Capítulo dieciséis

Séptima semana

Lacy Cartwright se echó hacia atrás en la silla de su balcón, bebiendo café y disfrutando la fresca brisa de la mañana. Eran las diez. Pensó que tener un día libre en mitad de semana ofrecía sus ventajas, y una de ellas era la tranquilidad, aquí afuera bajo el cielo azul brillante de Boulder mientras todos los demás trabajaban. Miró por sobre su cuerpo, agradecida por el calor del sol sobre la piel. Apenas la semana pasada Jeff Duncan la había llamado chiquita. ¡Cielos! Ella era delgada, tal vez, y ni un centímetro más de un metro sesenta y cinco, ¿pero chiquita? Su compañero en el banco se lo había dicho con un brillo en los ojos, y ella había sospechado entonces que el hombre se hallaba loco por ella. Pero habían pasado dos años desde la muerte de su esposo y no estaba lista para enredarse con un hombre.

La brisa le revoloteaba en el rostro, y Lacy levantó una mano para ponerse detrás de la oreja los rubios cabellos. La melena le caía en los hombros en perezosos rizos, enmarcando alegres ojos risueños color avellana. Una delgada capa de crema bronceadora le resplandecía en el pálido vientre entre un corpiño blanco y pantaloncitos cortos de mezclilla. Algunas mujeres parecían disfrutar achicharrándose en el sol… incluso vivir para eso. ¡Santo Dios! Le vino a la mente la imagen de una salchicha asándose en una parrilla, y meditó en ella por un momento. La piel roja de la salchicha se partió de repente, y la imagen se esfumó.

Lacy giró la cabeza y analizó las distantes nubes negras que se avecinaban por el suroriente. Últimamente Denver había tenido su parte de tormentas, y parecía que vendrían más a la región. Esa era otra razón de que a ella le gustara más vivir aquí en Boulder que en la gran ciudad. En Denver la gente vivía pendiente del clima o del esmog. O por lo menos, del tráfico, que estaba peor que nunca. Ella debería saberlo… pues había pasado allí la mayor parte de su vida.

Pero ya no. Después de la muerte de John dos años atrás, había decidido mudarse aquí. Empezar una nueva carrera como cajera y entretenerse con la gigantesca tarea de quitarse el sufrimiento del pecho. Le había ido bien, pensó. Ahora podía seguir con los asuntos más esenciales de volver a empezar. Como tenderse al sol esperando que los rayos ultravioleta le partieran la piel como a esa salchicha. ¡Bendito Dios!

Un chillido agudo la sacó de sus reflexiones. Volteó la mirada hacia la puerta corrediza y se dio cuenta que el horrible sonido venía de su apartamento. Como si un cerdo se hubiera pellizcado el hocico en una puerta, y estuviera protestando. Pero desde luego que allí no había cerdos, chillando o no. Sin embargo, había una máquina lavarropas, y si ella no se equivocaba, el sonido venía en realidad de la lavandería, donde unos minutos antes ella había puesto a lavar una tanda de ropa blanca.

El sonido subió repentinamente una octava y aulló como una sirena. Lacy se levantó de la silla y corrió hacia la lavandería. Tendría suerte si en este mismo instante la anciana señora Potters que vivía al lado estuviera pulsando los descomunales números nueve-uno-uno en su fiel teléfono rosado.

Lacy vio el agua jabonosa antes de llegar a la puerta, y a media zancada se le paralizó el pulso. No es que nunca antes hubiera visto agua jabonosa; la veía todo el tiempo, pero no desbordándose por debajo de la puerta como alguna clase de monstruo botando espuma por la boca. Ella sintió que se le filtraba humedad entre los dedos de los pies a través de la alfombra de color azul marino, estando a menos de dos metros de la puerta. Dejó escapar un chillido y siguió en puntillas hacia la puerta. Esto no significaba nada bueno.

La puerta giró hacia adentro sobre tres centímetros de agua gris. La lavadora de ropa se sacudía como loca, chillando, y Lacy corrió hacia la perilla de control. Su palma chocó en la perilla, lo cual bajo condiciones normales habría apagado el cachivache. Pero evidentemente las cosas ya no eran normales en este salón, porque la vieja máquina con forma de caja siguió estremeciéndose y aullando.

¡El enchufe! Tenía que jalar el tomacorriente. Uno de esos gruesos enchufes detrás del artefacto. Agua se desbordaba por la parte superior de la lavadora y corría a raudales por el piso. Ahora frenética, Lacy se dejó caer boca abajo sobre la vibratoria máquina para revisar la parte trasera. El enchufe estaba porfiadamente atascado. Lacy se retorció sobre la parte superior del artefacto hasta que los pies le quedaron colgando, demasiado consciente de que el agua le empapaba la ropa. Puso todo su peso en el siguiente jalón. El enchufe se soltó, lanzándola volando hacia atrás, fuera de la máquina ya apagándose y hacia el suelo como un pez desbordándose de una red.

Lacy luchó en el suelo, agradecida por el rotundo silencio. En medio de la conmoción el cabello había atrapado suficiente agua como para quedarle goteando. Miró alrededor, y se le hizo un nudo en el estómago ante la escena. Un cerdo aprisionado en la puerta pudo haber sido mejor.

Esto habría sido distinto antes de la muerte de John. Lacy sencillamente habría llamado al distrito policial y habría hecho que él saliera corriendo a encargarse del asunto. Ella se habría dado una ducha rápida y luego quizás habría salido a almorzar.

Pero eso era antes. Antes de que el cáncer invadiera el cuerpo de John y lo enviara a la tumba exactamente dos meses antes de que lo ascendieran a sargento. Le vagó por la mente una imagen de su finado esposo engalanado con esos pantalones color azul marino y brillantes botones de bronce. Él sonreía, porque siempre había sonreído. Un buen hombre. Un perfecto poli. El único hombre con quien ella habría podido imaginarse. Para siempre.

Una hora más tarde Lacy se hallaba inclinada en la mesa del comedor del diario, frente a ella la guía telefónica desplegada en la sección amarilla, y una toalla de papel protegía el teléfono de sus ennegrecidos dedos. Su intento de meterse con herramientas debajo de la máquina había resultado inútil.

—Frank —le copó el oído la perezosa voz.

El sonido del rítmico chasquido arrastrando las palabras revelaba que Frank estaba mascando chicle. Era obvio que él se había dormido durante las clases de etiqueta en su entrenamiento de plomería.

—Hola, Frank. Soy Lacy Cartwright. Supongo que usted es un técnico certificado, ¿correcto?

—Sí, señora. ¿Qué se le ofrece?

Ñam, ñam. Lacy tragó saliva.

—Bueno, se me ha presentado aquí un problema, Frank. La bomba de agua en mi lavadora de algún modo se quedó abierta e inundó el piso. Necesito que la repare.

—Se quedó abierta, ¿eh? —resaltó el hombre con un ligero dejo de regocijo en la voz—. ¿Y de qué número de modelo estamos hablando?

—J-28 —contestó ella, preparada para la pregunta.

—Bien, ¿ve usted? Ahora hay un problema, porque la J-28 no se queda abierta. Las J-28 usan bombas que operan con un solenoide normalmente cerrado, y si pasa cualquier cosa, se quedan trancadas. ¿Oyó usted algún sonido cuando esta máquina se dañó?

—Chilló.

—Chilló, ¿eh? Apostaría que chilló —se rió el tipo—. Sí, señora, no hay duda de que saben chillar. Bombas Monroe.

Se hizo silencio en el teléfono. Lacy se estaba cuestionando de dónde habrían sacado a Frank. Parecía saber de bombas, correcto. Pero tal vez la propia bomba en la cabeza del hombre no le estaba funcionando muy bien.

—Por tanto, ¿qué debo hacer? —preguntó ella al no recibir más comentarios.

—Bueno, usted necesita una bomba nueva, señorita Cartwright.

—¿Me puede instalar una bomba nueva? —averiguó ella después de un corto silencio.

—Claro que puedo. No es cuestión de poder, señora. He estado poniendo bombas durante diez años.

Un tonito le había salido a la voz del hombre a mitad de frase. Lacy levantó la mirada y captó su reflejo en el espejo de la sala. El cabello rubio se le había secado todo revuelto.

—El problema es que hoy día nos quedamos sin bombas Monroe. Como puede ver, aunque yo quisiera ir allá, lo cual de todos modos no podría hacer hasta dentro de tres días, sería inútil porque no tengo nada con qué hacerlo —declaró, y volvió a reír.

Lacy parpadeó. De pronto no estuvo segura de querer que Frank le compusiera la lavadora.

—¿Es difícil?

—¿Difícil qué?

—¿Cree usted que yo podría reemplazar la bomba?

—Cualquier idiota podría reemplazar esa bomba, señorita.

Evidentemente.

—Tres pernos y unos cuantos cables, y ha terminado en un dos por tres. Yo podría hacerlo con los ojos cerrados. Es más, lo he hecho con los ojos cerrados.

Qué bueno por ti, Frankie.

—Pero como dije, cariño. No tenemos bombas.

—¿Dónde puedo conseguir una bomba?

—En ninguna parte. Al menos en ninguna parte en Boulder. Tendrá que ir al fabricante en Denver; tal vez le vendan una.

¿Denver? Lacy miró por la ventana hacia esas nubes de mal augurio en el suroriente. Sería una hora hasta allá, otra hora en el tráfico, dependiendo de dónde quedara Monroe, y una hora en volver. Se le habría ido el día por completo. Miró el reloj. Las once. Por otra parte, su día ya se le había ido. Y no podía esperar una semana a que Frankie apareciera y anduviera por el apartamento con los ojos vendados mientras hacía este trabajo.

—Bueno, señora. No me puedo sentar aquí todo el día.

—Lo siento —respondió Lacy, sobresaltada—. Sí, creo que intentaré Monroe. ¿Tiene usted el número?

Treinta minutos después ella se hallaba en el auto, rumbo a la autopista, con la vieja bomba J-28 en una caja a su lado. Frank había tenido razón. Una vez que ella se las arregló para ladear la lavadora lo suficiente a fin de apoyarla en una banqueta y meterse debajo, quitar la pequeña bestia no había sido tan difícil. Hasta había cerrado los ojos una vez mientras aflojaba un tornillo, preguntándose qué llevaría a un hombre a intentar semejante cosa.

Lacy entró a la autopista, impactada por lo fácil que había cambiado el curso de su día. Un momento tendida en una felicidad total, y el siguiente zambulléndose en agua jabonosa gris.

¡Válgame Dios!

La semana había pasado volando, saltando sobre la cima de los nervios de Kent como un surfista empujado por un vendaval. Era el temporal de la imaginación, y le mantuvo los ojos bien abiertos y ardiéndole. Al terminar ese primer día Kent tenía tanta seguridad en lo que iba a hacer que esto le producía fuego en los huesos.

Iba a robar el banco a ciegas.

Literalmente. Iba a agarrar cada centavo que le correspondía. Los veinte millones completos. Y en todo el proceso, el banco permanecería tan ciego como un murciélago. Ahora se hallaba allí en su escritorio, feliz por la idea, los dedos paralizados sobre el teclado mientras la mente le daba vueltas.

Intentó concentrarse en las preguntas de Cliff acerca de por qué había escogido esta rutina o dónde podía hallar tal conexión. Y eso era un problema, porque ahora más que nunca adquiría importancia volver a calzar en el banco como el empleado José Tranquilo. Del modo en que vio las cosas, debía ganarse algunos favores y hacer algunas paces. De ningún modo andaría por el banco con un gran letrero rojo que rezara: «He aquí el hombre que le gritó a Bentley por el estacionamiento del empleado del mes». Kent tendría que concentrarse en volver a ser normal; en amoldarse con los demás mentecatos que de alguna manera se creían muy importantes de nueve a cinco en este manicomio. Había el asuntito de haber perdido a su esposa y su hijo, pero en eso únicamente tendría que morderse la lengua, ¿de acuerdo? Solo tratar de no sangrar por la llaga. Tendría que dominar la mente, controlar los pensamientos. Por el bien del ROOSTER.

Pero sus pensamientos se deslizaban continuamente hacia otros asuntos.

Asuntos como qué haría con veinte millones de dólares; como de qué modo escondería veinte millones de dólares; como de qué forma robaría veinte millones de dólares. Los detalles volaban, haciéndole confundir su mente analítica. Un centenar de escabrosos detalles… cada uno procreando otro centenar, sentía.

Antes que nada tendría que decidir de dónde agarrar el dinero. Usando el ROOSTER podría tomarlo casi de cualquier parte. Pero, por supuesto, no lo haría de cualquier parte. Tendría que venir de un lugar en que veinte millones no serían detectados rápidamente. Por imposible de rastrear que fuera la transacción misma, su resultado global sería casi imposible de ocultar. Casi.

Luego debería decidir dónde poner el dinero. En realidad nunca tendría monedas ni billetes físicos, pero hasta un balance contable de veinte millones bastaba para al menos generar interés. Y esa clase de interés no era algo que él necesitara. Si el dinero aparecía como perdido, el FBI estaría encima como hediondez en cloaca. Él tendría que hallar la forma de permanecer en el fondo de esa cloaca.

Desde luego, debería planear cuidadosamente la verdadera ejecución del robo. No podían atraparlo transfiriendo veinte millones de dólares.

—¿Qué son esos enormes saldos en tu pantalla, Kent?

—Ah, nada. En realidad son mis bonificaciones del SAPF, si es de tu incumbencia. Solo estoy haciendo un retiro por anticipado.

Kent también tendría que hallar una manera de salir de su vida actual. No podía ser millonario y trabajar para Borst. No sería nada justo para él. Y todo este asunto era realmente acerca de justicia. No solo con su trabajo sino con la vida en general. Había trepado la escalera por veinte años como un buen chico solo para que en el espacio de treinta días lo bajaran tirándolo de la cola. De vuelta a la Calle de los Estúpidos donde el concreto era duro y las noches frías. Bueno, ahora que había sacado tiempo para considerar detenidamente las cosas, ser obligado a volver a trepar la escalera, peldaño a peldaño, tenía tanto sentido como sentarse en la esquina del barrio portando un letrero que rezara: «Trabajo por una cerveza».

Ni por casualidad. Tardó treinta días en caer; si todo salía bien no tardaría más que otros treinta en volver a saltar a la cima.

La parte más difícil de todo este plan muy podría ser la manera de gastar el dinero. ¿Cómo podía Kent Anthony, programador de computación, entrar a una vida de riqueza sin llamar la atención? De algún modo tendría que separarse de su pasado. No era problema. De todos modos su pasado inmediato apestaba con todos los olores desagradables imaginables. La idea de separarse de ese pasado le produjo un cosquilleo en la parte baja de la columna. Su pasado estaba deshonrado más allá de la redención, y lo mandaría tan lejos como fuera posible. Lo eliminaría por completo de la memoria. Comenzaría una nueva vida como un hombre nuevo.

Es más, era en esta última etapa de todo el plan que él se volvería a encontrar consigo mismo. Pensar en esto le produjo una seguridad que le recorrió por los huesos como una carga de electrones. Después de semanas de terror vacío, esto vino como una droga eufórica.

Kent miró sobre el hombro de Cliff hacia la pared… a la pintura del yate blanco que colgaba en las sombras. Le cruzó por la mente una imagen de ese mismo barco pegada en la refrigeradora de la casa. La promesa que le hiciera a su esposa: Te juro Gloria que un día seremos dueños de ese yate.

Se le hizo un nudo en la garganta. No es que a Gloria le hubiera importado mucho. Ella había estado demasiado enamorada de la religión de su madre como para apreciar las cosas más exquisitas. Kent siempre había tenido la esperanza de que esto cambiaría; que ella abandonara sus ridículas obsesiones y corriera tras los sueños de él. Pero ahora ella se había ido.

Los pensamientos le susurraban de modo implacable durante los primeros días, y Kent comenzó a armar posibles soluciones para los retos. No tanto como identificar y corregir errores; un ejercicio natural de su mente. Mientras Cliff se entretenía con el código que tenían frente a ellos, Kent se ocupaba por completo de otro código. Solo esta mañana se había disculpado tres veces por dejar vagar la mente. Cliff supuso que esto se debía a la pérdida de la esposa y el hijo. Kent asintió, sintiéndose como un rufián por ocultarse detrás del sentimiento.

Era la una antes de que apagara la máquina de Cliff.

—Está bien, As. Debo hacer algunas gestiones durante la hora de almuerzo. De todos modos ya tienes suficiente para estar ocupado un par de días —declaró Kent poniéndose de pie.

—Creo que tienes razón. Gracias por el tiempo. Seguiré escarbando. Nunca se sabe qué se pueda presentar.

Un pensamiento se le cruzó a Kent por la mente.

—En realidad, por qué no te enfocas algunos días en depurar y dejas de escarbar. Quiero decir, no faltaría más, escarba todo lo que quieras, pero andar dando vueltas por mi código sin ningún objetivo no necesariamente es el mejor uso para una mente como la tuya, compañero —expresó Kent, luego encogió los hombros—. Solo es mi opinión, por supuesto. Pero si deseas hallar algo, solo pregúntame. Te ahorraré un montón de tiempo.

—Desde luego, si estás aquí —replicó Cliff sonriendo brillantemente—. Creo que esa sería lo preocupante. ¿Qué pasaría si Kent Anthony desapareciera?

—Bueno, esa estrategia tenía sentido hace una semana. Pero ahora es obsoleta. Estoy aquí para quedarme. Dile eso a quienquiera que te esté pulsando las teclas —advirtió Kent, sonriendo para sellar el punto.

—Así será, señor —asintió Cliff haciendo una burlona reverencia.

—Bien entonces. Nos vemos, compañero.

Cliff se quedó sonriendo de oreja a oreja. Kent se sintió sinceramente casi jovial. El fármaco de su conspiración le había obrado bien en las venas. Se sentía como si hubiera salido de una pesadilla y estuviera a las puertas de un mundo nuevo y desconocido. Y él intentaba descubrir cada rincón de ese mundo.

Cerró su oficina, hizo algunos comentarios a Betty respecto de la cantidad de trabajo que había, y salió aprisa hacia la parte trasera. Normalmente habría preferido las puertas delanteras, pero ahora no era normal. Ahora se hubiera arrastrado por una ventanilla en el piso si la hubiera habido.

Entró presuroso al callejón, corrió al auto y se instaló en la tapicería de cuero antes de pensar en su destino. La biblioteca. Debía revisar algunos libros. No. Eso dejaría una pista. La librería, entonces. Debía comprar algunos libros. Con dinero efectivo. La librería Barnes and Noble más cercana estaba a cinco kilómetros por la Sexta Avenida. Cambió de sentido y entró al flujo del tráfico.

Kent no era de los que se detenían a ayudar a vehículos con problemas. Animales muertos del camino, los llamaba. Si los imbéciles no tenían la previsión de mantener adecuadamente sus vehículos o de contratar a la aseguradora AAA, sin duda no merecían que él les extendiera la mano. Sea como sea, los autos varados por lo general eran chatarras repletas de individuos de la Calle de los Estúpidos. En lo que a él concernía, una pequeña avería en autopista con tráfico pesado era un buen adoctrinamiento hacia la responsabilidad, un raro producto en esos días.

Por tanto, le pareció raro que le llamara la atención el Acura blanco estacionado a mano izquierda en la división de la autopista. Aun más extraño fue el simple hecho de que una vez que lo vio, no pudo quitar la mirada del vehículo. Y no era de sorprender. Se erguía como un faro que iluminaba adelante, brillando blancura, como si un relámpago lo hubiera encendido. De repente a Kent se le vino la idea de que el cielo presagiaba algo malo… en realidad estaba totalmente ennegrecido. Pero el Acura estaba allí brillando de verdad, y todos los demás vehículos simplemente pasaban de largo como si no existiera. Kent oprimió el volante de madera.

Una mujer con cabello rubio, vestida en jeans y camiseta verde, estaba saliendo. Ella volteó a mirar mientras Kent se aproximaba, y el corazón de él palpitó con fuerza. No sabía por qué el corazón le latía de ese modo, pero así fue. Tal vez algo en el rostro de la mujer. Pero el caso es que difícilmente lograba verle el rostro desde esa distancia.

Entonces Kent pasó el auto estacionado, lleno de indecisión. Si alguna vez había habido un alma que merecía ayuda, era esta. Por otra parte, él no rescataba animales muertos en la carretera. Había recorrido como treinta metros cuando de modo impulsivo giró el volante y se detuvo, a quince centímetros de la baranda, mientras autos rugían a la derecha.

El instante en que se detuvo decidió que había sido un error. Pensó en volver a meterse al tráfico. En vez de eso salió del asiento y retrocedió corriendo los cuarenta metros hacia el Acura. Si el brillo que rodeara al auto estuvo allí de veras, ya no estaba. Alguien había jalado el enchufe. La mujer había levantado el capó del auto de modo que este se hallaba totalmente abierto con su negra boca hacia Kent, como un caimán de acero. Ella estaba de pie observando al hombre que se acercaba, rebotando en la visión de él.

Kent estaba a tres metros de la mujer cuando el reconocimiento le chocó en la mente como un trineo. Se detuvo en seco, atónito.

Lo mismo le pasó a ella, pensó él. La mandíbula de la mujer se le cayó hasta el pecho, y los ojos se le abrieron de par en par. Ambos quedaron adheridos al pavimento como dos venados inmóviles, cada uno encandilado con los faros del otro.

—¿Kent?

—¿Lacy?

—Sí —contestaron simultáneamente los dos.

—¡Kent Anthony! —exclamó ella con los ojos desorbitados—. No puedo creer que seas tú de veras. Mi… mi auto se averió…

Kent sonrió, sintiéndose totalmente extraño. Ella estaba más hermosa de lo que él recordaba. Tal vez más delgada. El rostro seguía siendo normal, pero esos ojos… brillaban como dos deslumbrantes esmeraldas. No extrañaba por qué a él le gustara tanto en la universidad. Además los años le asentaban muy bien.

—Lacy Cartwright. ¿Cómo diablos te quedaste varada en un costado de la carretera? El auto se le averió, idiota. Ella te lo dijo.

—Esto es sorprendente —manifestó ella con una amplia sonrisa—. Extraño. No sé qué pasó. Solo se apagó…

Ella soltó una risita tonta.

—¿Y cómo estás tú? —preguntó finalmente.

—Bien. Sí, bien —contestó él, pensando tanto en una mentira descarada como en la sincera verdad.

Kent se quedó en silencio como por diez segundos, solo mirándola, sin saber qué decir a continuación. Pero ella también estaba haciendo lo mismo, pensó. Vamos, hombre. Contrólate.

—¿Qué sucedió, entonces? —inquirió él por último, señalando el auto.

—Solo se apagó —respondió ella mirando la maraña de tubos debajo del capó—. Tuve suerte de parar sin golpear la baranda.

La atmósfera estaba cargada de expectativa. En lo alto la línea de un relámpago traqueteó entre negros nubarrones.

—Bueno, no soy mecánico, pero por qué no entras e intentas prenderlo mientras investigo un poco.

—Bueno.

Ella le sostuvo la mirada por un momento como si intentara interpretarle algún mensaje en los ojos. Él sintió una extraña opresión en el pecho.

Lacy se colocó detrás del volante, mirándolo a través del parabrisas. Él metió la cabeza debajo del levantado capó. ¡Santo Dios! Él tenía los ojos clavados en un fantasma del pasado.

El motor empezó a girar, y Kent se echó hacia atrás, esperando inmediatamente que ella no hubiera visto su reacción. Ninguna sensación que revelara ineptitud.

El motor engranó y retumbó con vida.

Kent retrocedió, miró el motor encendido por un momento, y al no ver nada extraordinario cerró el capó.

—¿Qué hiciste? —preguntó Lacy, quien se había bajado.

—Nada —expresó él encogiéndose de hombros.

—Estás bromeando, ¿verdad? Esta cosa estaba muerta, lo juro.

—Y yo juro que no hice más que respirarle encima. Tal vez debería haber sido mecánico. Podría reparar autos respirándoles encima —replicó él riendo.

—Bueno, siempre tuviste mucha habilidad —expresó Lacy lanzándole una mirada tímida y una traviesa sonrisa.

Ambos rieron, y Kent pateó el pavimento, repentinamente tímido otra vez. Luego alzó la mirada.

—Bueno, imagino que estás ocupada. Supe que te habías mudado a Boulder.

—Así es.

—Quizás podríamos reunirnos.

La sonrisa desapareció del rostro de Lacy, y él se preguntó si ella había oído lo que dijo.

—Supiste lo de Gloria, ¿verdad? —preguntó él.

—¿Gloria?

—Sí. Mi esposa murió hace poco.

—¡Lo siento mucho! —exclamó ella con sorpresa en el rostro—. No tenía idea.

—Sí —continuó él asintiendo—. De todos modos, lo mejor es que siga adelante. Debo volver al trabajo.

—Pues sí —asintió también ella—. Yo tengo que volver a Boulder. Mi lavadora se descompuso.

No brindó más explicaciones.

—Así es —volvió a asentir él, sintiéndose de pronto abandonado.

Ella no se movió.

—De veras siento lo de tu esposa, Kent. Quizás deberíamos tomar una taza de café y hablar al respecto.

—Supe que perdiste a tu esposo hace un par de años.

Ella asintió. Los dos estaban asintiendo mucho. Esta era una manera de llenar los vacíos después de, ¿cuánto? ¿Trece años?

—¿Tienes una tarjeta? —averiguó él, lo cual pareció ridículo; pareció como si intentara conectarse con ella, y él no tenía intención de conectarse con nadie; ningún deseo en absoluto.

—Por supuesto —contestó ella, estiró la mano por la ventanilla, y sacó la cartera.

Le pasó una tarjeta. Rocky Mountain Bank and Trust. Servicio al cliente.

—No sabía que estuvieras en la banca —indicó él mirándola—. Sabes que trabajo en la banca, ¿no es así?

—Alguien me lo dijo. Sistemas de información, ¿correcto?

—Sí. Bueno. Te llamaré. Nos pondremos al día.

—Estaré esperando tu llamada con mucho gusto —respondió ella, y él pensó que ella lo decía en serio.

—Bueno —señaló él.

Muchos buenos, síes y gestos de asentimiento.

—Espero que tu auto ande bien —continuó él, bajando la cabeza hacia ella.

Luego Kent regresó corriendo al Lexus. El horizonte resplandeció retorcidas ramificaciones de un relámpago, y un trueno retumbó. La lluvia estaba impaciente, pensó. Cuando él estiraba la mano hacia la puerta, el Acura blanco de Lacy aceleró y pitó. Él agitó la mano y se puso detrás del volante. La figura se esfumó.

Lacy condujo por el oeste en medio de una copiosa lluvia con el estómago hecho nudos. La casualidad de su encuentro con Kent la había desconcertado por completo. Disminuyó la velocidad sobre el pavimento, se fijó en los golpes de los limpiaparabrisas, dejando atrás lentamente la gran ciudad. Pero tenía el corazón allá atrás, al borde de la carretera, mirando fijamente dentro de esos extraviados ojos azules.

Kent parecía como si hubiera salido de algún rincón perdido de la mente de ella, una copia al carbón del alocado estudiante universitario que se las había ingeniado para capturarle el corazón. Su primer amor. Ella había cavilado mil veces en la sinceridad de él. Kent era un hombre tan sincero y honesto como ambicioso. La combinación única de esas características había creado una pócima que le derritió a ella el corazón por primera vez en la vida. Bueno, los ojos azules y el cabello rubio no exactamente habían impedido ese derretimiento, supuso ella.

Él había perdido a su esposa. ¿No tenía también un hijo? Pobre niño.

Y bajo esa evocadora fachada se ocultaba un hombre que anhelaba consuelo pero que a la vez rechazaba ese consuelo. Ella debía saberlo; había pasado por lo mismo.

—Dios, ayúdalo —susurró, y lo dijo en serio.

Ella no solo deseó que Kent recibiera ayuda, sino que Dios lo ayudara. Porque Lacy creía en Dios. Había caído a los pies del Señor exactamente un año atrás mientras salía de su propio abatimiento, al comprender que ella no tenía agarrado al mundo por la cola.

—Padre, consuélalo —volvió a susurrar.

Los limpiaparabrisas chirriaron.

Lacy contuvo unas repentinas ansias de salir de la autopista, hacer girar el auto, e ir tras Kent. Por supuesto, eso era ridículo. Aunque eso fuera posible, a ella no le correspondía ir tras un antiguo enamorado que acababa de perder a su esposa. ¿Y desde cuándo se había convertido ella en cazadora? Escúchame, ¡aun pensando en términos de persecución! ¡Santo cielo! No quiero decir cazar como una perrita en celo, sino perseguir como tratando de… ayudar al hombre.

Lacy observó la nueva bomba de agua en el asiento del pasajero y recordó la lavadora averiada. Bueno, si esa máquina no se hubiera descompuesto precisamente cuando lo hizo, ella habría perdido por completo al hombre. Si el extraño técnico de servicio no hubiera sido tan comedido en el teléfono, si hubiera tenido una bomba en existencia, si ella no hubiera ido a Denver, si su auto no hubiera perdido la corriente por un momento cuando lo hizo… cualquier sencilla fluctuación de esta sarta interminable de acontecimientos, y no se hubiera encontrado con Kent.

Y para colmo, Kent se había detenido sin saber a quién estaría ayudando. Eso fue muy obvio por la impresión que se llevó al reconocerla.

Por otra parte, cada suceso que ocurriera sucedió simplemente después de una serie de otros hechos alineados a la perfección.

Lacy miró una sombra café en la manga derecha, una mancha de grasa embadurnada. ¿La habría visto él? Ella volvió a su línea de pensamiento. Casi nada era estadísticamente posible. Pero las fuertes palpitaciones en el corazón de Lacy sugerían que la serie de acaecimientos de hoy no eran solo una ocurrencia al azar. De algún modo habían sido organizadas. Tuvieron que serlo.

Además, habían sucedido cosas extrañas.

Lacy apretó los dientes y desechó la descarga mental. Pero esta no se fue fácilmente; un minuto después había regresado, mordisqueándole la mente.

Al final ella decidió que nada de eso importaba. Kent tenía su tarjeta. O la llamaría, o no la llamaría. Y eso no tenía nada que ver con la casualidad. Tenía todo que ver con la decisión de él. El corazón le dio un salto ante el pensamiento.

Un recuerdo sombrío de sus primeros años de adolescencia le resplandeció en la mente. Se hallaba engalanada para el baile de graduación del colegio en un vestido rosado con flecos blancos y el cabello recogido hacia atrás en un conjunto de rizos. Su madre y ella habían tardado cerca de tres horas para que todo quedara así. Era su primera cita, y papá le había manifestado lo orgulloso que estaba de ella, luciendo tan hermosa. Ella se hallaba en el sofá de la sala, sosteniendo un clavel blanco para su cita. Peter. Pero Peter estaba atrasado. Diez minutos, luego media hora, y después una hora. Y ella estaba simplemente allí balanceando las piernas, sintiéndose sensible por dentro y tratando de ser valiente mientras su padre despotricaba por teléfono. Pero Peter nunca llegó, y los padres de él no sabían nada respecto del paradero de su hijo. El papá de Lacy la llevó a comer un postre, pero esa noche ella no pudo mantener el contacto visual con nadie.

Se le hizo un nudo en la garganta ante el recuerdo. Nunca le había ido bien saliendo con alguien. Ni siquiera con Kent, quien la había hecho a un lado ante la más leve insinuación de compromiso. Ella haría bien en recordar eso.

¿En qué había estado pensando, en ir tras él? Ella no necesitaba más una relación ahora de lo que necesitaba un encuentro con el lupus.

Por otra parte, él podría llamar.