Capítulo veintitrés

Kent se puso a trabajar de lleno el jueves por la mañana, tragando continuamente saliva por el terror que se le revolvía en el estómago. Recordó la ocasión en que el SRI lo auditara tres años atrás; se había sentido como un judío detenido e interrogado por la Gestapo. Solo que esta vez era claro que las cosas estaban peor. Entonces no había tenido nada que ocultar más allá de la deducción que posiblemente había inflado. Ahora debía ocultar toda la vida.

Los ojos volvían a humedecérsele, como lo hicieran en esas primeras semanas después de la muerte de Gloria. Las lágrimas llegaban sin previo aviso, haciendo borrosas las luces de los semáforos y convirtiéndole el tablero de instrumentos en un mar de extraños símbolos. Un dolor reprimido le zumbaba en la cabeza, como recordatorio de los «tragos antes de dormir» con que se había dado gusto después de regresar de Boulder. De no haber sido por el único hilo de esperanza que le colgaba de la mente, se pudo haber quedado en casa. Bebiendo más tragos nocturnos. Por supuesto, tendría que andar con más cautela ahora que Helen se las había ingeniado para metérsele en la vida. Las cosas parecían estar desmoronándosele otra vez, y él difícilmente había echado a andar este desquiciado plan que tenía.

Así era, y esas palabras que Lacy le había manifestado la noche anterior le disparaban un nuevo pensamiento. En realidad un plan más desesperado, pero del cual se podía aferrar por el momento. «Que sepas, se trataba de algún chiflado fingiendo ser un poli», le había dicho Lacy. Era cierto que el poli no le había mostrado la insignia, y todo el mundo sabía que una tarjeta de presentación se podía conseguir en media hora en Kinko’s. Sin embargo, el tipo había sabido demasiado como para estar fingiendo. No se trataba de eso. Pero el comentario había gestado otro pensamiento que se centraba alrededor de la palabra chiflado. Y tenía que ver con Cliff, no con el poli.

Por todos los indicios parecía que Cliff estaba sobre Kent. De algún modo ese pequeño fisgón había entrometido la nariz y había decidido que era necesario sacar algo a la luz. ¿Por qué entonces no debilitar al chico? Podría ser un poco difícil demostrar que era un chiflado; después de todo, el tipo ya había demostrado su competencia como programador. Pero eso no significaba que él estuviera súper limpio. Para empezar, el tipo era esquiador, y los esquiadores no eran ejemplos de conformistas sacados de los textos. Tendría que haber algo sucio en Cliff; lo suficiente para echar a rodar algunas dudas. Incluso un rumor sin ninguna base en absoluto. ¿Sabías que Cliff es el cabecilla del sacerdocio de Satanás que asesinó a ese tipo en Naperville? No importaba si hubo tal sacerdocio o un asesinato, o aun un pueblo llamado Naperville. Bueno quizás importaba poco.

Para cuando Kent llegó al trabajo sabía exactamente cómo pasaría su mañana. La pasaría arrastrando a Cliff al fango. Y si era necesario, él mismo crearía el fango con algunos clics del ratón. Sí, en verdad, veinte años de duro esfuerzo y trabajo iban a tener su compensación esta mañana.

El ritual de Buenos días de Kent se presentó con dificultad, como tratando de hablar con una bocanada de bilis en la boca. Pero logró articular las palabras y entró aprisa a la oficina, cerrando la puerta detrás de él. Estaba a mitad de camino hacia la silla cuando tocaron a la puerta. Kent hizo una mueca y pensó en hacer caso omiso al tonto… fuera quien fuera. No importaba; todos eran unos tontos. Lo más probable es que esta vez Cliff el sabueso estuviera allí afuera, olfateándolo en la puerta.

Kent abrió. En efecto, Cliff estaba allí orgulloso, con su amplia sonrisa de come-piña.

—Hola, Kent. ¿Qué estás haciendo esta mañana?

—Trabajando, Cliff.

Kent no pudo ocultar el desagrado. Le entró volando a la mente la comprensión de estar adoptando un aire despectivo con el hombre, pero se hallaba impotente de ajustar los músculos faciales.

Cliff pareció no inmutarse.

—¿Te importa si entro, Kent? Tengo algunas cosas que tal vez quieras mirar. Es asombroso lo que puedes hallar si cavas a bastante profundidad.

Vaya.

La mano derecha de Kent casi vuela y abofetea impulsivamente al sonriente rostro. Pero la contuvo dejándola temblando a su lado. Era evidente que las cosas solo se habían intensificado. Era muy probable que todo se viniera abajo en este momento, ¿no es así? Este esquiador nariz de sabueso aquí muy bien podría tener pruebas contra él. Entonces un pensamiento le entró a la mente.

—¿Qué te parece a la una en punto? ¿Podrías esperar hasta entonces?

—En realidad preferiría que nos reuniéramos ahora —contestó titubeando Cliff, ya sin la sonrisa.

—Estoy seguro que sí, pero tengo algunos asuntos urgentes que debo atender ahora mismo, Cliff. ¿Qué tal a la una en punto?

—¿Y qué clase de asuntos urgentes, Kent?

Se miraron por un total de diez segundos sin hablar.

—Una en punto, Cliff. Estaré aquí a la una.

El programador asintió lentamente con la cabeza y retrocedió sin contestar. Kent cerró la puerta, jadeando de inmediato. Corrió al escritorio, frenético, con debilidad en las rodillas. Este era el final. Si tuviera un poco de sensatez se iría ahora mismo; saldría y simplemente dejaría el Niponbank a sus propios problemas. Aún no había infringido ninguna regla; sus compañeros de trabajo solo podrían chismosear. Él se convertiría en «ese pobre tipo que perdió a su esposa y a su hijo, y luego se volvió loco». Muy malo, demasiado, porque él prometía mucho. La mano derecha de Borst. La idea le produjo náuseas.

Todo este asunto de robar veinte millones de dólares había sido un disparate desde el inicio. ¡Algo descabellado! No se piensan cosas como esa y se espera que se hagan realidad. Sacó una toallita de papel de una caja en el escritorio y se secó el sudor que le humedecía el cuello.

Por otra parte, si en realidad se iba, muy bien podría matarse. Beber hasta morir.

Kent se secó las palmas en los pantalones y se enfocó en el teclado. Un momento después se hallaba dentro de los archivos de información clasificada de recursos humanos. Si alguien lo atrapaba fisgoneando sin autorización en esos archivos, lo despedirían al instante. Pulsó una búsqueda en Cliff Monroe. Un relojito de arena titiló perezosamente en la pantalla. Ahora esta acción también parecía una idea ridícula. ¿Qué esperaba hacer? ¿Salir corriendo al pasillo, lanzar una perorata acerca de que el programador en realidad era un hombre lobo? Quizás las jovencitas bonitas y tontas del vestíbulo le creerían. ¡De veras, chicas! ¡Él es un hombre lobo! Corran la voz rápido, antes de mi reunión con él a la una en punto.

En la pantalla apareció un archivo con una dirección de residencia en la Calle Platte en Dallas, un número de seguridad social, y algunas otras cosas básicas. Según el archivo, a Cliff lo habían empleado exactamente una semana antes de su transferencia a Denver en respuesta a una solicitud hecha por Markus Borst. La razón que aparecía era «Reemplazo». Así que Borst no había esperado que Kent regresara. ¡Sorpresa, Calvito! ¡Aquí estoy!

El resto del archivo de Cliff mostraba una educación básica con altas notas, y una lista de empleadores anteriores. El chico había trabajado con los mejores, según su corto historial. Bueno, no por mucho tiempo, compañero.

Kent volteó para darle una rápida mirada a la puerta. Aquí no hay nada. Con una sola pulsación borró el historial de empleo del archivo de Cliff. Luego rápidamente cambió el número de archivo para que ningún expediente correspondiera con este archivo, y guardó las modificaciones. En el lapso de diez segundos había borrado el historial de Cliff y había esfumado el archivo de la copia de impresión. Al menos por un rato.

Kent se echó hacia atrás en la silla. Muy sencillo el asunto, si se sabía lo que se estaba haciendo. Aunque el estruendo del corazón ocultara esa realidad. Ahora la verdadera prueba.

Kent levantó el teléfono y marcó a Dallas. Lo conectaron con una tal Mary en recursos humanos.

—Buenos días, Mary. Soy Kent Anthony de Sistemas de Información, en Denver. Estoy revisando las calificaciones de un empleado. Cliff Monroe, archivo número 3678B. ¿Puede usted revisar eso por mí?

Él miró el archivo modificado en la pantalla.

—Seguro, ¿en qué le puedo ayudar?

—Estoy tratando de determinar el historial de empleo del sujeto. ¿Me puede decir dónde trabajó antes de que lo empleáramos?

—Espere un segundo… —manifestó ella, y luego Kent oyó el débil sonido de pulsación de teclas—. Um. En realidad parece que no tiene historial. Este debe ser su primer trabajo.

—¡Usted debe estar tomándome el pelo! ¿No es eso un poco extraño para un programador de alto nivel? ¿Me puede informar quién lo contrató?

Mary tecleó por un instante y luego hojeó algunos papeles antes de responder.

—Parece que lo contrató Bob Malcom.

—¿Bob? Tal vez deba hablar con él. ¿Trabaja allí?

—Por supuesto. Hable con Bob. Parece un poco extraño, ¿verdad?

—Así es, comuníqueme con él, por favor.

—Claro, un momento.

Necesitó cinco minutos completos en que se negó a dejar un mensaje, y aguardó hasta que finalmente el hombre se puso al teléfono.

—Bob Malcom.

—Bob, habla Kent Anthony de Denver. Estoy buscando el historial de empleo de un Cliff Monroe…

Volvió a expresar la perorata y dejó que Bob investigara un poco. Pero al final sucedió lo mismo que con Mary.

—Um. Usted tiene razón. Según la documentación, yo lo contraté, pero ¿sabe? No recuerdo… Espere un momento. Déjeme mirar en mi registro.

Kent se recostó en la silla. Se mordisqueó la uña del dedo índice y miró la pantalla.

—Sí, lo contratamos —volvió a sonar la voz de Bob—. Eso dice aquí. ¿Cuánto tiempo ha estado trabajando allá?

—Seis semanas —contestó Kent sentándose rápidamente en el borde de la silla.

—¿En qué clase de proyecto?

—SAPF.

—¿El nuevo sistema de procesamiento? ¿Y tiene usted control administrativo sobre el hombre? De pronto la voz de Bob sonó un tanto preocupada.

—No, no soy su supervisor directo; solo estoy investigando si Cliff presenta las calificaciones para un proyecto en que trabajaría bajo mis órdenes. Y sí, se trata del nuevo sistema de procesamiento. ¿Hay algún problema con eso?

—No necesariamente. Pero nunca se puede ser demasiado cuidadoso —advirtió Bob e hizo una pausa como si pensara detenidamente las cosas.

La situación parecía demasiado buena para ser cierta. Kent estaba temblando otra vez, pero ahora con oleadas de alivio ante este repentino giro del destino.

—¿Qué quiere usted decir?

—Solo estoy diciendo que nunca se puede ser demasiado cuidadoso. Es extraño que enviáramos a alguien sin historial de empleo a una tarea tan confidencial. Nunca se sabe. Mire, no estoy preparado para decir que el Sr. Monroe sea algo más de lo que parece ser; solo estoy diciendo que hasta que estemos seguros deberíamos ser cuidadosos. El espionaje empresarial es un gran negocio en estos días, y con la implementación allá de ese sistema de ustedes… ¿quién sabe? ¿Qué le diré? ¿Por qué no hace que el Sr. Monroe me dé una llamada?

No, eso no se iría a hacer.

—En realidad, Bob, si hay alguna probabilidad de que lo que usted dice demuestra tener mérito, no estoy seguro de que queramos avisarle al Sr. Monroe.

—Um. Sí, desde luego. Usted tiene razón. Deberíamos comenzar inmediatamente una investigación reservada.

—Y tal vez desearíamos que mientras tanto fuera retirado. Revisaré con el supervisor del departamento, pero al ver que de todos modos el hombre está en asignación de reemplazo temporal, no veo ningún sentido en mantenerlo en una posición confidencial. El SAPF es demasiado valioso para arriesgarse, a cualquier nivel.

—¿Reasignarlo?

—Reasignarlo de inmediato —insistió Kent—. Hoy. Tan pronto como haya hablado con Borst, por supuesto.

—Sí. Tiene sentido. Llámeme entonces.

—Bien. Es más, tal vez usted podría enviarlo en una misión. Que corra a la librería o algo así… sacarlo de aquí mientras solucionamos esto.

—Lo llamaré tan pronto como colguemos.

—Gracias, Bob. Usted es un buen tipo.

Kent colgó sintiéndose como si le acabaran de pasar el mundo en una bandeja. Se puso de pie y bombeó el puño.

—¡Síííí!

Caminó por la oficina, estudiando cuidadosamente la próxima jugada. Hablaría con Borst acerca de la posibilidad de que tuvieran un espía trabajando bajo sus narices. ¡Era perfecto! Cliff el chiflado, un espía.

Veinte minutos después todo había acabado. Kent habló con Borst, a quien casi se le cae el peluquín al saltar de la silla. Por supuesto, él mismo debía llamar a Bob, y asegurarse de que esta remoción de Cliff se hiciera inmediatamente, dando órdenes como si fuera el dueño del banco o algo así. Kent observaba, mordiéndose las mejillas para evitar que la sonrisa le dividiera el rostro en dos.

El plan resultó a la perfección. Cliff salió en alguna misión para Bob a las once, después de asomar la cabeza en la oficina de Kent para recordarle lo de la una en punto, sin idea de su inminente desaparición. Esa era la última vez que lo verían, al menos por unos días mientras Recursos Humanos revisaba todo este asunto. Era posible que descubrieran que habían borrado equivocadamente el archivo de Cliff, pero para entonces eso no importaría.

Borst cambió los códigos de acceso al SAPF en una hora. Cliff Monroe era historia. Sencillamente así. Lo cual significaba que por ahora todo volvía a una apariencia de orden. Mientras todavía no se hubiera descubierto el ROOSTER, no había motivo para no continuar.

En realidad había muchas razones para no continuar. Es más, cada fibra razonable en el cuerpo de Kent lanzaba un asqueroso chillido ante la mismísima idea de continuar.

Era mediodía antes de que Kent encontrara la soledad que necesitaba para revisar el entorno del ROOSTER. Prácticamente se zambulló en el teclado, pulsando a través de menús, como si estos no existieran. Si Cliff hubiera descubierto el vínculo, habría dejado huellas.

Kent contuvo el aliento y retrocedió a la carpeta MISC que contenía el ROOSTER. Luego exhaló larga y lentamente y se echó para atrás en la silla. El archivo se había abierto una semana antes a las 11:45 de la noche. Y eso era bueno, porque había sido él, la noche del último miércoles.

Una pequeña bola de esperanza le subió por el pecho, inflándosele rápidamente. Cerró los ojos y dejó que la euforia le recorriera los huesos. Sí, esto era bueno. Esto era lo único que tenía. Esto era todo.

De repente ante él centelleó el rostro del poli cabeza de chorlito, y Kent lo alejó parpadeando. Las autoridades no habían hecho más contactos, y él había llegado a la conclusión de que Lacy tenía razón acerca de una cosa: ellos solo estaban haciendo su trabajo; al menos él insistió en creer eso. Ellos simplemente no podían saber acerca del ROOSTER. Y sin ROOSTER, no tenían nada. Nada. Esta dentellada respecto de Spencer era una absoluta tontería. Kent no tenía la menor idea de por qué Cabeza de Chorlito manifestara que un día se descubriría todo. Seguramente el tipo no era psíquico. Pero no calzaba ninguna otra explicación. Y los psíquicos no eran más que embaucadores. Lo cual significaba que nada calzaba. Cabeza de Chorlito sencillamente no calzaba en ninguna imagen razonable.

De todos modos el punto sería discutible una vez que él ejecutara el plan. Los polis andarían arrastrándose por todo el banco.

Kent debía hacer esto ahora, antes de que surgiera otra amenaza. Antes de que le entrara a la vida otro obsesionado con la computación, destellando una sonrisita de come-piña. Y ahora significaba en una semana. O el próximo fin de semana. Lo cual significaba empezar ahora mismo.

—¿Qué tú qué?

—Me mudé con él.

—¿Te mudaste con Kent?

Ella no contestó.

—¿Por qué?

—No tenía alternativa en el asunto. En realidad, sí tenía una alternativa. Pude haberle hecho caso omiso.

—¿Te pidió Kent que te mudaras?

—No. Quiero decir que pude haberle hecho caso omiso a Dios. Él me pidió que me mudara. Y creo que yo tampoco quería hacerlo. Créeme, esta vez me opuse.

Bill Madison movió lentamente la cabeza de un lado al otro. Helen ya había estado caminando por dos semanas. Ocho horas, más de treinta kilómetros diarios, sin ningún indicio de debilidad. Jericó empezaba de nuevo, y Bill no estaba durmiendo mucho estos días. En varias ocasiones su esposa lo había acusado de estar trastornado, y él no se había molestado en negarlo. Tampoco se había molestado en contarle acerca de las pequeñas incursionas diarias de Helen en la selva de concreto. De algún modo parecía irreverente hablar del asunto sin ningún propósito. Y sería menos que sincero negar que una partecita de Bill se estuviera preguntando si de alguna forma Helen le había hecho pensar en todo el asunto. Una intercesora senil que sufría de delirios de caminar en el poder del Señor. No era inimaginable. En realidad esto era más plausible que creerle a ella.

Pero el problema era que él le creía. La había visto en verdad.

—Así que ¿cómo lo convenciste?

—No fue agradable.

—Sin duda que no lo fue.

Bill hizo una pausa, escogiendo con cuidado las preguntas. Ellos hablaban pasando un día, haciendo concesiones mutuas, y el reverendo se encontró implorando tener tiempo para llevar adelante esas conversaciones. Cuando hablaban por teléfono, él se esforzaba por conseguir cada minuto. Invariablemente era ella quien terminaba la discusión.

—Me sorprendió que él no se negara de plano.

—Lo hizo.

—Ya veo. Y aún así estás allí. ¿Cómo está tu yerno?

—No está más cerca de la verdad que hace una década —remarcó Helen rotundamente—. Si yo fuera a caminar en círculo y él fuera los muros de Jericó, me podría sentir como si acabáramos de llegar al final del primer día.

—¿Piensas que la situación está así de lejana?

—No. No estoy pensando. Es como lo siento.

—Seguramente debe haber una rajadura en la armadura del hombre —opinó él sonriendo—. Le has estado respirando en la nuca como dices, por semanas. Estás llamada específicamente a interceder por él; sin duda eso significa que Dios te oirá. Te está oyendo.

—Creerías eso, ¿no es cierto? Por otra parte, tú estás llamado específicamente a orar por tus seres amados, pastor. ¿Oye Dios mis oraciones algo más de lo que oye las tuyas?

—No sé. Hace un mes habría dicho no, pero hace un mes también habría pensado que estabas loca.

—Aún lo piensas de vez en cuando, ¿verdad, Bill? —acosó ella; él no pudo contestar—. Está bien. Yo también pienso en eso. Pero tienes razón; Dios me está oyendo. Tú y yo estamos obteniendo mucho placer de este pequeño episodio ahora que he logrado que aceptes el reto.

—Siempre has intercedido por otros, Helen. En muchas maneras esto no es muy diferente.

—Sí, en muchas maneras. Tienes razón. Pero en una forma es muy diferente. Ahora estoy caminando por fe, ¿sabes? En sentido muy literal. Soy intercesión viviente, no simple oración. La diferencia es como la que hay entre salpicar en la espuma de las olas y bucear en el océano.

—Um. Buena analogía. Eso es bueno.

—Él está bebiendo, Bill. Y se está escapando. Como una babosa camino a las tenebrosas rendijas.

—Lo siento, Helen. Estoy seguro que debe ser duro.

—Oh, ya no es tan duro, pastor. En realidad la caminata ayuda. Es… bueno, es como un trozo de cielo en la tierra, quizás. Es la dilatación de la mente lo que lo agota a uno. ¿Te has sentido agotado últimamente, Bill?

—Sí. Sí, así es. Mi esposa cree que necesito un descanso.

—Bueno. Estamos rodeados de demasiada grosura. Tal vez uno de estos días estés bastante delgado como para oír.

—Um.

—Adiós, Bill. Tengo que prepararle la merienda. Prometí hacerlo. Vamos a comer tortilla polinesia.