Novena semana
El amanecer había llegado a Denver con un destello rojizo en el oriente. Bill Madison lo supo porque había visto la salida del sol. De gris a rojo, a un sencillo celeste con un poco de smog encima para recordarle dónde vivía.
Helen lo había llamado la noche anterior para pedirle que fuera a verla en la mañana. Habían hablado un par de veces por teléfono desde la última reunión con ella, y cada vez las palabras de Helen le habían resonado en la mente por una hora o dos después del clic final del auricular. La perspectiva de volver a verla le había producido un nudo en el estómago, pero no uno malo, pensó. Más como el retortijón que se podría esperar exactamente antes del primer descenso violento en la montaña rusa.
—¿Y por qué exactamente me debo reunir contigo? —había preguntado él con naturalidad.
—Debemos hablar de algunas cosas —respondió ella—. Un poco de caminata, plática y oración. Trae sus zapatos deportivos. No te desilusionarás, pastor.
Él sabía eso. Aunque dudaba que fueran a caminar mucho. No con las rodillas lesionadas de ella.
A las seis de la mañana subió el porche de la casa de Helen, sintiéndose un poco ridículo en zapatos deportivos. Helen abrió la puerta al primer timbrazo, pasó a su lado, y se dirigió a la calle sin pronunciar palabra.
Bill cerró la puerta y salió tras ella.
—Espera, Helen. ¡Demonios! ¿Qué te pasa? —exclamó él riéndose.
Si no la hubiera conocido podría haber supuesto que ella se había convertido repentinamente en una niñita por la manera en que movía las piernas.
—Buenos días, Bill —saludó ella—. Caminemos por un minuto antes de que hablemos. Necesito calentamiento.
—Desde luego.
Eso es lo que él dijo. Desde luego. Como si este fuera solo un día más en una larga serie de jornadas en que se habían levantado siendo aún oscuro para encontrarse en una caminata al amanecer. Pero deseaba preguntarle a ella qué diablos creía estar haciendo. Caminar como una maratonista en un vestido hasta la rodilla y medias subidas hasta las pantorrillas parecía algo ridículo por asociación. Y él nunca la había visto dando zancadas tan firmes, y sin duda no sin una evidente cojera.
Bill rechazó el pensamiento de la mente y se fue tras Helen. Después de todo, él era el pastor de ella, y como la mujer decía, necesitaba pastoreo. Aunque en ese momento él era más seguidor que pastor. ¿Cómo se podía esperar que alimentara a la oveja si esta le llevaba tres metros de ventaja?
Se esforzó por alcanzarla. No había problema… muy pronto ella empezaría a debilitarse. Hasta entonces él le seguiría la corriente.
Caminaron tres cuadras en silencio antes de que Bill se diera cuenta que la Señorita Medias hasta las Rodillas no se iba a debilitar aquí. Si algo se estaba debilitando ahora mismo era el hecho de que a él se le estaban acabando las fuerzas. Demasiadas horas detrás del escritorio, y muy pocas en el gimnasio.
—¿Adónde estamos yendo, Helen? —inquirió.
—Ah, no lo sé. Solo estamos caminando. ¿Estás aún orando?
—No sabía que se suponía que estuviera orando.
—No estoy segura en cuanto a ti. Pero mientras lo hago, también podrías orar.
—Ajá —expresó él.
Los Reeboks de Helen ya no estaban tan brillantes y blancos como estuvieran la semana anterior. Es más, no era el mismo par porque estos estaban bien gastados y los otros habían estado casi nuevos. Los músculos de las pantorrillas de ella, que se resaltaban con cada paso, los ocultaba principalmente una delgada capa de gordura que se sacudía debajo de las medias, las cuales le rodeaban las piernas con franjas rojas exactamente debajo de las rodillas. Ella le recordaba a un jugador de básquetbol de los setenta… menos la altura, por supuesto.
Los brazos de Helen le colgaban a cada lado, oscilando fácilmente con cada zancada.
—¿Te has preguntado alguna vez por qué Dios usó una burra para hablar, Bill? ¿Te puedes imaginar a una burra hablando?
—Lo supongo. Es más bien extraño, ¿verdad?
—¿Y qué del gran pez que se tragó a Jonás? ¿Puedes imaginarte a un hombre viviendo dentro de un pez durante tres días? Es decir, olvídate de la historia, ¿te podrías imaginar que eso sucediera hoy?
—Um. Supongo —contestó él mirando la acera y analizando las grietas de expansión que aparecían debajo de ellos cada vez que daban algunos pasos—. ¿Tienes un motivo para preguntar eso?
—Solo estoy tratando de que establezcas con certeza tu tendencia, Bill. Tus verdaderas creencias. Porque muchos cristianos leen esas antiguas historias en la Biblia y fingen creerlas, pero cuando se les vienen encima, apenas pueden imaginarlas, mucho menos creer que sucedieron de veras. Y con seguridad niegan que tales hechos sucedan hoy día, ¿no crees?
Helen daba zancadas a un ritmo saludable, y él descubrió que debía esforzarse bastante para seguirle el paso. ¡Santo cielo! ¿Qué le había ocurrido a ella?
—Oh, no lo sé, Helen. Creo que las personas aceptan muy bien la capacidad de Dios de hacer que un gran pez se trague a Jonás, o de que una burra hable.
—Lo crees, ¿verdad que sí? ¿Así que lo puedes imaginar entonces?
—Claro.
—¿Cómo sería, Bill?
—¿Cómo sería qué?
—¿Cómo sería que un gran pez se tragara a un hombre adulto? No estamos hablando de masticarlo y tragarse los pedazos, sino de tragárselo entero; y que después ese hombre esté nadando algunos días en un estómago lleno de ácidos que echan vapor. ¿Puedes ver eso, Bill?
—No estoy seguro de haber imaginado los detalles alguna vez. Ni siquiera estoy seguro de que sea importante imaginar los detalles.
—¿No? ¿Qué pasa entonces cuando las personas empiezan a imaginar estos detalles? ¿Se les dice que los detalles no son importantes? Muy pronto tiran esas historias dentro de un enorme basurero mental etiquetado «Cosas que en realidad no suceden».
—¡Vamos, Helen! Simplemente no saltas de unos cuantos detalles sin importancia a descartar la fe. Hay elementos de nuestra herencia que aceptamos por fe. Esto no necesariamente disminuye nuestra fe en la capacidad de Dios de hacer lo que quiera… incluyendo abrir el vientre de un gran pez para un hombre.
—Y sin embargo te pusiste reacio cuando te hablé de mi visión sobre la muerte de Gloria. Esa fue una sencilla apertura de ojos, no alguna boca de ballena para un hombre.
—Y lo acepté, ¿no fue así?
—Sí. Sí, lo hiciste.
Ella soltó lo que dijo con una leve sonrisa, y él se asombró ante el intercambio. Helen siguió caminando, haciendo oscilar los brazos a un ritmo constante, tarareando ahora débilmente.
Jesús, amor de mi alma… el himno favorito de ella, evidentemente.
—¿Haces esto todos los días, Helen? —quiso saber él, sabiendo muy bien que no lo hacía; algo había cambiado aquí.
—¿Hacer qué?
—¿Caminar? No sabía que caminaras de esta manera.
—Bueno, empecé a hacerlo hace poco.
—¿Qué distancia caminas?
—No sé —respondió ella encogiendo los hombros—. ¿A qué velocidad crees que estamos caminando?
—¿Ahora mismo? Quizás cinco o seis kilómetros por hora.
—¿De veras? —exclamó ella, mirándolo sorprendida—. Bien entonces, ¿cuánto es cinco veces ocho?
—¿Cuánto es ocho?
—No. ¿Cuánto es cinco veces ocho?
—Cinco veces ocho es cuarenta.
—Entonces supongo que camino cuarenta kilómetros cada día —dedujo Helen y sonrió de forma satisfactoria.
Las palabras de la mujer parecían equivocadas, como aves perdidas chocando en un cristal de la mente de Bill, sin poder ingresar.
—No, eso es imposible. Tal vez dos kilómetros diarios. O tres.
—Ah, ¡cielos! Son más de dos o tres, lo sé con seguridad. Depende de lo rápido que yo esté caminando, supongo. Pero cinco veces ocho es cuarenta. Tienes razón.
Entonces Bill captó el cálculo de Helen.
—¿Caminas… caminas de veras… ocho horas? ¡Santo cielo! ¡Eso es imposible!
—Sí —asintió ella.
—¿Caminas ocho horas al día de este modo? —inquirió él parándose en seco, jadeando.
—No te quedes atrás, pastor —contestó ella sin mirar hacia atrás—. Seguramente mi modo de caminar es más fácil de aceptar que Jonás y su gran pez.
—¡Helen! —exclamó Bill, corriendo para alcanzarla—. Afloja el paso. Mira, aminora la marcha aquí por un momento. ¿Estás afirmando de verdad que caminas de esta forma durante ocho horas diarias? ¡Eso es más de treinta kilómetros al día! ¡Eso es imposible!
—¿Lo es? Sí, lo es, ¿no es cierto?
Él supo entonces que ella no se andaba con miramientos, y la cabeza le comenzó a zumbar.
—¿Cómo? ¿Cómo haces eso?
—No lo hago, Bill. Lo hace Dios.
—¿Me estás diciendo que de algún modo Dios te permite milagrosamente caminar treinta kilómetros al día en tus piernas?
—Espero que caminar en mis piernas —comentó ella volviéndose y arqueando una ceja—. Detestaría pedirte prestadas las tuyas por un día.
—Eso no es lo que quiero decir —cuestionó él, quien ahora no reía.
Bill volvió a mirar esas piernas, rebotando como una taza de gelatina con cada paso. Aparte de las medias, le parecieron bastante corrientes. Y Helen estaba afirmando que caminaba cuarenta kilómetros diarios con esas rodillas lesionadas que, a menos que la memoria se le hubiera echado a perder, la semana pasada cojeaban con solo caminar. ¿Y ahora esto?
—¿Dudas de mí?
—No, no estoy diciendo que dude de ti —contestó él sin saber lo que estaba diciendo.
Lo que Bill sabía era que cien voces le vociferaban en la mente. Las voces de ese basurero etiquetado «Cosas que en realidad no suceden», como lo había expresado Helen.
—¿Qué estás diciendo entonces?
—Estoy diciendo… ¿estás segura de caminar ocho horas completas?
—Camina conmigo. Lo veremos.
—No estoy seguro de poder caminar ocho horas.
—Bien, entonces.
—¿Estás segura que no haces pausas…?
Ella paró entonces, exactamente en la acera frente a la tienda de lácteos Freddie’s en la esquina de Kipling y la Sexta.
—Está bien, mira, señor —desafió ella parándose en seco y poniéndose ambas manos en la cadera—. ¡Eres el hombre de Dios aquí! Tu trabajo es guiarme a él, no alejarme de él. Ahora, perdóname si me equivoco, pero estás empezando a parecer como si ya no estuvieras seguro. Estoy caminando, ¿no es así? Y lo he estado haciendo por más de una semana… ocho horas al día, a cinco kilómetros por hora. Si no te gusta, puedes seguir adelante y volverte a poner tus tapaojos. Solo asegúrate de mirar al frente cuando me veas venir.
Bill dejó caer la mandíbula ante el arrebato. El calor se le subió al cuello quemándolo detrás de las orejas. Era en momentos como este que debería estar preparado con una respuesta lógica. El problema era que esto no tenía nada que ver con lógica sino con imposibilidades, y él estaba mirando una exactamente ante él. Lo cual la convertía en una posibilidad. Pero en realidad, él ya sabía eso. El yo exterior de él estaba haciendo un berrinche, eso era todo.
—Helen…
—Bueno, al principio yo también tuve algunas dificultades con esto, por tanto estoy dispuesta a concederte un poco de duda. Pero cuando te doy hechos simples, como camino ocho horas diarias, no necesito que me analices como si estuviera chiflada.
—Lo siento, Helen. Estoy apenado, de veras. Y por si te sirve, te creo. Solo que esta clase de cosas no suceden todos los días.
Inmediatamente él se preguntó si creía lo que la mujer decía. Sencillamente no se cree en alguna anciana que afirma haber hallado kriptonita y descubierto que Supermán tenía razón desde el primer momento… ¡vaya! Por otra parte, esta no era simplemente una anciana.
Ella lo analizó como por cinco segundos sin pronunciar una sola palabra. Luego lanzó una exclamación de desdén y se marchó tranquilamente.
Bill caminó a su lado en silencio por un minuto completo, incómodo. Cien preguntas se le cruzaron en la mente, pero lo pensó mejor para dejar que las cosas se calmaran. A menos que él hubiera dejado escapar algo aquí, Helen estaba afirmando que Dios la había fortalecido con alguna clase de fuerza sobrenatural que le permitía caminar como alguien de veinte años de edad. Alguien fuerte de veinte años, además. Y ella no solamente lo afirmaba, se lo estaba demostrando. Ella había insistido en que él viniera y lo viera por sí mismo. Bueno, lo estaba viendo allí mismo.
Helen daba zancadas al lado de él, paso a paso, sacando orgullosamente cada pie igual que Moisés al atravesar el desierto con la vara en la mano.
Él le miró el rostro y vio moviéndosele los labios. Ella estaba orando. Caminata de oración. Como esos equipos misioneros que iban al extranjero solo para caminar alrededor de una nación y orar. A destruir fortalezas espirituales. Solo que en el caso de Helen era Kent quien presumiblemente se beneficiaba.
Esto estaba sucediendo. ¡Estaba sucediendo de veras! Sin importar lo que él alguna vez en su vida hubiera oído, mucho menos visto, esto estaba ocurriendo exactamente ante sus ojos. Como cien historias bíblicas, pero vívidas, en vivo, en directo, y aquí mismo.
De pronto Bill se detuvo en la acera, consciente de que la mandíbula le colgaba abierta. La cerró y tragó saliva.
Helen siguió caminando, tal vez ni siquiera consciente de que él se había detenido. Las zancadas de ella no mostraban la más mínima insinuación de agotamiento. Era como si sus piernas estuvieran haciendo lo suyo debajo de la mujer sin que ella supiera completamente por qué o cómo funcionaban. Sencillamente lo hacían. La preocupación de la dama era orar por Kent, no entender la física de las imposibilidades. Ella era un milagro andante. Literalmente.
De pronto él sintió la duda como un sentimiento ridículo. ¿Cómo podía dudar de lo que estaba viendo?
Bill volvió a salir tras Helen, ahora con el corazón henchido de emoción. Dios mío, ¿cuántos hombres habían visto algo como esto? ¿Y por qué era tan difícil de aceptar? ¿Por qué estaba tan equivocado? Él era un pastor, por amor de Dios. Ella tenía razón. El trabajo de él era iluminar la verdad, no dudar de ella.
Él imaginó las bancas llenas de sonrientes miembros de la iglesia. Y hoy, hermanos y hermanas, queremos que recuerden a la hermana Helen, quien está marchando alrededor de Jericó.
Los huesos de Bill parecieron estremecerse. Saltó una vez para corresponder a la zancada de Helen, y ella lo miró con una ceja arqueada.
—¿Sencillamente oras mientras caminas? —indagó, y de inmediato alargó las manos en un gesto defensivo—. No estoy dudando. Solo estoy preguntando.
—Sí, oro —respondió ella sonriendo y conteniendo la risa al mismo tiempo—. Camino y oro.
—¿Por Kent?
—Por este loco duelo sobre el alma de Kent. Aún no conozco todos los porqués y los cómos. Solo sé que Kent está huyendo de Dios, y que yo estoy caminando detrás de él, respirándole en la nuca con mis oraciones. Es simbólico, creo. Pero a veces ni siquiera estoy segura de eso. Andar por fe, no por vista. Andar en el Espíritu. Los que confían en el SEÑOR renovarán sus fuerzas; volarán como las águilas: correrán y no se fatigarán, caminarán y no se cansarán. No era literal entonces, pero ahora lo es. Al menos en mi caso.
—Lo cual sugiere que todo el asunto acerca de Kent también es real, porque ahora no solo son visiones y cosas en la cabeza sino esta caminata —comentó Bill—. ¿Sabes lo extraño que es esto?
—No estoy segura de que sea tan extraño. Solo creo que yo soy extraña… tú te dices eso en tu fuero interno. Quizás se necesite ser un poco extraño para que Dios obre del modo en que desea obrar. Y para tu información, yo sabía que esto era real antes de este asunto de caminar. Me apena oír que creyeras que mis visiones fueran delirios.
—Bueno, vamos, Helen. ¿Dije eso? —reclamó él frunciendo el ceño y girando hacia el costado de modo que ella pudiera verle la expresión.
—No necesitaste hacerlo —aseguró ella apretando la mandíbula y continuando las zancadas.
—¿Puedo tocarlas? —inquirió él.
—¿Tocar qué? —exclamó ella, arrugando la frente—. ¿Mis piernas? No, ¡no puedes tocarme las piernas! ¡Santo cielo, Bill!
—¡No quiero decir tocar de tocarlas! ¡Por Dios! —exclamó él mientras seguía caminando, ligeramente avergonzado—. Están calientes o algo así. Es decir, ¿puedes sentir algo diferente en ellas?
—Zumban.
—Zumban, ¿eh? —expuso él mirándolas otra vez, y preguntándose cómo alteraba Dios la física para permitir algo como esto. Deberían traer a algunos científicos aquí para demostrar ciertas cosas. Pero él sabía que ella nunca lo permitiría.
—¿Qué quieres decir con duelo? Manifestaste que esto se trataba de un duelo por el alma de Kent. Eso no se saca exactamente de libros clásicos.
—Claro que sí. Los libros podrían usar palabras distintas, pero en resumidas cuentas es lo mismo. Se trata de guerra, Bill. No luchamos contra carne y sangre sino contra principados y poderes. Nos batimos en duelo. ¿Y qué premio mayor que el alma de un hombre? —inquirió ella, y miró al frente de modo discreto—. Todo está allí. Busca el asunto en los libros.
—Lo haré. Solo por ti, Helen —respondió él con una risita y moviendo la cabeza de lado a lado—. Alguien ha tenido que venir a asegurarse que no andas mal de la cabeza.
—¿Así que esa es tu idea de pastorear? —reclamó ella, los ojos le brillaron por sobre una sonrisa.
—Te lo buscaste. Como afirmaste, es mi don. Y si Dios puede transformarte las piernas en andadores biónicos, lo menos que puede hacer por mí es concederme un poco de sabiduría. Para ayudarle a caminar.
—Correcto. Solo asegúrate de que la sabiduría no venga de ti, pastor.
—Lo intentaré. ¡Esto es sencillamente extraordinario!
—Deberías regresar ahora, Bill —decidió Helen siguiendo adelante a zancadas por la acera, bajando por Kipling—. Debo orar un poco. Además, no queremos que te quedes varado aquí, ahora, ¿verdad?
—¿No debería caminar y orar contigo?
—¿Te ha pedido Dios que camines y ores conmigo?
—No.
—Entonces anda y sé un pastor.
—Está bien, está bien, lo haré —aceptó Bill.
Se volvió, sintiendo que debía decir algo brillante… algo conmemorativo. Pero no le llegó nada a la mente, así que solo giró y volvió sobre sus pasos.
Dicen que una doble personalidad se desarrolla durante años de conducta disociada. Como una vía férrea que se topa con largas y peligrosas raíces que tiran de ella de manera lenta pero inevitable y la separan en dos rieles erráticos. Pero el desarrollo de la doble vida de Kent no era algo tan gradual. Era más como dos locomotoras moviéndose rápida y estruendosamente en direcciones opuestas, con una cuerda atada a la cola de cada una. La mente de Kent estaba estirada allí en esa cuerda altamente tensionada.
La imagen que Kent presentaba en el banco le devolvía la apariencia de normalidad. Pero durante sus propias horas, lejos de los títeres en el trabajo, él se metía en una nueva piel. Se volvía alguien totalmente nuevo.
Los sueños se le ensartaban en la mente cada noche, susurrándole historias de brillantez, como alguna clase de yo alterado que había hecho esto mil veces y que ahora asesoraba al niño prodigio. ¿Y el cuerpo, Kent? Los cuerpos son evidencia. Eres consciente que descubrirán la causa de la muerte una vez examinado ese cuerpo. Y necesitas el cuerpo no puedes hundirte simplemente en el fondo de un lago como sucede en películas idiotas. Y tú no eres idiota, Kent.
Kent escuchaba los sueños, con ojos bien abiertos y dormido profundamente.
Ingería constantemente ibuprofeno para el dolor que le había aparecido en la nuca. Y comenzó a acostarse con sorbitos ocasionales de licor antes de dormir. Solo que después del tercer día ya no eran tan ocasionales. Todas las noches. Y no solo sorbitos. Eran tragos de tequila. Su gusto por el líquido que casi lo había matado en la universidad regresó como una droga calmante. No lo suficiente para hacerlo entrar a la inconsciencia, desde luego. Solo suficiente para calmarle los irregulares bordes.
Cuando no estaba trabajando, Kent estudiaba cuidadosamente o pensaba. Pensaba mucho. Meditaba en los mismos detalles en su mente centenares de veces. Cavilando en toda perspectiva posible e investigando cualquier ambigüedad que no hubiera considerado.
El Discovery Channel tenía un programa diario llamado Ciencia forense. Una biblioteca del centro de la ciudad se había dignado catalogar cincuenta episodios consecutivos. Se trataba de un programa que detallaba casos reales en que lenta pero metódicamente el FBI descubría criminales, usando las últimas tecnologías en medicina forense. Huellas digitales, huellas de botas, muestras de cabello, registros telefónicos, perfume, todo lo habido y por haber. Si alguien había estado en un cuarto, los expertos del FBI casi siempre podían encontrar rastros.
Casi siempre. Kent veía los programas sin pestañar, con su mente analítica rastreando todos los puntos débiles. Y luego reconsideraba los más mínimos detalles de su plan.
Por ejemplo, ya había decidido que debía ejecutar el robo en el banco, dentro del edificio. Lo cual significaba que debería llegar al banco. Pregunta: ¿Cómo? No podía hacer que un taxi lo llevara. Los taxis llevaban registros, y toda salida de la rutina podría ocasionar un levantamiento de cejas. Tendría que mantener bajas esas cejas. Así que debería conducir su auto, desde luego, del modo en que siempre llegaba al banco. Sí, posiblemente. Por otra parte, los autos representaban evidencia física. Dejaban huellas. Los podrían ver transeúntes o vagabundos, como el que Kent había visto en el callejón. Además, ¿importaba? ¿Qué haría él después con el auto? ¿Huir? No, él definitivamente no podría ir en el auto. Los autos podían ser rastreados. ¿Incendiarlo? Bueno, esa era una idea. Él podía dejar en la cajuela un contenedor de cinco galones de gasolina, como si fuera para la segadora en casa, e instalar un cable para detonar el combustible. ¡Bum! Eso era ridículo, por supuesto. Hasta un policía común sospecharía del incendio de un auto. Quizás lanzarlo por un precipicio con el tanque lleno. Verlo arder en llamas sobre las rocas. Desde luego, los autos casi nunca explotan en el impacto.
Además, ¿por qué librarse del auto?
El detalle del auto consumía horas de pensamientos vagos con los días. Y era el menor de sus desafíos. Pero las soluciones se le presentaban lentamente, hora a hora. Y cuando lo hacían, cuando las probaba en la mente y les quitaba las ambigüedades, Kent encontraba algo que nunca habría sospechado en tales hallazgos. Descubría júbilo. Euforia que le estremecía los huesos. La clase de sensación que hace apretar los puños y rechinar los dientes para tratar de no explotar. Bombearía el aire con el brazo derecho, del modo que había hecho no mucho tiempo atrás, con Gloria y Spencer riendo tontamente al ver el entusiasmo de Kent por la conclusión del SAPF.
Sin excepción, estas ocasiones merecían un trago de tequila.
Raramente se detenía a considerar la locura de su plan, con el cual se había obsesionado. Todo el asunto, robar tan enorme cantidad de dinero y luego desaparecer, para comenzar de nuevo, estaba ligado a la insensatez. ¿Quién había hecho algo así? En una fila de cien mil niños, lo más probable era que quien un día intentara tal hazaña no sería él sino aquel cuya madre se hubiera inyectado heroína estando embarazada.
O el hombre que había perdido su esposa, su hijo y su fortuna en el lapso de un mes.
No, se trataba de más, pensó. De su brutal sed por lo que se le debía. Por una vida. Por venganza. Pero por más que esas cosas. Como una simple realidad, ya no había nada más que tuviera algún sentido. La alternativa de recorrer la senda de una nueva carrera por su cuenta le caía como plomo en el estómago. Al final era este pensamiento lo que lo obligaba a devolver el último trago de tequila y rechazar cualquier reserva.
Por sobre todo, Kent mantenía una sonrisa plástica y administrativa en el banco, haciendo caso omiso a los nudos de ansiedad que le revolvían el estómago y la expectativa que se le desbordaba en el pecho. Por suerte, nunca había sido de los que sudaban mucho. Alguien sudando de nervios en el actual estado de Kent pasaría los días goteando en la alfombra y cambiándose camisas idénticas cada media hora en un intento vano por parecer tranquilo y casual.
Helen, su religiosa suegra chiflada, en su eterna sabiduría se había dignado dejarlo tranquilo esas dos primeras semanas. Lo cual era en sí un pequeño milagro. El Dios de Helen había realizado su primer milagro. Una vez lo había llamado, preguntándole si podía prestarle algunos de los viejos zapatos tenis de Gloria. Parecía que le había dado por ejercitarse y no veía la necesidad de comprar un par nuevo de Reeboks por sesenta dólares cuando los de Gloria se enmohecían en el clóset. Kent no tenía idea para qué querría Helen todos los cuatro pares. Él solo lanzó un resoplido de aprobación y le dijo que pasara al día siguiente. Estarían en el porche delantero. Cuando él regresó del trabajo ya no estaban allí los zapatos.
Feliz caminata, Helen. Y si no te importa, te podrías lanzar por un precipicio.
Kent halló la manera de superar la duda alrededor de Lacy Cartwright un jueves por la noche, quince días después de su extraña reunión, casi tres semanas después de su decisión de robar el banco.
Vino a medianoche durante uno de esos momentos jubilosos exactamente luego de que le saltara a la mente como un relámpago una clave para todo el robo. Pensó en Lacy, tal vez porque la solución que prendió el fuego en el horizonte de su mente llevó su enfoque hacia el futuro. Pos-robo. Su nueva vida. No que Lacy calzara en alguna nueva vida, cielos no. Sin embargo, una vez que se le presentó la imagen de ella, no se la pudo quitar de encima.
Marcó el número de ella con mano temblorosa y se reclinó.
Lacy contestó al quinto timbrazo, justo cuando él se estaba retirando el auricular del oído.
—¿Aló?
—¿Lacy?
—¿Quién es? —averiguó ella, quien no parecía feliz de que un extraño la llamara a medianoche.
—Kent. Lo siento. ¿Es demasiado tarde?
—¿Kent? —exclamó ella, suavizando la voz de inmediato—. No. Me estaba acostando. ¿Estás bien?
—Estoy bien. Solo pensé… solo necesitaba a alguien con quién hablar —titubeó él, hizo una pausa pero ella permaneció en silencio.
—Escúchame. Parece ridículo, lo sé…
—Relájate, Kent. He pasado por lo mismo, ¿recuerdas? No estás más bien de lo que yo soy un puercoespín.
Él se inclinó contra los cojines del sofá y sostuvo el teléfono inalámbrico en el cuello.
—En realidad, las cosas están bien. Sorprendentemente bien. No tengo a nadie en el mundo con quién hablar, pero aparte de ese detalle más bien insignificante, diría que me estoy recuperando.
—Um. ¿Cuánto tiempo ha pasado? —quiso saber ella, la voz se oyó dulce y suave en el auricular.
—Un par de meses.
¿Le había hablado a ella de Spencer? De pronto se le formó un nudo en la garganta en vez de fuertes latidos del corazón.
—Hace cuatro semanas mi hijo resultó muerto en un accidente en que el asesino se dio a la fuga —confesó él, tragando saliva.
—¡Cielos, Kent! Lo siento muchísimo. ¡Eso es terrible! —exclamó ella con voz estremecida por el impacto, y Kent parpadeó ante eso.
Ella tenía razón. Eso era terrible; paralizaba la mente, en realidad. Y él ya se estaba olvidando por completo de la tragedia. Muy rápidamente. ¿En qué lo convertía eso? ¿En un monstruo?
—¿Cuántos años tenía tu hijo?
—Diez.
Quizás llamarla no había sido buena idea. Ella estaba volviendo a poner las cosas en un claro enfoque.
—Kent, lo… lo siento.
—Sí —contestó él con voz temblorosa, ahogada por la emoción.
Dos pensamientos se le escabulleron a Kent en la mente. El primero fue que esta emoción era redentora: después de todo a él le importaba; él no era un monstruo. El segundo fue que la emoción era en realidad más autocompasión que tristeza por la pérdida, lamentando la idea de que él era en verdad un monstruo.
—No sé qué decir, Kent. Yo… creo saber cómo te sientes. ¿Has visto a algún consejero?
—¿Un terapeuta? No. Pero tengo una suegra, si eso cuenta.
Eso produjo risa nerviosa en su amiga.
—¿Y un pastor? —inquirió.
—¿Consejo religioso? Hubo mucho de eso en el funeral, créeme. Suficiente para unos cuantos cientos de años, yo diría —exageró él, y se preguntó: ¿y si ella fuera religiosa?—. Pero no, en realidad no.
El teléfono reposó en silencio contra la mejilla de Kent.
—Sea como sea —continuó él—. Quizás podríamos hablar en algún momento.
—Estamos hablando ahora, Kent.
El comentario lo agarró desprevenido.
—Sí. Estamos hablando.
Kent se sintió fuera de control. Ella era más fuerte de lo que él recordaba. Tal vez el comentario acerca del consejo religioso no había venido al caso.
—Pero podemos hablar más siempre que estés dispuesto. Bueno, yo no podría rechazar a un viejo amigo necesitado, ¿no es verdad? —opinó ella, y la voz volvió a suavizarse—. De veras, llámame siempre que desees hablar. Conozco el valor de decir las cosas.
—Gracias, Lacy —replicó él después de esperar un momento—. Creo que me gustaría eso.
Hablaron por media hora más, principalmente de cosas sin importancia… poniéndose al día. Cuando Kent colgó, supo que volvería a llamar. Quizás al día siguiente. Ella tenía razón: Hablar era importante, y él tenía algunas cosas de las que deseaba hablar.