Kent cayó en un profundo sueño en algún momento, pasada la medianoche del miércoles, con visiones que le daban vueltas perezosamente a través de sus sueños. Despertó tarde y se levantó para vestirse e ir a trabajar. La idea de volver a la cueva de ladrones le provocó náuseas ahora mismo, pero no había visto las cosas desde el punto de vista de Dennis Warren de al menos conservar su cargo de empleado con el banco. Y no había logrado contactarse con el abogado la tarde anterior, a pesar de la docena de intentos. Kent creyó que la joven bonita y tonta de su abogado le estaba tomando antipatía.
Y ya era de mañana. Lo cual significaba que era hora de volver al banco. De volver al infierno. Quizás hoy podría lavarle los pies a Borst. Quizás darle una buena fricción. Felicitarlo por hacerlo emplearlo del mes. ¡Estupendo, señor! ¡Por Dios!
—¿Papá?
Kent levantó la mirada desde el borde de la cama, donde acababa de dejar su última media. Spencer estaba en el marco de la puerta, totalmente vestido. Tenía el cabello enredado, pero el niño no iba a ir hoy a ninguna parte.
—Hola, Spencer.
Su hijo entró y se sentó al lado.
—Estás atrasado —observó el muchacho.
—Sí. Me quedé dormido.
—Te amo, papá —expresó de repente Spencer poniéndole un brazo encima y apretando con ternura a su padre.
La demostración de afecto produjo pesadez en el pecho de Kent.
—Yo también te amo, hijo.
Permanecieron juntos, quietos y callados por un momento.
—Sabes que mamá está bien, ¿verdad? —declaró Spencer, mirándolo—. Ella está en el cielo, papá. Con Dios. Está riendo allá arriba.
—Por supuesto, hijo —concordó Kent, parpadeando—. Pero nosotros estamos aquí abajo. Aquí no hay cielo.
—A veces sí —discutió Spencer.
—El cielo en la tierra —manifestó Kent alborotando el cabello del niño y sonriendo—. Tienes razón. A veces está aquí.
Se puso de pie y se anudó la corbata alrededor del cuello de la camisa.
—Como cuando tu madre y yo nos casamos. Entonces había algo de cielo. O como cuando recién compré el Lexus. ¿Recuerdas Spencer cuando llegué a casa con el Lexus?
—No estoy hablando de esa clase de cielo.
Kent fue hasta el espejo en la pared, sin querer hablar de esto ahora. En este momento quería cortarle la garganta a Borst. Se vio el ceño fruncido en el espejo. Más allá, el reflejo de Spencer le sostenía la mirada. Este era su hijo ahí en la cama, con los ojos bien abiertos y las piernas colgándole casi hasta el suelo.
—Vamos, Spencer. Sabes que no veo las cosas igual que tú. Sé que quieres lo mejor para mamá, pero ella se acaba de ir. Ahora estamos tú y yo, compañero. Y hallaremos nuestro propio camino.
—Sí, lo sé.
Está bien, hijo. Renuncia al asunto.
—Pero quizás deberíamos seguir el camino de mamá.
Kent cerró los ojos y apretó la mandíbula. ¿El camino de mamá? ¿Y cuál es el camino de mamá? El camino de mamá fue la muerte. Sí, bueno, ¿por qué sencillamente no nos morimos todos y vamos al cielo?
—No vivimos en un mundo de fantasía —explicó, apretándose el nudo de la corbata y volviéndose hacia Spencer—. Vivimos en un mundo real donde las personas mueren de veras, y cuando mueren se acaba todo. Dos metros bajo tierra. No va más. Y no hay cómo pretender algo más.
—¿Y qué de Dios?
El timbre sonó en el vestíbulo. Esa sería Linda, la niñera a quien Helen había encargado que cuidara a Spencer durante el día. Kent se volvió hacia la puerta.
—¿Por qué simplemente no crees en Dios?
—Sí creo en Dios —afirmó Kent deteniéndose y volviéndose otra vez hacia Spencer—. Solo que tengo un concepto más amplio, eso es todo.
—Pero Dios te ama, papá. Creo que él está tratando de cautivar tu atención.
Kent giró, con el estómago repentinamente revuelto. Deseaba expresar: No seas tan simplista, Spencer. ¡No seas tan estúpido! Quería gritar eso. Si lo que le estaba sucediendo en la vida tuviera algo que ver con un escritor de barba blanca en el cielo, entonces Dios se estaba volviendo senil a su avanzada edad. Era hora de que se hiciera cargo alguien con un poco más de compasión.
Kent se volvió de nuevo hacia la puerta sin responder.
—Él no te soltará, papá. Te ama demasiado —exhortó Spencer en voz baja.
Kent giró, repentinamente furioso.
—¡No me interesa tu Dios, Spencer! —exclamó; las palabras le salieron antes de que pudiera atajarlas—. ¡Solo cállate!
Dio media vuelta y se dirigió furibundo a la puerta principal, sabiendo que había cruzado una línea. Abrió la puerta y miró a la morena niñera que estaba parada en los peldaños del frente.
—¿Sr. Anthony? —preguntó ella, alargando una mano.
—Sí.
Kent oyó a Spencer detrás de él caminando con paso suave, y deseó volverse hacia el niño y suplicarle que lo perdonara. Linda lo miraba con brillantes ojos grises, y él desvió la mirada hacia la calle. Spencer, querido hijo mío, te amo mucho. Nunca podría lastimarte un cabello de la cabeza. Nunca. Nunca, ¡nunca!
Debía volverse ahora y abrazar al niño. Spencer era lo único que le quedaba. Kent tragó grueso y dio un paso hacia la muchacha.
—Cuídelo —le instruyó sin estrecharle la mano—. Él conoce las reglas.
Cada fibra en el cuerpo de Kent ansiaba girar y regresar hacia Spencer. Pero caminó con dificultad hacia el Lexus que esperaba en la entrada. Al cerrar la puerta vio a su hijo desde el rabillo del ojo. El niño se hallaba parado en la entrada con los brazos sueltos a los lados.
Kent refunfuñó calle abajo, pensando que acababa de llegar tan bajo como nunca antes. Muy bien pudo haber lamido el concreto mientras estuvo allá. Difícilmente lograba comprender por qué el tema de Dios lo lanzaba a tal descontrol. Por lo general la muerte parecía poner de rodillas a las personas, suplicándole algún entendimiento al tipo de arriba. Pero la muerte de Gloria parecía haber plantado una raíz de amargura en el corazón de Kent. Tal vez porque ella había muerto de forma tan violenta a pesar de la fe que tenía. Y las oraciones de su suegra habían terminado donde terminan todas las oraciones: en la propia materia gris de la mujer.
Llegó al banco de ladrillo rojo lleno de aprensión desde la primera vez que lo divisó a diez cuadras de distancia. Hoy llamaría nuevamente a Dennis, y descubriría cuán rápido podían entablar una demanda. Quizás podría irse entonces.
Kent se dirigió al callejón en la parte posterior del banco. No había manera de cruzar esas elaboradas puertas frontales de cristal y arriesgarse a toparse con el gordito Bentley. La entrada trasera estaría bien para el equilibrio del cargo del gordinflón, gracias. Kent recorrió el lúgubre callejón.
Hilos blancos de vapor ascendían de las alcantarillas en la mitad del angosto pasaje. Había basura esparcida a los lados del contenedor, como si lo hubieran inclinado y luego enderezado. Algún vagabundo desamparado demasiado impaciente por encontrar algo. Kent sacó del bolsillo un manojo de llaves y encontró la plateada que le habían proporcionado para la puerta un año atrás, después de que se quejara que necesitaba un acceso para cuando debiera quedarse más tiempo. Desde entonces entraba y salía a su agrado, trabajando a menudo hasta tarde en la noche. El recuerdo se le asentó ahora en la mente, burlándose.
¿Cuántas horas él le había entregado al banco? Miles al menos. Diez mil, todas para Borst y Gordito. Si el Dios de Spencer estuviera involucrado de veras en el mundo, era un torturador. Veamos a cuál de ellos logramos hacer vociferar hoy con más fuerza. Kent metió la llave en la ranura.
Un susurro sonó como un ruido áspero detrás de Kent.
—Aún no has visto nada, desquiciado.
Kent giró.
¡Nada!
El corazón le palpitó con fuerza. El contenedor se hallaba tranquilo; el callejón estaba despejado a lado y lado, vacío hacia las calles, blancos hilos de vapor surgían perezosamente de la rejilla. Pero él lo había oído, claro como el día. ¡Aún no has visto nada, desquiciado!
El estrés empezaba a dominarlo. Kent se volvió hacia la puerta gris de acero de la salida de emergencia y volvió a insertar la llave con mano temblorosa.
Su mirada captó un movimiento a la izquierda, y movió rápidamente la cabeza en esa dirección. Un hombre que usaba una raída camisa roja hawaiana y pantalones mugrientos que posiblemente un día fueron azules estaba inclinado contra el contenedor de basura, observándolo. La escena aterró en gran manera a Kent, y la mano se le paralizó en la llave. Ni tres segundos atrás habría jurado que no había nadie en el callejón.
—La vida es una porquería —expresó el hombre, y luego se llevó a los labios una bolsa color marrón y tomó un trago de una botella oculta. No dejó de mirar a Kent a los ojos. Ralos parches de cabello le colgaban del cuello. La enorme y roja nariz llena de grumos le brillaba.
—¡La vida es realmente una porquerííííía! —resaltó el tipo ahora, esta vez sonriendo, y dejó ver en la boca sus irregulares y amarillentos dientes; rió socarronamente y levantó la bolsa café.
Kent observó al vagabundo tomar otro trago. Empujó la puerta y entró rápidamente. Algo lo perseguía; se estaba desequilibrando. ¡Contrólate, Kent! Estás perdiendo el dominio propio.
La puerta se abrió con una ráfaga de aire, y de repente el pasillo quedó oscuro. Palpó la pared, encontró el interruptor, y lo levantó. Los largos tubos fluorescentes titilaron hasta que surgió luz blanca, iluminando el pasillo vacío. Largo y vacío como las posibilidades que ahora enfrentaba su vida. Funestas, pálidas, prolongadas, vacías.
La vida es una porquería.
Kent se obligó a ir hasta el final y salir al corredor principal. De algún modo se había embarcado en una montaña rusa, subiendo, bajando y dando bruscas curvas a vertiginosa velocidad, tratando de lanzarlo a la muerte. Lo transportaba una sensación infernal, y no se le permitía desembarcar. Cada hora se deslizaba en la siguiente, y cada día estaba lleno de nuevos giros y cambios. Se dice que cuando llueve, es a cántaros. Sí, bueno, ahora mismo llovía a cántaros. Fuego y azufre.
Cuando Kent entró a los Sistemas de Información, Betty se había ido, probablemente al baño a aplicarse otra capa de rímel en las larguísimas pestañas postizas. Ella siempre pretendía tener la mitad de la edad con el doble de la vida. Kent se metió a su oficina y cerró con cuidado la puerta. Aquí vamos. Se sentó y trató de calmar el zumbido en la mente.
Por todo un minuto miró los exóticos peces que atravesaban los tres monitores con previsibles movimientos. No fue sino hasta entonces que se dio cuenta que aún tenía el maletín ejecutivo en la mano. Lo dejó en el suelo y agarró el teléfono.
La malhumorada secretaria de la oficina de Dennis Warren tardó cinco minutos en comunicarlo, pero solo después de la amenaza de Kent de que volvería a llamar cada tres minutos si ella no le decía a Dennis ahora mismo que él se hallaba al teléfono.
—Kent —contestó Dennis—. ¿Cómo te va, amigo mío? No seas duro con mis chicas.
—Ella se está portando insolente. No debería hacer eso con los clientes, Dennis. No es bueno.
—No eres un cliente. Todavía no, Kent —declaró Dennis soltando una risita—. Lo serás cuando te llegue una cuenta de cobro. ¿Qué hay de nuevo?
—Nada —respondió Kent haciendo caso omiso de la burla—. A menos que llames nada a estar sentado en una oficina haciendo nada durante ocho horas mientras todo el mundo a tu alrededor está con el oído pegado a la pared, escuchando tu nada. La situación está patas arriba, Dennis. Todos en el banco lo saben.
—Relájate, compañero.
—¡Debemos avanzar, Dennis! No estoy seguro de aguantar esto mucho tiempo.
Un prolongado silencio le saturó el oído, lo cual era más bien poco característico en su amigo, quien nunca parecía quedarse sin respuesta. Ahora de pronto Dennis se quedó en silencio. Respirando, en verdad. Respirando pesadamente. Cuando habló, la voz le sonó áspera.
—Podemos avanzar en esto tan pronto como seas positivo, Kent.
—¿Positivo? ¿Respecto a qué? ¡Soy positivo! ¡Ellos creen aquí que he enloquecido! ¿Entiendes eso? Creen que estoy en lo más difícil, ¡por el amor de Dios! Vamos a enterrar a estos tipos, ¡aunque sea lo último que hagamos! —exclamó Kent, y trató de mostrar calma, preguntándose si su voz se habría oído en el pasillo—. ¿De acuerdo?
Una risita chirrió en la línea.
—Ah, estaremos haciendo algunos entierros, de acuerdo. ¿Y qué respecto a ti, Kent? —inquirió Dennis hablando ahora en cortas respiraciones, haciendo una pausa después de cada frase para aspirar—. ¿Eres positivo acerca de dónde te hallas?
Una respiración.
—No puedes ablandarte a medio camino.
Una respiración. Luego otra. Kent frunció el ceño.
—La situación no es como si Dios estirara la mano y te pasara algunas respuestas, ¿sabes? —continuó el abogado—. Tú decides seguir un camino, y lo recorres del todo. Exactamente hasta el final, ¡y los aprietas a todos si necesitan sus muletas!
Una serie de respiraciones.
—¿De acuerdo, Kent? ¿No es así?
—¿De qué estás hablando? —cuestionó Kent frunciendo el ceño en desaprobación—. ¿Quién está hablando de ablandarse? ¡Estoy diciendo que los enterremos, amigo! De estampillarlos contra la pared.
Dejó pasar el comentario acerca de las muletas. Algo estaba confuso allí.
—Así es, Kent —carraspeó la voz del abogado—. Haces lo que se deba hacer. Se trata de la vida o la muerte. Si ganas, es vida; si pierdes, es muerte.
—Te oí, amigo. Y estoy diciendo que por cómo se ven las cosas, ya soy hombre muerto. Debemos avanzar ahora.
—Si haces las cosas a la manera de ellos, terminarás enterrado. Como un mártir tonto —advirtió Dennis, y respiró—. Mira a Gloria.
¿Gloria? Kent sintió que el pulso se le aceleraba al asentir con su abogado. Ahora entendía lo que Dennis estaba haciendo. Y era algo brillante. El hombre se estaba extendiendo hacia él; conectándose emocionalmente con él; trazando las líneas de batalla.
—Sí —contestó.
Y Dennis estaba afirmando que el banco y Dios estaban del mismo lado. Ambos querían hacer algunos entierros. Solo que Dios en realidad era suerte, y la suerte ya había hecho su entierro con Gloria. Ahora le tocaba al banco. Con él.
—Sí —repitió, y le recorrió un escalofrío por la nuca—. Bueno, ellos no van a enterrarme, Dennis. No a menos que primero me maten.
El teléfono se quedó mudo en su mano por unos cuantos segundos antes de que Dennis contestara otra vez.
—No. Matar es contra las reglas. Pero existen otras maneras.
—Bueno, en realidad no estoy sugiriendo matar a nadie, Dennis. Es solo una manera de hablar. Pero te oigo. Te oigo fuerte y claro. Estoy listo. ¿Cuándo podemos echar a rodar esta bola?
Esta vez el teléfono se quedó totalmente callado por bastante tiempo.
—¿Dennis? ¿Hola?
—No —volvió a hablar el abogado; la voz parecía lejana, ahora como un eco en el teléfono—. No creo que estés listo. No creo que estés listo en absoluto, mi buen amigo. Quizás esta tarde estés listo.
El teléfono hizo clic. Kent se lo pegó más al oído, asombrado. ¿Esta tarde? ¿Qué diablos tenía esta tarde que ver con alguna cosa? Un pánico repentino le subió por la garganta. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué diablos…?
El teléfono le empezó a hacer un fuerte ruido en el oído. Entró una voz electrónica y le dijo indirectamente que pegarse al oído un teléfono desconectado era lo menos sensato que podía hacer.
Dejó el auricular en la base.
En realidad sí, la montaña rusa del infierno. ¡Tras él, muchachos! ¡Tras él!
¿Ahora qué? ¿Qué se supone que debía hacer en este maldito lugar? ¿Sentarse a mirar los peces mientras Borst se hallaba al otro lado del pasillo, planeando cómo gastar la próxima fortuna de Kent?
Cliff asomó la cabeza una vez y ofreció un «buenos días» alrededor de esa sonrisa de come-piña. Kent forzó una sonrisa y susurró lo mismo.
—No te metas en líos ahora. ¿Me oyes? —advirtió Cliff, tuteándolo.
—Siempre. Soy la personificación de los problemas —emitió; intentó hallar alguna ligereza en su propia ironía, pero no pudo.
—Está bien. ¡Persevera! Las cosas mejorarán si perseveras.
Cuando Kent levantó la mirada, Cliff ya se había ido. La puerta se cerró. ¿Qué sabía él ahora? Como un padre que brinda sana sabiduría. Persevera, hijo. Aquí, ven a sentarte en mis rodillas.
Trató de imaginar a Cliff elevándose en esquíes. La imagen llegó con fuerza. Ahora Spencer, había alguien más que podía elevarse. Solo que no en una patineta.
Kent pasó una hora revisando correos electrónicos y estúpidos memorándums bancarios. La mayor parte de eso fue a parar con un clic a la papelera de reciclaje. Esperó que en cualquier momento se asomara alguno de sus compañeros y dijera algo, pero no fue así, y empezó a olvidarse del asunto. En varias ocasiones les oyó las voces ahogadas, pero parecían hacerle caso omiso por completo. Quizás no sabían que él ya había llegado. O más probablemente estaban avergonzados. ¿Supiste lo de Kent y Bentley? Sí, en realidad lo echaron, ¿eh? Pobre tipo. Perdió a su esposa eso fue lo que lo trastornó. Sin duda.
Pensó varias veces en volver a llamar Dennis… preguntarle qué quiso decir acerca de esta tarde. Pero el recuerdo de la voz del hombre resonando en el auricular le hizo posponer la llamada.
Hizo clic en SAPF e ingresó la nueva contraseña. MBAOK. El conocido ícono atravesó la pantalla, y luego Kent lo dejó en operación por algún tiempo antes de ingresar al sistema. Un programa como este valdría millones para cualquier banco grande. Simplemente podría bajar el código de fuente y ponerlo a circular. Después de todo, le pertenecía.
Pero allí estaba el problema. No le pertenecía. Al menos, no legalmente.
El repentino zumbido del teléfono sobresaltó a Kent. Dennis, quizás. Llamando para disculparse por ese ridículo intercambio. Miró el identificador de llamadas.
Era Betty. Y él no estaba de humor para discutir asuntos de oficina. Dejó que el teléfono sonara de manera irritante. Al fin se silenció después de una docena de persistentes zumbidos. ¿Cuál era el problema de ella?
Un puño tocó a la puerta, y él se dio vuelta. Betty estaba en el marco, pálida.
—Tienes una llamada —comunicó, y él creyó que la mujer podría estar enferma—. Es urgente. Te la volveré a pasar.
Ella jaló la puerta hasta cerrarla. Kent la observó todo el tiempo.
El teléfono volvió a resonar. Esta vez Kent giró y agarró el auricular.
—Aló.
—Aló, ¿Sr. Anthony? —indagó una voz femenina; una suave y temblorosa voz femenina.
—Sí, soy Kent Anthony.
Una pausa.
—Sr. Anthony, me temo que ha habido un accidente. ¿Tiene usted un hijo llamado Spencer Anthony?
—Kent se puso de pie. Las manos se le enfriaron en el auricular.
—Sí.
—Lo golpeó un vehículo, Sr. Anthony. Está en el Denver Memorial. Usted debería venir inmediatamente.
El torrente sanguíneo de Kent se inundó de adrenalina como hielo hirviendo. Un escalofrío le bajó por los hombros.
—¿Está… está bien él?
—Está…
Una preocupante pausa.
—Lo siento. No puedo…
—¡Solo dígamelo! ¿Está bien mi hijo?
—Murió en la ambulancia, Sr. Anthony. Lo siento…
El mundo se le paralizó por un momento. Kent no supo si la mujer dijo algo más. Si lo dijo, él no lo oyó porque un zumbido había vuelto a estallarle en el cráneo.
El teléfono se le deslizó de la mano y cayó en la alfombra. ¿Spencer? ¡Su Spencer! ¿Muerto?
Kent se quedó atornillado al piso, la mano derecha aún pegada al oído donde había estado el auricular, la boca abierta estrepitosamente y sin fuerzas. Entonces el terror le llegó en oleadas, extendiéndosele como fuego por brazos y piernas.
Se volvió hacia la puerta. Estaba cerrada. Un momento, ¡esto podría haber sido una de esas voces! Se estaba volviendo loco, ¿verdad? Y ahora las voces de la demencia lo habían tocado donde sabían que dolía más. Intentó hacer reaccionar el corazón.
Murió en la ambulancia, había dicho la voz. Una imagen de la cabeza rubia de Spencer ladeada sobre una camilla de ambulancia le recorrió la mente. Los brazos de su hijo zarandeándose, mientras la furgoneta médica saltaba sobre baches.
Kent se tambaleó hacia la puerta y la abrió de golpe, apenas consciente de sus movimientos. Betty se hallaba en el escritorio, aún pálida. Y entonces Kent comprendió que se había tratado de una voz real.
La mente se le nubló, y Kent perdió la sensibilidad. Los días que lo habían llevado hasta hoy lo habían debilitado mucho. Ahora simplemente se le venían encima, como paja soplada por el viento.
Gimió, desconcertado, totalmente ajeno a las puertas que se abrían a su alrededor para ver qué ocasionaba el alboroto. Una pequeña parte de su mente sabía que avanzaba torpemente por el pasillo, con las manos sueltas a los lados, gimiendo como un jorobado retardado, pero la comprensión de las cosas flotaba en el negro horizonte como un diminuto detalle sin importancia. Todo lo demás solo era zumbido y tenebrosidad.
Kent atravesó a tropezones la puerta del pasillo, como un autómata. Se hallaba a mitad de camino hacia el vestíbulo principal cuando la crueldad de todo esto le retumbó en el cerebro, y comenzó a jadear irregularmente como pez boqueando sobre rocas. En la mente le apareció el tierno e inocente rostro de Spencer. Luego el hinchado cuerpo de Gloria, aún manchado y morado.
Se llevó las manos a las sienes y salió en vacilante carrera. Quería detener las cosas. Interrumpir el gemido, paralizar el dolor, parar la locura. Sencillamente estancarlo todo.
Pero ahora todo llegó como una inundación, y en vez de detener algo, comenzó a sollozar. Como un hombre poseído, Kent atravesó el vestíbulo principal, agarrándose el cabello de las sienes, gimiendo escandalosamente.
El banco se paralizó por un momento.
Doce cajeros se volvieron al unísono, asombrados. Zak, el guardia de seguridad, se llevó la mano a la culata de su nueva y brillante 38, por primera vez, posiblemente.
Kent se lanzó por las puertas giratorias, saltó los peldaños de concreto, y rodeó desbocado la esquina. Corrió hacia el auto, apenas consciente de cuál era el suyo.
¡Spencer! No, no, ¡no! Por favor, ¡Spencer no!
El rostro de su hijo surgió tierno y sonriente en la mente de Kent. Los rubios mechones le colgaban sobre los ojos azules. El niño echó la cabeza hacia atrás, y Kent sintió una oleada de vértigo ante el dolor que sintió en el pecho.
La puerta del Lexus no se abrió fácilmente, y Kent revolvió a tientas el mazo de llaves, el cual se le cayó, golpeándose la cabeza en el espejo al agacharse para recogerlo. Pero no sintió ningún dolor por el corte profundo sobre el ojo izquierdo. Por la mejilla le bajó sangre cálida, y eso lo consoló extrañamente.
Luego ya en el auto gritaba desesperado por las calles haciendo sonar el claxon, limpiándose frenéticamente las lágrimas para aclarar la vista.
Ahora apenas se sentía consciente. Lo único que notaba era el dolor y la lobreguez que le explotaba en la mente. Serpenteó entre el tráfico, aporreando el volante, tratando de desplazar el dolor. Pero cuando hizo chirriar los frenos al detenerse en el hospital, y cuando en seguida se dio de frente con un paramédico asombrado, que lo contuvo brindándole palabras de consuelo, supo que ahora todo daba igual.
Spencer estaba muerto.
En alguna parte en la confusión, un hombre bienintencionado en una bata blanca le dijo que a su hijo Spencer lo había golpeado un auto por detrás. Que después de atropellarlo se había dado a la fuga. Uno de los vecinos halló al niño tirado en la acera, a mitad de camino hacia el parque, con la espalda destrozada. Le informó que Spencer no pudo haber sabido qué lo golpeó. Kent le gritó al hombre, diciéndole que debía dejar que un vehículo lo golpeara en la columna a setenta kilómetros por hora para ver cómo se sentía.
Entró a tropezones al cuarto donde habían dejado el cuerpecito de Spencer tendido en una camilla. El niño aún tenía puestos los pantalones cortos, y el pecho estaba desnudo. Habían enderezado el cuerpo, pero a primera vista Kent vio que el torso de su hijo descansaba en un ángulo extraño en las caderas. Imaginó el cuerpecito partiéndose en dos, doblándose, y siendo lanzado sobre el piso gris de linóleo. Se dirigió tambaleándose hasta el cuerpo, confuso ahora. Luego tocó la blanca piel de su hijo, reposó la barbilla en la quieta caja torácica, y lloró.
Sintió como si de los fuegos infernales hubieran sacado un hierro al rojo vivo y se lo hubieran estampado en la mente. Nadie merecía esto. Nadie. Ese pensamiento venía una y otra vez.
El dolor quemaba tan fuerte que Kent perdió el sentido. Más tarde le dijeron que había renegado, delirado y maldecido —más que todo maldecido— durante más de una hora. Pero él no recordaba nada de eso. Dijeron que le habían dado un sedante, y que se quedó dormido. Sobre el piso, en el rincón, acurrucado como un feto.
Pero así no era como él recordaba las cosas. Simplemente recordaba que la mayor parte de él murió ese día. Y recordaba esa marca de acero chamuscándole el cerebro.