Kent se hallaba en la cómoda silla reclinable frente al televisor la noche del lunes, evaluando la situación. Los Forty Niners le ganaban a los Broncos por dieciséis a diez, y Denver tenía el balón en la línea de las cincuenta yardas, pero Kent apenas se daba cuenta. El rugido de la multitud proveía poco menos que un fondo de estática para las imágenes que le resonaban a Kent en la mente.
Estaba haciendo un balance de las cosas. Cotejándolas con los hechos, y sacando conclusiones que perduraran hasta que él estirara la pata.
Al menos así es como había empezado su sesión de autoanálisis, cuando Denver ganaba seis a tres. Ya temprano había comenzado con su bebida alcohólica de antes de ir a la cama. En realidad había prescindido de la rutina del trago en el silbato del primer cuarto y en vez de eso se había conformado con la botella. No había nadie a quién engañar. Estos aquí eran asuntos serios.
En el primer lugar de su lista de deliberaciones estaba ese poli que le había interrumpido la lectura en Barnes and Noble. El cabeza de chorlito estaba en el caso. De acuerdo, no en el caso, pero el hombre estaba sobre él, y él era el caso. Kent tomó un traguito del licor. Tequila dorado. Ardió al bajar, y él se chupó los dientes.
¿Ahora qué significaba exactamente en el caso? Significaba que Kent sería un tonto en llevar a cabo cualquier intento de robo mientras el detective Cabeza de Chorlito estuviera merodeando. Eso es lo que significaba. Kent tomó otro pequeño sorbo de la botella que tenía en la mano. Una algarabía resonó en la sala; alguien había anotado.
Sin embargo, ¿cómo podría alguien saber algo respecto de algo que no fuera lo que ya había sucedido? No era posible que alguien conociera sus planes… no se los había dicho a nadie. Había empezado la afinación del ROOSTER, pero nadie más tenía acceso al programa. Sin duda ningún poli cabeza de chorlito que probablemente no distinguía entre códigos computarizados y una sopa de letras.
«Nosotros sabemos más de lo que usted cree, Kent».
«¿Sabemos? ¿Y quién es nosotros? Bueno, creo que usted se equivoca, Cabeza de Chorlito. Creo que no sabe nada en absoluto. Y si sabe diez veces ese tanto el asunto sigue siendo tan solo un enorme huevo de gansa, ¿no es verdad?»
El simple hecho era: Cabeza de Chorlito no sabía nada respecto del robo planeado, a menos que pudiera leerle la mente o que estuviera usando algún psíquico que leyera mentes. Estaba tratando de engañar. Pero ¿por qué? ¿Por qué el poli incluso sospecharía lo suficiente que mereciera un engaño? A pesar de por qué o de cómo, y considerando este último descubrimiento, la idea de continuar parecía una locura. Como un resonante gong. ¡Bang, bang, bang! ¡Estúpido, estúpido, estúpido! Lleva tu trasero otra vez a la Calle de los Estúpidos, idiota.
Pero él podía planificar. Y debía planificar, porque ¿quién iba a decir que Cabeza de Chorlito estaría pendiente? En realidad, el plan de Kent era infalible, aun con el tipo en el caso, ¿no es cierto? ¿Qué diferencia haría una investigación? Además, fuera como fuera, habría una investigación. Ah, sí, habría una investigación fenomenal, de acuerdo. Simplemente no se mata a alguien y se espera una salva de aplausos. Pero así sencillamente era. Habría una investigación, hiciera lo que él hiciera. Con Cabeza de Chorlito o sin él. Así que en realidad no era determinante que el poli estuviera o no en el caso.
En la mente de Kent se volvió a retransmitir un episodio de Ciencia forense que había visto el sábado. Mostraba un caso en que algún idiota había tramado el asesinato perfecto pero tuvo un problema. Mató al hombre equivocado. Al final había intentado de nuevo el asesinato, esta vez con la persona indicada. Había fallado. Ahora se estaba pudriendo en la cárcel.
Ese era el problema con tener ya encima a los polis; lo más probable era que estuvieran tropezando con algún chisme que no venía al caso y que no dejara moverse libremente. Para hacerlo de modo correcto, la mayoría de crímenes deberían realizarse cuando menos se los esperara. Sin duda no bajo la nariz atenta de algún cabeza de chorlito que estuviera al acecho.
Pero este no era como la mayoría de crímenes. Este era el crimen perfecto. Aquel que los programas televisivos no podían transmitir porque nadie ni siquiera sabía que hubiera ocurrido.
Kent levantó la botella y observó que estaba medio vacía.
Y el poli no era el único a quien tenía encima. Cliff, el poderoso esquiador convertido en programador, estaba fastidiando a Kent con su indiscreto estilo de Revisemos tu código, Kent. ¿Y si el Chico Maravilla hubiera tropezado con el ROOSTER? Sería el acabóse, por supuesto. Todo el plan reposaba directamente sobre los hombros del secreto de ROOSTER. Si se descubriera el programa de seguridad, el plan estallaría. Y si había alguien que podía descubrirlo, ese era Cliff. No tanto como resultado de su brillantez sino de su tenacidad canina. Había un solo enlace enterrado en SAPF que llevaba al ROOSTER: una «m» extra en la palabra «extremmadamente», oculta en una rutina aún no activa. Si la «m» fuera borrada por algún genio con la ortografía entre ceja y ceja que intentara poner las cosas en orden, el enlace cambiaría automáticamente a la segunda «e» en la misma palabra. Tal vez solo alguien con demasiado tiempo en las manos posiblemente podría descubrir el anzuelo.
Alguien como Cliff.
Kent chasqueó la lengua sobre la botella y cerró los ojos ante el ardor en la garganta. El partido estaba en su segunda mitad. Él se había perdido la tremenda atrapada al final de la primera. No importaba.
—Sé realista —masculló entre dientes—. Nadie va a encontrar el enlace. No hay manera desde este lado del infierno.
Él sabía que estaba en lo cierto.
Una imagen de Lacy le vagó por la niebla de la mente. Bueno, había una solución a todo este desorden. Podría discutir con ella los puntos más finos de un delito federal. Incluirla. Una anémica risita se le escapó de los labios ante la idea. Aunque pareció más bien el eructo que siguió al ardor que se le produjo en la garganta.
La realidad era incluso que si él quisiera tener una relación con una mujer, esto sencillamente no era factible. No con doña ROOSTER en su vida. No se trataba de que ambas no lo podrían compartir, sino de que no podían hacerlo. Suponiendo que ambas lo quisieran. Lo cual representaba otro problema: Él estaba pensando en el ROOSTER como si fuera una verdadera persona que tenía un deseo digno de considerarse. ROOSTER era un enlace, ¡por amor de Dios! Un plan. Un programa.
De cualquier modo, él no podía cohabitar con el ROOSTER y con cualquier alma viviente. Punto. ROOSTER lo exigía. El plan se desmoronaría.
Por consiguiente, ¿qué diantres creía él que estaba haciendo con Lacy?
Buena pregunta. Debería cortar con ella.
¿Cortarla de qué? No era como si tuviera una relación con ella. Difícilmente una relación la hacía un inesperado encuentro con una extraña al borde de la carretera y una llamada telefónica.
Por otra parte, Lacy no era una extraña. Ella estaba allí en la mente de Kent junto al auto, como un fantasma que salía de las páginas del pasado.
Sin embargo, él no tenía ganas de una relación que pudiera caracterizarse de alguna otra manera que no fuera platónica. Estaba Gloria en quién pensar… y en casi tres meses de inmundicia. ¿Tanto tiempo? Dios mío. Y en la señora ROOSTER.
Contrólate, Kent. Te estás confundiendo.
Levantó la botella, sorbió el ardiente líquido, y se rascó la barbilla. Sudor le humedecía la piel debajo de una barba de dos días. Se miró la camisa. Se trataba de la misma camiseta del Súper Tazón con la que había dormido durante una semana. Esto no era problema. Ahora que él estaba lavando su propia ropa, cambiársela había perdido atractivo. Excepto la ropa interior, desde luego. Pero podía simplemente tirar la ropa interior en la máquina una vez cada dos semanas y meterla en un cajón, sin doblarla y en un completo desorden. Lo cual le hizo recordar que necesitaba otra docena. La máquina podría contener fácilmente el equivalente de un mes. Una vez al mes era claramente mejor que una vez cada dos semanas.
Kent miró el televisor. El partido estaba a punto de terminar. Afuera la noche estaba intensamente oscura. Lamió el borde de la botella y volvió a pensar en Cabeza de Chorlito. Una saeta de ansiedad le pinchó la piel. Era una locura. Llámame cuando quieras, había dicho ella con voz que resonaba desde el pasado de él. Lacy.
Entonces tomó la decisión, de modo impulsivo, a solo dos minutos de terminar el partido y con los Broncos ganando veintiuno a diecinueve.
Se paró de la silla reclinable y levantó el teléfono, el corazón le palpitó con fuerza en el pecho. Lo cual era absurdo porque seguramente él no tenía sentimientos por Lacy que dieran lugar a estos latidos. A menos que él sí quisiera verla, y no podía negar eso. Comprenderlo solamente le añadió energía a las travesuras del corazón mientras marcaba el número de ella.
Lacy se acababa de poner la bata de baño cuando el teléfono comenzó a sonar. La pantalla del identificador solo mostraba que la llamada era de «fuera del área», y ella decidió levantar el auricular en el remoto caso de que se tratara de una llamada que deseara contestar.
—Aló.
—Aló, ¿Lacy?
¡Kent! El corazón le dio un brinco. Ella reconocería esa voz en cualquier parte.
—¿Sí?
—Hola, Lacy. ¿Es muy tarde?
—Eres…
—Oh, lo siento. Soy Kent. Caramba, lo siento. Qué tonto, ¿eh? Llamar y preguntar si es muy tarde sin presentarme. No quería parecer…
—¿Qué deseas, Kent?
El teléfono solamente devolvió silencio por algunos instantes. ¿Por qué ahora ella se había puesto tan cortante, y por qué respiraba tensamente? Dios, ayúdame.
—Tal vez debería volver a llamar en un momento más apropiado —manifestó Kent.
—No. No, lo siento. Simplemente me tomaste por sorpresa. Solamente son las diez. No hay problema.
—En realidad, me preguntaba si podía hablar contigo —expresó él riéndose entre dientes al teléfono, y ella pensó que él parecía un niño.
—Por supuesto. Adelante —respondió Lacy acomodándose en una silla del comedor del diario.
—Me refiero a salir para allá y hablar contigo.
—¿Para acá? —exclamó ella, acelerándosele el pulso—. ¿Cuándo?
—Bueno… esta noche.
—¿Esta noche? —repitió ella, poniéndose de pie—. ¿Quieres venir aquí esta noche?
—Sé que es un poco tarde, pero realmente necesito alguien con quién hablar ahora mismo.
Fue el turno de ella de quedarse paralizada en silencio.
—¿Lacy?
¿Qué debía ella decir a esto? Ven, amante muchacho.
Se volvió a oír la voz de Kent, más suave.
—Está bien, bueno, quizás si no es una idea tan buena…
—No, está bien.
¿Lo era? No era nada semejante.
—¿Segura? Nos podríamos encontrar en el Village Inn.
—Claro.
—¿En una hora?
La naturaleza de este asunto comenzaba a extenderse por la mente de Lacy como agua helada. Kent estaba en camino esta noche a Boulder. Quería hablar con ella.
—Bueno —contestó ella.
—Bien. Entonces te veré en una hora.
—Claro.
El silencio volvió a apoderarse del auricular, y de pronto Lacy se sintió como una colegiala a quien el capitán del equipo de fútbol americano le había pedido que saliera con él.
—¿Y de qué querrías hablar? —quiso saber ella.
A Lacy se le ocurrió que la pregunta era de repente tan legítima como absurda. Por una parte, la relación de ellos debía mantenerse estrictamente como platónica, por obvias razones. Razones que le zumbaban ahora en la cabeza como bombarderos de la Segunda Guerra Mundial amenazando descargar ante el primer fuego antiaéreo. Razones como: este hombre ya la había dejado una vez y eso la había lastimado, y ahora podría matarla. Razones como: él acababa de perder a su esposa. Sin duda el hombre estaba rebotando como el súper balón más ofendido y tenso del mundo.
Por otra parte, ¿desde cuándo el razonamiento dirigía al corazón?
—De nada —contestó él.
Ella creyó que esa era la respuesta equivocada. Porque en cuestiones del corazón, «de nada» era mucho más que «algo».
—Está bien, te veré allá —concordó ella, y colgó el teléfono con mano temblorosa.
Lacy tardó cuarenta y cinco de los sesenta minutos en prepararse, lo cual en sí era una tontería porque aparte de cambiarse de ropa aún no se había alistado para los preparativos del día, que solo esta mañana le habían tomado quince minutos. Sin embargo, tardó cuarenta y cinco minutos en parte debido al hecho de que debió planchar la blusa que creía que calzaba mejor para la ocasión. No es que esta fuera una ocasión como tal.
Cuando ella llegó, Kent ya estaba allí, en el Village Inn, sentado a una mesa en un rincón. Levantó la mirada mientras ella se deslizaba en la banca opuesta. Los ojos de Kent fulguraron, lo cual era algo bueno porque parecían un poco enrojecidos y borrosos, como si él hubiera estado llorando en la última hora. El aliento le olía fuertemente a menta.
—Hola, Kent.
—Hola —contestó él, sonriendo ampliamente y alargando la mano.
Ella la agarró, vacilante. Santo Dios. ¿En qué estaba pensando él? Esta no era una transacción comercial que requiriera un apretón de manos.
Mirándolo ahora bajo las luces, Lacy vio que Kent había sufrido últimamente algún maltrato. Oscuras ojeras le rodeaban los ojos, que realmente se veían más bien sin energía. Las líneas que le definían la sonrisa parecían haberse profundizado. El cabello era tan rubio como el día que él le pidió que lo acompañara a caminar años atrás, solo que ahora estaba despeinado. Era lunes… sin duda él no había ido a trabajar en esta facha. Algo lo había estado apaleando, pensó Lacy, pero entonces ella ya lo sabía. Él había atravesado el valle de muerte. Siempre lo vapulean a uno en el valle de muerte.
Sorbieron sus cafés y hablaron durante media hora de cosas sin importancia: el clima, el nuevo estadio, los Broncos; en general, cosas en que realmente no parecían tener ningún interés. En verdad no tenían mucho de qué hablar sin entrar en sus pasados. Pero esto apenas importaba; tenía su propio poder estar simplemente allí sentados uno frente al otro tras tantos años, por incómodo o irregular que eso pudiera ser.
La idea de volver a visitar el pasado que los unía produjo tensión en el corazón de Lacy. Siempre podían hablar acerca de la muerte, desde luego. Ese era ahora el puente que tenían en común. La muerte. Pero Kent no estaba pensando en la muerte. Algo más se gestaba detrás de esos ojos.
—Hoy me topé con un poli —confesó él cuando menos se esperaba, mirando su café.
—¿Un poli?
—Sí. Me hallaba simplemente sentado en la librería, y este policía se sienta y empieza a interrogarme respecto de Spencer; de mi hijo, Spencer —explicó mientras el rostro se le contraía con molestia. Levantó la mirada, y los ojos le centellearon—. ¿Puedes creer la audacia de eso? Quiero decir…
Kent miró por la ventana y levantó inútilmente una mano.
—Yo solo estaba allí sentado, ocupado en mis asuntos, y este cabeza de chorlito me empieza a acusar.
—¿Acusar de qué?
—Ni siquiera lo sé. Pasó exactamente así. El tipo continúa como si yo tuviera algo que ver con…
Se interrumpió y tragó grueso, destacándosele la manzana de Adán debido a la emoción que sentía en el pecho.
—Con la muerte de Spencer —concluyó.
—¡Vamos, Kent! ¡Eso es absurdo!
—Lo sé. Es absurdo. Entonces él simplemente continuó, como si supiera cosas, ¿sabes?
—¿Qué cosas?
—No sé —contestó él moviendo la cabeza de lado a lado.
El pobre hombre se hallaba allí como alguien ensartado con frágiles cuerdas de carne. ¡Sin duda él no tenía nada que ver con la muerte de su propio hijo! ¿Podría ser? ¡Desde luego que no!
—Era como una escena salida de Dimensión desconocida.
—Bueno, estoy segura que no tienes nada de qué preocuparte. Las autoridades hacen cosas como esa de manera rutinaria. Es ridículo. Nunca volverás a oír de ese tipo.
—Y quizás te equivoques —refutó él; ella parpadeó ante el tono con que lo dijo—. Tal vez tenga mucho por qué preocuparme al respecto. ¡Lo que menos necesito es un cabeza de chorlito con una insignia metiendo su grasienta cabeza en mi vida! ¡Juro que le podría arrancar la cabeza!
Ella lo miró, insegura de cómo reaccionar.
—Quizás debas relajarte, Kent. No tienes nada que ocultar, ¿no es así? Entonces haz caso omiso de eso.
—Sí, para ti es fácil decirlo. El tipo no está encima de ti.
—Y tampoco encima de ti —replicó ella sintiendo que se le ruborizaba la cara—. La policía solo está haciendo su trabajo. Ellos deberían ser la menor de tus preocupaciones. Y solo en caso de que estés confundido aquí, no soy policía. Trabajo en un banco, ¿recuerdas?
—Lo siento —se disculpó Kent mirando el cielorraso y suspirando—. Tienes razón.
Él se tranquilizó, asintiendo como si llegara lentamente a un acuerdo. Luego cerró los ojos y sacudió la cabeza, apretando los dientes en frustración.
Sí, en realidad, últimamente lo habían apaleado. Ella se preguntó qué habría sucedido realmente que lo llevara hasta este extraño estado.
Él le estaba sonriendo, los ojos azules de pronto se le suavizaron y le brillaron a la vez, como ella los recordaba de su vida anterior.
—Tienes razón, Lacy. ¿Ves? Eso es lo que yo necesitaba oír. Siempre supiste tratar francamente con la verdad, ¿sabes?
Ella tragó grueso y esperó al instante que él no lo hubiera notado. No fueron las palabras de él lo que le molestó sino la manera en que las dijo, como si en ese momento él estuviera cubierto de admiración por ella.
—Si recuerdo correctamente, tú mismo nunca fuiste demasiado tonto —señaló Lacy con una risita nerviosa.
—Bueno, tuvimos nuestras épocas, ¿o no?
Ella debió alejar la mirada esta vez. En su mente apareció una imagen de Kent inclinado sobre ella mientras se hallaban en el álamo detrás del dormitorio de ella. «Te amo», le susurraba él, y luego le posó los labios en los suyos. Ella deseó extirparse la imagen de la cabeza, y obligar al corazón a volver a su ritmo normal, pero solo pudo quedarse sentada allí, fingiendo que absolutamente nada estaba ocurriéndole en el pecho.
—Sí, las tuvimos —contestó ella.
El aire se puso tenso como si alguien hubiera prendido un interruptor en alguna parte y llenara el salón con una espesa nube de partículas cargadas. Lacy pudo sentir los ojos de él fijos en la mejilla de ella, y finalmente se volvió para enfrentarlo. Le lanzó una sonrisa controlada. ¡Esto era una locura! ¡Él había perdido la razón! Dos minutos atrás despotricaba de un poli y de cómo le gustaría decapitar al individuo, y ahora la miraba como un recién casado.
La muerte hace eso a las personas, Lacy, razonó ella rápidamente. Les hace perder la sensatez. Además, estás interpretando demasiado esa mirada. La situación no es tan mala como parece.
Y entonces lo malo se volvió terrible. Porque después Lacy sintió que el calor le inundaba el rostro a pesar de sus mejores esfuerzos por impedirlo. Sí, de veras, estaba ruborizada. Tan roja como una langosta cocida. Y él lo había notado. Ella lo supo porque de repente él también se sonrojó.
Pánico resplandeció en la mente de Lacy, e impulsivamente pensó en huir. Claro que eso sería tan razonable como la arremetida de Kent contra la cabeza del policía. En vez de eso, ella hizo lo único que podía hacer. Sonrió. Y eso empeoró todo, pensó ella.
—Qué bueno volver a verte, Lacy —enunció él, moviendo la cabeza y desviando la mirada—. Me la pasé diciéndome que lo último que yo necesitaba era una relación tan poco tiempo después de la muerte de Gloria. Ni siquiera han pasado tres meses, lo sabes. Pero ahora me doy cuenta que estaba equivocado. Creo que necesito una relación. Una buena amistad, sin todos los impedimentos que vienen con el romance. Sin ataduras, tú sabes. Y ahora veo que tú me puedes brindar esa amistad. ¿No lo crees?
Kent preguntó esto último mirándola a los ojos.
Para ser sincera, ella no sabía que creer. La cabeza todavía le zumbaba por la última ola de calor. ¿Estaba sugiriendo él que solo deseaba una relación platónica? Sí, y eso era bueno, ¿verdad?
—Sí. Me llevó seis meses superar la pérdida de John. No del todo, no completamente, desde luego. No creo que alguna vez lo superes del todo, pero sí bastante. Hasta un punto en que puedo ver claramente. Algunos se reponen más rápido. Se recuperan en tres o cuatro meses; otros tardan un año. Pero todos necesitamos el apoyo de alguien. No creo que yo lo habría superado si no hubiera encontrado a Dios.
Si Kent hubiera estado comiendo un tomate cereza se pudo haber atragantado al oír el comentario. Entonces tosió.
—Definitivamente la única relación que trae paz es la de Dios —continuó Lacy, haciendo caso omiso a la reacción de él—. Creo que a veces se necesita una muerte para entender eso.
La mirada de Kent estaba siguiendo el borde de su propia taza de café.
—Pero sí, Kent. Tienes razón. Es bueno tener una amistad que no tenga ninguna pretensión —concluyó ella.
Él asintió.
Hablaron durante otra hora, contando por primera vez sus propias historias de pérdida. La mente de Lacy se la pasó volviendo a la ola de calor que había caído sobre ellos, pero finalmente se tranquilizó razonando que esas cosas les ocurrían a personas que pasaban por el valle. A veces perdían la sensibilidad.
Para cuando se estrecharon las manos y se despidieron, las manecillas del reloj marcaban más de medianoche. Cuando Lacy finalmente se quedó dormida eran casi las dos de la mañana. Pensó que seguramente todo estaría bien después de que Kent llegara a casa y se quedara cómodamente dormido en su enorme y vacía casa.
Se equivocaba.