Hallar el cuerpo adecuado, el «pescado», y hacer los arreglos para recogerlo le había llevado a Kent la mejor parte de una semana. Había enfocado el desafío en dos partes. Primera, hacer una recogida del cuerpo que fuera convincente, y segunda, realmente encontrar el cuerpo mismo.
Aunque solo dos semanas atrás Kent había establecido el Depósito de Cadáveres McDaniel’s como negocio legítimo, quien viera la página Web de la empresa fantasma pensaría que era de una de las más antiguas casas en el Oeste. Por supuesto, los depósitos locales de cadáveres serían los primeras en identificar a un nuevo participante que apareciera de repente en sus territorios, así que se había visto obligado a usar la distancia como barrera contra la posibilidad de que lo reconocieran. No era probable que depósitos de cadáveres con propietarios independientes en Los Ángeles, por ejemplo, estuvieran familiarizados con casas funerales en Denver.
La compañía seleccionada también tendría que ser suficientemente grande para realizar con regularidad transferencias desde y hacia otras ciudades. La solicitud de un cuerpo particular en hielo no podría ser un raro incidente. Además, el depósito de cadáveres debía ser computarizado, lo que le permitiría a Kent alguna clase de acceso a los archivos de información.
Estas tres primeras restricciones redujeron de 9.873 a 1.380 la esfera de depósitos elegibles. Pero fue el cuarto requisito lo que bajó las posibilidades de elección a no más de tres participantes involuntarios. El depósito de cadáveres debía contar con el cuerpo adecuado.
El cuerpo adecuado. Un cuerpo que tuviera una estatura de un metro con ochenta y dos centímetros, sexo masculino, caucásico, con un peso entre ochenta y noventa kilos. Un cuerpo que no tuviera parientes conocidos. Además un cuerpo que no tuviera registros dentales identificables fuera de los archivos principales de identificación del FBI.
En la mayor parte de casos los depósitos no tenían los cadáveres por más de dos o tres días, un hecho que limitaba la cantidad de cuerpos disponibles. Kent estuvo una semana navegando y entrando en las redes de la Web, identificando cuerpos que cumplieran sus requerimientos. El proceso involucraba bajar listas y cotejarlas con el banco de datos del FBI… un proceso relativamente sencillo para alguien en la posición de Kent. Pero no obstante era arduo, agotador y estresante. Hacía la investigación desde su sistema en casa, sorbiendo de la elevada botella al lado del monitor mientras esperaba que los archivos bajaran.
El martes solo había encontrado un cuerpo, y se hallaba en Michigan. Eso le había alterado tanto los nervios que para calmarlos casi se toma toda la botella de la ardiente bebida.
El miércoles había localizado tres cadáveres, uno de los cuales en realidad estaba en Denver. Demasiado cerca de casa. Los otros dos se hallaban en California… demasiado lejos. Pero al menos había tres de ellos.
El jueves no había encontrado cuerpos, y había hecho añicos el teclado con el puño, ataque del que inmediatamente se arrepintió. Esto le arruinó tanto el meñique derecho —el cual había sufrido el contacto, en alguna parte entre las letras J y U por las teclas esparcidas— como la noche. Qué él supiera, no había almacenes de teclados abiertos las veinticuatro horas.
El viernes había hallado tres cadáveres, que le hicieron lanzar suspiros de alivio. Dos en la Costa Este y uno en Salt Lake City. Ante el hallazgo tomó dos largos tragos de licor. Tom Brinkley. Gracias, Tom Brinkley. ¡Cuánto te quiero, Tom Brinkley!
Tom Brinkley había muerto por una herida de bala en el estómago, y según los registros, más allá de eso nadie parecía tener la menor idea acerca de él. Todo parecía indicar que el hombre se había disparado, lo cual le mostró a Kent que había al menos algo más que se conocía respecto del sujeto. Era un idiota. Solo un idiota intentaría suicidarse metiéndose una bala en el estómago. Sin embargo, eso es exactamente lo que las autoridades habían concluido. Vaya conclusión.
Ahora el cuerpo del pobre Tom estaba esperando cremación en el mayor depósito de cadáveres de Salt Lake, la funeraria Peace Valley. Entonces Kent había etiquetado este «pescado», luego procesó una petición para transferirlo al Depósito de Cadáveres McDaniel’s en Las Vegas, Nevada. ¿La razón? Habían localizado a unos parientes y querían un entierro local. Ahora pongo a dormir mi pescado. La funeraria le había informado por correo electrónico que ya habían preparado el cuerpo para la cremación. No había problema. Lo recogeremos como está. Se hallaba en una caja sellada. ¿Lo quería él en una bolsa para cadáveres? Así es como se acostumbraba. No había problema. Lo recogeremos como esté.
Kent programó una «visita» el sábado entre las tres y las cinco de la tarde. Entonces recogería el pescado. Solo él sabía que no se trataba de un pescado, por supuesto. Aquella solo era una de esas interesantes peculiaridades que una mente fuera de sí tiende a hacer. Se trataba de un cuerpo muerto, tan frío como un pescado y posiblemente gris como uno de ellos, pero a ciencia cierta no era un pescado. Y ojalá no baboso como tal.
Confirmó el pedido una hora después desde un teléfono público. La muchacha que contestó sus preguntas tenía la fea costumbre de mascar chicle mientras escuchaba, pero por lo demás pareció bastante cooperadora.
—Pero cerramos a las cinco. Si usted llega un minuto después no encontrará un alma alrededor —advirtió ella.
Había tardado solo cuarenta y cinco minutos con los dedos volándole nerviosamente sobre el teclado para hacer los cambios al archivo que el FBI tenía de Tom Brinkley. El hormigueo de la emoción le había acortado la respiración durante la hora que siguió. En realidad ese había sido su primer crimen. Lo había olvidado. Entrar a los archivos del FBI no era una risible travesura. No había parecido tan criminal, a pesar de eso.
Kent dejó que la mente repasara los recuerdos y mantuvo la mirada fija mientras transitaba hacia el occidente por la I-70. El viaje sobre las montañas transcurría sin incidentes, a menos que se considerara sin incidentes morderse las uñas cada vez que una patrulla policial aparecía en el espejo retrovisor. Para cuando Kent llegó a las afueras de Salt Lake tenía crispados los nervios, haciéndole sentir como si de un tirón se hubiera tomado una docena de tabletas NoDoze. Luego entró a una desierta zona de descanso, corrió hacia la parte trasera del furgón, y abrió por primera vez la caja refrigerada.
Salió una nube helada y blanca de vapor atrapado. El refrigerador funcionaba bastante bien. Kent se subió en el parachoques trasero, se metió a la unidad y agitó la nube de vapor con las manos. El interior se aclaró ante él. A la derecha se elevaban estanterías metálicas. Una larga fila de ganchos colgaba del techo a la izquierda como garras suplicando sus pedazos de carne. Para el pescado.
Kent se estremeció. Hacía frío. Imaginó a la muchacha masticando chicle en la Funeraria Peace Valley, con la tablilla portapapeles en la mano, mirando esos ganchos.
«¿Para qué son esos ganchos?»
«¿Esos? Ah, descubrimos que era mucho más fácil transportar cadáveres si los sacamos de los ataúdes y los enganchamos. ¿No lo hacen ustedes?»
No, los ganchos no harían eso. Pero él no era alguna clase de basura blanca de la Calle de los Estúpidos, ¿verdad? No señor. Ya había planeado esta contingencia. Crucero le había dicho que todos los furgones transportaban cobijas térmicas para cubrir la carne en caso de emergencia. Las cobijas del furgón 24 estaban en un pulcro montón a la derecha de Kent. Las sacó del estante y las colgó a lo largo de los ganchos como una cortina de ducha. Una mampara.
«¿Para qué es eso?»
«¿Eso? Ah, es para esconder a los realmente feos a fin de que la gente no se vomite. ¿No hacen eso ustedes?»
Kent tragó saliva y salió de la caja refrigerada. Se fue de la zona de descanso y poco a poco recorrió el camino hacia la marca en el mapa que mostraba la ubicación aproximada de la funeraria. A cualquier otro vehículo parado al lado en un semáforo, este le habría parecido el furgón de un depósito de cadáveres en un recorrido sabatino, ¿verdad? ¿Se habrían movido los letreros magnéticos en la calle, dejando al descubierto el logotipo de la empacadora de carnes? Porque eso se vería espantoso. ¿Por qué entonces a Kent le era tan difícil mirar a todas partes menos al frente en los semáforos en rojo?
Las puertas de hierro forjado de Liberty Valley surgieron de pronto a la izquierda de Kent, bordeadas por largas filas de pinos. Alcanzó a ver desde la calle el blanco y apartado edificio, y el alma se le fue al piso. Rodeó la manzana y se volvió a aproximar a la puerta, lidiando con el desagradable impulso de pasar de largo; seguir conduciendo, de regreso a Denver. Había locura en este plan. Robar un cadáver. Brillante ingeniero de software pierde la razón, y roba un cadáver de una funeraria. ¿Por qué? Aún no se sabe, pero algunos han especulado que podría haber otros cadáveres, despedazados, ocultos.
Entonces Kent llegó a la puerta, e ingresó, aclarando la garganta por el nudo que se le había estado desarrollando desde que entrara a esta maldita ciudad.
La larga entrada pavimentada rodaba debajo de él como una serpiente negra. Siguió un letrero que lo llevó a la parte trasera, donde una plataforma de carga se hallaba vacía. Un sonido le zumbó en la cabeza, el de las llantas del furgón sobre el pavimento. El firme gemido de la locura. Entonces hizo retroceder el vehículo hasta la puerta, jaló el freno de estacionamiento, y dejó el motor encendido. No estaría bien que lo vieran manipulando cables para encenderlo de nuevo.
Una muchacha rubia y de nariz respingada abrió la puerta trasera de la funeraria ante el segundo timbrazo de Kent. Ella estaba mascando chicle.
—¿Viene de McDaniel’s?
Sintió el sudor que le brotaba por la ceja. Se empujó los lentes hacia arriba en la nariz.
—Sí.
—Bien —manifestó ella, se volvió y se dirigió a la oscura zona de almacenaje—. Usted casi no lo logra. Cerramos en quince minutos, ¿sabe?
—Sí.
—¿Así que usted es de Las Vegas?
—Sí.
—Nunca había oído de McDaniel’s. ¿Ganó alguna vez mucho dinero?
¿Mucho dinero? El corazón le dio un sobresalto. ¿Qué podía ella saber de mucho dinero?
—Usted sabe —dijo ella, sonriendo al sentir la vacilación de Kent y mirando sobre él—. Las Vegas. Juego. ¿Ganó alguna vez bastante?
—Este… No. En realidad, no juego.
Se hallaban ataúdes hasta el techo. Vacíos, sin duda. Ojalá. La mujer lo condujo hacia una enorme puerta lateral de acero. La puerta de un cuarto frío.
—No lo culpo. El juego es un pecado —dedujo ella, luego abrió la puerta y entró.
Una docena de ataúdes, algunos brillantes y muy elaborados, otros no más que cajas de contrachapado, reposaban en grandes estantes en el cuarto refrigerado. La muchacha caminó hasta una de las cajas sencillas, revisó la etiqueta, y luego la desprendió.
—Es este. Agarre esa camilla allí, y es todo suyo.
Kent dudó. La camilla, desde luego. Agarró la mesa con ruedas y la puso al lado del ataúd. Entre ambos montaron la caja de contrachapado en la carretilla, una tarea sorprendentemente fácil por los rodillos en el estante.
La muchacha volvió a darle una palmada a la caja. Como si se deleitara en hacerlo.
—Ahí tiene. Firme esto, y será todo.
—Gracias —contestó sonriendo Kent después de firmar la orden.
Ella le devolvió la sonrisa y le abrió la puerta.
A mitad de camino de regreso a la puerta exterior Kent concluyó que podría ser mejor si la joven no lo veía cargar el cuerpo.
—¿Qué debo hacer con la camilla cuando termine? —preguntó él.
—Oh, yo le ayudaré.
—No. No se preocupe. Puedo manejarlo. Debería poder hacerlo… ya lo he hecho otras veces. Simplemente la devolveré por la puerta cuando haya terminado.
—No hay problema —respondió ella sonriendo—. No me importa. De todos modos tengo que cerrar.
Kent pensó en volver a objetar, pero decidió que eso únicamente produciría sospechas en la mujer. Ella volvió a sostener la puerta, y él hizo rodar la caja en la claridad. Desde este ángulo, con el furgón estacionado abajo en el muelle de carga se veía el techo del Iveco. Y lo que se veía no era muy agradable.
Él se sobresaltó del impacto y de inmediato lo disimuló tosiendo con fuerza. Pero de repente la respiración se le hizo irregular y patente. Enormes letras rojas recorrían el techo del Iveco: Empacadora de Carnes Front Range.
Kent señaló con la mano hacia la parte baja de la puerta del furgón, esperando llevar hacia allá la atención de ella.
—¿Puede sostener la puerta?
Si la joven veía el letrero, tal vez él debía improvisar. Y no tenía idea de cómo hacerlo. Robar cadáveres no era algo que él hubiera perfeccionado aún.
Pero la Señorita Masca-Chicle brincó ante la sugerencia de Kent, y levantó la puerta como una experta que prende una sierra eléctrica. Era obvio que ella había hecho eso algunas veces. Kent bajó la camilla por la rampa y la llevó al furgón, agarrado de las barandillas de aluminio para calmar los nervios. Mientras permanecieran aquí abajo, ella no tendría posibilidad de ver el letrero. Bueno, cuando él saliera… eso sería otra historia.
Se le ocurrió entonces que el ataúd no calzaría sobre los estantes diseñados para carne. Tendría que ir sobre el piso.
—¿Cómo baja esto? —preguntó él.
—¿Me pregunta usted cómo bajar una camilla? —replicó ella mirándolo con una ceja arqueada.
—Por lo general transporto las nuestras… funcionan con batería. Lo único que se hace es pulsar un botón. Pero este es un equipo nuevo. Aún no está adecuado por completo.
Bueno, hubo algo de pensamiento rápido. ¿Camillas que funcionan con batería? En estos días debe haber algo así. Ella asintió, aparentemente satisfecha, y bajó el artefacto. Deslizaron juntos el ataúd y lo dejaron en el suelo. Ahora debía hacer volver a la muchacha a la bodega sin que mirara hacia atrás.
—Aquí, permítame ayudarle —expresó él pasándola y yendo hacia la puerta de la bodega, la que abrió de un empujón.
Ella hizo rodar la camilla tras él y atravesó la puerta.
—Gracias —contestó la joven, y entró a la escasa luz.
—Gracias. Que tenga un fabuloso fin de semana.
—Seguro que sí. Igual para usted.
Kent soltó la puerta y oyó que la cerradura enganchó. Miró alrededor y corrió hacia la cabina, temblando. ¿Y si a ella se le ocurría volver? «Oiga, se le olvidó la tablilla». Solo que él no la había olvidado. La tenía en la mano derecha, y la aventó al largo asiento. Dando una última mirada hacia atrás, saltó al vehículo, soltó el freno de mano, y salió de la plataforma de carga, con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho.
Había atravesado la zona de estacionamiento y andaba sobre la larga y serpenteante entrada antes de recordar la puerta trasera. ¡Aún estaba abierta!
Kent paró de golpe y corrió hacia la parte trasera, rechazando pensamientos de una caja destrozada esparcida detrás del furgón. Pero no ahora; este día los dioses le sonreían. La caja permanecía donde él la había dejado, inmóvil. Cerró la puerta, inundado de alivio ante los pequeños favores.
Salió por las puertas de Liberty Valley, temblando como una hoja. Recorrió toda una cuadra de la ciudad antes de darse cuenta de que la vibración debajo de él resultaba de un freno de mano totalmente engranado. Lo liberó y sintió que el vehículo salía hacia delante. Bueno, ese fue un truco tipo Calle de los Estúpidos, si es que alguna vez había habido uno. ¡Tenía que controlarse aquí!
Dos cuadras más adelante los fríos de la victoria comenzaron a subirle y bajarle por la columna. Luego echó la cabeza hacia atrás y gritó en la anticuada cabina.
—¡Sí!
El conductor del Cadillac al lado lo miró. A Kent no le importó.
—¡Sí, sí, sí!
Ya tenía un cadáver. Un pescado.