorosas yemas de los dedos, y el corazón palpitándole en los oídos.

Todo está bien, muchacho. Aún no has hecho

Sí, bueno, estaba a punto de hacerlo.

Hazlo entonces. Sencillamente hazlo.

Tragó saliva y pulsó la tecla ENTER. La unidad flexible de disco engranó, la de disco duro centrifugó, la pantalla se puso en blanco por unos segundos, y Kent contuvo el aliento.

En el centro de la pantalla apareció una serie de números, y estos comenzaron a pasar como el medidor enloquecido de una bomba de gasolina. La búsqueda había iniciado. Kent se echó hacia atrás en la silla y cruzó las manos, con la mirada perdida en los borrosos números.

La ejecución del programa en realidad era sencilla. Revisaría sistemáticamente la enorme red bancaria electrónica e identificaría las cuentas en que se habían recaudado cobros por uso de cajeros automáticos interbancarios. Ejemplo: Sally, cliente del banco Norwest, utiliza su tarjeta de efectivo en un cajero automático Wells Fargo y se le cobra $1,20 por el uso del ATM de Wells Fargo. El cobro se le debita automáticamente de la cuenta. A Sally le llega su estado de cuenta, ve el cobro, y lo suma a la línea que indica «Costo de Servicio» en el formulario de conciliación. Caso cerrado. ¿Cuestiona Sally el cobro? No, a menos que fuera una maniática. BANDIT buscaría cien millones de tales transacciones, añadiría veinte centavos a la cantidad cobrada por el banco anfitrión, y luego sacaría cuidadosamente esos veinte centavos y los depositaría en un laberinto de cuentas que Kent ya había establecido. En el caso de Sally, ni Norwest ni Wells Fargo se quedarían cortos en sus conciliaciones. Recibirían y se les cobraría exactamente lo que esperaban: $1,20. Sería Sally quien quedaría con veinte centavos menos, porque su estado de cuenta no mostraría un cobro de servicio por $1,20 sino por $1,40. Los veinte centavos adicionales que pagó serían donados sin darse cuenta a las cuentas de Kent mientras el saldo de $1,20 haría felizmente su recorrido hasta Wells Fargo. Nadie se enteraría.

Pero digamos que Sally es una maniática. Digamos que llama al banco y reporta el error: un cobro de $1,40 en vez de la acostumbrada tarifa de $1,20 anunciada en los catálogos del banco. El banco inicia una investigación. BANDIT identifica inmediatamente la investigación, envía un pistolero a la casa de Sally y le mete una bala en la cabeza.

Kent parpadeó. Los números en la pantalla seguían girando borrosos.

Está bien, no del todo. BANDIT sencillamente le devolvería a Sally sus preciosos veinte centavos ganados con el sudor de la frente. Pero era aquí, en el método que Kent había creado para devolverle a Sally el dinero, que centelleaba la verdadera brillantez del programador. Vea usted, BANDIT no solo devolvería el dinero descuidadamente cobrado y se disculparía por la equivocación. Demasiadas equivocaciones levantarían sospechas, y Kent quería mantener bajas esas sospechas. En vez de eso, BANDIT actuaría como un virus que se borraría solo, uno que detectaría la investigación en la cuenta de Sally, y haría su juego sucio de reintegrar al instante los veinte centavos, antes de que la investigación devolviera los detalles de la cuenta de Sally a la pantalla del empleado del banco. Para cuando el banquero tuviera el último estado de cuenta de Sally en la pantalla, este mostraría que se había cobrado la tarifa acostumbrada de $1,20. La computadora arrojaría entonces un comentario acerca de la autocorrección de un error, y eso sería todo. En realidad, habría sin duda algunos sondeos más profundos, pero no hallarían nada. Las transacciones se ejecutarían a través de la puerta trasera del banco y sus huellas se borrarían nítidamente, gracias al SAPF. Por supuesto, la salvaguarda era el mismo SAPF… quienes entraban al SAPF normalmente dejaban sus huellas en cada pulsación.

Normalmente, pero no con ROOSTER.

De cualquier modo, esto en realidad no importaba. La última hora de esta operación neutralizaría todo. Mientras tanto, Kent tenía un cadáver pudriéndose en la cajuela. Dejó que la computadora hiciera lo suyo mientras él se mordía las uñas y andaba por la alfombra de un lado a otro. Pudo haber derramado todo un galón de sudor en esas tres primeras horas, no lo sabía… pero igual no había llevado una jarra de leche para recogerlo. Pero el sudor logró empaparle por completo la camisa.

El programa tardó tres horas y cuarenta y tres minutos para encontrar a sus deliberadas víctimas. El reloj en la oficina de Kent mostraba la 1:48 cuando finalmente el programa le preguntó si deseaba continuar… transferir esta enorme cantidad de dinero a las cuentas de él y obligarlo entrar a una vida de huir de los largos brazos del sistema de justicia estadounidense. Bueno, no en tantas palabras. En realidad solo había una palabra en la pantalla: ¿TRANSFERIR? S/N. Pero Kent sabía lo que el programa estaba realmente preguntando con esa simple palabra, porque él la había escrito.

La mano permaneció sobre la letra S que en realidad alteraría las cuentas y transferiría el dinero a su propiedad… proceso que según los cálculos de Kent tardaría aproximadamente treinta minutos. Presionó la tecla, consciente del pequeño clic al teclear. Las palabras desaparecieron y fueron reemplazadas por una sola palabra que se prendía y se apagaba: PROCESANDO.

Kent retrocedió del escritorio y dejó que la computadora hiciera su labor. Sí, ¡por cierto! BANDIT, róbales sin que se den cuenta. El corazón le palpitaba al doble de veces de su ritmo acostumbrado, negándose a calmarse. Y él aún debía tratar con ese resbaladizo cadáver.

Salió hacia el Lexus, mirando nerviosamente alrededor en busca de la más leve señal de un intruso. Lo cual le pareció algo irónico porque él era el intruso aquí. Abrió el baúl y rápidamente le quitó el plástico al cuerpo del Sr. Brinkley. Ahora tenía que obrar con rapidez. No lo haría teniendo un transeúnte viéndolo sacar de la cajuela un cuerpo desplomado. Habría sido más fácil hacer retroceder el Lexus en el callejón, pero también esto habría dejado huellas de llantas que no correspondían. Una de esas jugadas de la Calle de los Estúpidos.

El cadáver miraba a la luna con grises ojos abiertos, y Kent se estremeció. Metió las manos dentro, tragando saliva, agarró el cuerpo con ambos brazos alrededor del frío torso, y lo jaló. El fiambre salió como un saco hinchado de granos, y Kent se tambaleó bajo el peso. La cabeza rebotó en el parachoques trasero y casi deja un trozo de tres centímetros de piel en el asfalto, lo cual habría sido un problema.

¡Muévete, amigo! ¡Muévete!

Kent levantó el cadáver y se lo colocó en la parte anterior de los brazos mientras daba la vuelta. El baúl tendría que permanecer abierto por el momento. Caminó tambaleándose por el callejón, resollando ahora como un fuelle viejo, esforzándose por mantener el contenido en el estómago, donde pertenecía. Si hubiera comido más el último día, entonces aquello pudo haber subido mientras él se tambaleaba por el callejón, con los ojos entrecerrados para tratar de no ver lo que había más allá de sus brazos. El Sr. Brinkley rebotaba desnudo y gris. Nalgas arriba.

El cadáver casi se le cae una vez, pero lo recuperó levantando una rodilla. Sin embargo, perdió el agarre firme en el cuerpo, y debió correr los últimos metros para que el pescado no se le cayera por completo de los brazos.

La puerta trasera probó enteramente ser otro desafío más. Kent se quedó allí, inclinado, presionado contra el peso muerto, sabiendo que habría evidencia si esta cosa se le caía. Evidencia de cuerpo muerto.

El problema era que las manos le temblaban en su labor de impedir que el Sr. Brinkley le aterrizara en los dedos de los pies, y el hecho de que la puerta estaba cerrada. Tendría que ponerse el cuerpo sobre el hombro, y así liberar una mano.

—¡Oh, amigo! —susurraba ahora él de manera audible—. Oh, amigo, ¡oh amigo!

Las palabras resonaron fantasmagóricamente por el callejón.

Le llevó tres intentos llenos de pánico subirse el desnudo cuerpo a la cabeza, y para cuando al fin se las arregló para mover un hombro serpenteándolo debajo del peso, la respiración le resultaba difícil. Sintió en el hombro la suave carne del cuerpo, y la mente se le llenó con visiones de ese hueco en el vientre del muerto. Pero las llantas alrededor de la cintura del Sr. Brinkley le estaban rozando la oreja derecha, y comprender esto lo puso a actuar con velocidad.

Kent abrió la puerta y entró tambaleándose, batallando contra frías corrientes de pavor. El pensamiento de que tendría que limpiar esa manija de la puerta se le plantó con firmeza en la mente. Él tenía carne muerta en las manos.

Corrió hacia su oficina con el cuerpo rebotándole en el hombro. Fuertes jadeos acompañaban ahora a cada respiración, pero ¿quién entonces escucharía?

Tiró el cuerpo de su precaria percha en el instante en que pasó a tropezones la puerta de la oficina. El cadáver cayó sobre la alfombra gris con un horrible golpe seco de cuerpo muerto. Kent se estremeció y cerró la puerta de un empujón. Tenía el rostro retorcido del asco; anduvo de un lado al otro frente al cadáver, tratando de controlarse.

A la derecha, la pantalla de la computadora aún titilaba con su sucia labor.

PROCESANDO, PROCESANDO, PROCESANDO…

Kent necesitaba aire fresco. Salió corriendo del banco y volvió hasta el auto, agradecido por el aire helado en la empapada camisa.

Del asiento trasero sacó una caja verde y roja de cartón, que solo dos semanas atrás contenía doce botellas de tequila, y cuidosamente limpió la cajuela. Satisfecho de que el Lexus no presentara evidencia física del cadáver, metió el plástico dentro de la caja y fue hasta una maraña de tubos y válvulas que asomaban del concreto a mitad del callejón. La más pequeña de ellas controlaba el sistema de rociadores del banco. Hizo girar una válvula y la cerró.

De la caja de tequila sacó un par de zapatos deportivos y los reemplazó por los mocasines que llevaba puestos. Unas cuantas pisadas por el callejón aseguraban que estos dejarían una huella. Evidencia. Limpió con cuidado el pomo de la puerta y volvió a entrar al banco.

El cadáver yacía boca arriba, desnudo y pálido, cuando Kent entró a la oficina. Sintió un escalofrío entonces. La pantalla de la computadora aún titilaba la palabra: PROCESANDO, PROCESANDO…

Kent se quitó la ropa hasta quedar desnudo excepto por los zapatos deportivos. Empezó a vestir al Sr. Brinkley, pero rápidamente determinó que no podía tolerar estar desnudo en el mismo cuarto con un hombre muerto sin ropa alguna. De acuerdo, soportaría cualquier cosa que fuera necesaria para realizar esta acción; no obstante, en el plan nunca estuvo inclinarse desvestido sobre un cuerpo muerto desnudo. Primero debía vestirse. Sacó de la caja verde y roja un jean holgado y una camiseta blanca y se los puso. Entonces se volvió a enfocar en el cadáver.

Vestir un cuerpo muerto demostró ser una verdadera tarea… cualquier cosa menor a esto lo habría hecho maldecir. La rigidez del cadáver ayudaba, pero no el peso muerto. Primero metió a la fuerza sus bóxers blancos en la sección media del Sr. Brinkley, conteniendo el aliento durante la mayor parte de la operación. Relajado, forcejeó con los pantalones, haciendo rodar el cuerpo, y jalando lo mejor que podía. Casi había terminado de poner la camisa en el pecho del cadáver cuando sonó un pitidito en la computadora.

Kent levantó la cabeza. TAREA COMPLETADA, decía la pantalla. $20.000.000.00 TRANSFERIDOS.

Un temblor se le apoderó de los huesos. Volvió a enfocarse en el cadáver, apuradísimo ahora. Le puso el reloj de pulsera en la muñeca, las medias y los zapatos en los pies.

Satisfecho, extrajo el disco flexible de la unidad y salió del programa. Un pensamiento fugaz le saltó al cerebro. El pensamiento de que acababa de transferir de manera satisfactoria veinte millones de dólares a sus cuentas personales. El pensamiento de que era un hombre muy rico. ¡Santo cielo!

Pero la irresistible necesidad de huir sin ser descubierto le sacó el pensamiento de la mente. Vació la mitad del contenido del maletín ejecutivo en la caja de tequila. La mitad incriminatoria. Lo que permanecía en el maletín representaba el trabajo de un programador dedicado, que incluía un recordatorio personal de hablar con Borst el lunes por la mañana acerca de asuntos de eficiencia. Sí señor, demostrarles que él esperaba totalmente regresar al trabajo el lunes en la mañana después de un viaje casual de pesca y de una noche trabajando hasta altas horas en la oficina.

Kent tiró del cadáver, ahora totalmente vestido con la ropa del programador, hasta dejarlo parado en posición inclinada contra la silla como alguna clase de pieza de museo. Aquí la rigidez cadavérica era su amiga. Vio que había abotonado mal la camisa, y que los pantalones estaban levantados en un lado. El Sr. Brinkley parecía alguna clase de tonto programador sin el protector de mangas. Pero nada de esto importaba.

El cadáver miraba con ojos bien abiertos el póster del yate blanco. Ahora que Kent pensaba al respecto, debieron haber cerrado esos fastidiosos ojos como lo hacían cuando alguien moría en la televisión.

Kent retrocedió hasta la puerta, examinó su obra, y sacó de la caja la nueve milímetros semiautomática que le había regalado el tío Jerry. Muy bien, chico, ahora vas a hacer esto. Levantó la pistola. Una vez que jalara el gatillo tendría que apurarse. No se podía saber cuán rápido podría viajar el estallido.

Pero el Sr. Brinkley no sabía nada de eso. Al menos no todavía. De repente se deslizó de costado y cayó al suelo, tieso como una tabla.

Kent maldijo y saltó hacia el cuerpo. Levantó al Sr. Brinkley y lo colocó en su puesto.

—Quédate quieto, viejo pescado —musitó entre rechinantes dientes—. Te estás muriendo de pie, sea que te guste o no.

Se agachó y entrecerró los ojos. De repente la pistola se le sacudió en la mano. ¡Pum! La detonación casi lo tira al suelo. Lleno de pánico, disparó dos veces más, rápidamente, dentro del cuerpo. ¡Pum! ¡Pum! El cadáver permaneció erguido, mirando aún como un tonto al frente, totalmente ajeno a las balas que le acababan de atravesar la carne.

Kent tragó grueso y volvió a meter el arma en la caja. Temblando ahora de mala manera se bamboleó hacia adelante y sacó de la caja un recipiente de dos galones. Le dio un empujón al Sr. Brinkley y dejó que cayera al suelo. Vació sobre el cuerpo la mezcla inflamable y luego roció la alfombra alrededor. Examinó la oficina, recogió la caja y retrocedió hacia la puerta.

Exactamente antes de que Kent lanzara el fósforo se le pasó por la mente que aquí era donde estaba a punto de meterse a la parte profunda. En el interior de algún abismo, desplegado como un águila. Raspó el fósforo y lo dejó llamear. ¿Qué diablos estaba a punto de hacer? Estaba ultimando los detalles del crimen perfecto, eso es lo que estaba a punto de hacer. Estaba a punto de matar a Kent Anthony. Estaba a punto de unirse a Gloria y Spencer que yacían en tierra, a dos metros de la superficie. Al menos ese era el plan, y era un plan brillante.

Kent retrocedió hacia el pasillo y lanzó el fósforo.

¡Suás!

La ignición inicial lo hizo saltar por el pasillo y cayó sentado. Se puso apresuradamente de pie, e incrédulo miró el fuego. Un muro de llamas anaranjadas llegaba al techo, crujiendo y arrojando humo negro. El fuego envolvía toda la oficina. El cuerpo del Sr. Brinkley yacía como un tronco ardiendo con el resto, como Sadrac o Mesac en el horno de fuego. La aceleradora mezcla funcionó como la promocionaban. Este cadáver iba a arder. Arde, bebé, arde.

Entonces Kent huyó del banco. Atravesó la puerta trasera, con la caja de tequila en la mano y el corazón saliéndosele del pecho. El Lexus se hallaba estacionado alrededor de la esquina a la izquierda. Corrió hacia la derecha. No volvería a necesitar el auto. Nunca más.

Había corrido tres cuadras por los callejones traseros antes de oír la primera sirena. Disminuyó la marcha ante un contenedor de basura, ocultó la pistola y botó la caja. Detrás de él una nube de humo se metía al cielo nocturno. Había oído decir que el antiguo edificio con marco de madera se incendiaría, pero no había esperado que el fuego se extendiera tan rápido.

Kent regresó a mirar cuatro cuadras más adelante, con los ojos bien abiertos y sin parpadear. Esta vez un brillo anaranjado iluminaba el cielo. Una sonrisita de asombro le atravesó el rostro. Ululaban sirenas en el aire nocturno.

Cinco minutos después entraba a la terminal de autobuses en Harmon y Wilson, allí sacó una llave de la casilla 234, y extrajo un viejo maletín café; en este había once mil dólares en billetes de veinte dólares —gastos de viaje— un boleto de bus, una barra de desodorante, un cepillo de dientes con un tubo de pasta dental, y un pasaporte bajo su nuevo nombre. Esto era todo lo que poseía ahora.

Esto y una docena de cuentas que contenían veinte millones de dólares.

Entonces Kent se metió a la calle y desapareció en la noche.