Kent pasó el banco a las ocho y media, estacionó en una calle lateral, y caminó con brío hacia el callejón trasero. Le pasó por la mente que el vagabundo podría estar allí, oculto en la tenue luz. El pensamiento le aceleró el pulso. Llegó a la entrada y miró a lo largo de la pared de ladrillo, parpadeando ante la imagen de una lengua rosada alargada que atravesaba el cuello de una botella. Pero el callejón apareció vacío, excepto por ese contenedor de basura que habían vaciado. Kent fue directo hacia la puerta trasera e ingresó al banco. Respiró hondo una vez, se revisó la corbata, y se dirigió a zancadas hacia la suite de Sistemas de Información.
Los ojos de Betty casi se le salen de las órbitas cuando Kent abrió la puerta y entró. Él sonrió e inclinó la cabeza, resueltamente afable.
—Buenos días, Betty.
La boca de la mujer se abrió, pero no emitió ningún sonido.
—¿Qué pasa? ¿Te comió la lengua el gato? ¿Está Borst?
—Buenos días —respondió al fin ella, y asintió con la cabeza—. Sí está.
Kent tocó la puerta y entró al oír un débil llamado. Borst estaba detrás del escritorio, vestido con un traje nuevo color café oscuro. El peluquín había vuelto, cubriéndole la calva con cabello negro liso. Negro azabache. Brillantes tirantes rojos completaban la imagen.
Los ojos de Borst casi se le salen de las órbitas, y salió disparado de la silla como si le hubieran puesto un electrodo. Al ponerse de pie, los tirantes le jalaron los pantalones dentro de las entrepiernas. Parecía un payaso.
—Buenos días, Borst.
Esto se debería tomar con mucho tacto. Con calma. Paso a paso.
—Estoy de vuelta. Supongo que todavía trabajo aquí, ¿correcto?
—¡Vaya, Kent! —exclamó el hombre parpadeando y lamiéndose los rosados labios—. Me asustaste. No tenía idea que planeabas venir esta mañana. No hemos sabido de ti.
Los labios se le curvaron en una sonrisa.
—Sí. Seguro que trabajas aquí. Siéntate. ¿Cómo estás?
—En realidad, me gustaría tomarme diez minutos para ubicarme. ¿Está bien?
—Seguro. Salgo a mediodía para Phoenix —comunicó el hombre, y arqueó las cejas—. Vienes a quedarte, entonces.
Kent se volvió hacia la puerta.
—Deme unos minutos. Hablaremos entonces —dijo mientras jalaba la puerta y la volvía a cerrar. Entonces vio que Borst ya estiraba la mano hacia el teléfono.
Reportándose ante Jefecito, sin duda. El corazón de Kent le palpitó con fuerza.
¿Lo sabían ellos?
Por supuesto que no. ¿Cómo podían saber de un sueño? Él aún no había hecho nada.
Kent hizo una reverencia con la cabeza a una Betty que parpadeaba, e ingresó a la oficina. Cerró la puerta. Los exóticos peces amarillos aún recorrían plácidamente la pantalla. Los dedos de Kent le temblaban al bajarlos hacia el tablero, y los empuñó.
Está bien, cálmate, amigo. Lo único que estás haciendo es revisar una pieza de tu propio código. No hay nada malo en eso.
El plan era sencillo. Si el ROOSTER estaba intacto, iría a la oficina de Borst y le seguiría el juego. Ganaría un poco de tiempo para pensar. Si habían interceptado el ROOSTER, se resignaría.
Un toque en el ratón hizo que los peces desaparecieran. Entonces surgió una docena de íconos suspendidos en un escenario de las profundidades del océano. Kent arrastró el ratón sobre el ícono azul y rojo del SAPF hacia un ícono explorador. Sería rastreado el ingreso al sistema, al menos todo ingreso por los accesos de los que estaban conscientes. Y si él tenía suerte, no habrían sido ampliadas las medidas de seguridad para cortar por completo este terminal.
Con el corazón palpitándole fuertemente en el silencio del salón, Kent voló por los menús hasta una carpeta oculta que requería su propia contraseña para ingresar. La registró. Los contenidos empezaron a cobrar vida. Hizo avanzar el texto en la pantalla y buscó el archivo en el cual había colocado el ROOSTER. La lista corrió demasiado rápido, por lo que volvió a repetir la búsqueda, leyendo más metódicamente. Vamos, bebé. Tienes que estar aquí.
Y entonces allí estaba, titilando en la visión de Kent: MISC. Arrastró el ratón sobre el nombre e hizo doble clic.
La pantalla se ennegreció. Kent contuvo el aliento, consciente ahora de que las piernas le temblaban un poco. Él estaba en puntillas debajo del escritorio, y entonces bajó los talones hasta calmar el temblor. Vamos, bebé.
El monitor centelleó en blanco, repleto con letras y símbolos negros. El código. Kent exhaló con fuerza. ¡El código ROOSTER! Un enlace vívido, asequible e imposible de rastrearse dentro del sistema de procesamiento de fondos, exactamente aquí en las yemas de sus dedos.
Lo miró inmóvil por un minuto, lleno de alivio por haber tenido la previsión de añadir este sello final al paquete. No era atractivo. Aún sin colores o ventanas. Solo código puro. Pero ahora otra inquietud. ¿Se vincularía aún al sistema? De repente Kent sintió que el calor del pánico le bajaba por la espalda. ¿Y si hubieran descubierto el código, dejándolo allí pero desconectando el ingreso al sistema?
Pulsó una tecla e ingresó una sola palabra: RUN. Al instante apareció una nueva línea, pidiendo una contraseña. Entró el nombre. R-O-O-S-T-E-R.
La pantalla se oscureció por un segundo y luego se iluminó con el conocido menú azul en que Kent había trabajado por tantos años. Él parpadeó ante la pantalla. ¡Estaba dentro del SAPF! Por sobre la seguridad. Desde aquí podría hacer lo que quisiera sin que otro ser vivo lo supiera.
En las manos correctas, esto en sí era una medida de seguridad, diseñada para tratar con sabotajes y virus. En las manos equivocadas era una manera de entrar a los sótanos del banco. O peor, una forma de entrar a toda cuenta ligada con el banco.
Kent salió rápidamente, manejando el ratón con una palma sudorosa. Vio retroceder los menús todos los pasos hasta el escenario del profundo océano azul, luego bajó las manos hasta el regazo. Incluso ahora, sin huellas rastreables, Borst no podía descubrir que alguien ni siquiera había tocado esta computadora, menos aun que había mirado por debajo de las faldas del banco.
Respiró profundamente y se puso de pie. Esto era una locura. Estas ideas insensatas de robar dinero serían el acabóse para él. Absurdo. Ellos lo enterrarían. Rápidamente pensó en Spencer y se llevó una mano a la ceja. Todo era una locura.
De cualquier modo, ahora tenía la respuesta.
Alguien tocó la puerta, y Kent saltó súbitamente a medio metro de la alfombra. Giró hacia el computador y examinó el teclado. No, no había pistas. Tranquilo. Tranquilo, ¡tranquilo!
—¿Quién es? —averiguó.
—Cliff.
Cliff. Mejor que Borst. Kent lo dejó entrar.
—Lo siento, no sabía que estaba cerrado —mintió Kent.
—¿Qué estás haciendo aquí, Kent? —preguntó el nuevo reclutado, sonriendo—. ¿Algo que yo debería saber?
Tocó ligeramente a Kent como si compartieran un convenio.
—Sí, bueno —contestó Kent, deseando que el corazón se le calmara; se sentó y cruzó las piernas—. Por consiguiente, ¿qué puedo hacer por ti?
—Nada. Betty me acaba de informar que volviste. Imaginé que necesitabas una bienvenida —manifestó Cliff, y desapareció la sonrisa—. Oí lo que te sucedió. Es decir… tu hijo. Apenas logro imaginarlo. ¿Estás bien?
—En realidad, ya no sé lo que significa estar bien, pero estoy listo para volver a trabajar, si eso es lo que quieres decir.
—Estoy seguro que se necesitará algún tiempo. Quizás clavar la mente en el trabajo sea la mejor manera de superarlo. Y hablando de trabajo, he cavado muy profundo desde la última vez que estuviste aquí —comunicó, volviendo a sonreír—. Estarás orgulloso de mí. He hallado cosas que estoy seguro que solo tú conoces.
Ante las palabras, un frío le bajó a Kent por la coronilla. ¿ROOSTER?
—¿De veras? ¿Qué, por ejemplo?
—Por ejemplo vínculos a los códigos de la banca china que aún están inactivos. Bueno, eso es lo que llamo previsión, amigo.
—Bueno, es un sistema global, Cliff. ¿Y qué más has desenterrado con tu largo hocico?
—Unas pocas notas anecdóticas sepultadas en el código… cosas como esa. Borst tiene cerebro de salchicha —expresó soltando una carcajada.
—Vaya, ¿hallaste eso? Eso estaba enterrado. Probablemente debí haberlo sacado.
—No, déjalo allí. Él nunca lo hallará.
Los dos asintieron, sonriendo.
—¿Algo más? —averiguó Kent.
—Eso es todo por ahora. Bien, qué bueno que hayas vuelto —expresó Cliff levantándose y dirigiéndose a la puerta—. Después de que te hayas acomodado necesito que eches a andar un código. ¿Listo para eso?
—Seguro.
El hombre más joven dio una palmadita en la pared y desapareció. Bueno, eso estuvo cerca. ¿O no? En realidad, las posibilidades de que Cliff encontrara el ROOSTER serían similares a localizar un grano particular de arena en un balde lleno de arena. Sea como sea, debía cuidarse del individuo.
Kent calmó los nervios con prolongadas respiraciones y entró a la oficina de Borst.
—Siéntate, Kent.
Se sentó.
—No estábamos seguros de volverte a ver.
Sí, lo apostaría. Tanto tú como tu compadre Bentley.
—Bueno, para ser sincero, ni yo mismo estaba seguro. Pues bien, ¿cómo anduvieron las cosas en mi ausencia? —preguntó, pensando en lo ridículo de la pregunta pero sin poder pensar en una mejor forma de empezar esta pantomima en la que se había comprometido.
—Bien, Kent. Sencillamente bien. Muchacho, has pasado por el infierno, ¿eh?
—La vida puede traer algunos golpes desagradables —asintió Kent.
De pronto despreció profundamente estar aquí. Debería levantarse ahora y huir de esta insensatez.
—Pero he regresado. Necesito trabajar, Markus —indicó Kent, y pensó: correcto, lleva las cosas con él al plano personal. Apela a su necesidad de amistad—. Lo necesito desesperadamente. Lo único que me queda es mi carrera. Extraño trabajar aquí. ¿Puede comprender eso?
La voz le salió suave y sensible.
—Sí. Tiene sentido.
El sujeto había mordido el anzuelo. Hizo una pausa y miró hacia otro lado.
—Mira, Kent. Siento mucho lo relacionado con el malentendido acerca del SAPF. Yo solo…
—No. No tiene que decir nada. Estas cosas suceden. Y pido disculpas por explotar como lo hice. Estaba totalmente fuera de lugar.
Qué chiste. Si solo supieras, canalla.
—Bueno, creo que los dos nos salimos un poco de la línea —asintió Borst, sin duda detrás de esa sonrisa estaba lleno de alegría—. Quizás lo mejor es que olvidemos el incidente.
Kent cruzó las piernas. El sudor se le estaba secando frío en la nuca.
—Usted tiene razón. Agua debajo del puente. ¿Cómo le ha ido al SAPF en estos días?
—¿En una palabra? —exclamó Markus, con el rostro radiante—. Extraordinario. Ensamblamos algo único, Kent. Ya están diciendo que ahorrará la tercera parte del personal que usaba el sistema antiguo. Price ha calculado los ahorros globales para el banco en más de veinte millones al año.
¿Price? Tratamientos de primer nombre ahora. Socios en el delito. Probablemente cenarían juntos todas las noches.
—Fabuloso. Eso es muy bueno. ¿Ningún problema?
—Seguro. Muchos. Pero de poca importancia. En realidad, tal vez tú seas el más indicado para empezar a trabajar en ellos.
Kent pensó que el supervisor de Sistemas de Información se había engañado sinceramente con la propiedad absoluta del sistema.
El hombre cambió la conversación otra vez a lo que aparentemente era su tema favorito en estos días: dinero.
—Oye, aún no he asignado esa bonificación de veinticinco mil dólares —enunció con un brillo en los ojos—. Al menos no toda. Estoy dándole a Betty, Todd y Mary cinco mil para cada uno. Pero eso deja diez mil. Necesitas un poco de cambio de más estos días, ¿eh, Kent?
El calvo levantó las cejas algunas veces.
—¿Um?
Kent casi deja entonces la farsa. Le faltó un pelo para saltar sobre el escritorio de cerezo y estrangular a su jefe. No pudo responder por unos cuantos segundos. ¿Los otros tres? ¿También Betty estaba obteniendo unos atractivos cinco mil? Pero eso sencillamente estaba bien, porque él, Kent Anthony, el creador de dicho programa, iba a recibir el doble de eso. ¡Sí señor! Diez fabulosos grandes. ¿Y Borst? ¿Cuál sería la tajada del oji-brotado de Borst? Ah, bueno, Borst era el hombre principal. Obtendría diez por ciento de los ahorros durante diez años. Meros quince o veinte millones. Una tontería. Se oía como un buen número redondo. Veinte millones.
—Seguro —contestó Kent—. ¿Quién no podría usar diez mil dólares? Podría cortar a la mitad mis pagos del Lexus.
Soltó este último comentario antes de que pudiera recuperarlo. Esperó que Borst no captara su cinismo.
—Bueno. Son tuyos. Hablaré con Price esta tarde.
—Pensé que usted se iba hoy a Phoenix.
—Sí. Nos vamos. Hablaré con Price en el avión.
Era un imparable tren de carga con estos dos. Kent se tragó la ira.
—Gracias —dijo, levantándose—. Bueno, imagino que debo empezar. Quiero hablar con los demás… usted sabe, asegurarme que no haya malentendidos.
—Muy bien. Magnífica idea. Qué bueno tenerte de vuelta.
—Una cosita más, Markus —pidió Kent volviéndose hacia la puerta—. No sé por qué me exalté el otro día con Bentley. ¿Le importaría darle una disculpa de mi parte? Sencillamente fue una mala semana.
Tragó saliva a propósito y se sorprendió de la repentina emoción con que acompañó lo que dijo. Decían que el dolor duraba un año, mitigándose gradualmente. Era evidente que él aún se hallaba en la etapa en que podía explotar con un simple trago.
—Claro que sí, Kent. Considéralo hecho. Y no te preocupes. Él y yo estamos más cercanos estos días.
Sí, apuesto que lo están, pensó Kent. Salió antes de que la repugnancia le hiciera hacer algo estúpido, como vomitar en la alfombra del tipo ese.
El pastor Bill Madison estacionó su Chevy gris en la calle y caminó a grandes zancadas hacia la puerta de Helen. Ella había estado diferente por teléfono. Alterada. Al menos emocionada. Como alguien que acababa de recibir buenas noticias; o que acababa de poner el grito en el cielo.
Dados los acontecimientos de las últimas semanas, Bill temió lo último. Pero aquí se trataba de Helen. Con ella nunca se podía saber. El Nuevo Testamento caracterizó como peculiares a los seguidores de Cristo. Bueno, Helen era sencillamente eso. Una de las pocas personas que él consideraría peculiares en su fe, lo cual en sí era extraño cuando él percibía las cosas y pensaba al respecto. Quizás más bien todos deberían ser extraños; Cristo sin duda lo era.
Helen le había pedido que orara, y él lo había hecho. Pero no solo debido a la petición que ella le hiciera. Algo estaba sucediendo aquí. Tal vez él no tenía la visión espiritual que Helen afirmaba tener, pero sentía cosas. Algunos lo llamaban discernimiento. Un don espiritual. La capacidad de mirar en una situación y sentir sus orígenes espirituales. Como: Este rostro me produce un estremecimiento en la columna; debe ser maligno. No es que él siempre funcionara en el modo más exacto de discernimiento. Una vez había sentido punzadas heladas en el corazón al mirar en la pantalla de televisión un rostro extraño como de extraterrestre. Le pareció de lo más demoníaco. Luego su hijo le había informado que se trataba de una toma en primer plano de una simpática y menuda criatura hallada en el Amazonas. Una de las criaturas de Dios.
Eso lo había confundido un poco. Pero este asunto con Helen era más que solo un extraño rostro en el tubo bobo. Era un aura que la seguía de igual manera como él imaginaba el aura que pudo haber seguido a Eliseo o Elías.
Pulsó el timbre. La puerta se abrió al instante, como si Helen hubiera estado esperando su llegada con la mano en la perilla.
—Entra, pastor.
Ella usaba un vestido amarillo, medias altas, y zapatos tenis, una escena ridícula para alguien con problemas hasta para caminar por la casa.
—Gracias, Helen.
Bill entró y cerró la puerta, mirándole las piernas. En el aire se percibía el rancio aroma a rosas. El perfume de la dama estaba esparcido por todas partes. Ella lo dejó allí y se dirigió a la sala, sonriendo.
—¿Está todo bien? —inquirió él, siguiéndola.
Ella no respondió directamente sino que atravesó la alfombra canturreando su himno, «La canción del mártir». Una vez ella le había dicho que la canción lo resumía todo. Que hacía que la muerte valiera la pena. Bill se detuvo detrás de la enorme poltrona verde, con la mirada fija en el caminado de Helen. Aparentemente ella le estaba haciendo caso omiso.
—¿Estás bien?
—Shhh —lo hizo callar y levantó ambas manos, aún andando de aquí para allá; tenía los ojos cerrados—. ¿Oye eso, Bill?
Bill inclinó la cabeza y puso atención, pero no oyó nada. Excepto el débil canturreo de la mujer.
—¿Oír qué?
—La risa. ¿Oyes esa risa?
Él trató de oír risa, pero solo oyó el murmullo soprano de Helen. Déjame a tu pecho volar… Y olió a rosas.
—Tal vez debas abrir un poco el corazón, pero está allí, pastor… muy débil, como la brisa que sopla entre los árboles.
Él volvió a intentarlo, esta vez con los ojos cerrados, sintiéndose un poco ridículo. Si uno de los diáconos supiera que fue a la casa de Helen Jovic a oír risas con ella, sin duda empezarían a buscar un nuevo pastor. Se dio por vencido después de no oír más que a Helen por unos momentos, y luego la miró.
De repente ella dejó de caminar y abrió los ojos. Se rió tontamente y bajó las manos.
—Está bien, pastor. Yo no esperaba realmente que oyeras algo. Es como si estuviera por aquí. Algunos días está silencioso, y entonces otros días él me abre los oídos a la risa y quiero andar por la casa besando cosas. Simplemente besarlo todo. Como hoy. ¿Deseas un poco de té?
—Sí, sería agradable.
Helen se fue a la cocina arrastrando los pies. Se había levantado las medias hasta la mitad de las pantorrillas. A lo largo del talón de los zapatos se veía un logotipo rojo de Reeboks. Bill tragó saliva y rodeó el sillón. Ella muy bien se pudo haber deschavetado, pensó. Luego se sentó en la poltrona verde.
Helen salió de la cocina sosteniendo dos vasos de té.
—Así que crees que mi ascensor ya no llega hasta el último piso, ¿correcto? —bromeó ella sonriendo.
—En realidad, lo he pensado un poco —contestó él también sonriendo—. Pero en estos días es difícil diferenciar entre peculiaridades y locuras.
Entonces se puso serio.
—La gente creyó que Jesús estaba loco —concluyó.
—Sí, lo sé —concordó ella pasándole el té y sentándose luego—. Y hoy día pensaríamos lo mismo.
—Dime —pidió Bill—, ¿viste la muerte de Spencer en todo esto?
—Sí.
—¿Cuándo?
—La noche después de la última conversación que tú y yo tuvimos, hace una semana más o menos. Cuando hablamos yo sabía que habrían más calaveras en el calabozo. Lo pude sentir en la columna vertebral. Pero en realidad no esperaba que fuera el cráneo de Spencer el que estuviera allí en el suelo. Eso casi me mata, ¿sabes?
—Así que entonces está sucediendo de veras —expresó él tranquilamente, pero se vio temblando ante la idea—. Todo este asunto está ocurriendo de verdad. Quiero decir… de manera guiada.
—Ya has enterrado a dos personas. Deberías saberlo. A mí me parece muy real.
—Bien, debo reconocer eso. Solo que es difícil aceptar esto de que sabías de las muertes por anticipado. Quizás sería más fácil si yo pudiera mirar dentro de los cielos igual que tú.
—No es un lugar en que todos ven cosas muy claramente, pastor. Todos tenemos nuestro lugar. Si todo el mundo viera las cosas con claridad, nuestras iglesias estarían repletas. La nación acudiría en masa a la cruz. ¿Qué fe requeriría eso? También podríamos ser marionetas.
—Sí, bueno, no estoy seguro que tener iglesias llenas sería tan malo.
—No estoy tan segura de que las muertes de mi hija y mi nieto fueran muy necesarias. Pero cuando los oigo reír, cuando se me permite echar una miradita al otro lado, todo tiene sentido. Allí es cuando deseo caminar por aquí y empezar a besar cosas.
Bill sonrió ante la expresión. En muchas formas él y Helen eran muy parecidos.
—Así que entonces… —él hizo una pausa, pensando por un momento.
—¿Sí?
—La semana pasada me dijiste en mi oficina que habías tenido una visión en que oías el sonido de pies huyendo en una mazmorra. ¿De quién eran esos pies? —investigó él mirándole los pies, calzados en esos Reeboks blancos—. ¿Tuyos?
—No —contestó ella riendo, de pronto inclinó la cabeza, pensando—. Al menos no lo había considerado. Pero no, no lo creo. Creo que los pies que huyen son de Kent.
—¿Kent?
—Él es el actor principal en este drama. Es decir, todos participamos, pero él es quien huye.
—Kent es el que huye. ¿Y a dónde está huyendo?
—Huye de Dios.
—¿Tiene todo esto que ver con Kent?
—Y contigo, con Gloria, con Spencer y conmigo —asintió Helen—. ¿Quién sabe? Muy bien podría tratarse de todo el mundo. No lo sé todo. A veces no sé nada. Por eso te llamé hoy. Hoy sé algunas cosas.
—Ya veo —concordó él, y le miró distraídamente los pies—. ¿Y por qué estás usando zapatos deportivos, Helen? ¿Has estado caminando más estos días?
—¿Con mis rodillas? —cuestionó ella moviendo los pies sobre la alfombra—. No, simplemente se siente bien usar estos zapatos. Imagino que he estado ansiando volver a ser joven.
Helen miró por la ventana detrás de Bill.
—Parece que eso me sosiega el sufrimiento en el corazón, ¿sabes? —concluyó.
Ella sorbió rápidamente del vaso, y luego lo bajó.
—Pastor, he recibido el llamado de interceder por Kent.
Bill no respondió. Ella era una intercesora. Tenía sentido.
—Interceder sin cesar. Ocho horas diarias.
—¿Pasas ocho horas diarias orando por Kent?
—Sí. Y lo haré hasta que el asunto termine.
—Hasta que termine ¿qué, Helen?
—Hasta que termine el juego —explicó ella mirándolo directamente a los ojos.
Él la analizó, buscando algún indicio de falta de sinceridad. No logró encontrar ninguno.
—¿Así que ahora se trata de un juego? No estoy seguro de que Dios participe en juegos.
—Escoge entonces tus propias palabras —objetó ella encogiéndose de hombros—. He sido llamada a orar hasta que termine.
—Esto es inverosímil —manifestó Bill moviendo la cabeza de lado a lado en incredulidad—. Me siento como si hubiéramos sido transportados otra vez a alguna historia del Antiguo Testamento.
—¿Crees eso? Esto no es nada. Deberías leer el Apocalipsis. Las cosas se ponen extrañas después.
El sentido de las palabras de Helen lo impactó. Nunca había pensado en la historia en esos términos. Siempre había habido historias bíblicas, tiempo de zarzas ardiendo, burras que hablan, y lenguas de fuego. Y estaba el presente… tiempo de normalidad. ¿Y si el punto peculiar de vista de Helen tras bastidores fuera de veras tan solo una ojeada extraordinaria a la manera en que las cosas eran en realidad? ¿Y sí, para variar, a él se le estuviera permitiendo echar un vistazo dentro de esta insólita «normalidad»?
Se sentaron y platicaron bastante después de eso. Pero Helen no logró irradiar más luz sobre las dudas de Bill. Concluyó que era porque ella sabía un poco más. Ella estaba mirando a través de un cristal poco iluminado. Pero en verdad estaba viendo.
Y si ella tenía razón, este drama suyo —este juego— apenas empezaba.