Kent pasó la mayor parte de la tarde caminando por la oficina, intentando ocultar la palidez cadavérica que sin duda le había aparecido en el rostro.
Salió a almorzar tarde, y estaba a punto de entrar a Antonio’s cuando vio a Cliff. Al menos creyó que era alguien parecido a Cliff. El programador subalterno iba hacia la esquina en el otro lado de la calle, y el corazón de Kent le empezó a palpitar de manera incontrolable. No fue ver al esquiador lo que de pronto lo había parado en seco sino ver al cabeza de chorlito al lado de Cliff, cotorreando con el traidor como si fueran viejos amigos. ¡El poli! ¡Ese era el poli cabeza de chorlito con cabello lamido hacia atrás y lentes de marco metálico!
¿O no era él? Entonces ellos desaparecieron.
Kent pidió una ensalada para almorzar y salió después de comerse solamente las dos aceitunas negras que se hallaban encima. Imagínese al poli apareciéndose aquí precisamente. ¡Y hablando con Cliff! A menos que no hubieran sido el poli o Cliff los que estuvieron allí. Fue por esta conclusión que finalmente Kent cambió de dirección, y lo hizo con energía. En medio de la ansiedad estaba viendo cosas. Enormes rocas empezaban a caer del cielo; solo que no eran rocas en absoluto. Eran como gorriones, y no estaban cayendo del cielo. Estaban volando felices.
Contrólate, Kent.
Al llegar a casa esa noche se dirigió directo al bar y sacó una botella de tequila. Aún después de tomar tres tragos y una ducha no había logrado quitarse las náuseas del pecho. Le dolía la cabeza por tanto pensar durante el día. El punto en cuestión era que este desafío particular para nada era el desafío de Kent. Era el desafío de Cliff. Si Cliff encontraba al ROOSTER, habría terminado el juego. Y Kent no podía hacer nada para cambiar eso. Nada en absoluto.
Se acababa de servir su cuarto trago cuando por primera vez en una semana sonó el timbre de la puerta. Kent se sobresaltó; el trago se le regó en la mano, y soltó una palabrota. Por suerte se hallaba cerca del fregadero de la cocina, y un rápido chorro de agua lanzó el licor por el desagüe. ¿Quién demonios podría estar timbrando a las ocho de la noche?
La respuesta no debió haberlo sorprendido. Le abrió la puerta a una Helen con el ceño fruncido. Del hombro le colgaba una mochila de viajero.
—¡Helen! Entra —exclamó.
Helen, vete por donde viniste, pensó él.
Ella entró sin responder y puso la mochila en el suelo. Kent miró la gruesa talega negra, pensando al principio que la mujer había perdido el interés en correr después de todo, y que estaba devolviendo los zapatos. Pero era obvio que en esa bolsa había más que calzado.
—Kent —expresó ella y sonrió.
Kent pensó que la sonrisa pudo haber sido forzada.
—¿En qué te puedo servir? —inquirió él.
—Kent —repitió ella; después respiró hondo, y de repente él comprendió que esta no era una visita de cortesía—. Debo pedirte un favor, Kent.
Él asintió con la cabeza.
—Si necesitara algo de ti, si lo necesitara de veras, ¿me ayudarías?
—Seguro, Helen. Dependiendo por supuesto de lo que necesites de mí. Quiero decir, no soy exactamente el hombre más rico del planeta —contestó y rió, mientras intentaba imaginar cuál sería el siguiente movimiento de ella.
Helen estaba evaluándolo, eso era bastante claro. Le iba a pedir que le ayudara a limpiar el garaje o alguna otra horrible labor que no pudiera realizar sin él.
—No, no te costará un centavo. Es más, no me importa pagar renta. Y compraré la mitad de los comestibles. Eso podría ahorrarte algún dinero.
Él sonrió ampliamente, preguntándose a dónde podría estar llevando esto. No era posible que Helen esperara venir a vivir con él. Ella lo odiaba a muerte. A la manera de una suegra. No, ella estaba buscando algo más, pero la mente de él no le proponía ninguna pista.
—¿Qué pasa, Kent? ¿Te comió la lengua el ratón? Ah, vamos —formuló ella mientras iba hacia la sala y él la seguía—. No sería tan malo. Vivir juntos tú y yo.
—¡Qué! —exclamó Kent parándose en seco, aturdido.
Helen se volvió hacia él y lo miró directamente a los ojos.
—Te estoy pidiendo que me permitas mudarme aquí, jovencito. Acabo de perder un nieto y una hija, y he llegado a la conclusión de que simplemente no puedo vivir sola en esa casa enorme —opinó, y apartó la mirada—. Necesito compañía.
—¿Necesitas compañía? —preguntó él mientras un calor le inundaba la espalda—. No quiero ser grosero o algo así, pero en estos días no soy exactamente una buena compañía. Soy el diablo, ¿recuerdas?
—Sí. Lo recuerdo. No obstante, te estaría muy agradecida si me permites usar una de las habitaciones extra que tienes aquí abajo. El cuarto de costura frente a la habitación de Spencer, quizás.
—Helen, ¡no puedes hablar en serio! —cuestionó Kent dando la vuelta alrededor del sillón y alejándose de ella.
¡Esto era absurdo! ¿En qué podría estar pensando ella? ¡Lo arruinaría todo! En la mente se le filtró una imagen de él entrando a hurtadillas a la cocina para tomar un trago. Helen le haría la vida imposible.
—No funcionaría de ninguna manera —concluyó él.
—Te lo estoy pidiendo, Kent. No irás a expulsar a la familia, ¿verdad?
—Vamos. Detén esto Helen —contestó él devolviéndose—. Lo que propones es una locura. ¡Una total estupidez! Odiarías estar aquí. No tenemos nada en común. Soy pecador, ¡por Dios!
Ella pareció no oírlo.
—También puedo lavar los platos. Dios mío, solo mira esa cocina. ¿La has tocado en algún momento desde la última vez que estuve aquí? —enunció ella, y se fue al comedor del diario caminando como un pato.
—¡Helen! No. La respuesta es no. Tienes tu propia casa. Es tuya por una razón. Esta es mi casa. Es mía por una razón. No te puedes quedar aquí. Necesito mi privacidad.
—Ahora estoy caminando todos los días, Kent. ¿Te lo había dicho? Así que saldré a caminar temprano en las mañanas. Te habrás ido para cuando regrese, pero tal vez podamos cenar juntos todas las noches. ¿Qué opinas?
Kent la miró, sin saber qué decir ante la insensata conducta de ella.
—No creo que me estés escuchando. ¡Dije no! ¡Ene-O! No, no te puedes quedar aquí.
—Sé que ahora el cuarto de costura está lleno de cosas, pero las moveré yo misma. No quiero que las saques —explicó Helen, caminó por el bar y abrió el grifo—. Bueno, sabes que no puedo soportar la televisión. Es la caja del infierno, ¿sabes? Pero creo que podrías ver la de la sala en la planta alta.
Helen hizo girar la llave del grifo y el agua le cayó sobre la muñeca, tanteando la temperatura.
—Tampoco me entusiasma la bebida. Si quieres beber alcohol, preferiría que también lo hicieras arriba. Pero me gusta la música. Música pesada, música suave, cualquier música mientras las palabras…
—¡Helen! ¡No estás escuchando!
—¡Eres tú quien no está escuchando! —vociferó ella; pareció como si los ojos se le extendieran con cuchillos y agarraran por el cuello a Kent, a quien se le paralizó la respiración—. Dije que necesito un lugar donde quedarme, ¡querido yerno! Bueno, pues, te di mi hija por una docena de años; ella te calentó la cama y te planchó las camisas. Lo menos que puedes hacer es darme un cuarto por unas pocas noches. ¿Es realmente pedir demasiado?
Kent casi se va de bruces ante las palabras. Se dio cuenta que la boca se le había abierto, y de inmediato la cerró. El tequila estaba empezando a hablar, quejándosele perezosamente en el cerebro. El hombre pensó que tal vez lo que ahora debería hacer era jalar el gatillo. Salir y usar esa nueve-milímetros en su propia cabeza. Terminar el día con un estallido. Como mínimo debería estar gritándole a esta vieja ramera que había representado el papel de suegra en la vida adulta de él.
Pero no podía gritar porque ella lo tenía dominado con alguna clase de encantamiento que estaba funcionando. En realidad le estaba haciendo creer que ella tenía razón.
—No… no pienso…
—No, deja de pensar, Kent —objetó ella, y luego bajó la voz—. Empieza a sentir un poco. Muestra un poco de amabilidad. Déjame ocupar cuarto.
Entonces ella se rió.
—No morderé —concluyó—. Lo prometo.
Kent no pudo pensar en nada que decir. Excepto que estaba bien.
—Está bien —fue lo único que se le ocurrió decir.
—Bien. Mañana traeré del auto el resto de mis pertenencias después de que haya tenido la oportunidad de limpiar el cuarto de costura. ¿Te gustan los huevos, Kent?
La mujer era extraordinaria.
—Sí —contestó él, pero apenas logró oírse él mismo.
—Ah, pero está bien. Tendré que salir antes de que te levantes. Salgo a caminar al amanecer. Bueno, quizás podamos comer un plato de huevos una noche.
Los dos se miraron en silencio por un minuto. Entonces Helen habló, ahora la voz le sonó suave, casi de disculpa.
—Todo saldrá bien, Kent. De veras. Al final lo verás. Todo estará bien. Supongo que ya te enteraste que no podemos controlar todo en la vida. A veces suceden cosas que simplemente no hemos planeado. Solo puedes esperar que al final todo tendrá sentido. Y lo tendrá. Créeme. Lo tendrá.
—Tal vez —manifestó Kent, asintiendo con la cabeza—. Sabes dónde queda todo. Estás en tu casa.
Entonces él se retiró al cuarto principal en la planta alta, agradecido de haber escondido una botella en la sala. Era temprano; quizás debería llamar a Lacy. O tal vez manejar hasta donde ella. La idea le provocó una chispa de esperanza, lo cual era bueno porque hoy día la esperanza lo había abandonado.
Lacy limpiaba afanosamente, luchando todo el tiempo para sacar las mariposas que entraban y reprendiéndose para no sentir ninguna ansiedad en absoluto. De manera que iba a volver a ver a Kent. Esta vez él venía al apartamento de ella. La noche del lunes Kent había traído esa oleada de exaltación. La reavivada relación con él solo era platónica, y ella debía mantenerla así. Absolutamente.
—Lacy, necesito hablar —le había dicho, y por lo forzada que le sonaba la voz, sí necesitaba algo.
Lacy, necesito. A ella le gustó el sonido de eso. Y estaba bien que le resultara agradable el tono de voz platónico de alguien por el teléfono.
Una luz indirecta irradiaba un tono suave sobre el sofá de cuero y sobre el cielorraso abovedado. La chimenea estaba oscura e impecable. En el centro de la chimenea había un retrato de veinticinco centímetros por doce del finado esposo de Lacy, John, y ella pensó en quitarlo pero rápidamente desechó la idea por absurda. Tal vez hasta por irreverente.
Ella usaba jeans y una blusa de color amarillo claro; retocó el maquillaje cuidadosamente, optando por lápiz labial color rubí y una tenue sombra de ojos de tono grisáceo. Luego preparó café. Con una cuchara y con mano ligeramente temblorosa tomó los granos para preparar la bebida.
—Relájate, Lacy —se dijo.
El timbre repiqueteó exactamente cuando la cafetera dejaba de chisporrotear. Lacy respiró hondo y abrió la puerta. Kent usaba jeans y una camiseta blanca que parecía haber pasado toda la noche en la secadora. Él sonrió nerviosamente y dio un paso al frente. Tenía los ojos un poco enrojecidos, pensó ella. Quizás estaba cansado.
—Entra, Kent.
—Gracias.
Kent echó un vistazo a la sala, y Lacy le observó los ojos a la luz. Una cortadita en la mejilla delataba una reciente afeitada. Se sentaron en el comedor del diario y empezaron a conversar sobre temas triviales. ¿Cómo fue tu día? Bien, ¿y el tuyo? Bueno. Bien. Pero Kent no parecía estar tan bien; balbucía palabras forzadas, y muy a menudo apartaba la mirada. Él estaba teniendo un mal día; no lograba ocultar muy bien eso. Lacy no sabía si mejor o peor que el lunes, pero era evidente que él aún luchaba con sus demonios.
Lacy sirvió dos tazas de café, y las tomaron durante su conversación sobre temas triviales. Pasaron diez minutos antes de que Kent se moviera en la silla, y ella creyó que él estaba a punto de decirle por qué había querido verla otra vez tan de repente. Otra razón que quizás solo querer verla. A menos que la antena femenina se hubiera cortocircuitado por completo en más de una década de matrimonio, había algo de eso. Al menos algo, a pesar de esta frívola charla.
Kent miró la taza de café negro, con el ceño fruncido. El corazón de Lacy se tensó. Santo cielo, parecía que en cualquier momento él empezaría a llorar. Esto no era simplemente un asunto de un mal día. Algo importante había sucedido.
Lacy se inclinó hacia delante, pensando en que debía estirar la mano y agarrar la de él o algo así. Pero él podría malinterpretarle las intenciones. O ella podría malinterpreta sus propias intenciones. La mujer tragó grueso.
—¿Qué pasa, Kent?
—No lo sé, Lacy —contestó él moviendo la cabeza de un lado al otro y agachándola—. Es solo… Kent deslizó el codo en la mesa y reposó la cabeza en la palma, pareciendo ahora como si le hubieran vaciado la sangre del rostro.
—Kent. ¿Qué está sucediendo? —inquirió Lacy, preocupada ahora.
—Nada. Solo que es difícil, eso es todo. Siento como si se me estuviera desbaratando la vida.
—Tu vida se ha desbaratado, Kent. Acabas de perder a tu familia, por Dios. Se supone que debes sentirte deshecho.
—Sí —asintió él en tono poco convincente.
—¿Qué? ¿No aceptas eso? ¿Te crees el hombre de acero que sencillamente puedes dejar que estos pequeños detalles te resbalen por esos grandes y fuertes hombros?
Vaya, se te fue un poco la mano, Lacy. Él es un hombre lastimado. No debes matarlo con buenas intenciones.
Kent levantó lentamente la mirada. Algo en esos ojos estimuló en la mente de Lacy una extraña reflexión: el pensamiento de que en realidad Kent podría estar bebiendo. Y tal vez no solo un poco.
—No es eso. Sé que se supone que debo estar sufriendo. Pero no quiero sufrir —resopló entre dientes—. Quiero hacer una nueva vida. Y es mi nueva vida la que me está enloqueciendo. Ni siquiera ha empezado, y ya se está desmoronando.
—Nada se está desmoronando, Kent. Todo saldrá bien; lo verás. Te lo prometo.
Él hizo una pausa y cerró los ojos. Entonces, como si se le hubiera encendido una chispa detrás de esos ojos azules, de repente se inclinó hacia delante y le agarró la mano a Lacy. Un relámpago de fuego desgarró el corazón femenino.
—Imagina tener todo esto detrás de ti, Lacy. Imagina tener todo el dinero con que podrías soñar… empezar otra vez en cualquier parte del mundo. ¿Te has preguntado alguna vez si eso pudiera ser posible? —inquirió él mirándose la mano alrededor de la de ella, y retirándola con timidez.
—¿Sinceramente? No —respondió ella.
—Bueno, yo sí. Y podría hacerlo —confesó él, empuñando la mano derecha—. Si no fuera por todos esos desquiciados que se la pasan metiendo la nariz en mis asuntos…
Ahora era más furia que irritación lo que le oprimía la voz a Kent, y sacudió ligeramente la cabeza.
—Discúlpame —expresó Lacy pestañeando e inclinando la cabeza; él no estaba siendo razonable—. ¿De qué estamos hablando aquí? ¿Respecto de quién estamos hablando? Aún trabajas en el banco, ¿correcto?
—El poli de la librería para empezar. No me lo puedo quitar de encima.
—¿No te lo puedes quitar de encima? ¿Lo has vuelto a ver?
—No, bueno sí… o tal vez. No sé si en realidad lo volví a ver, pero él está exactamente allí, ¿sabes? Cabalgándome en la mente.
—Vamos, Kent. Ahora estás exagerando. Por todo lo que sabes, se trataba de algún chiflado fingiendo ser un poli. No sabes nada respecto de esta investigación que llevan a cabo.
—¿Fingiendo? —indagó él, mirándola a los ojos.
—No, no lo sé. Solo estoy diciendo que tú no lo sabes. En realidad ni siquiera afirmo que el tipo sea un chiflado, pero no hay motivo para que andes con este temor cuando apenas sabes algo acerca del hombre. No tienes nada que ocultar.
—Sí. Ajá —asintió él, parpadeando rápidamente unas cuantas veces y moviendo la cabeza—. No había pensado en eso.
Los ojos vidriosos de Kent miraron ahora la taza de ella.
—Cliff me está volviendo loco. Yo podría matar al tipo ese —confesó por último.
—¿Cliff, el nuevo programador? Creí que te caía bien. ¿Estás hablando ahora de matar al muchacho? —cuestionó Lacy poniéndose de pie y yendo a la cafetera—. Se te oye aterrador, Kent.
—Sí, no importa. Tienes razón. Estoy bien. Solo estoy…
Pero no estaba bien. Se hallaba sentado de espaldas a ella, frotándose ahora las sienes. Se estaba sintiendo confundido. Y parecía que no era por la muerte de la esposa, sino por asuntos sin ton ni son. Ella debería acercarse y hacerlo entrar en razón. O tal vez acercarse y abrazarlo.
El estómago se le revolvió ante el pensamiento. Una mujer no abraza a un hombre en una relación platónica, Lacy. Tal vez le agarra la mano. Pero no lo abraza, como en: Déjame ponerte mis manos en el rostro, acariciarte las mejillas, pasarte los dedos por el cabello, y decirte que todo…
Algo caliente le quemó el dedo pulgar.
—¡Ay! —exclamó ella llevándose la mano a la boca y chupándose el dedo pulgar; había llenado de más la taza.
—¿Estás bien? —investigó Kent volviéndose hacia ella.
—Sí —contestó ella sonriendo—. Me quemé con el café.
Lacy se volvió a sentar.
—Helen se mudó a mi casa —anunció él.
—¿Tu suegra? ¡Estás bromeando! —exclamó Lacy echándose hacia atrás en la silla—. Creía que los dos eran como perros y gatos.
—Lo éramos. Lo somos. No estoy seguro cómo pasó… sencillamente pasó. Ella está alojada en el cuarto de costura.
—¿Por cuánto tiempo?
—No sé —contestó él volviendo a mover la cabeza de lado a lado, y esta vez una lágrima se le había deslizado del ojo derecho—. Ya no sé nada, Lacy.
De pronto Kent bajó la cabeza sobre los brazos cruzados y empezó a sollozar en silencio. Lo habían presionado más allá de lo que podía soportar.
Lacy sintió que el corazón se le contraía más allá de control. Si no tenía cuidado, pronto tendría también los ojos inundados de lágrimas; y entonces le vino una, y ella supo que no podía quedar mirándolo sin brindarle algún consuelo.
Lacy esperó mientras su resolución se lo permitió. Luego se levantó de la silla de modo vacilante y se colocó al lado de Kent. Permaneció sobre él por un breve momento, con la mano levantada e inmóvil sobre la cabeza del hombre. Igual que en años pasados el ondulado cabello rubio de él le llegaba a la mitad del fornido cuello.
Lacy tuvo un último ataque de la voz interior que le insistía en que mantuviera esta relación meramente platónica. Le pidió a la voz que estirara su definición de platónica.
Entonces bajó la mano hasta la cabeza de Kent y lo tocó.
Ella pudo sentir el impulso eléctrico que corría por el cuerpo de él ante el toque femenino. ¿O que le corría por el cuerpo de ella? Lacy se arrodilló y le puso el brazo alrededor del hombro. Los sollozos lo hicieron estremecer suavemente.
—Shhhh —le susurró ella con las mejillas ahora húmedas con lágrimas—. Todo saldrá bien.
Kent se volvió entonces hacia ella, y se abrazaron mutuamente.
Eso es todo lo que hicieron. Abrazarse. Pero lo hicieron por un tiempo prolongado, y cuando finalmente Kent se fue una hora más tarde, Lacy casi había llegado a la conclusión que platónica era una palabra para dejar más bien en los libros de texto. O simplemente para borrarla. Era una palabra ridícula.