Capítulo dos

Un año antes

Primera semana

La ciudad era Littleton, un barrio residencial de las afueras de Denver. El vecindario era mejor conocido como Belaire, una extensión de casas de clase media alta cuidadosamente espaciada a lo largo de negras calles que serpenteaban entre radiantes y verdes prados. A la calle la llamaron Kiowa debido a los indios que mucho tiempo atrás reclamaron la propiedad de los valles. La casa, una construcción de dos pisos y coronada con un techo de tejas rojas de barro (cariñosamente llamada Windsor por la inmobiliaria), era el modelo más lujoso ofrecido en la subdivisión. El hombre de pie ante la puerta principal era Kent Anthony, responsable de la inmensa hipoteca sobre esta pequeña esquina del sueño estadounidense.

La suave brisa movía una docena de rosas rojas recién cortadas que se hallaba en la mano izquierda del hombre, acentuando crudamente el traje negro cruzado que le colgaba de los angostos hombros. El individuo era un larguirucho de un metro ochenta, quizás ochenta y cinco, con zapatos. Cabello rubio le cubría la cabeza, bastante corto sobre el cuello de la camisa. Ojos azules le centelleaban sobre una nariz aguda; la suave tez del hombre le hacía dar la impresión de tener diez años menos de los que en verdad tenía. Cualquier mujer podría verlo y creer que él se veía como de un millón de dólares.

Pero hoy era diferente. Hoy día Kent se sentía como de un millón de dólares porque realmente hoy había ganado un millón de dólares. O tal vez varios millones de dólares.

Se le alzaron las comisuras de los labios, y pulsó el timbre iluminado. El corazón se le aceleró, mientras se hallaba allí de pie frente al porche principal de su casa, esperando que se abriera la enorme puerta colonial. Una vez más le dio vueltas en la mente la magnitud de su logro, lo que le hizo recorrer un escalofrío por los huesos. Él, Kent Anthony, había conseguido lo que solo uno en diez mil lograba obtener, según las buenas personas de la oficina del censo.

Y él lo había logrado a los treinta y seis años de edad, viniendo quizás de los más improbables inicios imaginables, empezando de un cero absoluto. El paupérrimo y flacucho muchacho de la calle Botany, quien a su padre le había prometido triunfar, cueste lo que cueste, había cumplido esa promesa. En los últimos veinte años se había exigido miles de veces hasta el límite, y ahora… bueno, ahora se erguiría alto y orgulloso en los anales familiares. Y para ser sincero, difícilmente podía resistir el placer que eso le producía.

De repente se abrió la puerta y Kent se sobresaltó. Allí estaba Gloria, boquiabierta por la sorpresa, con sus ojos color avellana abiertos de par en par. Un veraniego vestido amarillento con florecitas azules se ajustaba elegantemente a su esbelta figura. Una reina adecuada para un príncipe. Ese sería él.

—¡Kent!

Él extendió los brazos y sonrió de oreja a oreja. Los ojos femeninos se enfocaron en la mano que sostenía las rosas, y ella contuvo el aliento. Como invitada por ese grito ahogado, la brisa que soplaba sobre el hombre levantó el cabello de la mujer.

—Oh, ¡cariño!

Kent le tendió orgullosamente el ramo y se inclinó levemente. En ese instante, viendo alegre la tensión en la mujer, y cómo la brisa levantaba mechones de rubio cabello del delgado cuello femenino, Kent sintió que el corazón le iba a estallar. Sin esperar a que ella volviera a hablar, atravesó el umbral y la abrazó. La estrechó por la cintura y la levantó para besarla. Gloria le devolvió apasionadamente el gesto de cariño y luego soltó la carcajada, sujetando las rosas detrás de Kent.

—¿Soy un hombre que cumple su palabra, o no?

—¡Ten cuidado, querido! Las rosas. ¿Qué diablos te ha poseído? ¡Estamos a mitad del día!

me has poseído —rezongó Kent.

La bajó y le estampó otro beso en la mejilla por si acaso. Se separó de ella y se inclinó en una fingida cortesía.

Gloria levantó las rosas y las observó con mirada centelleante.

—¡Son hermosas! De veras, ¿cuál es la ocasión?

—La ocasión eres tú —respondió él quitándose el abrigo y lanzándolo sobre el barandal de las escaleras—. La ocasión somos nosotros. ¿Dónde está Spencer? Quiero que él oiga esto.

Gloria sonrió y llamó por el pasillo.

—¡Spencer! Aquí está alguien que viene a verte.

—¿Quién? —preguntó una voz desde la sala.

Spencer apareció por el costado caminando en medias. Los ojos se le abrieron de par en par.

—¿Papá? —exclamó el niño corriendo hacia Kent.

—Hola, tigre —saludó Kent inclinándose y alzando a Spencer hasta darle un fuerte abrazo de oso—. ¿Estás bien?

—¡Claro que sí!

Spencer se abrazó del cuello de su padre y lo apretó con fuerza. Kent bajó al niño de diez años y los miró a los dos. Allí estaban ellos, imagen perfecta, madre e hijo, tal para cual, carne y sangre de él. Detrás de ellos una docena de fotos familiares y cuantos retratos eran posibles adornaban la pared de la entrada. Tomas de los últimos doce años: Spencer de bebé en azul pálido; Gloria cargando a Spencer frente al primer apartamento, encantadores paredes color verde limón rodeadas de flores secas; ellos tres en la sala de la vivienda número dos (esta vez una verdadera casa) sonriendo de oreja a oreja como si el viejo sofá café en que se hallaban fuera realmente el último modelo, y no uno de diez dólares comprado a última hora en una venta de garaje de algún extraño. Luego la foto más grande, tomada solo dos años atrás, exactamente cuando acababan de comprar esta casa, la número tres si se cuenta el apartamento.

Kent les dio una mirada, y al instante pensó que ahora vendría bien una nueva foto. Pero en una pared diferente. En una casa diferente. En una casa mucho más grande. Miró a Gloria y le hizo un guiño. Los ojos de ella se abrieron como si hubiera imaginado algo.

—Spencer, tengo una noticia importante —comenzó diciendo, inclinándose hacia su hijo—. Acaba de sucedernos algo muy bueno. ¿Sabes de qué se trata?

Spencer miró a su madre con ojos inquisitivos. Ágilmente se quitó flequillos rubios de la frente y levantó la mirada hacia Kent. Permanecieron en silencio por un momento.

—¿Terminaste? —preguntó entonces su hijo con voz débil.

—¿Y qué se supone que significa terminar? ¿Terminar qué, muchacho?

—¿El programa?

—Un muchacho inteligente el que tenemos aquí —comentó Kent haciéndole un guiño a Gloria—. ¿Y qué significa eso, Spencer?

—¿Dinero?

—¿Terminaste de veras? —indagó Gloria, asombrada—. ¿Pasó?

—¡Por supuesto que pasó! —exclamó Kent soltando el hombro de su hijo y lanzando un puño al aire—. Esta mañana.

Él se irguió y fingió un anuncio oficial.

—Amigos míos, el Sistema Avanzado de Procesamiento de Fondos, creación de Kent Anthony, ha pasado todas las pruebas con éxito sobresaliente. El Sistema Avanzado de Procesamiento de Fondos no solo funciona, ¡sino que funciona a la perfección!

Spencer sonrió ampliamente y lazó un grito.

—Magnífico trabajo, sir Anthony —expresó Gloria sintiendo una oleada de orgullo, poniéndose en puntillas, y besando a Kent en la barbilla.

Kent hizo una reverencia y luego se dirigió a la sala. Una pasarela surgía por encima del cielo raso en el segundo piso; Kent corrió por debajo, yendo hasta el mueble de cuero color crema. Saltó el sofá de un solo brinco y cayó en una rodilla, moviendo el brazo de arriba abajo como si acabara de atrapar el balón para realizar una anotación en el fútbol americano.

—¡Sí! Sí, sí, ¡sí!

El interior de estilo español yacía inmaculado alrededor de él, del modo en que Gloria insistía en mantenerlo. Un gran embaldosado de cerámica recorría un desayunador y llegaba hasta la cocina a la derecha de Kent; y a la izquierda sobre el área de entretenimiento se hallaba una palma en una maceta. Directamente ante él, por sobre la chimenea aún sin estrenar, había una gigantesca pintura de Cristo sosteniendo a un hombre caído y desamparado cuyas manos agarraban clavos y un martillo. Perdonado, se llamaba.

—¿Tienen ustedes idea de lo que esto significa? —preguntó Kent girando hacia su familia—. Déjenme decirles lo que significa.

Spencer gritaba alrededor del sofá y saltó cayendo sobre una rodilla, casi golpeando a Kent en la espalda. Gloria también saltó sobre el sofá de cuero color crema, descalza, haciendo ondear el vestido amarillo. Fue a parar de rodillas sobre los cojines, sonriendo ampliamente, esperando, haciendo un guiño a Spencer, quien la había visto saltar.

Kent sintió que una oleada de cariño le llegaba al corazón. ¡Vaya, cómo la amaba!

—Esto significa que tu padre acaba de cambiar la manera en que los bancos procesan fondos —explicó él, e hizo una pausa, reflexionando—. Se los pondré de otro modo. Tu padre acaba de ahorrar a Niponbank millones de dólares en costos de operación.

Kent levantó un dedo al aire y abrió exageradamente los ojos.

—¡No, esperen! ¿Dije millones de dólares? No, eso sería en un año. A largo plazo, ¡centenares de millones de dólares! ¿Y saben lo que los grandes bancos hacen por las personas que les ahorran millones de dólares?

Miró los resplandecientes ojos de su hijo y rápidamente contestó la pregunta antes de que Spencer le ganara.

—Les dan algunos de esos millones, ¡eso es lo que hacen!

—¿Han aprobado la bonificación? —quiso saber Gloria.

—Borst envió el papeleo esta mañana —anunció él, luego se ladeó y volvió a subir y bajar el brazo—. ¡Sí! ¡Sí, sí, sí!

Spencer levantó una pierna, se dejó caer sobre el sofá, y lanzó patadas al aire.

—¡Hurra! ¿Significa esto que iremos a Disneylandia?

Todos rieron. Kent se levantó y fue hasta donde Gloria.

—Puedes apostar que sí —le dijo, arrancó una de las rosas que ella aún sostenía en la mano, y la sostuvo a la distancia del brazo—. También significa que celebraremos esta noche.

Le volvió a guiñar un ojo a su esposa y comenzó a danzar con la rosa extendida, como si fuera su pareja.

—Vino…

Cerró los ojos y levantó la barbilla.

—Música…

Extendió los brazos a los costados y giró una vez sobre las puntas de los pies.

—Comida exquisita…

—¡Langosta! —gritó Spencer.

—La langosta más grande que te puedas imaginar. De la pecera —comunicó Kent, se volvió y besó la rosa.

Gloria se rió y se secó los ojos.

—Por supuesto, esto significa unos pequeños cambios en nuestros planes —continuó Kent, sosteniendo aún el rojo capullo—. Tengo que volar a Miami este fin de semana. Borst quiere que yo haga el anuncio a la junta en la reunión anual. Parece que ya comenzó mi carrera como celebridad.

—¿Este fin de semana? —inquirió Gloria arqueando una ceja.

—Sí, lo sé. Nuestro aniversario. Pero no te preocupes, reina mía. Tu príncipe saldrá el viernes y regresará el sábado. Y entonces celebraremos nuestro duodécimo aniversario como nunca antes hemos soñado hacerlo.

Los ojos de Kent centellearon pícaramente, y se volvió a Spencer.

—Disculpe, su majestad, para montar en el Matterhorn, ¿le convendría más el domingo o el lunes?

Los ojos de su hijo se le salieron de las órbitas.

—¿El Matterhorn? —expresó el muchacho lanzando un grito ahogado—. ¿Disneylandia?

—¿Y simplemente cómo se supone que lleguemos a California el domingo si te vas a Miami? —cuestionó Gloria con una risita burlona.

Kent miró a Spencer, tomó una bocanada de aire, y simuló estar asustado.

—Tu madre tiene razón. Tendrá que ser el lunes, majestad. Porque temo que no haya transporte que nos lleve a París a tiempo para los juegos del domingo.

Dejó que asimilaran la declaración. Por un momento solamente se oyó la brisa que hacía ondear las cortinas de la cocina.

Entonces sucedió.

—¿París? —exclamó Gloria con una ligera perplejidad en la voz.

—Pero por supuesto, mi reina —contestó Kent volviéndose hacia ella y haciéndole un guiño—. Después de todo se trata de la ciudad del amor. Y, para rematar, oí que Mickey ha montado una tienda.

—¿Nos vas a llevar a París? —inquirió Gloria, aún incrédula; la risita burlona había desaparecido, siendo reemplazada por verdadera impresión—. París, ¿Francia? ¿Podemos… podemos hacer eso?

—Cariño, ahora podemos hacer cualquier cosa —afirmó Kent sonriendo y levantando un puño al aire en victoria.

—¡París!

Entonces la compostura de la familia Anthony se fue por la ventana, y en la sala estalló una algarabía total. Spencer gritaba e intentaba en vano saltar encima del sofá como lo habían hecho sus padres. Se dio un revolcón. Gloria corría tras Kent y chillaba, no tanto por la impresión sino porque chillar calzaba exactamente ahora con el estado de ánimo. Kent agarró a su esposa por la cintura y la hizo girar en círculos.

Era un día bueno. Un día muy bueno.