Capítulo diecinueve

Décima semana

El primer obstáculo verdadero en el camino llegó el lunes siguiente.

Kent se hallaba encorvado sobre una mesita en la cafetería de la librería Barnes and Noble después de salir temprano del trabajo para hacer algunos «quehaceres», actividad cuya credibilidad él sabía que sobreviviría poco como excusa válida para salir del banco. Después de todo, ¿cuántos quehaceres tendría para realizar un hombre solo sin vitalidad?

Había registrado los estantes, halló dos libros, y quiso asegurarse de que contenían la información que buscaba antes de hacer la compra. El acto de desaparecer formaba un ángulo sobre el tablero verde embaldosado delante de él. El otro libro, Autopsia forense, se hallaba en sus manos, abierto en un capítulo sobre restos de esqueletos.

A los cinco minutos se dio cuenta que los libros eran perfectos. Pero decidió leer solo un poco más en un capítulo particular. Como sugería otro artículo que había extraído de Internet, el editor aquí estaba confirmando que una herida de bala no sangraba después de la muerte. Si la bomba no bombeaba, si el corazón no palpitaba, no fluiría la sangre. Pero él ya sabía eso. Lo que había hecho que el corazón de Kent palpitara a un ritmo constante era esta parte acerca de los efectos de fuerte calor en restos de carne y esqueleto.

Saltó la página. La carne humana era más bien imprevisible, a veces ardía hasta achicharrarse y otras veces se apagaba a medio quemar. Varias sustancias ayudaban a acelerar la quema de carne, pero la mayoría dejaba un residuo que la autopsia forense detectaba fácilmente. La gasolina, por ejemplo, dejaba residuos detectables, como lo hacían todos los productos del petróleo.

Kent examinó rápidamente la página, ahora tenso. ¿Entonces qué? Si pudiera estar seguro de que la carne que ardía… Una frase saltó hacia él. «A veces los forenses usan magnesio para…».

—Discúlpeme, señor.

La voz sobresaltó a Kent, y cerró de golpe el libro. Un hombre de mediana edad se hallaba frente a él, sonriente tras lentes con armazón metálico. El cabello oscuro estaba peinado nítidamente hacia atrás, brillando sobre una cabeza pequeña y puntuda. Un cabeza de chorlito. No estaba vestido muy distinto del mismo Kent: traje negro a la medida, camisa blanca planchada, corbata roja sostenida muy bien por un pisa-corbatas dorado.

Pero lo que le había erizado el pulso a Kent era el hecho de que el extraño se hallaba ahora en la mesa de Kent, los codos abajo y sonriendo como si hubiera estado aquí primero; eso y la verde mirada penetrante. Como los ojos del esquiador Cliff. Se sentó entonces asombrado, sin poder encontrar palabras.

—Hola —saludó el extraño con una gran sonrisa; la voz pareció resonar de manera grave y suave, como si hubiera hablado dentro de un tambor—. No pude dejar de observar ese libro. Autopsia forense, ¿eh? ¿Es esa la clase de libro que dice cómo despedazar a alguien sin ser atrapado?

El tipo soltó una risa entre dientes. Kent se quedó serio.

El hombre se calló.

—Lo siento. En realidad siempre he estado más bien interesado en lo que ocurre después de la muerte. ¿Le importa si miro el libro? Quizás quiera una copia para mí —dijo mientras alargaba una mano grande bronceada.

Kent titubeó, desconcertado por la audacia del sujeto. Alargó el libro. ¿Era posible que este hombre fuera un agente, que de alguna manera anduviera tras él? Tranquilo, Kent. El crimen no está en ninguna otra parte que en tu mente. Apretó la mandíbula y no dijo nada, esperando que el hombre captara su falta de interés.

El extraño examinó el libro y se detuvo justo en el centro. Aventó el libro y señaló la imagen de un cadáver extendido como un águila.

—¿Dónde supone usted que está ahora este hombre? —indagó.

—Está muerto —contestó Kent—. En una tumba en alguna parte.

—¿Cree usted? —exclamó el hombre arqueando una ceja—. ¿Cree usted entonces que su hijo también está en una tumba en alguna parte?

Kent parpadeó y miró severamente al hombre.

—¿Mi hijo? —cuestionó, ahora con creciente enojo—. ¿Qué sabe usted de mi hijo?

—Sé que lo golpeó un vehículo hace un mes. ¿Le dijo algo a usted antes de morir? ¿Quizás algo esa mañana antes de que usted saliera?

—¿Por qué? —exigió saber Kent, entonces el incidente le vino a la mente—. ¿Es usted policía? ¿Es esto parte de la investigación de la muerte de mi hijo?

—Sí, por así decirlo. Digamos que estamos reconsiderando las repercusiones de la muerte de su hijo. Entiendo que usted estaba enojado cuando lo dejó.

¡Linda! Habían entrevistado a la niñera.

—Yo no diría enojado, no. Mire, señor. Yo amaba a mi niño más de lo que usted alguna vez sabrá. Tuvimos un desacuerdo, seguramente. Pero eso es todo.

¿Qué estaba pasando aquí? Kent sintió que se le oprimía el pecho. ¿Qué estaba insinuando el tipo este?

—¿Desacuerdo? ¿Sobre qué?

Los ojos del hombre miraban como dos canicas verdes con huecos perforados en ellas, justo en el centro. A Kent le pareció que los ojos del hombre no pestañeaban. Él parpadeó y se preguntó si el hombre había pestañeado en esa fracción de segundo en que sus propios ojos parpadeaban constantemente. Pero los ojos del otro parecían no haber pestañeado. Solo miraban, redondos y húmedos. A menos que la humedad significara que había parpadeado de veras, en cuyo caso tal vez el hombre lo había hecho. De ser así, lo disimulaba muy bien.

—¿Sobre qué fue el desacuerdo de ustedes, Kent? —repitió el agente después de aclararse la garganta.

—¿Por qué? En realidad no tuvimos un desacuerdo. Solo hablamos.

—Solo hablaron, ¿eh? ¿Así que usted se sintió muy agradable dejándolo en la puerta de ese modo?

—Como me sentí no es de incumbencia suya —protestó Kent sintiendo irritación—. Me pude haber sentido con náuseas, si le importa. Quizás acababa de ingerir una manzana podrida y sentí que la vomitaría en la calle. ¿Me convierte eso en asesino?

—Nadie lo llamó asesino, Kent —declaró el hombre sonriendo suavemente; sus ojos aún no pestañeaban—. Solo queremos ayudarle a ver algunas cosas.

—¿Le importaría si veo sus credenciales? ¿Con qué agencia está usted, de todos modos?

El hombre se metió casualmente la mano en el bolsillo de la chaqueta. Encontró una billetera en el bolsillo del pecho y la sacó.

Kent no sabía a dónde se dirigía el sujeto. Ni siquiera sabía qué significaba lo que había dicho. No obstante, estaba consciente del calor que le serpenteaba por el cuello y se le extendía por el cráneo. ¿Cómo se atrevía este hombre a sentarse aquí y dudar de los motivos de Kent? ¡Él había amado a Spencer más de lo que amaba la misma vida!

—Escuche, señor. No sé quién es usted, pero moriría por mi hijo, ¿me oye? —exclamó, sin la intención de que la voz le saliera temblorosa, pero así fue; lágrimas repentinas le hicieron borrosa la vista, a pesar de lo cual continuó—. Haría a un lado mi vida por un latido del corazón de ese niño, ¡y no comprendo que alguien cuestione mi amor! ¿Entiende eso?

El extraño sacó una tarjeta de su billetera y se la pasó a Kent sin mover los ojos. No pareció afectado por estas emociones.

—Eso es bueno, Kent.

Kent bajó la mirada a la tarjeta: «Jeremy Lawson, séptimo distrito policial», decía en un disco dorado. Levantó la mirada. Los lentes con marco metálico del agente descansaban cuidadosamente en la nariz sobre una sonrisa petulante.

—Solo estoy haciendo mi trabajo, comprenda. Bueno, si usted lo prefiere, puedo llevármelo y hacer esto formal. O usted puede contestar aquí unas pocas preguntas sin deshacerse de mí —expresó encogiéndose de hombros—. De cualquier modo.

—No, aquí está bien. Pero solo deje a mi hijo fuera de esto. Se necesita un verdadero enfermo mental para siquiera imaginarse que tuve algo que ver con su muerte —afirmó, temblando otra vez, y por un momento pensó en pararse y dejar allí al poli.

—Bueno, está bien, Kent. Y para ser sincero con usted, creo que sí amaba a su hijo.

El tipo no dijo nada más pero se quedó allí, sonriéndole a Kent, sin pestañear. Y entonces parpadeó, solo una vez. Como obturador de cámara, tomando una foto.

—Entonces no hay de qué hablar —expuso Kent—. Si usted ha hecho su tarea sabrá que en estos últimos meses ya he tenido suficiente. Así que si ya terminó, en realidad debo volver a mi trabajo.

—Bien, ahora, eso es justamente, Kent. Me parece que podría haber aquí más de lo que ven los ojos.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Kent ruborizándose.

—¿Ha hablado con alguien más acerca de esto?

—¿Hablado con alguien más acerca de qué?

El agente sonrió de manera cómplice y se lamió el índice. Volteó la página del libro y miró el contenido.

—Solo conteste la pregunta, Kent. ¿Ha hablado con alguien más? Un extraño, quizás.

Kent sintió que le temblaban las manos, y las quitó de la mesa.

—Mire. Usted está hablando aquí un lenguaje extraño. ¿Sabe lo que estoy diciendo? No tengo la más leve idea de lo que quiere decir con algo de esto. Usted viene aquí asediándome con relación a mi hijo, prácticamente acusándome de matarlo, ¿y quiere saber ahora si he hablado últimamente con algún extraño? ¿Qué diablos tiene esto que ver conmigo?

El poli muy bien no pudo ni siquiera haber oído la respuesta.

—Un vagabundo, digamos. ¿O un indigente en un callejón? ¿No habló con alguien así hace poco?

El hombre levantó la mirada del libro y lo miró, esa sonrisa de oreja a oreja aún dividiéndole la mandíbula. Kent entrecerró los ojos, preguntándose sinceramente si el Sr. Poli aquí no había sobrepasado el borde. Su propio temor de que ese extraño intercambio llevara a alguna parte importante se ablandó ligeramente. ¿Qué podría tener que ver un vagabundo con…?

Entonces el asunto le vino a la mente, y se puso tenso. El poli lo notó, porque al instante se le arqueó con curiosidad la ceja derecha.

—¿Sí?

¡El vagabundo en el callejón! ¡Habían hablado con el gusano del vagabundo!

¡Pero eso era imposible! ¡Esa había sido su mente jugando con imágenes!

—No —negó Kent—. No he hablado con ningún vagabundo.

Lo cual era bastante cierto. No se habla de veras en sueños. Además había visto al vagabundo en el callejón antes del sueño, ¿o no? El resumen de vida que el mendigo había hecho susurró a través de la mente de Kent. La vida es una porquerííííía… Pero en realidad tampoco había hablado con este vagabundo.

—¿Por qué no me pregunta si últimamente he tomado vino y comido queso con la esposa del presidente? También puedo contestarle eso.

—Creo que sí habló con un vagabundo en un callejón, Kent. Y creo que él pudo haberle dicho algunas cosas. Quiero saber qué le dijo. Eso es todo.

—Bien, usted se equivoca. ¿Qué? ¿Algún tonto afirmó que me dijo algunas cosas, y eso me hace sospechoso en el crimen del siglo? —reclamó Kent, casi atorado con esas últimas palabras.

¡Contrólate, amigo!

—¿El crimen del siglo? No dije nada acerca de un crimen, amigo mío.

—Fue una figura retórica. Lo importante es que usted busca a tientas hilos que sencillamente no existen. Me está fastidiando con preguntas acerca de acontecimientos que no tienen nada que ver conmigo. Perdí a mi esposa y a mi hijo en los últimos meses. Esto no me coloca automáticamente al principio de la lista de los más buscados, ¿estoy en lo cierto? Así que, a menos que tenga preguntas con verdadero sentido, usted debería irse.

La sonrisa del hombre desapareció. Volvió a pestañear. Por unos cuantos segundos el agente le sostuvo una pensativa mirada, como si la última descarga hubiera hecho el truco: haberle mostrado a Cabeza de Chorlito con quién se enfrentaba aquí de veras.

—Usted es brillante. Le reconozco eso. Pero sabemos más de lo que usted se da cuenta, Kent.

—No es posible —refutó Kent negando con la cabeza—. A menos que ustedes sepan más acerca de mí que yo mismo, lo cual es más bien absurdo, ¿correcto?

El hombre volvió a sonreír. Echó el asiento hacia atrás, preparándose para irse. Gracias a Dios.

Inclinó cortésmente la cabeza y ofreció a Kent un último bocado que masticar.

—Quiero que considere algo, Kent. Deseo que recuerde que finalmente se averiguará todo. Usted es de veras un hombre brillante, pero nosotros no somos tan lentos. Cuide su espalda. Tenga cuidado de quién recibe consejo.

Con eso, el agente se puso de pie y salió dando zancadas. Metió las manos en los bolsillos, giró en un estante a diez metros de distancia, y desapareció.

Kent se quedó allí por un buen rato, apaciguando el corazón, tratando de sacar sentido del intercambio. Las palabras del hombre lo fastidiaron como una garrapata enterrada, cavándole el cráneo. Una imagen del agente, sentado allí con su cabello lacio y brillante y su sonrisa engreída, le envolvió la mente.

Diez minutos después salió de la librería sin comprar los libros por los que había venido.