Sábado
Robar veinte millones de dólares, por bien que se hubiera planeado, genera peligros innegables; riesgos enormes y monstruosos. Aunque Kent había ensayado mil veces en la mente cada fase de la operación de dos días, la verdadera ejecución involucraría docenas de posibilidades imprevistas. La menor de estas probabilidades era tal vez la de que un asteroide del tamaño de un Volkswagen cayera en el centro de Denver, y acabara el tiempo de Kent junto con el de otros cuantos millones de habitantes… para lo cual él no podía hacer nada. Pero en algún lugar entre Armagedón Dos y el mundo real yacían los acechantes monstruos que parecían arruinar las buenas intenciones de los pillos.
Kent permitió que la bebida lo dejara sin sentido a altas horas de la noche del viernes. Después de su pequeño tiempo de confesión con Lacy merecía un trago misericordioso y prolongado. Además, con los nervios templados como cuerdas de piano, él dudaba poder dormir de otra manera. No habría licor durante la duración del robo, lo cual significaba que debería dejar de beber por algunos días. O quizás para siempre. Lo desagradable comenzaba a aparecer.
Cuando Kent recobró el sentido a las seis de la mañana del sábado, lo golpeó como una descarga eléctrica, y saltó de la cama.
¡Era sábado! El sábado. ¿Seis en punto? ¡Ya se le había hecho tarde! Recorrió la habitación con la mirada, forzando la vista debido a un punzante dolor de cabeza. Las cobijas yacían amontonadas, húmedas por el sudor.
Un frío le bajó por la columna. ¿Quién creía ser él para robar veinte millones de dólares? Aló allá, me llamo Kent. Soy un criminal. Buscado por el FBI. ¡De pronto la idea entera le pareció una estupidez! Decidió entonces, sentado en su cama, mojado el cabello con sudor frío poco después de las seis de la mañana del sábado, desechar todo el plan.
Pasaron siete pausados segundos antes de anular la decisión y quitarse las cobijas de las piernas. Veinte millones de buenos dólares estadounidenses verdes tenían el nombre de él, y no iba a dejárselos a Borst y a Cabeza de Tomate.
El viaje a Salt Lake City tomaría nueve horas, lo cual le dejaba dos horas para vestirse, confirmar el pedido del pescado, y recoger el furgón.
Kent corrió al baño, maldiciéndose por el alcohol. Se mojó la cabeza debajo del grifo, haciendo caso omiso al agua que le entraba por la cintura. No había tiempo para una ducha. De todos modos no había planeado encontrarse con alguien que le importara.
Se vistió aprisa con una camisa suelta y pantalón caqui. A los diez minutos del primer sobresalto en la cama, Kent estaba listo a salir. Para siempre. El pensamiento lo detuvo ante la puerta de la alcoba. Sí, para siempre. No tenía planes de volver otra vez a casa… posibilidad que había creído que le produciría algo de nostalgia. Pero al examinar ahora el cuarto solamente se sintió ansioso por irse.
Debía parecer como si hubiera salido con la intención de regresar, por eso no se llevaba nada. Absolutamente nada. Ni un tubo de pasta de dientes ni un par extra de medias, ni siquiera un peine. Siempre había algo sencillo que alertaba a los investigadores. Verdaderos criminales clínicamente muertos como los de la Calle de los Estúpidos vaciarían sus cuentas bancarias el día antes de planear una fuga. Aquellos sin nada de mentalidad hasta podrían andar por la ciudad dando besos de despedida a seres queridos y sonriendo de oreja a oreja acerca de algún secreto. Dios mío, lo siento, Mildred. Simplemente no te lo puedo decir. Pero créeme, ¡me voy a tostar en el sol de Hawai mientras tú te quedas aquí trabajando como una idiota por el resto de tu miserable vida!
Eso resumía muy bien su pequeña confesión a Lacy. ¡Santo cielo! Kent se estremeció al pensarlo, preguntándose si el viajecito a Boulder podría ser su perdición. Si la visita había sido una equivocación, sería la última. Lo juró entonces, inspeccionando la habitación por última vez.
Entró corriendo a la sala y prendió la televisión. Dejó la cama sin tender; la pasta de dientes sobre el tocador, destapada y saliéndose la crema. Sobre la mesita de noche se hallaba una novela de John Grisham con las esquinas dobladas, señalando el capítulo noveno. Bajó corriendo a la cocina y escribió una nota para Helen.
Helen:
Me estoy yendo a las montañas a pescar y aclarar la mente. No volveré sino hasta tarde. Lo siento por la cena. Si pesco algo lo freiremos mañana.
Kent
Volvió a leer la nota. Bastante buena.
Kent salió por la puerta principal, abrió con indiferencia la puerta del garaje y sacó el aparejo de pesca. Bart fulano de tal —Mathews, pensó, Bart Mathews— saludaba con la mano sobre la segadora de césped, tres jardines más allá. Kent le devolvió el saludo, pensando que los dioses le estaban sonriendo ahora. Sí, en realidad, Kent Anthony salió de su casa el sábado con algo en mente. Pescar. Fue a pescar. Kent levantó la vara en un movimiento que significaba: Sí señor, Bart me voy de pesca, ¿ve? Recuerde eso. Sonrió, pero las manos le temblaban. Lanzó la caña al asiento trasero, encima de una caja cerrada que había cargado anoche a altas horas de la madrugada.
Kent hizo retroceder por última vez el Lexus a la Calle Kiowa y salió a toda velocidad del Littleton suburbano, parpadeando contra fastidiosos susurros que le expresaban que él era un chiflado. Chiflado, chiflado, chiflado. Quizás debería contra anular la decisión de anular la decisión de suspender. Bueno, había algún pensamiento claro.
Por otra parte, ¿cuántos aspirantes a criminales se habrían visto en esta misma situación: sobre algún despeñadero observando la verdadera caída y pensando que de pronto el precipicio parecía espantosamente profundo? Y no había cuerda de nylon que los jalara al entrar a la caída libre, ningún cordón de apertura que los levantara en caso de que decidieran usar paracaídas. El objetivo estaba directo abajo, viendo si podían aterrizar correctamente y levantarse. Las estadísticas decían que 99% terminaban aplastados abajo en las rocas, carne para zamuros. Las estadísticas, las estadísticas. Las estadísticas también afirmaban que cada uno de esos verdes dólares estaba esperando volver a casa hacia papi. Y en este caso, Kent era papi.
Además, en algún momento se comprende de pronto que ya se está allí, sobre el abismo, en caída libre, y Kent concluyó que ya había alcanzado ese punto. Lo había hecho dos meses antes, la primera vez que todo este infierno se desatara.
Tardó cuarenta y cinco minutos en llegar a la Empacadora de Carnes Front Range. Había seleccionado la empresa diez días antes por varias razones. Al menos esa era la historia que se estuvo contando estos días. Podría ser más exacto decir que se había arriesgado con la empresa, y solo entonces debido a los sueños.
Los sueños. Ah, sí, los sueños. Aunque al despertar apenas lograba recordar los detalles de los sueños, subsistían durante el día las impresiones generales que dejaban. Brillantes impresiones generales, como la que sugería que encontrara el vehículo en las afueras del pueblo, cerca de la planta de procesamiento de cerveza Coors. Era como si el alcohol lo entregara a un profundo sueño donde las cosas se aclaraban y los recuerdos volvían a brillar. Una vez había despertado en medio de un sueño y se halló temblando y sudando porque sintió que alguien estaba con él en ese sueño, llevándolo en una gira.
Los sueños se le habían representado en la mente como dedos entre un teclado, alargando tonos que resonaban con la propia brillantez de Kent. Es más, finalmente había llegado a la conclusión de que solo era eso: su propia brillantez, engranada a alta velocidad por los sucesos que lo habían empujado. Pura lógica hallada en la calma del sueño.
Y había varias razones lógicas para que la planta de la Empacadora de Carnes Front Range le supliera las necesidades. Primera, y tal vez la más importante, se hallaba en un lugar aislado en un enorme complejo de bodegas en la zona sur de la autopista 470. La estructura metálica evocaba imágenes de operaciones encubiertas de la mafia que Kent había visto en una docena de películas. Además la planta estaba cerrada los fines de semana, y dejaban en el amplio estacionamiento cien camiones con carrocerías refrigeradas, expuestos hasta el lunes a los rayos solares. Él había paseado por el estacionamiento el martes, usando lentes y un peinado deportivo alisado hacia atrás que creyó que lograban bastante bien cambiarle la apariencia. Se había hecho pasar por un comprador de carne de la recién iniciada Carnicería Michael’s en el oriente de Denver, y había hecho muy bien su parte. También le habían dado una lección del porqué exactamente los camiones refrigerados Iveco seguían siendo las mejores unidades en la carretera. «No hay posibilidad de que la carne se eche a perder aquí. De ninguna manera», había insistido el empacador de carnes Bob «Crucero» Waldorf, acariciándose una puntuda barba de ocho centímetros de largo.
Lo cual en primera instancia constituía la razón de por qué él necesitaba un furgón. Para impedir que la carne —el pescado— se descompusiera.
Kent condujo ahora hasta la bodega del complejo y la examinó nerviosamente. El terreno estaba desierto. Hizo serpentear el Lexus dentro de un callejón y lo dirigió hacia el patio adyacente. La gravilla crujió bajo las llantas; por la nuca de Kent corrió sudor. Se le vino la idea de que la inesperada presencia de un solo tonto aquí cerraría la operación. De ningún modo podría haber testigos de esta visita.
El lote adyacente albergaba un centenar de cubículos de almacenaje de dieciséis por treinta y dos, la mitad de los cuales estaban vacíos; las puertas pintadas de blanco se hallaban corroídas, abolladas e inclinadas. Asombraba que el negocio encontrara arrendatarios para la otra mitad de cubículos. Ese era otro motivo de que Kent eligiera esta ubicación particular: brindaba un lugar oculto para el Lexus.
Kent llevó el auto al espacio ochenta y nueve y apagó el motor. Silencio le resonó en los oídos.
Esto era todo. Técnicamente hablando, hasta ahora no había cometido ningún crimen. Ahora estaba a punto de meterse a un espacio de almacenaje y ocultar el auto. No necesariamente algo por lo que lo freirían, pero sin embargo un crimen. El corazón le palpitaba con fuerza. El callejón a lado y lado estaba despejado.
Está bien. Haz esto, Kent. Hagámoslo.
Sacó unos guantes de cuero y salió del auto. Levantó con mucho esfuerzo la puerta enrollable. El chirrido que hizo resonó en el concreto cilíndrico, y el hombre se estremeció. Santo Dios. Muy bien pudo haber puesto una luz roja centelleante en lo alto de ese objeto. Inteligencia especial. ¡Aquí se está cometiendo un crimen! Vengan, vengan.
Pero nadie vino. Kent volvió a treparse al Lexus y lo empujó dentro del espacio. Agarró el maletín ejecutivo y cerró la puerta, estremeciéndose otra vez ante el chirrido. El callejón aún seguía vacío. Se inclinó rápidamente, sacó del maletín una pequeña pistola de remaches. Clavó un remache en cada lado de la puerta de lata y volvió a poner la pistola en su sitio.
Salió del espacio 89 y caminó con brío hacia la Empacadora de Carnes Front Range, registrando el lote en cada dirección por si algún tonto estropeara todo. Pero el patio seguía tranquilo y vacío en la luz matutina.
Kent había ensayado mil métodos de robar un vehículo, crimen número dos en esta larga sarta de crímenes que estaba a punto de cometer. No fue sino hasta que Crucero le brindara la explicación para los cinco camiones afuera de la valla principal de seguridad del complejo, que Kent se había decidido por el plan actual.
—Mire, de una flota de ciento veinte, esos son los únicos cinco que ahora mismo no están en uso.
—¿Por qué? ¿Están averiados? —había inquirido Kent, medio en broma.
—En realidad el furgón 24, el último, está adentro para una rutina de afinación. Cuidamos mucho a nuestros furgones. Siempre lo hemos hecho, siempre lo haremos.
Esto había sido un regalo. Kent se atuvo a lo que Crucero manifestara, paralizado por un instante, seguro de que había estado aquí antes… de pie al lado de Crucero mientras se entregaban las llaves del reino. Quizás una sensación de déjà vu o de haber estado allí con anterioridad, proveniente de alguno de esos sueños. Había otras maneras, desde luego. Pero en una operación llena de complicaciones él no tenía intención de rechazar el ofrecimiento. Había regresado el jueves en la noche y se había metido a la camioneta con un gancho para ropa. Si el viernes descubrían que el furgón 24 se había quedado abierto, probablemente lo moverían. Pero este era un riesgo que había tomado con agrado. El proceso de meterse al vehículo le había llevado dos horas completas. No podía gastar dos horas a plena luz del día luchando por abrir el capó con un gancho para ropa.
El furgón 24 estaba allí, en el mismo sitio, y Kent cubrió los últimos treinta metros corriendo por el estacionamiento de gravilla. Agarró la manija del vehículo, contuvo el aliento, presionó el pasador. La puerta se abrió. Suspiró aliviado, lanzó el maletín sobre el asiento a todo el ancho del vehículo, y trepó, temblando como una hoja. Un pequeño balón de triunfo se le abultó en el pecho. Hasta aquí todo salía bien. Como quitarle un caramelo a un bebé. Él se hallaba en la cabina, ¡y no había moros en la costa!
Uno de los principales beneficios de pasar seis años en instituciones de aprendizaje superior era cómo aprender a aprender. Esa era una habilidad que Kent había perfeccionado; y una de las cosas que había aprendido de último era cómo prender un vehículo puenteando el sistema de ignición. Específicamente un furgón Iveco 2400 refrigerado. No de un libro titulado Cómo puentear el sistema de ignición de tu vehículo favorito, no. Sino de un libro de cómo proteger su propiedad, junto con un manual de ingeniería, una guía eléctrica de la mecánica del vehículo, y, por supuesto, un manual de reparación de Iveco 2400, cada fuente brindaba algunos detalles para la experiencia colectiva de aprendizaje de Kent. Al final él sabía exactamente cómo prender un Iveco 2400 puenteando el sistema de ignición. Se suponía que el procedimiento era una aventura de treinta segundos.
Kent tardó diez minutos. El destornillador Phillips que había comprado era un poco pequeño y quería resbalarse con cada rotación. Cuando finalmente soltó el panel debajo del tablero de instrumentos, los cables estaban tan lejos del eje del volante que él casi se desgarra la piel de los dedos al levantarlos. Pero al final esta experiencia de aprendizaje demostró ser válida. Cuando tocó el cable rojo con el blanco, la furgoneta retumbó con vida.
El repentino sonido hizo sobresaltar a Kent, y se atemorizó, soltando rápidamente los cables y golpeándose la cabeza en el volante en un suave cambio de postura. El motor se apagó.
Kent soltó una palabrota y se enderezó en el asiento. Examinó con la mirada el patio, respirando irregularmente. Aún no había moros en la costa. Se inclinó y volvió a prender el vehículo. Las manos le sudaban en los guantes de cuero, y pensó por un instante en quitárselos. Pero una docena de episodios de Ciencia forense se le precipitó al mismo tiempo en la mente, y rechazó la idea.
Puso el furgón en reversa, lo metió al sendero, y lo dirigió a la salida del complejo a cien metros de distancia. De una sola mirada cualquier persona razonable se habría dado cuenta que el chofer encaramado detrás del volante del furgón 24, serpenteando hacia la puerta de salida, no era el chofer típico que se dirigía a hacer sus entregas. En primer lugar, los típicos choferes no se sientan como esculturas de hielo en el borde frontal del asiento, agarrando el volante como si fuera el riel de seguridad en el recorrido de una montaña rusa. En segundo lugar, no echan la cabeza hacia atrás y adelante como un muñeco de cuerda descontrolado. Pero entonces nada de eso importaba, porque no había personas razonables —en realidad no había ninguna persona— que viera a Kent salir del estacionamiento en el furgón 24.
A los tres minutos estaba otra vez en la carretera, en dirección oeste, ansioso, sudoroso y revisando los retrovisores cada cinco segundos, pero sin ser descubierto.
Inspeccionó cuidadosamente los instrumentos de medición. La compañía había previsto dejar salir el furgón 24 lleno de combustible. ¡Bien hecho, Crucero! Kent encendió el interruptor de la unidad de refrigeración y volvió a revisar los instrumentos. Es más, los revisó quince veces en esos primeros diez minutos, antes de acomodarse finalmente para el viaje de siete horas a Salt Lake City.
Solo que en realidad no se acomodó. Se mordió las uñas y revisó cada detalle del plan por milésima vez. Ahora que había saltado de veras por este precipicio, el terreno abajo parecía un poco más escabroso que antes. En realidad, al haber ejecutado un plan brillante que no dejaba absolutamente nada al azar, pensó que hasta este momento prácticamente había dependido de eventualidades. La eventualidad de que su reloj despertador funcionara de manera efectiva esa mañana. La eventualidad de que no hubiera nadie en Empacadora de Carnes Front Range en una mañana sabatina, a pesar de que la planta estaba cerrada. La eventualidad de que no hubieran llevado al Iveco al estacionamiento seguro. La eventualidad de que él lograra prender el Iveco.
Y ahora Kent comenzaba a imaginar la carretera que tenía por delante llena de eventualidades… con llantas desinfladas, tráfico lento, cortes de energía, y paradas rutinarias. Con caídas de rocas de los precipicios cercanos que bloquearan la carretera. O peor, que aplastaran el vehículo como una cucaracha. Esa sería una obra de Dios, si es que Gloria hubiera tenido razón y existiera un Dios. A menos que fuera obra de un terremoto, en tal caso sería la madre naturaleza alargándole la mano para expresar su opinión del asunto.
No, hijo. No hagas esto.
Kent miró el velocímetro, vio que excedía la velocidad máxima señalada de cien kilómetros por hora, y desaceleró. Que le pusieran una multa por exceso de velocidad ahora sería una historia para la Calle de los Estúpidos.
Kent llegó treinta minutos después a la salida sin pavimento que había preseleccionado, y entró a un bosquecillo que impedía la vista a la interestatal. No tardó más de cinco minutos en sacar los letreros magnéticos que a mediados de semana había escondido entre la elevada hierba y los pegó a cada lado del vehículo. Analizó lo que iba a realizar. Durante las próximas veinticuatro horas al furgón 24 de Empacadora de Carnes Front Range se le conocería como furgón del Depósito de Cadáveres Mac-Daniel. Eso decían los letreros a cada lado. En letras negras que eran extrañas y discretas pero claras y definidas, de modo que no hubiera ninguna duda.
Kent volvió a entrar a la autopista y condujo el vehículo a toda velocidad. Sí, definitivamente ahora estaba sobre el precipicio. Cayendo como una piedra.