Sexta semana
Helen Jovic condujo el vetusto Ford Pinto amarillo claro por una zona residencial perfectamente mantenida, impresionada por la inmensa fachada. Como una enorme colección de muñecas Barbie cuidadosamente construida sobre la tierra para tapar un lugar apestoso y corrupto debajo. Hecho para cubrir estos calabozos aquí abajo.
Se sintió extraña conduciendo por el mundo. Solitaria. Como si estuviera soñando y las casas que se levantaban sobre verdes gramas fueran de otro planeta, porque ella sabía lo que en realidad había aquí, y que esto se asemejaba más a una cloaca que a este vecindario de ensueño.
Ese era el problema al haberse refugiado en la oración por una semana y logrado que se le abrieran los ojos. Se veían las cosas con más claridad. Y en esos días Dios le estaba haciendo ver las cosas más claramente, como había hecho con el criado de Eliseo. Acercándola a este enorme drama que se desarrollaba ante los ojos de los mortales. Ella representaba la parte de intercesora, la única mortal a la que se le permitía vislumbrar ambos mundos para que pudiera orar. Ella sabía eso. Y ahora había orado casi sin parar durante diez días.
Pero este era solo el principio. Ella lo sabía exactamente como sabía que el cambio de color en las hojas indicaba el otoño venidero. Que venía algo más. Una estación completa.
Helen empezaba a aceptar el juicio de Dios en el asunto. Como un ama de casa podría aceptar el liderazgo del esposo: con una sonrisa artificial para evitar confrontación. Por supuesto, se trataba de Dios, no de un hombre lleno de debilidades. Sin embargo, ella no podía dejarlo salir tan fácilmente del atolladero por lo que él había hecho. O al menos, permitido; lo cual, dado el poder que él tenía, era lo mismo. El tiempo de ella parecía igualmente estar dividido entre dos realidades. La realidad en la cual lloraba de manera lamentable, reclamando a Dios por este plan descabellado, rogándole alivio; y la realidad en que se sometía, temblaba y lloraba, humilde por lo que de algún modo Dios le había comunicado.
Reprender a Dios era una insensatez, por supuesto. Total tontería. Los humanos no tenían derecho de culpar al Señor por sus dificultades, como si él supiera exactamente lo que estaba haciendo al dar vida a las galaxias con su aliento, pero se equivocara en el trato con los seres que puso sobre este planeta Tierra.
Por otra parte, fue el mismo Dios, con toda su sabiduría, quien creara al hombre con una mente inconstante. Creyendo un día, dudando al siguiente; amando un instante, olvidando una hora después. El género humano.
—Ah, Dios, libéranos de nosotros mismos —susurró y se dirigió a la esquina que llevaba hacia el rincón de Kent.
Ya no tenía lucha con creer, como le pasaba a la mayoría. Pero en cuanto a amar… A veces se preguntaba acerca de amar. Si la naturaleza humana era un imán, entonces la autogratificación era acero que se incrustaba tercamente. Y amar… amar era como la madera, que se niega a adherirse al imán por mucha presión que se le aplique. Bueno, de todos modos ella seguía siendo humana. Aun después de que había pasado por este desbarajuste. En realidad sí, Kent era un santo en comparación con lo que ella había sido.
—¿Por qué nos estás trayendo hasta aquí, Padre? ¿Dónde termina este camino? ¿Qué no me has mostrado?
En las cinco semanas desde que viera por primera vez los cielos abiertos, junto a Gloria y Spencer, cada día había tenido un atisbo de la luz. Pero solo en tres ocasiones había tenido visiones específicas de los asuntos allá arriba. La primera fue cuando se enteró de todo este desorden. La segunda le mostró la muerte de Spencer. Y la tercera, una semana atrás, exactamente después de que Spencer se uniera a su madre.
Cada vez se le había permitido ver un poco más. Había visto a Gloria riendo, y también a Spencer riendo. Helen no sabía si ellos reían todo el tiempo… parecía como si se acabara el placer de ello. Pero para acabarse se necesitaba tiempo, y no había tiempo en el cielo, ¿no es cierto? En realidad allá no había habido una gran risa. No todo momento estuvo lleno de risas, si es que en el otro lado había cosas tales como momentos. Dos veces en la última visión había visto a Spencer y a Gloria reposando quietamente, ni riendo ni hablando sino estáticos y temblorosos, con los ojos fijos en algo que Helen no lograba ver. Revolcándose de placer. Luego volvía la risa, después de un momento. Una risa de deleite y éxtasis, no de humor. Es más, no había nada cómico acerca de que su hija y su nieto estuvieran allá arriba en los cielos.
Era asunto de placer puro. Helen muy bien habría enloquecido de no haber visto eso.
Parpadeó y giró en la calle de Kent. La edificación de dos pisos se levantaba como una tumba, aislada contra el cielo lúgubre y grisáceo.
En su última visión, Helen había logrado ver la magnitud del caso, lo que la dejó anonadada. Lo vio a lo lejos, más allá del espacio ocupado por Gloria y Spencer, y solo por un breve instante. Un millón, quizás mil millones de criaturas se congregaban allí. ¿Y dónde era allí? Allí estaba el cielo completo, aunque parecía imposible. Las criaturas se habían juntado en dos mitades, como sobre gradas cósmicas que miran hacia un solo campo. ¿O se trataba de una mazmorra? Esa fue la única forma en que Helen logró interpretar la visión.
Un interminable mar de criaturas angélicas brillaba de blanco a la derecha, clamando por ver el campo abajo. Aparecían en muchas formas, indescriptibles y distintas de cualquier cosa que ella hubiera imaginado.
A la izquierda una oscuridad extrema creaba un espacio vacío lleno solo con el rojo y el amarillo de incontables ojos titilantes. La fuerte fetidez a vómito había emanado de ellos, y ella había palidecido, exactamente allí, sobre el sillón verde en su sala.
Luego Helen vio el objeto de la atención fija de los seres. Era un hombre sobre el campo abajo, corriendo, subiendo y bajando los brazos a toda velocidad, como alguna clase de gladiador huyendo de un león. Solo que no había león. No había nada. Después los cielos se oscurecieron, y ella vio que se trataba de Kent que atravesaba un parque a toda prisa, llorando.
Esa tarde ella había ido donde él y le había brindado consuelo, el mismo que él rechazó al instante. También le había preguntado dónde estuvo esa mañana a las diez, la hora de la visión.
—Salí a correr —había contestado él.
Helen llegó a la entrada y estacionó el Pinto.
Kent abrió la puerta después del tercer timbrazo. Por las ojeras debajo de sus ojos, el hombre no había estado durmiendo. Tenía el cabello rubio enmarañado, y los ojos azules normalmente brillantes miraban ahora a través de párpados extenuados y oscurecidos.
—Hola, Kent —lo saludó Helen ofreciéndole una sonrisa.
—Hola.
Él dejó abierta la puerta y se dirigió a la sala. Helen entró y cerró la puerta. Cuando ella pasó debajo de la pasarela, él ya se había sentado en la mullida mecedora beige.
El aire estaba impregnado con olor a trapos sucios de varios días; quizás de una semana. Por la oscurecida sala se oía melancólicamente la misma música que él había escuchado durante jornadas enteras. Celine algo más, le había dicho a ella. Dion. Celine Dion, y no era una cinta sino un CD, igual que las iniciales del nombre de ella: CD.
Helen observó la desarreglada sala. Las minipersianas estaban cerradas, y ella parpadeó para ajustar la vista. Un montón de platos se alzaba sobre el mesón para desayunar a la derecha. El televisor titilaba silenciosamente con colores a la izquierda. Cajas de pizza yacían sobre una mesa de centro abarrotada de botellas. Si Kent se lo permitía, ella limpiaría un poco antes de irse.
Algo más había cambiado en la sala principal. La mirada de Helen se posó sobre la chimenea. Ya no estaba el cuadro enmarcado con el título Perdonado. En esa pintura Jesús sostenía a un asesino vestido con ropa de mezclilla, y que tenía un martillo y clavos en la mano de la que goteaba sangre. Un débil contorno hacía notar el espacio vacío.
Helen se sentó en el sofá. No estaba siendo fácil atraer a Kent. Padre, ábrele los ojos. Haz que sienta tu amor.
—¿Qué quieres, Helen? —preguntó él, mirándola como si hubiera oído el pensamiento.
—Quiero que estés mejor, Kent. ¿Te está yendo bien?
—¿Me veo como si me estuviera yendo bien, Helen?
—No, en realidad te ves como si acabaras de regresar del infierno —opinó ella con una sincera sonrisa, sintiendo una repentina oleada de empatía por el hombre—. Sé que hay poco que decir para consolarte, Kent. Pero creí que te podría gustar un poco de compañía. Simplemente alguien que estuviera aquí.
Él la observó con la mirada baja y sorbió de una bebida que tenía en la mano izquierda.
—Bueno, te equivocas, Helen. Si yo necesitara compañía, ¿crees que estaría aquí viendo imágenes silenciosas en el televisor?
—Lo que la gente necesita hacer y lo que en realidad hace casi nunca es algo ni siquiera remotamente similar, Kent —contestó ella asintiendo—. Y sí, creo que aunque necesitaras compañía, estarías aquí observando el televisor y escuchando esa música espantosa.
Él quitó la mirada de ella, haciéndole caso omiso.
—Pero tu situación no es tan exclusiva. La mayoría de personas en tu caso haría lo mismo.
—¿Y qué sabes tú acerca de mi caso? —riñó él—. ¡Qué estupidez! ¿Cuántas personas conoces que pierdan a su esposa y a su hijo en un mes? ¡No hables de lo que no sabes!
Helen sintió que los labios se le comprimían. De repente deseó darle un bofetón al hombre y salir de allí. Darle una dosis de la propia historia de ella. ¡Cómo se atrevía él a vociferar como si fuera el único que estuviera sufriendo!
Se mordió la lengua y tragó grueso.
Por otra parte, él planteaba algo interesante. No en que ella no conociera la pérdida; Dios sabía que nada podía estar más lejos de la verdad, sino en la afirmación de que pocos sufrían tanta pérdida en tan poco tiempo. Al menos en este país. En otro tiempo, en otro lugar, tales pérdidas no serían poco comunes en absoluto. Pero en los Estados Unidos de hoy, difícilmente estaba de moda esta clase de pérdida.
Padre, concédeme gracia. Dame paciencia. Dótame de amor por este hombre.
—Tienes razón. Hablé demasiado pronto —declaró ella—. ¿Te importaría si limpio un poco la cocina?
Él encogió los hombros, y ella tomó eso como un Haz lo que quieras. Así que lo hizo.
—¿Tienes alguna otra música? —indagó ella, levantándose—. ¿Algo optimista?
Él solo hizo un gesto de insatisfacción.
Helen abrió las persianas y se dedicó a lavar los platos, orando mientras lo hacía. Él se levantó por un momento y puso un poco de música contemporánea que ella no pudo identificar. Helen dejó que la música tocara y tarareó con los tonos cuando los coros se repetían.
Tardó una hora en hacer que la cocina volviera a estar en la limpia condición en que Gloria la conservaba. Reemplazó con otros los trapos sucios de la cocina responsables del olor a moho, preguntándose cuánto tiempo permanecerían limpios. Un día a lo sumo.
Volvió a la sala, pensando en poder expresar lo que había venido a decir, e irse. Era evidente que Kent no se hallaba de humor para recibir algún consuelo. Sin duda no de parte de ella.
Helen miró el cielo raso e imaginó las graderías cósmicas, repletas con ansiosos espectadores, no limitados por el tiempo. Ella se paró detrás del sofá y analizó al hombre como podría hacerlo una de esas criaturas celestiales. Estaba abatido. No, abatido no. Quizás el abatimiento lo caracterizaría el ceño fruncido, no esa visión de muerte desplomada en la silla ante ella. El hombre se veía a punto de morir, devastado, deshilachado como un cáñamo masticado por un perro.
—Limpié la cocina —comentó ella—. Al menos puedes moverte allí por ahora sin tener que estar tirando cosas.
Él la miró, y se le movió la manzana de Adán. Tal vez la voz de ella le recordó a la de Gloria… Helen no había considerado eso.
—De todos modos. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti mientras estoy aquí?
Kent movió levemente la cabeza de lado a lado.
—¿Sabes, Kent? —empezó ella—. Me recuerdas a alguien que conozco que perdió a su hijo. En realidad, un caso muy parecido al tuyo.
Él no le prestó atención.
Ella pensó en salir sin terminar. ¿Estás seguro, Padre? Quizás sea demasiado pronto. El pobre parece una lombriz a punto de morir.
Dios no respondió. En realidad ella no había esperado que lo hiciera.
—Él estaba loco por ese muchacho, ¿sabes? Eran inseparables, todo lo hacían juntos. Pero el niño no era tan, qué diré, apropiado. No tenía el mejor aspecto. Desde luego, eso no significaba nada para su padre —comentó ella, ondeando la mano como rechazando el pensamiento—. Nada en absoluto. Pero otros comenzaron a ridiculizar al muchacho. Luego no solo a ridiculizarlo, sino a rechazarlo de plano. Llegaron a odiarlo. Y mientras más lo odiaban, más lo amaba su padre, si eso fuera posible.
Helen sonrió tiernamente. Kent la miró ahora con un poco de interés.
—El joven fue asesinado por algunos de sus propios compañeros —continuó ella—. Esto casi mata al padre. Me recuerda a ti. De todos modos, atraparon a quien mató a su hijo. Lo agarraron con el arma en la mano. El tipo quedó desamparado e indiferente… y en camino hacia una vida tras las rejas. Pero el padre no presentó ninguna acusación. Manifestó que ya se había tomado una vida. La de su hijo. En vez de eso ofreció amor a quien había matado a su hijo.
Helen miró a Kent a los ojos en busca de una señal de identificación. Esos ojos miraron dentro de los de ella, carentes de expresión.
—El afecto inesperado casi quebranta el corazón del asesino. Este fue hacia el padre y le suplicó que lo perdonara. ¿Y sabes lo que hizo el padre? —preguntó la mujer mirando aún a Kent.
El hombre no respondió.
—El padre amó al asesino como a su propio hijo. Lo adoptó —expuso, e hizo una pausa—. ¿Puedes creer eso?
—Yo lo habría matado —expresó él levantando el labio en un gruñido; luego tomó un sorbo de la bebida que tenía en la mano.
—En realidad el padre ya había perdido un hijo. Por crucifixión. No estaba dispuesto a dejar que crucificaran a otro.
Él se quedó como un bulto sobre un tronco, los ojos medio cerrados y el labio inferior caído. Si entendió el significado detrás de las palabras de Helen, no lo mostró.
—Dios el Padre, Dios el Hijo. Sabes cómo se siente eso, ¿verdad? Y sin embargo lo has asesinado en tu propio corazón. Masacraste al hijo. Es más, la última vez que estuve aquí había una pintura de ti encima de la chimenea —indicó ella señalando la pared blanqueada donde había estado la pintura—. Tú eras quien sostenía el martillo y los clavos. Parece como si te hubieras cansado de mirarte.
Ella sonrió.
—Sea como sea. Ahora él quiere adoptarte. Él te ama. Mucho más de lo que alguna vez te podrías imaginar. Y él sabe cómo se siente todo esto. Él lo ha vivido. ¿No tiene eso sentido para ti?
Kent siguió sin contestar. Parpadeó y cerró la boca, pero ella no tenía intención de empezar a interpretarle los gestos. Simplemente deseaba plantar esta semilla e irse.
Helen creyó por un momento que en realidad él podría estar sintiendo dolor. Pero luego vio que se le tensaban los músculos de la mandíbula, y ella pensó mejor.
—Reflexiona en eso, Kent. Abre el corazón —expresó ella volviéndose y dirigiéndose a la puerta, preguntándose si eso era todo.
Lo era.
—Adiós, Kent —se despidió, y atravesó la puerta.
De repente ella se sintió llena de júbilo. Se dio cuenta que el corazón le palpitaba simplemente por la emoción de haber transmitido este mensaje.
Su Pinto estaba en la entrada, en silencio y amarillento. Sacó las llaves y se acercó a la puerta del auto. Pero no quería conducir.
Deseaba caminar. Realmente caminar. Una idea absurda… ya había estado bastante de pie, y le dolían las rodillas.
La idea la detuvo a un metro del auto, e hizo tintinear las llaves que tenía en las manos. No podía caminar, por supuesto. Volteó a mirar hacia la puerta principal. Permanecía cerrada. El cielo en lo alto colgaba en un arco azul. Un hermoso día para una caminata.
Ella quería caminar.
Giró a la izquierda y salió andando por la calle. Caminaría. Solo hasta el final de la cuadra. De acuerdo, sus rodillas no eran lo que fueron una vez, pero la sostendrían hasta allá si andaba lentamente. Tarareó para sí y caminó por la acera.
Kent vio que la puerta se cerró, y el portazo le resonó como un gong en la mente. No se movió sino para dejar de mirar la entrada. Pero los ojos le quedaron exageradamente abiertos, y los dedos le temblaban.
La desesperación lo barrió como una gran ola, frente a la cual surgió un muro de tristeza que le quitó el aliento a Kent. La garganta se le tensó en un dolor insoportable, y resopló para liberar la tensión de los músculos. La ola lo envolvió, negándose a irse, arrastrándolo.
Entonces los hombros de Kent empezaron a temblar, y empezó a sollozar con fuerza. El dolor le oprimía el pecho como un torno, y de pronto no estuvo seguro si era tristeza o deseo lo que ahora le impedía respirar.
Spencer tenía razón.
¡Oh, Dios! ¡Spencer tenía razón!
La admisión le brotó de la mente, y Kent sintió que la boca se le abría en un grito desgarrador. Las palabras le salieron audiblemente, con voz ronca.
—¡Oh, Dios! —exclamó apretando los ojos; debió hacerlo, pues le ardían—. ¡Oh, Dios!
Las palabras le dieron un baño de consuelo, como un anestésico tranquilizador para el corazón.
—¡Oh, Dios! —volvió exclamar.
Kent se halló en la ola por un buen rato, saboreando extrañamente cada momento de este alivio, suspirando por más y más. Perdiéndose allí, en la más profunda de las penas, y en el bálsamo del consuelo.
Recordó una escena que se le representó en las paredes de la mente como una película antigua de dieciocho milímetros. Era de Gloria y Spencer, danzando en la sala, tarde una noche. Agarrados de las manos giraban en círculos y cantaban acerca de calles hechas de oro. La cámara del ojo de Kent se acercó a los rostros de ellos, quienes se miraban extasiados uno al otro. En ese entonces él había desechado el momento con una risita burlona, pero ahora la escena venía como la sustancia de la vida. Y supo que en algún lugar de ese intercambio yacía el propósito de la existencia.
El recuerdo le produjo un nuevo desbordamiento de lágrimas.
Cuando finalmente Kent se paró y miró por la sala, ya estaba oscuro. Agotado, se dirigió a la cocina y abrió la refrigeradora sin molestarse en prender la luz. Sacó una pizza del día anterior, se sentó en un taburete, y mordisqueó la húmeda corteza por algunos minutos.
Un espejo lo reflejó desde la oscurecida pared. Le mostró un hombre con pómulos caídos y ojos enrojecidos, cabello despeinado, y llevando el rostro de la muerte. Dejó de masticar y observó, preguntándose si ese podría ser él. Pero al instante supo que así era. Allí estaba el nuevo Kent… un tonto quebrantado y desechado.
Le dio la espalda al espejo y comió parte de la fría pizza antes de tirarla y ponerse frente al televisor. Se quedó dormido dos horas después ante la voz monótona de algún comentarista latino de fútbol.
Los números análogos verdes del reloj alarma mostraban las once del día cuando sus ojos parpadearon al abrirse la mañana siguiente. Para el mediodía se había dado una ducha y se había puesto ropa limpia. También había llegado a una conclusión.
Era hora de seguir adelante.
Solo seis días habían pasado desde la muerte de Spencer. Cuatro semanas desde que Gloria falleciera. Sus muertes lo habían dejado sin nadie. Y eso era todo, no había quedado nadie con quién lamentarse. Excepto Helen. Y ella era de otro planeta. Eso lo dejaba solo, y él no podía vivir consigo mismo. No consigo mismo.
Tendría que hallar rápidamente la muerte, o salir y encontrar un poco de vida.
Matarse representaba cierto atractivo: una clase de justicia final para la locura. En los últimos días había meditado en la idea durante largas horas. Si se mataba, sería por una sobredosis de algún estupefaciente; había llegado a esa conclusión después de descartar otras cien opciones. También podría salir volando alto.
Por otro lado, algo más se le estaba gestando en la cabeza, algo que resaltaban las palabras de Helen. Este asunto de Dios. El recuerdo le persistía como niebla en la mente, real pero confusa. Las emociones casi lo habían destruido. Cierta clase de altura que no recordaba haber sentido.
Recordó haber estado pensando, exactamente antes de quedarse dormido la noche anterior, que pudo haber sido su amor por Spencer lo que disparara las emociones. Sí, eso sería. Porque estaba desesperado por su hijo. Daría cualquier cosa, todo, por devolverle la vida. Qué asombroso que una corta vida pudiera significar tanto. Seis mil millones de personas en el globo terráqueo, y que al final fuera la muerte de un niño de diez años lo que le provocara tan inmenso dolor.
Kent salió de la casa, entrecerrando los ojos en la brillante luz.
Era hora de seguir adelante.
Sí, esa fue la conclusión.
Pero en realidad no era para nada una conclusión, ¿no es cierto? ¿Seguir adelante hacia qué? Trabajar en el banco conllevaba tanto atractivo como atravesar descalzo el Sahara. Hasta ahora no había tenido contacto con ninguno de sus compañeros de trabajo durante una semana. ¿Cómo podría enfrentar posiblemente a Borst? O peor aún, ¿al gordinflón de Bentley? Sin duda ellos seguirían adelante, empapados de aclamación por un magnífico trabajo, recogiendo los premios que le pertenecían a Kent mientras él yacía muerto en el agua, rodeado de dos cadáveres que flotaban. De haber tenido en el cuerpo la más pequeña sensación de violencia habría agarrado esa pistola de nueve milímetros que le regalara su tío al cumplir los trece años, y habría ido a ese banco. A jugar al empleado postal por un día. A entregar algún buen deseo.
Podría demandar, por supuesto… dispararles algunos proyectiles legales. Pero la idea de hacerlo con la ayuda de Dennis Warren le produjo malestar en el estómago. En primer lugar, Dennis se había ido ese último día a la tierra del bla-bla-bla. Las palabras de su abogado aún le retumbaban en la mente: No creo que estés listo. No creo que estés listo en absoluto, mi buen amigo. Quizás esta tarde estés listo.
¿Esta tarde? Luego Spencer había muerto.
No, Dennis estaba fuera del caso, concluyó Kent. Si demandaba al banco, sería con otro abogado.
Eso obligaba a buscar otro trabajo, un pensamiento que le provocó aun más náuseas que la idea de demandar. Pero al menos podría seguir pagando las cuentas. Un juicio muy bien lo podría dejar exprimido.
De cualquier modo, era probable que volviera a hablar con Helen. Regresar por un poco del consuelo al que ella parecía echar mano. Dios. Quizás Spencer tenía razón después de todo. Kent sintió que se le hacía un nudo en la garganta, y maldijo entre dientes. No estaba seguro de poder soportar mucho tiempo más estas descargas emocionales.
El día transcurrió en un estado de confusión mental, dividido entre el parque y la casa, pero al menos Kent estaba pensando otra vez. Era un inicio. Sí, era hora de seguir adelante.