Capítulo veintiuno

Helen Jovic vivía como a trece kilómetros del vecindario suburbano de Littleton donde habitaba Kent. Dependiendo del tráfico, la excursión a través de la ciudad duraba entre quince y veinte minutos en su antiguo Pinto amarillo. Pero hoy ella no iba en el Pinto. Hoy iba sobre Reeboks, y la caminata exigía una dura prueba de tres horas.

Era la primera vez que su caminata la llevaba a algún sitio específico. En el instante en que se paró en su porche, con el sol empezando a asomar sobre las Rocallosas, había sentido una urgencia de caminar hacia el occidente. Solo al occidente. Por tanto había andado en esa dirección por más de una hora antes de darse cuenta que la casa de Kent se hallaba directamente en su senda.

Las silenciosas ansias le surgieron en el estómago como acero atraído por un poderoso imán. Si el pastor Madison había calculado bien, ella supuso que su paso normal la llevaba fácilmente a cinco kilómetros por hora. Pero ahora lo había subido a seis. Por lo menos. Y no se sentía peor por el cansancio, si es que algo de cansancio pasaba de veras por esos huesos suyos. Ella sin duda no sentía fatiga. A veces sentía un hormigueo como si los huesos pensaran en quedarse dormidos o en entumecerse, pero en realidad no le hacían disminuir la marcha.

Tres días antes había intentado superar sus ocho horas, y finalmente se había fatigado en la hora décima. La energía le llegaba como maná del cielo, a diario y en cantidad suficiente. Pero nunca había sentido esa energía indicándole alguna parte que no fueran las calles de su propio vecindario.

Ahora se sentía como se debe sentir un salmón cuando emprende el camino hacia el lugar de desovar. Los Reeboks de su hija le quedaban perfectamente. Ya había tirado a la basura su propio par y usaba un par negro que había sido el favorito de Gloria. Ahora paseaba ufana por la acera con zapatos deportivos negros y medias blancas de basquetbolista. Se había mirado una vez en el espejo de cuerpo entero y pensó que el atuendo se veía ridículo con vestido. Pero no le importó… ella era una mujer que usaba vestido. Punto. Dejaría las declaraciones de moda para los tontos que ponían atención a esas ridiculeces.

Helen ingresó a la calle que llevaba al hogar de Kent y se enfocó en la casa de dos pisos al fondo. Hasta hace poco tiempo se había referido a la edificación como la casa de Gloria. Pero ahora era diferente. Su hija estaba saltando entre las nubes allá arriba, no ocultándose detrás de cortinas corridas en ese montón de madera. No, esa era la casa de Kent.

Esa es tu casa.

El pensamiento hizo que Helen perdiera el paso. Se dispuso a orar, haciendo caso omiso del pequeño impulso.

Padre, este hombre que vive en esa casa es un egoísta, un vándalo endemoniado cuando tratas directamente con él. La ciudad está plagada con cien mil personas más valiosas que esta. ¿Por qué estás tan concentrado en rescatarlo?

Él no contestó. Por lo general no lo hacía cuando ella se quejaba de esta manera. Pero por supuesto que ella no tenía motivos para ocultarle a Dios sus sospechas. Él ya le conocía la mente.

Ella misma se respondió. ¿Y qué respecto a ti, Helen? Él es un santo comparado con lo que una vez fuiste.

Helen hizo volver los pensamientos hacia la oración. Sin embargo, ¿por qué me has arrastrado a esto? ¿Qué podrías querer posiblemente de mi ridículo caminar? No es que me queje, pero de verdad que es más bien asombroso. Ella sonrió. Ingenioso, en realidad. No obstante, sin duda podrías hacerlo también sin este ejercicio, ¿no es verdad?

Otra vez él no contestó. Ella había leído una vez una explicación de C. S. Lewis de por qué Dios insiste en tenernos haciendo cosas como orar cuando él ya conoce el resultado. Es por la experiencia del asunto. La interacción. Todo el esfuerzo de Dios por crear al hombre se centra en el deseo de interacción. El amor. Este es un fin en sí mismo.

La caminata de ella era algo así. Era como caminar con Dios en la tierra. La misma ridiculez de ello lo hacía de algún modo importante. El Señor parecía disfrutar convencionalismos ridículos. Como barro en los ojos, como caminar alrededor de Jericó, como un nacimiento virginal.

—Está bien, así que él es digno de tu amor —Helen pronunció su oración entre dientes. Adelante. Lanza algo de eso sobre él. Acabemos el asunto. Déjalo fuera de combate. Suéltalo. Tú puedes hacer eso. ¿Por qué no lo haces?

Él siguió sin contestar.

Ella cerró momentáneamente los ojos. Padre, tú eres santo. Jesús, tú eres digno. Digno de recibir honra, gloria y poder por siempre. No se pueden descubrir tus caminos. Un hormigueo le recorrió los huesos. Esto estaba sucediendo de veras, ¿o no? Ella se hallaba caminando físicamente fortalecida por alguna mano invisible. A veces parecía sorprendente. Como… como caminar sobre agua.

Tú eres Dios. Eres el Creador. Tienes el poder para dar existencia a las palabras, y te amo con todo el corazón. Te amo. De veras que sí. Abrió los ojos. Solo que a veces estoy confundida respecto del hombre que vive en esa casa, pensó.

Esa es tu casa, Helen.

Esta vez la voz interior habló más bien con claridad, y Helen se detuvo. La casa se levantaba adelante, tres casas más allá, como una morgue abandonada, en que rondaba la muerte. Además esa no era la casa de ella. Ni siquiera la deseaba.

Esa es tu casa, Helen.

Esta vez no podía confundir la voz. No era su propia mente la que hablaba. Era Dios, y él le estaba diciendo que la casa de Kent en realidad era de ella. O que se suponía que lo fuera.

Helen siguió caminando, ahora más bien indecisa. En lo alto el sol resplandecía brillante. Una ligera brisa le presionó el vestido contra las rodillas. No se veía una sola alma. El vecindario parecía desierto. Pero Kent estaba en su casa, detrás de esas persianas cerradas. El plateado auto estacionado en la entrada atestiguaba eso.

—¿Es mío también ese Lexus? —indagó ella haciendo una mueca de su propio buen humor en la comisura de los labios.

Por supuesto que ella tampoco quería el Lexus.

Esta vez Dios contestó. Esa es tu casa, Helen.

Entonces ella comprendió de pronto lo que él quería decir. Se detuvo a dos casas, aterrada de repente. ¡No, Dios mío! ¡Yo nunca podría hacer eso! Caminar es una cosa, ¿pero eso?

Helen dio media vuelta y se alejó de la casa. Su propósito aquí había terminado. Al menos por hoy. Una inseguridad acompañaba ahora sus zancadas. Esa es tu casa; esa es tu casa. Eso podría querer decir algo.

Pero no significaba cualquier cosa. Significaba una sola cosa, y ella tenía la desgracia de entender exactamente el mensaje.

Helen caminó por una hora, susurrando, rogando y orando. Nada cambió. Dios había dicho lo suyo. Ahora ella estaba diciendo lo de ella, pero él ya no habló más.

Ella estaba regresando a su hogar, a menos de una hora de su casa, su verdadera casa, antes de hallar algo de paz en el asunto. Pero aun entonces solo duró poco. Ella comenzó a orar otra vez por Kent, pero no fue tan real como lo fuera en la primera parte del viaje.

La situación estaba a punto de volverse interesante. Quizás de locura.

El segundo golpe real en el camino de Kent llegó dos días después, el miércoles por la mañana, en los talones del poli de la librería.

La jornada había empezado bastante bien. Kent se había levantado temprano y se había afeitado a fondo. Al pasar por el vestíbulo sonrió y respondió asintiendo con la cabeza al saludo de varios cajeros. Hasta hizo contacto visual con Sidney Beech al entrar, y ella sonrió. Una sonrisa sexy. Definitivamente las cosas estaban volviendo a la normalidad. Kent silbó por el pasillo y entró a la suite de Sistemas de Información.

Betty se hallaba como de costumbre, con pinzas de cejas en la mano.

—Buenos días, Betty —saludó Kent obligándose a sonreír.

—Buenos días, Kent —correspondió ella, sonriendo.

Si él no se equivocaba, había algún interés en los ojos de ella. Él tragó saliva y siguió adelante.

—Ah, Kent. Están reunidos en el salón de conferencias. Te están esperando.

—¿Hay una reunión esta mañana? —preguntó dando la vuelta—. ¿Desde cuándo?

—Desde que Markus regresó ayer de San José con nuevas órdenes de marcha, dijo. No sé. Algo acerca de aceptar más responsabilidad.

Kent volvió sobre sus pasos y entró al pasillo, intentando calmarse. Esto estaba fuera de lo común, y cualquier cosa fuera de lo común era mala. Su plan funcionaría bajo las circunstancias actuales, no necesariamente bajo circunstancias modificadas con el fin de cumplir algunas nuevas órdenes de marcha.

Tranquilízate, Trigo Rubión. Solo es una reunión. No debes entrar ahí y acabar sudando sobre la mesa. Kent respiró hondo y entró al salón de conferencias de manera tan casual como pudo.

Los demás movían suavemente sus sillas alrededor de la larga mesa, perdiendo el tiempo, alegres. Borst estaba en la cabecera de la mesa, reclinado sobre la silla. El chaleco azul marino se tensionaba en los botones. Si uno de ellos saltaba podría golpear a Mary en el ojo, quien estaba al lado de Borst, ladeada admirándolo. Por el lenguaje corporal de los dos se creería que eran los mejores amigos.

Todd estaba frente a Mary, con la cabeza echada hacia atrás en media carcajada ante algún comentario con que evidentemente Borst los había honrado. Kent supuso que fue el grito de Todd el que cubrió el sonido de la puerta al abrirse y cerrarse. Cliff se hallaba a dos sillas de Mary, frente a Borst, exhibiendo su acostumbrada sonrisa de come-piña.

—¡Kent! Ya era hora —retumbó Borst.

Los otros creyeron eso divertido y extendieron sus risotadas. Kent debió admitir que el ambiente jovial era casi contagioso. Sonrió también y sacó una silla frente a Cliff.

—Lo siento. No sabía que teníamos una reunión —se excusó.

Todos se juntaron y se acomodaron. Borst empezó por rebuscar unas cuantas felicitaciones, las cuales los demás recibieron de muy buena gana. Hasta Kent le lanzó una. Algún comentario ridículo acerca de cuán perceptivo había sido el supervisor al traer a Cliff.

La mayor parte de la reunión se centró en preservar el control del SAPF. Evidentemente la división principal de los Sistemas de Información en la sucursal de California estaba hablando de estirar los músculos del sistema. O como lo puso Borst, ver cómo ellos agarran el poder.

—De esto es lo que se trata, y lo sabemos —opinó él—. Tienen allí una docena de ingenieros codiciosos que sienten que se han quedado fuera, por tanto ahora quieren todo el pastel. Y no tengo intención de dárselos.

Kent no tenía dudas de que las palabras no se originaban en Borst. Eran de Bentley. Se imaginó a Gordinflón y a Puercoespín gruñendo frenéticamente en su viaje de regreso a casa.

—Lo cual significa que debemos ser muy eficientes; de eso se trata todo. Mientras estamos aquí hablando, ellos están buscando puntos débiles en nuestra operación. Es más, tres de ellos están volando el próximo viernes para inspeccionar el territorio, por así decirlo.

—¡Eso es una locura! —exclamó Todd—. No pueden venir sencillamente aquí y tomarse el poder.

—Ah, sí que pueden, Todd. Esa es una realidad. Pero no vamos a permitírselo.

—¿Cómo? —quiso saber Mary, asombrada.

—Exactamente. ¿Cómo? Eso es lo que vamos a descubrir.

—Seguridad —opinó Cliff.

Fue entonces cuando Kent cayó en cuenta del significado de esta pequeña discusión. Le entró a la mente como el fogonazo de una granada. Fue un estremecimiento, ya sea que el chispazo lo causara el residuo de tequila o la fascinación de Kent al ver los gruesos labios de Borst moviéndose bruscamente. Pero cuando el entendimiento le llegó, Kent se contrajo en la silla.

—¿Tienes algo que decir al respecto, Kent? —interrogó Borst, y Kent supo que todos habían observado su pequeña metedura de pata. Para exasperar el asunto, hizo entonces la única pregunta que solo un completo idiota haría en la situación.

—¿Qué?

Borst miró a Cliff.

—Cliff dijo seguridad, y nos pareció como si quisieras añadir algo a eso.

¿Seguridad? ¡Jesús! Kent se sentó rápidamente en el borde de la silla para recuperarse.

—En realidad no creo que tengan una posibilidad, señor.

Eso captó una sonrisa de los demás. Ese es nuestro muchacho. Todos ellos menos Cliff, quien frunció las cejas.

—¿Cómo es eso? —indagó Cliff.

—¿Cómo es qué?

—¿Cómo es que los tipos de California no tienen la más mínima posibilidad de tomar el control del SAPF?

—¿Cómo van a mantener un sistema del que no saben nada? —replicó Kent, echándose hacia atrás.

Desde luego que toda la idea era ridícula. Cualquier buen departamento podría abrirse camino a través del programa. Es más, Cliff estaba a punto de hacerlo. Se lo había manifestado.

—¿De veras? He estado aquí tres semanas, y me he movido bastante bien por el sistema. El código ni siquiera está bajo medidas activas de seguridad.

Se hizo silencio en el salón. Esto no iba a resultar bien. Medidas más estrictas de seguridad muy bien podrían poner todo su plan al borde del desastre. Kent sintió que un hilillo de sudor le corría desde el nacimiento del cabello y le serpenteaba por la sien. Estiró casualmente la mano y se rascó el sitio como si allí le molestara una comezón.

—Creí que te ibas a encargar de la seguridad restringida —reclamó Borst, mirando directamente a Kent.

—Hemos restringido códigos en cada sucursal. Nadie puede entrar al sistema sin una contraseña —contestó él—. ¿Qué más quiere usted?

—Eso cubre la seguridad financiera, pero ¿qué hay con la seguridad contra piratas informáticos u otros programadores? —preguntó Cliff sin alterar la voz.

El recién llegado se estaba convirtiendo aquí en un verdadero problema.

Todas las miradas se posaron en Kent. Estaban preguntando por el ROOSTER sin conocerlo, y el corazón le estaba empezando a palpitar de forma exagerada. Había programado a ROOSTER precisamente para este propósito.

Entonces Cliff lanzó sobre la mesa la parte no lo sé.

—En realidad parece que alguien empezó a implementar un sistema pero no lo terminó. No lo sé; aún estoy investigando el asunto.

¡El muchacho le estaba siguiendo la pista al ROOSTER! Había hallado algo que lo llevaría al enlace. Lo único que Kent podía hacer era quedarse sentado. De esto se trataba, entonces. Si él no los detenía ahora, ¡estaba acabado!

—Sí, hace rato empezamos algunas cosas. Pero si recuerdo correctamente, mucho tiempo atrás desechamos el código. Fue apenas un esquema.

—No estoy tan seguro que haya desaparecido, Kent —interrumpió Cliff mirándolo fijamente—. Tal vez yo lo haya descubierto.

Kent sintió que el corazón le iba a estallar. Forzó una mirada despreocupada.

—En cualquier caso, el asunto sería demasiado difícil de manejar para lograr algo bajo la actual estructura —explicó Kent, luego cambió la mirada hacia Borst—. Francamente, creo que usted está enfocando esto de modo equivocado, Markus. Por supuesto, podemos hacer más estricta la seguridad, pero eso no va a impedir que agarren el poder, como usted lo dijo. Lo que usted necesita es un poco de influencia política.

—¿Sí? —exclamó Borst con la ceja arqueada, y la frente se le subió ligeramente bajo el tupé—. ¿Cómo así?

—Bueno, usted tiene ahora algo de poder. Tal vez más del que cree. Insista en mantener el control bajo la doctrina justa. Como empleado dedicado, usted fue el responsable de la creación del programa. Simplemente es injusto que el enorme gigante venga a barrer y a quitarle su bebé, minimizando de esta manera cualquier adelanto adicional que usted podría descubrir si el programa permaneciera bajo su control. Creo que usted podría conseguir muchos empleados comunes y corrientes que lo respalden en una posición como esa, ¿no cree?

La sonrisa llegó lentamente, pero cuando Borst captó la idea la boca se le extendió de oreja a oreja.

—Caramba, no eres tan tonto, ¿verdad, Kent? —expresó el jefe, mirando a los demás—. ¡Caray, eso es brillante! Creo que tienes absolutamente toda la razón. El pequeño individuo contra la enorme corporación y todo eso.

Kent asintió. Volvió a hablar deseando mantener clavada esta puerta mientras tuviera la sartén por el mango.

—Si los muchachos de California quieren el SAPF, ninguna seguridad va a detenerlos. Sencillamente toman todo el asunto y salen aplastando a plena luz del día a cualquiera que se interponga en su camino. Usted tiene que ponerles un obstáculo político en el camino, Markus. Es la única manera.

Cliff había perdido su sonrisa plástica, y Kent se preguntó al respecto. ¿Qué diferencia representaría para este recién venido la manera cómo se desarrollara el proyecto? A menos que supiera más de lo que estaba dejando saber.

—Me sorprende que Bentley no haya pensado en eso —pensó Borst en voz alta; parpadeó y se dirigió al grupo—. De todos modos, creo que debería llevarle esto inmediatamente.

El supervisor ya estaba de pie. Como el joven estudiante ansioso por encontrar a su profesor. Cliff sostuvo la mirada de Kent por un momento sin sonreír.

—¿Podría sugerirle que al menos manejemos el asunto de la seguridad como se ha planteado? —preguntó Cliff volviéndose a Borst.

—Sí, por supuesto. ¿Por qué no te encargas de eso, Cliff? —contestó él, pero su mente ya estaba en la oficina de Bentley—. Debo irme.

Borst salió, con una sonrisita de suficiencia.

Cliff había vuelto a recuperar la sonrisa.

Kent parpadeó. Ese último intercambio le había descargado eficazmente un balde de calor en la cabeza. Aún le bajaba por la columna cuando los demás se pararon y sin pronunciar palabra siguieron el ejemplo de Borst, saliendo del salón.

Eso era todo. Cliff sabía algo. Kent bajó la cabeza y empezó a presionarse las sienes. La cosa estaba desenmarañándose. Desmoronándose. En el lapso de diez minutos la atadura que había tenido con la cordura la había tijereteado casualmente un esquiador de Dallas, quien sabía más que alguien con solo algún conocimiento comercial.

¡Piensa! ¡Piensa, piensa, piensa, muchacho!

Está bien. Este no es el fin. Esto es solo otra pequeña dificultad. Un desafío. Nadie es mejor en los desafíos que tú, muchacho.

De repente Kent quiso estar fuera del edificio. Le dio un susto de muerte pensar en regresar a la oficina y tener a Cliff entrando con esa sonrisa suya. Deseó ver a Lacy.

Quería tomar un trago.