Octava semana
Helen se sobresaltó y se dio la vuelta, y aun durante el sueño podía sentir los ojos agitándosele detrás de los párpados cerrados. En la cabeza le resonaban pasos pesados, como de un corredor que había tomado un camino equivocado y terminara corriendo por un túnel. Un túnel llamado la vida de Kent.
Los pasos eran pesados —tas, tas, tas— y sin pausa. Agitada respiración seguía a los pasos. El corredor avanzaba deliberadamente en contra del sombrío aire viciado. Quizás de manera muy deliberada, como si la persona estuviera tratando de creer que respirar fuera solo inundar los pulmones con aire, cuando en realidad también tenía que ver con combatir el pánico; porque esa clase de sonidos regulares hace eso: combatir la incertidumbre con su ritmo. Pero este corredor parecía estar perdiendo esa batalla con la incertidumbre. Las respiraciones deliberadas sonaban un poco irregulares en los bordes.
Los pesados pasos venían frecuentemente a la mente de Helen en la última semana, y eso la molestaba porque ella sabía que significaban algo. Solo que no había logrado descifrar el mensaje. Al menos no del todo.
Helen sabía que se trataba de los pasos de Kent. Que él estaba huyendo. Huía de Dios. El fugitivo. Una vez ella había oído hablar de una película llamada así. El fugitivo. Una especie de gladiador huyendo para salvar la vida en medio de un programa de concurso.
Al pastor Madison no le gustó que ella llamara juego a esto, pero aquí en su mente ella podía llamarlo como quisiera. Y lo sentía como un serio programa de concurso. Estaba en juego la muerte; el premio era la vida. Pero en una clase de camino cósmico, ese premio no era muy distinto a ganarse una refrigeradora Kenmore con dispensador de hielo, o un Mustang '64 convertible, ¿verdad?
Ella respiró hondo e intentó volverse a enfocar en sus pensamientos. Ilumínate, Helen. Por Dios, te estás metiendo a la parte honda. Aquí no estamos jugando La Rueda de la Fortuna.
La mente le volvió otra vez a la mazmorra y al sonido de esos pasos pesados. ¿Cuánto tiempo podía alguien correr de ese modo? Otro sonido rebotó en la oscuridad, el de fuertes latidos. Un corazón palpitando con fuerza junto con la respiración pesada y los pesados pasos. Lo cual tenía sentido, porque seguramente el corazón de Helen le palpitaría con fuerza si fuera ella la que corriera así.
Ella se imaginó corriendo de ese modo.
El pensamiento le llegó como un golpe fuerte al plexo solar.
Contuvo el aliento.
Ahora había solo dos sonidos en el túnel: los pesados pasos: tas, tas, tas; y los latidos del corazón: pum, pum, pum. La respiración se había detenido.
Helen se revolvió en la cama, súbitamente consciente, mientras un solo pensamiento le susurraba ahora en la cabeza: ¡Esa respiración se detuvo cuando dejaste de respirar, hermana! ¡Esa allí eres tú!
Se llevó las manos al pecho. El corazón le palpitó al mismo ritmo que había oído en el sueño. En el túnel. Lo único que faltaba eran los pasos pesados. Y por extrañas que se estuvieran poniendo las cosas, ella tenía la certeza de no haber estado corriendo de arriba abajo por el pasillo en su sueño.
Helen supo entonces la razón de todo, sentada en la cama sintió que el corazón le latía con fuerza debajo de las palmas. Si ella no estaba de veras en el juego, debía estarlo. Sus pies debían andar pesadamente a lo largo del suelo de ese túnel. Esta insensata urgencia de caminar no era solo algo senil; era el jalón de Dios en su espíritu. Camina, hija, camina. Quizás incluso corre. Pero al menos camina.
Podría tratarse de Kent corriendo para salvar la vida, pero ella también estaba allí, ¡respirándole en el cuello! Orando por él. Ella también estaba en el juego. Y su parte era de intercesora. Así era.
Helen se quitó las cobijas y se paró al lado de la cama. Eran las cinco de la mañana. Debía salir a caminar, tal vez. La idea la paralizó por un momento; no era corredora, por amor de Dios. ¡El médico había querido instalarle nuevas rodillas en las piernas hacía menos de un año! ¿Qué diantres creía ella que debía hacer ahora? ¿Cojear de arriba abajo por la entrada hasta que los vecinos llamaran a la policía motivados por la lunática que veían a través de las ventanas? Una cosa era andar de un lado al otro en zapatos deportivos sobre su afelpada alfombra. Otra totalmente distinta era hacer un viaje de oración por las calles como algún profeta.
Y más importante, ¿por qué en la verde tierra de Dios querría él que ella caminara? ¿Qué tenía que ver caminar con esta locura? Sin duda el Señor no necesitaba la caminata de esta vieja para mover la mano.
Pero él tampoco había necesitado que el viejo Josué y sus seguidores anduvieran alrededor de Jericó para derribar el muro, ¿verdad? Y sin embargo había exigido eso. Esto no era muy distinto.
Bueno, sí, esto era diferente. ¡Era distinto porque esto ocurría ahora y aquello sucedió entonces, y porque esto era con ella y eso fue con Josué!
Helen se quejó y se dirigió al baño. Estaba levantada. También podría vestirse. Y allí había otra razón de por qué esto era diferente. ¡Era distinto porque se trataba de una locura! ¿Qué diría el pastor Madison? ¡Dios mío!
Ella se detuvo a media zancada, en mitad del camino hacia el baño. Sí, pero ¿qué diría Dios? ¿Era Dios ese allá atrás hablándote, diciéndote que caminaras?
Sí.
Camina entonces.
Sí.
Entonces el asunto estaba resuelto, en ese momento.
Veinte minutos después Helen salió de su casa usando sus Reeboks blancos y sus medias de basquetbolista a media pantorrilla bajo un vestido verde con girasoles amarillos esparcidos en un patrón que tal vez solo el diseñador original podría identificar.
—Oh, que Dios tenga misericordia de mi alma —musitó y salió del descansillo hacia la acera.
Comenzó a caminar por la calle sin ningún destino en mente. Solo caminaría y vería.
Y oraría.
Kent dejó pasar las horas esas primeras dos semanas con toda la constancia de un yo-yo. Un momento consumido con la audacia de su conspiración cada vez más clara, el siguiente parpadeando con recuerdos de Spencer o Gloria. Decir que él estaba inseguro habría explicado claramente lo que pasaba.
Las ideas llegaban como malezas, brotándole en la mente como si algún malvado científico las hubiera regado con una fórmula de crecimiento acelerado. Ni siquiera se le vino a la mente sino hasta el final de la primera semana que las vueltas y los desvíos no se detenían al quedarse dormido. Es más, sus mejores ideas parecían serpentearle entonces en la mente, cuando se lanzaba a un irregular sueño. Mientras dormía.
Así como el vagabundo había exhibido la lengua y le había dicho a Kent lo que creía de la situación, otras voces parecían sugerir otras opciones. Él no lograba recordar las palabras exactas ni el contexto general de las sugerencias, pero parecía despertar cada día con ansias de explorar una idea vaga. Y a pesar de por qué su mente parecía estar a favor de la noche, Kent no se quejaba. Eran cosas de genios, pensó.
De vez en cuando lo fastidiaba el encontronazo con Lacy, pero las posibilidades crecientes de su nueva vida eclipsaban el extraño tropiezo. Varias veces sacó la tarjeta, con la intención de llamar. Pero veía confusa la situación una vez que intentaba aclarar sus motivos para contactarla. Ah, hola, Lacy. ¿Qué te parece una bonita cena romántica esta noche? ¿Te conté que mi esposa y mi hijo acaban de morir? Porque eso es importante. Soy un tipo libre, Lacy. ¡Tonterías! Él no estaba de humor para una relación.
Por otra parte, ansiaba amistad. Y amistad era relación, así que en ese sentido se desesperaba cada vez más y más por una relación. Quizás incluso alguien a quien contarle… Alguien con quién hablar de este creciente secreto. Pero sería una locura. El secreto era aquí su amigo.
La vida en la oficina comenzó a acarrear su propio ritmo, no muy diferente de aquel por el que una vez Kent anduviera en los días antes de que el mundo se pusiera patas arriba. Y las noches. Fue la rutina nocturna lo que él comenzó a añadir metódicamente a su régimen de trabajo. Necesitaba que sus compañeros se volvieran a acostumbrar a ver a Kent en la oficina hasta altas horas de la noche. Todo el plan dependía de ello.
Era imposible abrir o cerrar el edificio sin emitir una señal que notificara el hecho a la compañía de alarmas. Las anotaciones se enviaban cada mañana a los monitores de los gerentes de sucursal. Por tanto, Kent se encargaba de entrar y salir por la puerta trasera, creando un registro invariable de sus hábitos de trabajo, para luego reportar con espontaneidad a Borst el progreso que había tenido la noche anterior.
Lo que ellos no podían saber era que la depuración que conseguía durante esas altas horas de la noche mientras ellos dormían le llevaba solo una fracción del tiempo indicado. Kent creaba en una hora más códigos definidos de los que cualquiera de los demás lograba producir en un día. No solo tenía el doble de materia gris que cualquiera de ellos, sino que estaba trabajando en su propio código.
No su propio código como en el SAPF, sino su propio programa como en perfeccionar el ROOSTER y la manera en que el ROOSTER iba a causar su estrago en el mundo.
Cliff realizaba cada día su habitual fisgoneo, pero Kent hizo lo mejor que pudo para minimizar la interacción entre ellos. Lo cual simplemente significaba saber en todo momento en qué estaba trabajando el chiflado esquiador y en estar al tanto de sus rutinas.
—Pareces de veras haberte adaptado muy bien después de sufrir esas pérdidas —afirmó Cliff al concluir la primera semana del regreso de Kent.
—Negación —contestó Kent después de meditar en una explicación plausible, y se alejó—. Eso es lo que dicen, de algún modo.
—¿Quién dice eso?
Él no había ido donde un psiquiatra.
—El pastor —mintió Kent.
—¡Estás bromeando! No tenía idea que fueras a la iglesia. ¡Yo también asisto!
Kent se arrepintió al instante de su mentira.
—¿Durante cuánto tiempo has sido cristiano?
—Bueno, en realidad no estoy muy bien acoplado.
—Claro, puedo entender eso. Dicen que 80% de asistentes a iglesias solo asisten a reuniones de domingo. Oí decir que tu esposa era una firme creyente.
—¿De veras? —inquirió Kent levantando la mirada—. ¿Y quién te dijo eso?
—Sencillamente lo escuché en alguna parte.
—¿En alguna parte como dónde? No sabía que eso fuera aquí de conocimiento público.
—Bueno, en realidad de Helen —contestó Cliff encogiendo los hombros con incomodidad.
—¿Helen? ¿Te ha estado hablando mi suegra?
—No. Tranquilo, Kent. Hablamos una vez cuando ella llamó.
—¿Y ocurrió sencillamente que hablaste de mí y de mi esposa? Bueno, en realidad ese es un gran detalle de tu parte… «Pobre Kent, chismeemos acerca de su fe, ¿de acuerdo? O deberíamos decir, de su falta de fe».
—Somos cristianos, Kent. Algunas cosas no son tan sagradas como otras. No te preocupes, eso no saldrá de mí.
Kent se alejó, enojado sin saber exactamente por qué. Helen tenía sus derechos. Después de todo Gloria era su hija. Entonces él comenzó a evitar a Cliff al concluir la primera semana de su regreso. Aunque alejarse del sonriente come-piña era más fácil decirlo que hacerlo.
Borst tardó más de dos semanas en aceptar la actitud reformada de Kent. Pero una dosis diaria de relajantes adulaciones administradas por Kent engrasaba con bastante facilidad las ruedas mentales del individuo. Kent debía contener el aliento mientras adulaba, pero hasta eso se volvió más fácil con el paso de los días.
Borst le preguntó una vez por la agenda después que Kent le solucionara un problema que el jefe mismo había tratado de solucionar sin éxito. Kent había tardado exactamente veintinueve minutos la noche anterior en localizar el extraviado modificador responsable.
—Lo encontraste, ¿eh? Hice bien en pasártelo, Anthony. No hay duda de que puedes hacer arrancar esto —comentó, y levantó la grasienta cabeza—. Parece que últimamente trabajas mejor en la noche, ¿no es así?
Un destello zumbó en la mente candente de Kent. El corazón se le estremeció en el pecho, y esperó desesperadamente que Borst no captara nada de esta reacción.
—Siempre he trabajado mejor en la noche, Markus —expresó Kent; había descubierto que a Borst le gustaba que sus amigos lo llamaran Markus; luego bajó la mirada—. Pero desde las muertes no me dan ganas de estar solo durante la noche sin nada que hacer, ¿sabe?
—Sí, claro que sí. Entiendo —ratificó Borst, y a continuación agitó las páginas en el aire—. Hiciste esto anoche, ¿eh?
Kent asintió con la cabeza.
—¿A qué hora saliste de aquí?
—Volví a, oh, quizás a las ocho más o menos, y salí a medianoche.
—¿Cuatro horas? —preguntó Borst, y sonrió—. Como dije, eres bueno. Si sigues trabajando así los demás nos quedaremos sin nada que hacer. Buen trabajo.
Al decir esto último soltó una risita tonta y luego guiñó, y Kent se tragó las ganas de sacarle el ojo.
—Gracias, señor —respondió en vez de eso.
El señor produjo un destello de satisfacción en las fosas nasales de Borst, y Kent salió, decidido a usar la expresión con más frecuencia.
A los pocos días reanudó la amistad con Will Thompson. Igual que antes, la cháchara entre ellos no conducía a nada fundamental, lo cual estaba bien para Kent.
—Apenas logro creer que hayas vuelto después de lo que te hicieron pasar —comentó Will cuando iban a almorzar al tercer día.
Sacar tiempo para almorzar era muy desagradable para el estómago de Kent, pero tenía el objetivo de parecer tan común y corriente como fuera posible, y un almuerzo ocasional encajaba bien en el perfil.
—¿Sabes? Si Spencer no hubiera muerto, creo que no estaría aquí. Pero todo cambia cuando pierdes a los seres que más amas, Will. Tus perspectivas cambian. Ahora lo único que necesito es trabajar, eso es todo —explicó Kent, y miró al otro lado de la calle a la Cocina Italiana de Antonio—. ¿Quién sabe? Tal vez me mude una vez que las cosas se hayan calmado. Pero ahora necesito estabilidad.
—Tiene sentido —asintió Will.
Lo captaste, Will. De veras que tiene sentido. Todo tiene que tener sentido. Recuerda eso cuando te pregunten por mí.
Betty Smythe se volvió a convertir en parte del mobiliario de oficina, relamiéndose los labios en la recepción, encargándose de todas las llamadas importantes de Borst, y examinando constantemente su pequeño mundo con los ojos brotados de un halcón. Esto tenía sin cuidado a Kent, quien simplemente cerraba la puerta. Pero cuando se le daba cuerda, la boca de la mujer podría ser sin duda la más activa y agitada. Él deseaba favorecerse del cotorreo con ella sin lanzar sospechas en el camino. Así que comenzó la desagradable tarea de abrirse paso hacia el rincón de la secretaria.
Un ramo de rosas, para tener el apoyo de Betty, le hizo empezar con pie derecho. El hecho de que ella no hubiera levantado un solo dedo para apoyarlo no pareció atenuarle el agrado por el gesto de Kent. Además, a juzgar por la cantidad de acrílico que le colgaba en el extremo de los dedos, no sería cosa fácil levantarlos.
—¡Vaya, Kent! ¡No tenías que molestarte!
Él siempre se había preguntado si las mujeres que abrían los ojos de par en par ante las flores en verdad las hallaban tan estimulantes como demostraban. Él podía suponer que una vaca baboseara sobre la vegetación, pero las mujeres difícilmente eran vacas. Bueno, la mayoría de ellas no lo eran. Betty estaba muy cerca, lo cual tal vez explicaba por qué simplemente había volteado los ojos hacia atrás, como si estuviera muriéndose y yéndose al cielo sobre los rojos pétalos de este arreglo particular de vegetación.
—Pero debí hacerlo —replicó él con tanta sinceridad como pudo expresar—. Solo quiero que sepas cuánto me ha ayudado tu apoyo.
Un rápido parpadeo en los ojos femeninos lo hizo preguntarse si había ido demasiado lejos. Si así fue, ella se adaptó rápidamente.
—Eres muy amable. No fue nada, de veras. Cualquiera hubiera hecho lo mismo —dijo ella sonriendo, y olió las rosas.
Kent no supo en absoluto a qué se podía estar refiriendo ella, pero ya no importaba.
—Bueno, gracias otra vez, Betty. Estoy en deuda contigo.
¡Puf!
—Gracias, Kent.
De algún modo uno de los pétalos se había soltado y pegado en el labio superior de Betty. Se veía ridículo. Ella pareció no darse cuenta. Kent no se molestó en decírselo. Él sonrió amablemente y se volvió hacia su oficina.
Todd y Mary eran como dos gotas de agua: ambos ansiosos por agradar a Borst y totalmente conscientes del hecho de que necesitaban a Kent para lograrlo. Los dos entraban y salían de la oficina de Kent como una pandilla regular de ratas. «¿Cómo harías esto, Kent?» O: «Kent, he hecho esto y aquello, pero no está funcionando muy bien». No que a él le importara en particular. A veces esto hasta lo hacía sentir como si nada hubiera cambiado en realidad: él siempre había sido el centro del mundo de ellos.
Fue la manera en que esos dos se erguían cuando Borst pasaba lo que le hizo que Kent pusiera los pies en tierra. Al final, la lealtad de ellos era para el Jefe.
Todd se disculpó en cierto momento por su conducta.
—Lo siento por… bueno, tú sabes —titubeó sentándose en la oficina de Kent y cruzando los pies, con un repentino rubor en el rostro; se levantó los lentes de armazón negro.
—¿Por qué, Todd?
—Tú sabes, por la manera en que actué ese primer día.
Kent no contestó. Dejó que el muchacho se avergonzara un poco.
—Es difícil ser atrapado en medio de políticas de oficina, ¿sabes? —continuó Todd—. Y hablando de modo tecnológico, Borst es tu jefe, así que no queremos incomodarlo. Además, él tiene razón. En realidad este es asunto de él, ¿sabes?
Una docena de voces resonaron en la mente de Kent. Deseó atacar a este muchacho. Hacerlo entrar en algo de razón. Y también pudo haberlo echado. Pero solo se mordió el labio y asintió lentamente.
—Sí, quizás tengas razón.
—Está bien, Kent —expresó Todd sonriendo tímidamente—. Borst prometió preocuparse de nosotros.
Era obvio que Todd le contó a Mary la conversación, porque la próxima vez que ella colocó su voluminoso ser en la silla de visitantes de él, usaba una sonrisa que le abultaba las mejillas. Se lanzó directo a una pregunta sin referirse al incidente, pero Kent se dio cuenta que ellos habían hablado. Lo sabía tanto como sabía que ella y Todd eran gusanos lambones obsesionados por la tecnología.
Durante su segunda semana de haber vuelto, Kent comenzó a salir a almorzar por el vestíbulo principal. A pesar de su aversión a hacer eso, lo había hecho antes y lo haría ahora. Andaba con toda tranquilidad, evitando el contacto visual pero respondiendo al saludo ocasional con tanto entusiasmo como podía soportar.
Todos estaban allí, como muñecos de cuerda representando sus roles. Los cajeros susurraban respecto de sus relaciones imaginarias y contaban el dinero. Zak el guardia de seguridad andaba de un lugar a otro y de vez en cuando hacía oscilar el bolillo como había visto hacerlo en alguna película de Hollywood. Al entrar al vestíbulo, Kent vio dos veces a Sidney Beech, la asistente de vicepresidencia, taconeando en el suelo, y cada vez él fingió no verla. Una vez vio a Gordinflón, que sería Price Bentley, atravesando el piso de mármol, y de inmediato Kent cortó hacia los baños. Si el presidente del banco lo vio, no lo mostró. Kent decidió creer que no lo había visto.
Para el fin de la segunda semana las rutinas se habían restablecido, y se habían olvidado todos los recientes altercados de Kent con el banco. O así lo esperaba él. Todo se adaptaba a un cómodo ritmo, como en épocas pasadas.
O así lo creían ellos.
En realidad, con el paso de cada día los nervios de Kent se endurecerían cada vez más, como una de esas marionetas operadas por cuerdas en las manos de un niño excesivamente ansioso. En cualquier momento la cuerda se rompería y él arremetería de pronto, como una fiera.
Pero el plan estaba tomando forma, como una mujer hermosa que salía de la niebla. Paso a paso comenzaban a definírsele las curvas, y la carne tomaba forma. La imagen emergente era el vínculo de Kent hacia la cordura. Esto le impedía enloquecer durante las interminables horas de fingimiento. Le proporcionaba una amante a la cual acariciar en los pliegues sombríos de la mente. Se convirtió en… todo.
Estaba preparándolos para una importante puñalada por la espalda.
Les iba a robar sin que se dieran cuenta.