Helen volvió a revisar la nota, y supo que decía más de lo que en realidad expresaba. Este asunto de pescar era una tontería, porque no le provocó una sonrisa en el rostro como en: Ah, bueno. Él se ha ido a atrapar algunas truchas. Me encanta la trucha. En vez de eso le produjo un nudo en el estómago, como en: ¡Oh, Dios mío! ¡Adónde ha ido y qué ha hecho!
Ella sintió la separación todo el día, caminando por las calles de Littleton. Era un silencioso día en los cielos. Un día triste. Los ángeles estaban llorando. Helen aún tenía energías para quemar, pero el corazón no estaba tan ágil, y le era difícil orar. Dios parecía distraído. O tal vez ella estaba distraída.
La abuela ya había caminado por cinco jornadas la misma ruta de treinta kilómetros, deteniéndose brevemente cada día en el puesto de perros calientes en la esquina de la Quinta y Grand a comprar un refresco y hablar rápidamente con el propietario, Chuck. Ella había sospechado desde las primeras palabras que salieron de la boca de Chuck, que este era un hombre que se refugiaba en la religión.
Hoy lo había ayudado a salir del cascarón.
—¿Camina todos los días, Helen?
Ella había asentido.
—¿Cuán lejos?
—Muy lejos. Más de lo que puedo contar.
—¿Más de un kilómetro?
—Puedo contar un kilómetro, joven.
—¿Más?
—Más de lo que puedo contar.
—¿Quince kilómetros? —había preguntado Chuck riendo nerviosamente.
—Mucho más —respondió ella, y sorbió la limonada que él le había servido.
—¿Treinta? —inquirió él incrédulo.
—No lo sé con seguridad —contestó ella encogiéndose de hombros.
—¡Pero eso es imposible! ¿Camina usted treinta kilómetros cada día?
—Sí, Chuck, soy intercesora —expresó ella mirándolo directamente a los ojos—. Usted sabe qué es eso, ¿verdad? Caminaré mientras él requiera que yo lo haga.
El hombre echó una rápida mirada alrededor.
—¿Quiere decir que usted ora?
—Oro, y camino. Y mientras estoy caminando y orando no siento para nada ningún esguince en las piernas —confesó ella con la mirada fija—. ¿Qué le parece eso, Chuck?
El hombre se quedó allí con la boca abierta, tal vez pensando que esta amable mujer a la que había atendido en los últimos cinco días estaba totalmente loca de remate.
—¿Parece extraño? Bueno, hay más, Chuck. También veo cosas. Ando sobre piernas que no tendrían por qué caminar, y veo cosas.
Esta era la primera vez que había estado tan expresiva con un extraño acerca de este asunto, pero apenas pudo evitarlo.
Ella señaló el cielo nublado y lanzó una ausente mirada.
—¿Ve usted esas nubes allá? ¿O este aire? —indagó mientras recorría la mano por el aire—. Suponga que usted puede desgarrar este aire y poner al descubierto lo que hay detrás, ¿qué cree que encontraría?
Chuck el vendedor de perros calientes estaba pasmado con la boca abierta, y los ojos abiertos de par en par. No contestó.
—Le diré lo que encontraría. Un millón de seres mirando por sobre la barandilla las decisiones de un hombre. Descubriría el verdadero juego. Porque todo se trata de lo que ocurre en el otro lado, Chuck. Y usted verá eso si logra desgarrar los cielos. Todas estas otras cosas que ve con esa cabeza endurecida son accesorios del verdadero juego —dedujo ella, luego le lanzó una sonrisa, permitiendo que las palabras le quedaran muy claras al tipo—. Al menos, esta es una manera de verlo todo. Y creo que sobre el alma de usted también hay un juego, joven.
Helen dejó así al vendedor, con un perro caliente en una mano y la boca abierta como si estuviera listo a engullirlo.
Esa había sido en realidad la parte más destacada del día, porque la mujer sabía que ahora la vida de Chuck cambiaría. Pero el resto de la caminata había sido lúgubre para ella.
De vuelta en casa, Helen agarró el teléfono y llamó a la casa del pastor Bill.
—Aquí Bill Madison.
—Bill, él ha perdido los estribos.
—¿Helen?
—Sí.
—¿Qué quieres decir?
—Kent ha perdido los estribos, y huelo a muerte en el aire. Creo que podría hallarse en problemas.
—Vaya. ¿Crees que podría morir? Me cuesta creer que él podría morir en este asunto.
—A mí también me cuesta. Pero hay muerte en el aire. Y creo que se trata de la muerte de él, aunque no sé eso. Hubo mucho silencio hoy día en los cielos.
—Quizás entonces deberías advertirle. Hablarle de esto. No le has… tú sabes… no le has dicho, ¿verdad?
—No. No de manera específica. No he sentido deseos de decírselo, lo cual por lo general significa que no debería hacerlo. Pero creo que tienes razón. Creo que se lo diré la próxima vez que lo vea.
Dejaron los teléfonos en silencio por un momento.
—Helen, ¿vas a caminar mañana?
—¿Te despertaste esta mañana, Bill?
—¿Qué? Por supuesto que sí.
—La respuesta a tu pregunta debería ser muy obvia, ¿no crees? Camino todos los días.
—¿Te importaría si camino contigo por un rato? ¿Antes de la iglesia?
—Me gustaría eso, pastor.
—Bueno. ¿Cinco en punto?
—Cinco y media. Los domingos duermo hasta tarde.
Si Kent creyó poder controlar la situación, habría conducido de vuelta directo a Denver. Pero su cuerpo no estaba en condición de hacer un turno de veinticuatro horas sin dormir. En alguna parte debía descansar. Al menos eso era lo que había planeado en el papel.
Entró a la parada de camiones Grady’s a dos horas de Denver, casi a medianoche. Cien inmóviles camiones se alineaban en el estacionamiento de gravilla hacia el occidente de la cafetería abierta toda la noche, y Kent puso el pequeño Iveco entre dos enormes camiones diesel que ronroneaban. Hasta aquí todo iba bien. Sin llantas desinfladas, sin paradas rutinarias en la vía, sin averías, sin rocas del cielo. Fácilmente podía pasar por un conductor de un depósito de cadáveres, que llevaba un solo cuerpo en una serie de cien.
Kent cerró el automotor y se dirigió con brío a la cafetería. El aire frío de la noche corría suavemente bajo la potencia de los altísimos camiones en todas partes. ¿Cuáles eran las posibilidades de que lo reconocieran en un lugar tan remoto? Hizo una pausa desde la llanta delantera de un camión International negro con remolque, y analizó la cafetería a treinta metros de distancia, la cual se hallaba muy adornada en neón como un árbol de Navidad. Dos pensamientos le cruzaron la mente al mismo tiempo, e hicieron que se le acelerara el pulso.
El primero fue que la puerta trasera del Iveco no tenía seguro. Ese había sido un descuido de su parte. Debió haber comprado un candado. Un espantoso borracho al acecho encontraría fácil de robar al Iveco. Solo cuando el vagabundo volviera a su guarida descubriría junto a sus camaradas que la caja café no contenía rifles, carne de ternera, una estatua invaluable, o algún otro tesoro, sino un cadáver. Un viejo y apestoso pescado. Un cuerpo muerto, no apto para comer a menos que usted estuviera en un avión caído en los Andes y que se tratara de usted o los cadáveres.
El segundo pensamiento fue que entrar a la cafetería Grady’s, toda iluminada como un árbol de Navidad, le empezaba a parecer una de esas ridículas equivocaciones que podría cometer un criminal de la Calle de los Estúpidos. «Sí señor, todo iba saliendo perfecto hasta que me topé con Bill en la cafetería Grady’s, y me preguntó qué estaba haciendo a la una de la mañana cargando un cadáver en un furgón de carne. Imagínese, ¡Bill en la cafetería Grady’s! ¿Quién lo hubiera podido pensar?»
Cualquiera con medio cerebro lo habría pensado, ¡así que debió haberlo pensado! Debió haber traído su propia comida. Aunque estaba a dos horas de Denver. ¿Quién que él conociera hubiera podido estar aquí a medianoche? Pero ese era precisamente el punto, ¿verdad? ¿Qué podría él estar haciendo aquí a medianoche?
Kent se volvió a deslizar dentro de la cabina que lo había alojado durante las últimas dieciséis horas. Levantó una lata de 7-Up que había comprado cuatro horas antes en la frontera de Utah, y de un solo trago engulló hasta lo último. Habría mucho tiempo para comer y beber más tarde. Ahora necesitaba dormir.
Pero el sueño no vino fácilmente. Para empezar, se encontró ansiando una verdadera bebida. Solo un traguito rápido para calmar los nervios. Posiblemente Grady’s lo complacería al menos con un paquete de seis cervezas.
—No seas tonto —musitó, y se tendió sobre el largo asiento.
Fue entonces cuando, estacionado afuera de Grady’s, a dos horas de Denver, se le presentó la primera falla importante en el plan como una sirena en la noche. Se irguió sobresaltado y con ojos desorbitados miró a través del parabrisas.
¡Helen! Helen se había mudado después de que él diseñara el plan. Cuando hubiera echado a andar el resto del proceso le harían preguntas a ella, y ese interrogatorio le resonaba ahora en la cabeza, claro y conciso… y tan condenador como el mazo de un juez.
«¿Está usted diciendo que él le dejó una nota en que declaraba que iba de pesca el sábado pero nunca regresó? ¿Ni siquiera el domingo?»
«Sí, oficial. Hasta donde puedo decirle».
«Así que él se va a pescar —lo sabemos por el vecino que lo vio— y treinta y seis horas más tarde va directo a la oficina en su indumentaria de pesca sin molestarse en venir a casa. No pretendo hacer aquí un juego de palabras, ¿pero no huele eso un poco sospechoso?»
Él había decidido no regresar por el simple motivo de que tenía el cuerpo con el cual lidiar. No podía conducir hasta su casa en el furgón de carne. Tampoco podía andar por la ciudad con un cadáver en el baúl del Lexus durante todo un día. En algún momento las cosas estarían oliendo más que sospechosas.
Pero eso fue antes de Helen.
Una alarma le sonó en la cabeza. Estúpido, estúpido, ¡estúpido! Debía llegar a Denver. Llegar de algún modo a casa.
Kent encendió el furgón y volvió a entrar a la autopista, rebotando una vez más en el borde del asiento como alguna clase de idiota.
Una hora después, retumbando en las afueras de Denver, admitió el único plan que tenía sentido a altas horas de la madrugada. Ahora amenazaba un nuevo elemento de riesgo, pero nadie diría alguna vez que robar veinte millones de dólares sería trivial en cuanto al factor riesgo.
Lentamente recorrió el camino de vuelta hasta las instalaciones de la Empacadora de Carnes Front Range al sur de la 470 y entró al laberinto industrial de edificios metálicos. Apagó las luces y siguió sigilosamente adelante, la mirada atenta al movimiento, los músculos rígidos, los dedos blancos aferrados del volante.
Dos minutos después Kent estacionó el Iveco en su espacio original y soltó los cables. El motor petardeó hasta callarse. El reloj en la muñeca derecha marcaba las dos de la mañana.
Se quedó en silencio durante cinco minutos, dejando que el zumbido de la lejana autopista le apaciguara los nervios. Finalmente salió del vehículo y caminó por detrás. La puerta enrollable seguía cerrada. Levantó la palanca y subió la puerta. La caja yacía en el piso, en medio de una helada neblina. Cerró la puerta.
Tardó otros quince minutos en reparar el cable cortado en el eje del volante y devolverle a la cabina su condición original. Satisfecho de ya no tener que volver a trepar a la cabina, cerró suavemente las puertas. Esperaba que al llegar la mañana del lunes, si a Crucero se le ocurriera poner a funcionar el furgón 24, lo encontrara tal como lo había dejado. Bueno, todo saldría bien si el vehículo fuera lo suficientemente amable para mantener el cadáver oculto y sin pudrirse por otras doce horas, sin que la unidad de enfriamiento estuviera funcionando.
Kent estaba a mitad de camino de regreso a la unidad de almacenaje que contenía el Lexus antes de caer en cuenta que había dejado en el furgón los letreros del Depósito de Cadáveres McDaniel’s. Los despegó apresuradamente, maldiciéndose por el descuido. Si se pudiera haber detenido en alguna parte y azotado la estupidez de la mente, lo habría hecho sin reparo. Evidentemente estaba descubriendo lo que la mayoría de criminales descubren en medio del crimen: La estupidez es algo que viene durante el crimen, no antes; y no es posible escapar a ella, así como no se puede evitar que el sol nazca. Nuestra única esperanza es realizar las obras sucias antes de que la estupidez nos haga ejecutar.
Kent se volvió a dirigir a las unidades de almacenaje, con el maletín ejecutivo en una mano y los letreros enrollados en la otra. Sudor le empapaba la camisa, y trató de tranquilizarse un poco. No se puede fingir muy bien ser invisible llevando tres metros de vinil enrollados debajo del brazo. Dejó caer la carga en el asfalto ante la puerta de almacenaje, sacó la remachadora del maletín ejecutivo, y removió rápidamente los cierres de seguridad que había instalado antes.
El Lexus relució plateado a la luz de la luna, tal como lo había dejado. Kent metió los letreros en el baúl, lanzó el maletín ejecutivo al asiento del pasajero, y subió a la conocida cabina. Recorrió todo el camino hasta la entrada del parque industrial antes de encender las luces. Eran las 2:38 de la mañana del domingo cuando finalmente entró a la carretera 470 y se dirigió a casa, preguntándose qué otra pequeña equivocación había cometido allá atrás.
Pero lo había logrado, ¿verdad? No, en realidad no… no del todo. Realmente ni siquiera había empezado.
Kent dejó el Lexus en la calle donde lo vieran, exactamente frente al letrero rojo de No estacione en la calle cerca de casa. Las pequeñas letras negras en la parte inferior prometían remolcar a quienes violaran la ley, pero en realidad que él supiera nunca se habían llevado ningún vehículo, y dudaba que empezaran a hacerlo en domingo.
Entró a la casa, aventó los zapatos en la puerta principal, hizo un poco de ruido en la cocina, movió algunos objetos, y se dirigió a su habitación. El truco era mostrar claramente su presencia sin comprometer a Helen. No quería comprometerla. Para nada.
Además, al pensar en la obsesión que la anciana tenía por salir a caminar, lo cual él supuso que era asunto diario, quizás no sería tan difícil desentenderse de ella. Por otra parte, hoy era domingo. Tal vez ella no caminaba los domingos. De ser así, al menos saldría para la iglesia. Él tendría que haberse ido para el mediodía.
Kent cerró la puerta de la suite principal, se quitó la ropa, y cayó en cama. Lentamente entró en un sueño irregular.