Capítulo catorce

La visión le vino a Kent a primeras horas de la madrugada, como un rayo de tenebrosidad a través de las sombras de su mente.

O quizás no fue una visión. Tal vez lo vivió realmente.

Se hallaba en el callejón detrás del banco. De la rejilla subía vapor, el contenedor estaba inclinado de lado y maloliente, y Kent observaba a ese vagabundo que sorbía su botella metida en la bolsa. Solo que ahora no echaba la bolsa hacia atrás, sino que metía una lengua larga y rosada por el cuello de la botella y la usaba como una pajita. Era la clase de situación que se esperaría en un sueño. Por tanto, sí, debió haber sido una visión. Un sueño.

El vagabundo ya no usaba ropa desteñida sino un esmoquin negro con zapatos brillantes y camisa planchada. Respetabilísimo. Excepto por los enmarañados cabellos que le crecían en la barbilla y el cuello. Parecía como si el hombre intentara cubrir una docena de verrugas rojizas, pero los largos mechones solamente las resaltaran, y eso sin duda no era respetable. Eso y la peculiar lengua.

El «vagabundo convertido en ciudadano respetable» divagaba en cuanto a lo afortunado que era Kent con su lujoso auto y su espléndido trabajo. Kent interrumpió la cháchara con el más obvio de los puntos.

—No soy mejor que usted, anciano.

—¿Anciano? —inquirió el vagabundo humedeciéndose los labios con esa lengua larga y rosada—. ¿Cree que soy viejo? ¿De cuántos años le parezco, compañero?

—Solo es una expresión.

—Bueno, usted tiene razón. Soy viejo. En realidad, bastante viejo. Y a mi edad he aprendido algunas cosas —informó, riendo y volviendo a zigzaguear la lengua dentro de la botella, sin dejar de mirar a Kent.

—¿Cómo hace eso? —quiso saber Kent, con el ceño fruncido.

—¿Hacer qué? —preguntó el tipo, extrayendo rápidamente la lengua.

—¿Cómo logra hacer eso con la lengua?

—Esa es una de las cosas que he aprendido con los años, muchacho —explicó el vagabundo riendo y tocándose una de las verrugas debajo del mentón—. Cualquiera puede hacerlo. Solo tiene que estirar la lengua por largo rato. ¿Ve?

Lo volvió a hacer, y Kent se estremeció.

El sujeto volvió a meter la lengua en la boca.

—¿Ha visto alguna vez esa gente primitiva que se estira el cuello hasta treinta centímetros de alto? Es igual a eso. Simplemente se estiran las cosas.

Un frío pareció haber descendido en el callejón. El vapor blanco de la rejilla se extendía por el suelo, y Kent se puso a pensar que debía volver al trabajo. Concluir una programación.

Pero solo era eso. Él no quería cruzar esa puerta. Es más, ahora que lo pensaba, algo muy malo había sucedido allí. Solo que no lograba recordar qué.

—¿Qué espera, muchacho? —cuestionó el hombre, y miró hacia la puerta—. Entre. Agarre sus millones.

—¿Eh? ¿Es eso lo que usted cree? —replicó Kent—. ¿Cree que los tipos como yo ganan millones trabajando como negros para algún banco? Ni siquiera está cerca de la verdad, anciano.

—¿Cree que soy estúpido? —contraatacó el vagabundo, sin la sonrisa en el rostro y con los labios retorcidos—. Me llama anciano, ¿y sin embargo habla como si yo no supiera nada? ¡Usted es un idiota redomado!

—Cálmese, amigo —anunció Kent retrocediendo, sorprendido por la súbita demostración de disgusto—. No recuerdo haberlo llamado idiota.

—Muy bien pudo haberlo hecho, ¡imbécil!

—Mire, en realidad no quise ofenderlo. No soy mejor que usted, de todos modos. No hay necesidad de ofenderse aquí.

—Y si usted cree que no es mucho mejor que yo, entonces de veras es un idiota. Además, ¡el hecho de que ni siquiera haya pensado en hacer lo que yo haría en su lugar demuestra que es un verdadero imbécil!

—Mire —expresó Kent frunciendo el ceño, desconcertado por la audacia del vagabundo—. No sé lo que usted pensaría hacer en mi lugar, pero las personas como yo simplemente no ganan esa clase de dinero.

—¿Las personas como usted? ¿O usted? ¿Cuánto ha hecho usted?

—Bueno, eso no es realmente algo de su…

—Solo dígamelo, imbécil —desafió el hombre—. ¿Cuánto dinero ha hecho legítimamente en esa caja de cemento allí?

—¿Cuánto… legítimamente?

—Desde luego. ¿Cuánto?

Kent hizo una pausa, pensando en esa palabra. Legítimamente. Legítimamente había ganado las bonificaciones correspondientes al SAPF. Millones. Pero eso difícilmente contaba como ingreso. Y ese con seguridad no era asunto de este bicho raro, de todos modos.

Una pícara sonrisa se dibujó en los labios del vagabundo, quien inclinó levemente la cabeza y entrecerró los ojos.

—Vamos, Kent. En realidad no es tan difícil, ¿no es así?

—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó Kent con un parpadeo.

—Ah, sé cosas. He estado por ahí alrededor, como dije. No soy el estúpido que usted podría creer. Afirmo que usted ha ganado millones, muchacho. Y le digo que los agarre.

—¿Millones? La cuestión no es como si se pudiera entrar campante al sótano y agarrar unos cuantos millones.

—No. Pero usted tiene una llave, ahora ¿no es así?

—¿Una llave? No sea tonto, amigo. Una llave para esta puerta no tiene nada que ver con el sótano. Además, es evidente que usted no sabe nada respecto a la seguridad. Sencillamente no se entra a un banco y se roba un penique, mucho menos un millón.

—Deje de llamarme estúpido, ¡idiota despersonalizado! Basta, basta, ¡basta!

El corazón de Kent le palpitó con fuerza en el pecho.

Ahora el vagabundo se movió ligeramente.

—Esa llave no, idiota —gruñó en voz baja, mirando a Kent—. La llave es su cabeza. El ingreso trasero a ese software. Usted tiene el único código del ingreso trasero. Ellos ni siquiera saben que existe.

El callejón se quedó en silencio. En un silencio mortal. A Kent le pareció haber dejado de respirar.

—No lo diré. Lo prometo —añadió el hombre a través de su sonrisa.

Luego abrió la boca de par en par y comenzó a reír socarronamente. El sonido de la risa resonó en las paredes de ladrillo.

Kent retrocedió, sorprendido.

Esa boca abierta mostraba un agujero negro detrás de la garganta del vagabundo. La lengua serpenteaba como un largo sendero que llevaba hacia la oscuridad. La negrura aumentó como un remolino y entre risitas resonantes se tragó el callejón.

Kent se quedó rígido.

Lo cubrió el silencio. La oscuridad le llegó a sus ojos desorbitados. Sábanas húmedas le golpearon el estómago. El pecho le latía con fuerza como un tambor indio de guerra.

Se sentó en la cama, paralizado por el pensamiento que lo había despertado de manera tan ruda. Las imágenes del vagabundo se redujeron rápidamente hasta quedar en el olvido, eclipsadas por el singular concepto que este sujeto había depositado en la mente de Kent. Ni una sola alma había sabido del ingreso trasero que él había programado dentro del SAPF esa última semana. Quiso decírselo a Borst en Miami, con toda la documentación pertinente tan pronto regresaran. Eso fue antes.

ROOSTER.

Ese fue el código que él le asignara temporalmente al ingreso de seguridad. Con este código cualquier funcionario autorizado del banco podría entrar al sistema a través de una acción no rastreable, abordar cualquier asunto de seguridad, y salir sin afectar las operaciones normales. Por supuesto, no cualquier funcionario del banco estaría sencillamente autorizado. Solo uno o dos, quizás. El presidente y el vicepresidente, quienes deberían guardar el código en la más absoluta reserva. Bajo llave.

Kent bajó los pies de la cama y se quedó sentado observando la oscuridad. Contornos de los muebles de dormitorio empezaron a tomar vaga forma. La comprensión del significado del ROOSTER le prosperó en la mente como una nube que surge de pronto. Si el banco no había descubierto el acceso trasero, entonces quien tuviera el código podría abrirlo.

Y él tenía el código. La llave del vagabundo.

ROOSTER.

¿Qué podría un operador lograr con el ROOSTER? Cualquier cosa. Lo que sea, con las habilidades correctas. Habilidades de ingeniería de software. La clase de pericias que él mismo tenía, tal vez con más dominio que cualquier persona que él conocía. Seguramente dentro del contexto del SAPF. Él había diseñado el código, ¡por amor de Dios!

Kent se levantó, temblando. Miró el reloj: 2 a. m. El banco estaría desierto, desde luego. Debía averiguar si habían descubierto el acceso al ROOSTER durante la implementación inicial del programa. Conociendo a Borst, no lo habían hecho.

Fue al clóset y se detuvo ante la puerta. ¿En qué estaba pensando? No podía ir allí ahora. La compañía de alarmas registraría su ingreso a las dos de la mañana. ¿Cómo se vería eso? No. Totalmente imposible.

El programador giró hacia el baño. Debía analizar detenidamente esta idea. Cálmate, muchacho. A medio camino hacia el baño se volvió otra vez al dormitorio. No tenía necesidad de ir al baño. Contrólate, amigo.

Ya en cama volvió a pensar claramente por primera vez. La realidad del asunto era que si habían pasado por alto el ROOSTER, él podía entrar al SAPF y crear un vínculo con cualquier banco del sistema federal de reserva. Por supuesto, lo que podría hacer una vez que estuviera allí era totalmente otro asunto.

No podía tomar nada. Para empezar, ese era un crimen federal. La gente se pudre en la cárcel por fraude administrativo. Y Kent no era un criminal. Por no mencionar el simple hecho de que los bancos no dejan simplemente que salga dinero sin rastrearlo. Rendían cuenta de cada dólar. Se conciliaban cuentas y se verificaban transacciones.

Kent cruzó las piernas en la cama y abrazó una almohada. Por otra parte, al implementar el SAPF de manera prematura, sin ayuda de Kent, sin darse cuenta Borst no solo había dejado al descubierto sus flancos sino que también había dejado abierta la puerta del establo a mil millones de cuentas en todo el mundo. Kent sintió que un frío le recorría las venas. Solamente las cuentas de Niponbank ascendían a casi cien millones en el mundo entero. Cuentas personales, cuentas comerciales, cuentas federales… y todas ellas estaban allí, accesibles a través de ROOSTER.

Si Kent lo deseaba, podía entrar en la cuenta personal de Borst; dejarle desagradables mensajes en los estados bancarios; asustar al tonto poniéndolo directo en manos de Dios. ¡Ja! Kent sonrió. Un suave brillo de sudor le cubría el labio superior, y se pasó un brazo por la boca.

Imaginó la mirada de Bentley cuando abriera su estado bancario y, en vez de esa bonificación de cientos de miles de dólares encontrara la notificación de un sobregiro. Se tensaría más que una tabla. Quizás se pondría morado y caería muerto.

Kent parpadeó y se sacudió los pensamientos de la cabeza. Absurdo. Toda la idea era absurda.

Pero entonces todo en la vida se le había vuelto absurdo. Había perdido su determinación por vivir. ¿Por qué no ir tras un poco de gloria, lograr el delito del siglo, y robar un fajo de billetes al banco que le había esquilmado? Eso podría darle un motivo para volver a vivir. Había perdido mucho en el pasado reciente. Recuperar un poco poseía un halo de justicia.

Por supuesto, hacerlo sin ser atrapado sería casi imposible. Casi imposible. Pero se podía hacer, con la suficiente planificación. ¡Imagínatelo!

Eso hizo Kent. Imaginarse. Hasta el amanecer dio forma y colorido a los alrededores que imaginó, con los ojos bien abiertos, las piernas juntas, y una almohada debajo de la barbilla. Dormir era imposible; porque mientras más meditaba en el asunto, más comprendía que si el ROOSTER aún vivía, él podría ser un hombre rico. Forrado en billetes. Empezar una nueva vida. Hacer algo de su propia justicia. Arriesgar la vida en prisión, sin duda, pero no obstante con vida. La alternativa de volver a recorrer pesadamente la senda corporativa lo abatía más como una muerte lenta. Y ya había tenido suficiente de muerte.

Era miércoles. Hoy iría al banco y de manera casual averiguaría si el ROOSTER aún vivía. Si así era…

Un frío le recorrió los huesos. En realidad era hora de seguir adelante. ¿Y la sensación de culpa que Helen le produjera? ¿Este asunto de Dios? Eso tendría que esperar, desde luego. Si el poderoso ROOSTER rojo vivía, él mismo tendría un banquete para planificar.