Capítulo veinticuatro

Undécima semana

Kent veía a Helen en cada cena, pero por lo demás solamente la límpida cocina permanecía como una señal de que había otra persona en la casa. Ella ya se había ido cuando él se obligaba a salir de la cama cada mañana. A caminar, decía, aunque él no se podía imaginar por qué una mujer de la edad de Helen escogía las cinco de la mañana para su caminata diaria. Para cuando él deambulaba por la casa como a las seis ya la cena para la noche estaba en la mesa o hirviendo a fuego lento en el horno.

Kent había mirado una vez dentro del cuarto de costura, solo para ver lo que Helen había hecho con este. La cama estaba impecablemente tendida con un edredón que él nunca antes había visto; al pie había un montoncito de ropa lavada, esperando ser guardada. Aparte de eso apenas había indicio de que Helen ocupara el nítido cuarto. Solamente la mesita de noche al lado de la cama revelaba que ella residía allí. Encima se hallaba la Biblia abierta, ligeramente amarillenta debajo de la lámpara. Cerca había una blanca taza de té, de porcelana, vaciada de su contenido. Pero fue la botella de cristal lo que hizo parpadear a Kent. Ella había traído de la rinconera de su casa solo este cachivache inservible, y lo había puesto aquí al lado de la cama. Gloria le había dicho en cierta ocasión que esa era la posesión más valorada de Helen. Una sencilla botella llena de solo Dios sabía qué. Kent había cerrado la puerta sin entrar.

Él había llegado a casa el martes en la noche con el sonido de lo que habría jurado que era Gloria cantando. Había pronunciado el nombre de ella y corrido a la cocina solo para encontrar allí a Helen inclinada sobre el fregadero, tarareando. Ella mostró indicios de que lo hubiera oído. Kent se había retirado a la habitación para agarrar la botella sin que ella lo supiera.

Las meriendas eran un tiempo de tintineos, chasquidos de labios y charlas de cortesía, pero ni una sola vez Helen le había hablado de alguno de sus dogmas religiosos. Él creía que ella había tomado la consciente decisión de no hacerlo. Es más, por la manera en que la mujer se comportaba, en varias ocasiones él se sorprendió preguntándose si ella había sucumbido a alguna droga nueva que la mantenía en las nubes; los ojos parecían brillarle con confianza, y sonreía mucho. Era probable que ella hubiera malinterpretado una de las recetas y hubiera exagerado la dosis.

De ser así, la suegra no había perdido la inteligencia ni la capacidad analítica. Kent se había fijado en las medias hasta las rodillas y lo averiguó inmediatamente.

—Esas medias se ven ridículas con un vestido. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, lo he notado. Pero me mantienen calientes las piernas.

—También lo harían así unos pantalones.

—No, Kent. Tú usas los pantalones en esta familia. Yo uso vestido. Si crees que estas medias parecen ridículas, piensa en cómo se vería un vestido colgando de tus caderas.

—Pero no tiene que ser de ese modo —había contestado él sonriendo tontamente.

—Tienes razón. Pero para ser perfectamente sincera contigo, esa es la única manera en que logro que los hombres me miren las piernas en estos días.

Él condujo hacia la casa el jueves, ansioso por descubrir qué había preparado Helen para la cena. El sentimiento hizo que detuviera el auto con la puerta medio abierta. El hecho era que parecía ansioso por entrar a la casa, ¿no es verdad? Eso era lo único que en realidad ansiaba ahora además del plan. Siempre estaba el plan, por supuesto.

Y estaba Lacy.

Esa noche comieron bistec.

Kent siguió adelante, pasando las horas en silencio, refinando el plan, llamando a Lacy, bebiendo. Bebía mucho, siempre hasta altas horas de la noche, ya sea en la sala de la segunda planta o en la oficina, manteniendo su pauta de trabajar hasta tarde en la noche.

Todos habían tomado con calma la salida de Cliff, hablando incesantemente de cómo la competencia había tratado de robar el SAPF, y de cómo casi lo consiguen. La especulación solo les alimentó la idea de engreimiento. Que alguien hiciera todo lo posible por infiltrárseles en sus filas dejó la impresión de ser otro triunfo personal de Borst. La distracción resultó ser un amparo perfecto para los últimos días de Kent entre los compañeros de trabajo.

Paso a paso el crimen perfecto comenzaba a materializarse con asombrosa claridad. Y eso no era una ilusión. Él había sido uno de los mejores graduados de la universidad, comprobado como una de las más agudas mentes analíticas de este lado de Tokio. No es que él pensara demasiado en eso, simplemente lo sabía. Y la mente le decía algunas cosas acerca del plan. Le decía que lo que estaba planeando era definitivamente más que un delito penado con severos castigos. Si fallaba, estaría acabado. Muy bien podría tomar una cápsula de cianuro en caso de que las cosas salieran mal.

La mente también le decía que el plan, por criminal y por atroz que fuera, era absolutamente brillante. De la clase de «crimen del siglo». Suficiente para provocar una sonrisa en la boca de cualquier policía; suficiente para hacerle hervir la sangre a cualquier hombre vivo.

Además la mente le decía que cuando todo acabara, si tenía éxito, sería un idiota rico, viviendo en una nueva piel, libre para aspirar a todos los placeres que el mundo le podía ofrecer. El corazón le palpitaba con fuerza ante la idea.

Sencillamente no había pasado nada por alto.

Excepto Lacy. Había pasado por alto a Lacy. Bueno, no a Lacy en persona… ella se estaba volviendo imposible de pasarla por alto. Es más, era la dificultad de desentenderse de ella lo que él había pasado por alto.

Hablaban todas las noches, y él cada vez estaba más consciente del modo en que se le hacía un nudo en el estómago cada vez que pensaba en levantar el teléfono para llamarla. Se debía a la manera en que ella lo tocara en su última visita, sosteniéndole la cabeza como si se le pudiera romper, sintiéndole la respiración en el oído. Recuerdos sepultados por mucho tiempo le habían inundado la mente.

La llamada telefónica de la noche siguiente le había clavado más la estaca en el corazón.

—¿Estás bien, Kent?

—Sí. Estoy mejor. No sé cómo agradecerte, Lacy. Yo solo…

Y entonces él había empezado a lloriquear, asombrosamente. Lloró allí mismo en el teléfono, y él apenas sabía la razón.

—¡Oh, Kent! Todo saldrá bien. Shhh, shhh. Todo estará bien. Lo prometo.

Él debió poner el teléfono en la base y alejarse de ella. Pero no pudo. Las llamadas durante toda esta semana no habían sido mejores. No hubo más lágrimas. Pero las dulces palabras, aunque no exageradamente cariñosas, difícilmente podían ocultar la química que se gestaba entre ellos.

Y ahora había llegado el viernes. Lo cual era un problema, porque Lacy no calzaba exactamente en el plan de Kent, y el plan se iniciaba mañana.

Durante la cena, Helen le preguntó si pasaba algo, y él negó moviendo la cabeza de un lado al otro.

—No, ¿por qué?

—Por nada, en realidad. Solo que pareces atribulado.

Eso fue lo último que Helen dijera del tema, pero esas palabras resonaban de modo irritante en la mente de Kent. Él había esperado estar extasiado en la víspera del grandioso fin de semana. No atribulado. Y sin embargo en cierto modo estaba extasiado. Era el asunto de Lacy lo que le partía el alma.

Kent se retiró a su habitación y bebió tres tragos antes de armarse de valor para llamar a Lacy.

—¡Kent! ¡Me alegra que llamaras! No creerías lo que me pasó hoy en el trabajo —anunció ella con una voz que muy bien podría compararse con un torno oprimiéndole el corazón a Kent.

—¿Sí? ¿Qué pasó?

—Me pidieron que entrara a la facultad de administración. Me quieren capacitar para la gerencia.

—Qué bueno. Eso es bueno, Lacy —contestó él tragando saliva.

Pudo haberse tratado de él hace seis años, al empezar a trepar la escalera. Y la había trepado exactamente hasta la cima… antes de que ellos decidieran tirarlo abajo.

—¿Bueno? ¡Es fabuloso! —exclamó ella, luego hizo una pausa—. ¿Qué pasa, Kent?

—Nada. En realidad sí, es fabuloso.

—Parece que te acabaras de tragar un encurtido. ¿Qué pasa?

—Necesito verte, Lacy.

—Está bien —contestó ella suavizando la voz—. ¿Cuándo?

—Esta noche.

—¿Ahora mismo?

—Sí.

—¿Hay algún problema?

—No —respondió él con dificultad para mantener la voz firme—. ¿Puedo ir?

Ella titubeó, y por algún motivo eso empeoró el dolor en el pecho de él.

—Por supuesto —expresó ella—. Dame una hora.

—Te veré dentro de una hora, entonces.

Kent colgó sintiéndose como si acabara de encender el interruptor de una silla eléctrica. La propia silla eléctrica de él. Pero para cuando llegó al apartamento ya había resuelto el asunto. Haría lo que se debía hacer, y lo haría a la manera en que se debía hacer. Tomó un trago de tequila de la botella en el asiento del pasajero y abrió la puerta.

Dios, ayúdame, pensó. Aquello era una oración.

Se sentaron otra vez en la mesa del diario, uno frente al otro, como habían hecho casi dos semanas atrás. Lacy usaba jeans y una camiseta blanca con propaganda de Cabo San Lucas, en letras rojas salpicadas. Kent había venido con vaqueros desteñidos y mocasines. Los ojos azules no habían perdido el brillo rojizo. El dulce aroma de alcohol apenas perceptible rondaba alrededor de él; tal vez por eso al entrar sonrió tímidamente y evitó el contacto con ella. No que ella hubiera esperado un abrazo o algo así. Pero eso decía algo, pensó Lacy. Qué decía, no tenía idea.

Conversaron por diez minutos de cosas baladíes que habrían sido más agradables por teléfono. Luego Kent se echó para atrás en el asiento, y Lacy supo que él quería decirle algo.

—¿Te has sentido culpable alguna vez por querer seguir adelante? —inquirió él mirando su taza de café.

Lacy sintió que le aumentaban las palpitaciones del corazón. Pensó: ¿Seguir adelante? ¿Quieres seguir adelante? No estoy segura de estar preparada para seguir adelante. Al menos no en una relación con otro hombre.

—¿Qué quieres decir? —quiso saber ella llevándose la taza a los labios.

—Seguir adelante. Dejar el pasado… John —titubeó él, señalando con la cabeza la repisa de la chimenea—. Olvidar tu pasado y comenzar de nuevo. ¿Te has sentido así alguna vez?

—En algunas maneras, sí. Aunque ni siquiera estoy segura de haber querido olvidar alguna vez a John. Pero debemos seguir adelante con la vida —confesó ella mirando esos ojos azules, y de repente deseó que él simplemente se acercara y le dijera que quería seguir adelante… con ella; ella lo frenaría, por supuesto, pero anhelaba ser deseada por él.

—Sí —asintió Kent—. Solo que… tal vez incluso querer hacer totalmente a un lado el pasado. Porque mientras tengas esos recuerdos no puedes renovarte de verdad. ¿Has sentido algo como eso alguna vez? ¿Aunque sea un poquito?

—Probablemente. Solo que nunca lo pensé en esa forma.

—Bueno, ahora que lo piensas, ¿te hace sentir mal? Es decir, por no querer recordar el pasado.

—No estoy segura —contestó Lacy después de cavilar en la pregunta, y de pensar que era un poco extraña—. ¿Por qué?

—Porque estoy pensando en empezar de nuevo —enunció él.

—Oh, ¿y cómo harías eso?

Las comisuras de la boca de Kent se levantaron un poco. Los ojos le resplandecieron.

—Si te lo digo, ¿jurarías guardar el secreto?

Ella no respondió.

—Es decir, secreto absoluto. En realidad, no decírselo alguna vez a ningún hombre… o mujer. Solo tú y yo. ¿Puedes jurar eso sobre la tumba de John?

Lacy retrocedió ante la pregunta. ¿La tumba de John? Kent estaba sonriendo con picardía, y ella se irguió más en el asiento.

—¿Por qué? Quiero decir, creo que sí. Depende.

—No, necesito un sí definitivo. Diga lo que te diga, quiero que jures guardarlo. Necesito esa confianza en ti. ¿Puedes hacerlo?

En cualquier otra circunstancia, la respuesta de Lacy habría sido que no podía comprometerse en esa situación sin saber más. Pero eso no fue lo que le salió de la boca.

—Sí —contestó.

Y ella sabía que era la verdad. Dijera lo que él dijera, ella lo guardaría como suyo propio.

—Te creo —expresó Kent después de observarla atentamente por unos segundos—. Y si alguna vez rompes esta promesa me estarás poniendo en la tumba, exactamente junto a mi esposa. Quiero que entiendas eso. Que reconozcas eso.

Ella asintió con la cabeza, totalmente confundida en cuanto a la dirección que él seguía.

—Muy bien —continuó él, bebió un prolongado trago de café y asentó con cuidado la taza, seriecísimo—. Voy a empezar de nuevo, Lacy, por completo.

Él esperó, como si acabara de revelar un secreto siniestro, y aguardara que a ella se le cayera la mandíbula sobre la mesa.

—Eso es bueno, Kent.

Él bajó la cabeza y la miró; ella tenía arqueadas las cejas.

—Voy a ser rico, Lacy —confesó él con los labios curvados en una pícara sonrisa.

Lacy pensó que el hombre podría reventarse con esta noticia. Y hasta allí nada en la conducta de él era algo digno. A menos que se tratara de ella, y que él estuviera mostrando atracción en alguna manera extraña y engañosa. Voy a ser rico, cariño, para que tú y yo podamos vivir juntos una nueva vida.

—Voy a robar veinte millones de dólares.

—Vamos, Kent. Habla en serio.

—Hablo tan en serio como un ataque cardíaco, querida.

Ella le oyó las palabras del modo en que podría ver la nube de una explosión nuclear de una bomba distante, pero que un segundo después le llegara el impacto y le estremeciera los huesos. El primer pensamiento que Lacy tuvo fue de negación. Pero este pensamiento huyó ante la mirada de Kent, y ella supo que así sencillamente era lo que él decía: tan serio como un ataque cardíaco.

—¿Vas a robar?

Él asintió con la cabeza, riendo entre dientes.

—¿Vas a robar veinte millones?

—Eso es mucho dinero, ¿verdad? —asintió él, aún con esa débil sonrisa—. Es la cantidad que me correspondería recibir por mi bonificación si Borst y Bentley no se la hubieran robado.

Kent dijo los nombres con un repentino jadeo.

—Voy a tomarlos —añadió entonces con toda naturalidad.

—¿Pero cómo? —indagó Lacy, estupefacta—. ¿De ellos? ¡No puedes simplemente robar veinte millones de dólares así no más y esperar que no te atrapen!

—¿No? No voy a tocar a Borst ni a Bentley, al menos no al principio. Aunque ellos tuvieran esa cantidad de dinero, tienes razón… sería suicidio quitarle esa suma a cualquiera.

Él volvió a levantar la taza, mirando sin prisa el interior, y habló exactamente antes de que el borde le tocara los labios.

—Por eso es que no le voy a quitar el dinero a ninguno de ellos —concluyó, y bebió.

Lacy lo miró, ensimismada en el drama de Kent. Ella creyó que él se había deschavetado… por lo teatral y totalmente sin sentido del asunto. El hombre bajó la taza y la depositó sin un sonido.

—Lo tomaré de cien millones de cuentas. El próximo mes, cien millones de pagos por servicios de cajeros automáticos interbancarios serán levemente inflados en estados de cuentas de clientes seleccionados. Ni un alma sospechará alguna vez que ha ocurrido un robo.

Ella le pestañeó varias veces, tratando de comprender. Y luego entendió.

—¡Se darán cuenta! —exclamó.

—Nadie concilia pagos por servicios, Lacy. ¿Cuándo fue la última vez que revisaste la fidelidad de esos pequeños cobros? —inquirió él, arqueando una ceja—. ¿Um?

—Estás loco —cuestionó ella, moviendo la cabeza de lado a lado—. Alguien lo notará. ¡Es demasiado!

—Los bancos no lo sabrán excepto por la queja de alguno que otro cliente. ¿Y qué hacen cuando un cliente se queja? Inician una revisión… la cual podré detectar. Cualquier cuenta revisada, sea cual sea la naturaleza de esa revisión, recibirá una corrección. En el mundo de la computación ocurren anomalías, Lacy. En este caso, la anomalía será corregida en todas las cuentas que detecten el error. De cualquier modo, las transacciones no se podrán rastrear.

—Pero eso es imposible. Toda transacción se puede rastrear.

—¿Ah? —exclamó él, mirándola para dejar que ella simplemente asimilara el asunto, con la cabeza aún inclinada en una forma siniestra, pensó ella.

Lacy miró a Kent y empezó a creerle. Después de todo, él no era un tonto. Ella no conocía el funcionamiento interno de las finanzas de un banco, pero sabía que Kent sí. Si alguien podía hacer lo que él estaba sugiriendo, ese era Kent. ¡Santo cielo! ¿Estaba él planeando de veras robar veinte millones de dólares? ¡Era una locura! ¡Veinte millones de dólares! El corazón empezó a palpitarle con fuerza en el pecho.

—Aunque pudieras lograrlo, es… es algo malo —expresó ella después de tragar grueso—. Y sabes cómo se siente que te perjudiquen.

—Ni siquiera empieces a comparar esto con mi pérdida —contraatacó él—. ¿Y a quién se le está perjudicando aquí? ¿Crees que perder unos cuantos centavos hará sentir perjudicado a alguien? Como: Oh, mis ojos, ¡Gertrudis! ¡Me han dejado ciego! Además, tienes que saber algo para sentir alguna cosa al respecto. Y ellos no lo sabrán.

—Es cuestión de principios, Kent. Vas a robar veinte millones de dólares, ¡por amor de Dios! Es una maldad.

—¿Maldad? —cuestionó él—. ¿Quién lo dice? Maldad es lo que me está sucediendo, ahora mismo. De la manera en que veo el plan, solo me estoy centrando otra vez.

—Eso no lo hace correcto.

Así que esto era lo que él había venido a decirle. Que estaba a punto de convertirse en un criminal de primera clase. Tipo mafia. Y ella le había mostrado el alma al hombre.

—Aunque lo lograras —rebatió ella—. Te pasarás el resto de la vida huyendo. ¿Cómo vas a explicar todo ese dinero? Algún día el asunto te agarrará.

—No. ¿Sabes? En realidad eso es lo que venía a decirte. Nada me agarrará porque no planeo estar alrededor para ser atrapado. Me voy a ir. Para siempre.

—Vamos, Kent. Con leyes internacionales y tratados de extradición te pueden seguir la pista en cualquier lugar. ¿Qué vas a hacer, esconderte en alguna selva tropical?

Los ojos azules del hombre pestañearon. Lacy frunció el ceño.

—Lo veremos, Lacy, pero quiero que sepas eso —formuló él, sonriendo y cruzando las piernas—. Porque esta noche tal vez sea la última vez que nos veamos.

Entonces ella intuyó para qué había venido él. No había venido a pedirle que compartiera la vida con él; había venido a despedirse. La estaba arrojando de su vida igual que lo había hecho antes. La había atado a este secreto, a este crimen, y ahora pretendía tirarla por la borda.

La comprensión la cubrió como un flujo de ardiente lava roja, que le quemaba los huesos. El corazón se le contrajo por unos instantes. ¡Lo sabía! Lo sabía, lo sabía, ¡lo sabía! Había sido una tonta al dejar que él se le acercara a cualquier parte del corazón.

De pronto Kent inclinó la cabeza, y Lacy creyó que él le había sentido las emociones. El instinto le demostró que se equivocaba.

—Habrá una muerte involucrada, Lacy, pero no creas lo que leas en los periódicos. Las cosas no serán como parecen. Te lo puedo prometer.

Ella retrocedió ante la admisión del hombre, abrumada ahora por la incongruencia que tenía enfrente. ¿Me lo prometes, Kent? Ah, bueno, eso me deja el corazón pletórico de alegría, ¡mi joven y robusto monstruo! Mi psicópata de ojos azu…

—Lacy —pronunció él, con voz que la hizo estremecer en la mesa—. ¿Estás bien?

Ella exhaló y se acomodó en la silla. Pensó que había perdido el tiempo que pasó apresurada maquillándose y limpiando el apartamento. Totalmente.

—No sé, Kent. ¿Se supone que debo estar bien? —lo desafió, taladrándolo con la mirada, y pensando que ahora en esa mirada tenía un puñal.

Él se sobresaltó, consciente quizás por primera vez, de que ella no estaba tomando todo esto con calidez y agrado.

—Estoy aquí compartiendo algo contigo, Lacy. Me estoy poniendo al descubierto. No ando mostrándome tranquilamente en público, ¿sabes? Anímate.

—¿Que me anime? Entras campante a mi vida, me haces jurar que guarde un secreto, ¡y luego me descargas todo encima! ¿Cómo te atreves? ¿Y encima quieres que me anime? —soltó ella, consciente de ese desagradable temblorcito que le estremecía los labios, pero que se hallaba impotente de detener—. ¡Y no supongas que a todo el que le ostentes le gustará lo que ve!

Lacy sintió un repentino y furioso impulso de alargar la mano y abofetearlo. ¡No seas imbécil, Kent! ¡Simplemente no puedes salir corriendo y robar veinte millones de dólares! ¡Y tampoco puedes salir corriendo, punto! ¡No esta vez!

Entonces ella lo hizo. ¡En un ataque ciego de ira estiró la mano y se la estampó en la mejilla! Con fuerza. ¡Plas! El sonido resonó en la sala como si alguien hubiera detonado un pequeño petardo. Kent se tambaleó hacia atrás, agarrándose de la mesa para apoyarse y jadeando de la impresión.

—¿Quééé…?

—¡No me cuestiones, Kent Anthony! —profirió ella.

Un calor inundó la nuca de Lacy. La mano aún le ardía. Quizás la había azotado un poco fuerte. Dios mío, ¡ella nunca había abofeteado a un hombre!

—¡Me estás matando aquí!

—Mira —expresó Kent con un destello de ira en los ojos, y el ceño fruncido—. Yo soy el que se va a salir de la raya aquí. Estoy arriesgando mi pellejo, por amor de Dios. Siento mucho que te haya cargado con mi vida, pero al menos no tienes que vivirla. ¡Lo he perdido todo!

Él sentía un dolor punzante en el rostro enrojecido.

—¡Todo! ¿Me oyes? Es esto o el suicidio, y si no me crees, solo mírame, ¡cariño! —concluyó él, alejándose de ella, y entonces Lacy vio que él tenía los ojos empañados de lágrimas.

Ella empuñó los dedos y cerró los ojos. Está bien, cálmate, Lacy. Contrólate. Él simplemente está herido. Tú estás lastimada. Ella puso las manos extendidas sobre la mesa, tomó varias bocanadas de aire, y finalmente levantó la mirada hacia él.

Kent la observó de nuevo con esos ojos azules, escudriñándola. ¿Para qué? Tal vez ella había malinterpretado todas sus señales. Quizás esos ojazos azules la miraban como un vínculo con la realidad, como una compañera en el crimen, como una simple compañía. Dios sabía que en estos días Kent estaba viviendo un vacío. Y ahora ella sabía la razón: él se estaba lanzando por un precipicio. Estaba jugando con la muerte. Por eso la reunión con el poli le había hecho retorcerse las manos.

Ella pensó que debía estar más enojada consigo misma que con él. Él no la había engañado; ella simplemente había estado mal encaminada, teniendo estúpidos pensamientos de haberse vuelto a enamorar de Kent, mientras él tenía la mirada puesta en este… este crimen de nuevos inicios. Y de una muerte. ¡Santo cielo! ¡Él estaba planeando matar a alguien!

Tendré que vivir con esto, Kent. Cualquier cosa que te ocurra, me ocurre a mí ahora. Lo ves así, ¿verdad? Te has vuelto a trepar a mi corazón —declaró ella en voz baja, y luego encogió los hombros—. Y ahora me acabas de convertir en cómplice, haciéndome jurar que guarde el secreto. Puedes entender cómo eso me puede afectar, ¿no es así?

Él parpadeó y se echó hacia atrás en la silla. Ella pudo sentir por primera vez el pensamiento que le estaba rondando la mente. ¡Dios mío! Los hombres podrían ser como gorilas.

—Pero tienes razón —continuó ella, rescatándolo—. Vas a vivir el sufrimiento de todo esto. ¿Así que quizás no te vuelva a ver? ¿Nunca más?

—Quizás no —contestó él tragando grueso—. Lo siento, Lacy. Debo parecer un insensato al venir aquí y decirte todo esto. He sido insensible.

—No, está bien —interrumpió ella levantando una mano—. Eso no es algo que yo haya pedido, pero ahora que está hecho, estoy segura de poder manejarlo.

Lacy lo miró y decidió no presionar el asunto. Ya era suficiente.

—Y no debí haberte dado una cachetada —concluyó.

—No es así, creo que provoqué que me la dieras.

—Sí, creo que la provocaste —respondió ella titubeante.

Él soltó una nerviosa exclamación de desdén, fuera de lugar ahora.

—Por tanto Kent, ¿crees realmente que unos pijamas a rayas y cortar una línea telefónica te disfrazarán? ¿O quizás una bola y una cadena a la bota? Será una nueva vida, correcto. No te preocupes. Te visitaré a menudo —advirtió ella, y se permitió una sonrisita.

Él rio nerviosamente, y la tensión cayó como grilletes aflojados.

—De ninguna manera, cariño. Si crees que voy a prisión, obviamente no me conoces como crees conocerme.

Pero ese era el problema. Ella no lo conocía; y ahora sabía que de un modo u otro la vida de él estaba a punto de cambiar para siempre. Y con ello, probablemente la de ella.

—Tienes razón. Bueno, te desearía suerte, pero de alguna forma no parece hacerte sentir bien que sepas lo que quiero decir. Y tampoco puedo muy bien desearte que fracases, porque no me entusiasma ver personas agitándose y echando espuma en sillas eléctricas. Por tanto, simplemente esperaré que cambies de parecer. Mientras tanto, mis labios están sellados. ¿Completamente correcto?

Él asintió y sonrió.

Tomaron café y hablaron durante otra hora antes de que Kent se fuera. Ya en la puerta él le dio un beso en la mejilla. Ella no le devolvió el beso.

Lacy lloró mucho esa noche.