Capítulo once

Kent se obligó a ir al banco el miércoles en la mañana, apretando los dientes en medio de la humillación y la ira. Había logrado volver a su oficina ayer después del fracaso con Bentley, afortunadamente sin encontrar un alma. Por dos horas había intentado trabajar, y había fracasado de manera lamentable. A las once había salido, pasando al lado de Betty, refunfuñando algo acerca de una cita. No había regresado.

Hoy entró por la puerta del frente, pero solo por la insistencia de su abogado en que mantuviera la normalidad: que actuara como si nada bajo el sol lo hubiera molestado cuando en realidad por dentro se estaba desmoronando. Se apuró por el vestíbulo con la cabeza agachada, jugueteando con su tercer botón como si algo respecto de este requiriera su total atención. Uno de los cajeros lo llamó por su nombre, pero él fingió no oírlo. El botón lo absorbía demasiado.

Puso la mano en la puerta de la suite de Sistemas de Información y cerró los ojos. Está bien. Kent. Sencillamente haz lo que debes hacer. Entró.

Betty lo miró incómoda. Descomunales pestañas postizas negras le protegían la vista de los fluorescentes. Kent sintió deseos de arrancarle una de ellas. Así cuando la fémina pestañeara habría una sola pestaña abanicando el espacio de recepción; de todos modos el sitio era muy pequeño para dos.

—Buenos días —saludó él asintiendo con la cabeza.

—Buenos días —devolvió ella el saludo, y la voz se le quebrantó.

—¿Está Borst?

—Hoy está en Phoenix. Volverá mañana.

Gracias Dios por los pequeños favores.

Kent entró a su oficina y se encerró. Diez minutos después llegó a la terminante conclusión de que no iba a poder trabajar. Simplemente no podía. Pero tendría que fingir que trabajaba, y así representar el juego de Dennis Warren, si es que esto lo recompensaría con un cuantioso convenio. Pero con la puerta cerrada era absurdo fingir que trabajaba.

Pulsó un juego de solitario y después de la segunda mano lo encontró terriblemente aburrido. Intentó llamar a Dennis, pero por la tonta y bonita joven en la recepción del despacho supo que él se hallaba en la corte.

Cuando tocaron la puerta a las diez, le vino como un alivio. Cierta clase de lenitivo tipo «sácame de esta miseria». Kent puso el juego de solitario en hibernación en la pantalla.

—Adelante —manifestó, y por hábito se ajustó el nudo de la corbata.

El recién transferido entró y cerró la puerta. Cliff Monroe. Todo pulcro, nítido y dispuesto a trepar la escalera del éxito. Sonrió ampliamente y alargó la mano… la misma mano a la que Kent había hecho caso omiso dos días atrás.

—Hola, Kent. Es un gusto verlo. He oído hablar mucho de usted —saludó, luego su expresión de come-piña cubrió el espectro total… una verdadera sonrisa de oreja a oreja—. Siento mucho lo del otro día.

Kent agarró la mano y se sonrojó ante el recuerdo del otro día.

—No fue culpa suya. Soy yo quien debo disculparme. No di la mejor primera impresión, me imagino.

Cliff debió haber tomado el tono de Kent como una invitación a sentarse, porque agarró una silla y se dejó caer en ella.

—No, no fue un problema, en serio —afirmó, un brillo verde le centelleó en los ojos—. Por lo que me he dado cuenta entre líneas, si usted sabe lo que yo significo, tiene toda la razón para estar disgustado.

Kent se enderezó.

—¿Sabe usted lo que está pasando? —continuó Cliff sonriendo aún; los dientes se le veían excesivamente blancos, igual que la camisa—. Digámoslo de este modo, sé que Kent Anthony fue el principal responsable de la creación del SAPF… lo supe mientras aún estaba en Dallas. De ahí fue donde me transfirieron. Supongo que los muchachos de arriba decidieron que usted podría usar otro programador decente. Aún no es permanente, pero créame, espero que se vuelva permanente porque me encanta este lugar. Aunque todavía yo no tenga mi propia oficina.

Cliff había perdido su sonrisa en alguna parte de ese interminable preámbulo. Presionó antes de que Kent volviera a ajustar el enfoque en él.

—Sí señor, me encantaría mucho mudarme aquí a las montañas de Denver. Imagino que puedo descifrar códigos durante la semana, ganar algún dinero decente, y las pendientes serán mías los fines de semana. ¿Le gusta esquiar?

El descomunal muchacho era un caso. Kent solamente miró al programador por un instante. Había oído hablar de esta clase de individuo: todo cerebro cuando del teclado se trataba, y todo musculatura en cuanto a los fines de semana. Sonrió por primera vez en ese día.

Cliff se le unió con una sonrisa acertada que le dividía el rostro, y Kent tuvo el presentimiento de que el chico sabía exactamente lo que estaba haciendo.

—He esquiado un día o dos en mi vida —contestó finalmente.

—Fabuloso, podemos ir en algún momento —replicó el recién transferido, y luego el rostro se le puso serio—. Siento mucho lo que le sucedió a su esposa. Quiero decir, he oído hablar de eso. Debe ser muy duro.

—Ajá. ¿Qué sabe por consiguiente, además del hecho de que fui responsable del SAPF?

—Sé que en la convención las cosas se pusieron un poco patas arriba. De algún modo evitaron dar el nombre de usted en todo el escándalo. Parece que Borst se asignó toda la gloria —notificó Cliff, y sonrió nuevamente.

Kent parpadeó y decidió no sonreír.

—Sí, usted muy bien podría creer que esa es una tontería de «mostremos todos una sonrisa al respecto», pero el hecho es que Borst no solo se llevó la gloria, también está pescando todo el dinero.

—Sí, lo sé —asintió el muchacho.

Eso volvió a apartar a Kent. ¿Sabía eso también el chico?

—¿Y no tiene usted un problema con eso?

—Sin duda que sí. También tengo un problema con el hecho de que las pistas de esquí están a dos horas de distancia. Vine a Denver creyendo que los hoteles se hallaban en la puerta trasera de todo el mundo, ¿sabe? Pero a menos que podamos hallar la manera de mover montañas, creo que nos enfrentamos a cierta clase de conflicto.

Sí, de veras. Cliff no era un pelele. Probablemente uno de esos muchachos que empezaron pulsando códigos de computación mientras aún estaban en pañales.

—Veremos.

—Bueno, si necesita mi ayuda, solo pídala —declaró Cliff encogiéndose de hombros—. Sé que la necesitaré.

—¿Qué usted necesitará qué?

—Ayuda. De usted. Mi responsabilidad es escarbar en el código y buscar debilidades. Ya he encontrado las primeras tres.

—Buscar debilidades, ¿eh? ¿Y qué le hace creer que hay algunas debilidades? ¿Cuáles tres?

—Todd, Mary y Borst —contestó Cliff, el rostro le volvió a sonreír.

Esta vez Kent apenas pudo contenerse. Rió. Cliff se estaba pareciendo más y más a un aliado. Otro pequeño regalo de Dios, posiblemente. Le hablaría a Dennis de este sujeto.

—Usted tiene razón, Cliff —asintió Kent—. Pero yo no andaría diciendo eso por aquí en voz muy alta, si yo fuera usted. Sabe lo que ellos dicen acerca del poder. Corrompe. Y según parecen las cosas, Borst ha tropezado últimamente con un cargamento de poder.

—No se preocupe, Kent —contestó Cliff, guiñando un ojo—. Estoy alerta. Tiene mi voto.

—Gracias.

—Ahora en serio, tengo algunas preguntas. ¿Le importaría hacerme repasar unas cuantas rutinas?

El muchacho era una paradoja andante. A primera vista, corte limpio y listo para actuar de modo servil ante el ejecutivo más cercano, pero totalmente distinto debajo del almidón. Un esquiador. A Spencer le deleitaría esto.

—No hay problema. ¿Qué quiere saber?

Pasaron el resto de la mañana y la primera hora de la tarde recorriendo el código. La intuición de Kent demostró ser correcta: Cliff era un prodigioso programador regular. No tan fluido o preciso como Kent mismo, pero tan cerca como nadie que hubiera conocido. Y además agradable. Él había acomodado una oficina en el pasillo que había servido como el salón extendido de la suite antes de su llegada. Poco después de la una el joven se fue allí.

Kent miró la puerta después de la partida de Cliff. ¿Ahora qué? Volvió a levantar el teléfono y comenzó a marcar el número de Dennis Warren. Pero entonces recordó que el abogado se hallaba en la corte. Depositó el auricular en la base. Quizás debería hablar con Will Thompson en la planta alta. Buscar el apoyo del ejecutivo de préstamos en el asunto de la bonificación perdida. Eso significaría volver a pasar al lado de Betty, desde luego, y apenas logró soportar la idea. A menos que ella estuviera almorzando tarde.

Kent apagó la computadora, agarró el maletín ejecutivo, y salió.

Por desgracia, Betty había vuelto del almuerzo, y transfería sin darse cuenta el rubor de su rostro bien embadurnado al micrófono del teléfono mientras cotorreaba con sabe Dios quién. Alguna otra dama que no tenía ni la más mínima idea de la banca. Quizás la esteticista.

Kent no se molestó en informar sus planes. Halló a Will en la planta alta, otra vez dándole golpes al monitor.

—¿Necesitas un poco de ayuda allí, jovencito?

Will se sobresaltó.

—¡Kent! —exclamó y asintió con un vigoroso movimiento.

—¿Sigues teniendo problemas con ese monitor?

—Cada vez que vienes, parece. La cosa esa se la pasa titilando. Debería empujarlo distraídamente del escritorio y solicitar uno nuevo. Quizás uno de veintiún pulgadas.

—Sí, eso definitivamente empujará los préstamos hasta el tope. Mientras más grandes, mejor.

Will realizó unos cuantos movimientos más de cabeza y sonrió.

—Así que oí que ayer tuviste un roce con Bentley —anunció.

Kent se sentó tranquilamente en la silla para visitantes frente a Will, haciendo caso omiso de la irritación que de repente le bañó los hombros.

—¿Y cómo sabes eso?

—Este es un pueblo chico en el que trabajamos, Kent. Completo con líneas de comunicación fijas y de flujo libre. Las noticias vuelan.

¡Vaya! ¿Quién más sabía? Si lo sabía el bocazas de aquí, todo el mundo lo oiría pronto. Probablemente ya era de conocimiento público. Kent miró alrededor del espacio y pilló un par de ojos fijos en él desde el extremo más lejano. Volvió a poner la mirada a Will.

—¿Y qué oíste?

—Oí que entraste allí y exigiste ser nombrado empleado del mes por tu participación en el desarrollo del SAPF. Dijeron que estuviste gritando al respecto.

La irritación le bajó a Kent por la columna vertebral.

¿Empleado del mes? ¡Ese asqueroso imbécil! Pude… Se mordió el resto y cerró los ojos. Entonces no andaban haciendo tonterías. Él se había convertido en tonto útil de esos tipos. El pobre infeliz en administración que quería una palmadita más en la espalda.

—¿No habrás gritado de veras en…?

—¡Tienes toda la maldita razón en que le grité a ese majadero! —exclamó Kent—. Pero no por el asqueroso espacio de estacionamiento del empleado del mes.

Respiró con dificultad y trató de calmar el pulso.

—¿De veras se está tragando eso la gente?

—No lo creo —comentó Will echándose hacia atrás y mirando alrededor—. Baja la voz, amigo.

—¿Qué están diciendo los demás?

—No sé. Afirman que a cualquiera que grita a Bentley por la posición de empleado del mes se le ha zafado un tornillo, por cierto —añadió el ejecutivo de préstamos, y una leve sonrisa le cruzó el rostro—. Están diciendo que si se iba a nombrar empleado del mes a alguien, debería ser a todo el departamento porque el SAPF salió del departamento.

Algo rebotó en la mente de Kent, como si alguien hubiera lanzado una profunda carga allí y hubiera corrido a guarecerse. ¡Bum! Se levantó. Al menos deseaba estar de pie. Sus esfuerzos resultaron en más que una sacudida. La oficina le dio vueltas mareantes.

¡Debía conseguir a Dennis! ¡Esto no era algo bueno!

—Me debo ir —masculló—. Estoy atrasado.

—Kent, ¡siéntate por el amor de Dios! —profirió Will inclinándose hacia el frente—. No es nada del otro mundo. Todos sabemos que fuiste el verdadero cerebro detrás del SAPF, amigo. Relájate.

Kent se agachó por el maletín ejecutivo y pausadamente se apartó del escritorio. Ahora solo deseaba una cosa. Salir. Solo salir, salir.

Si hubiera habido escalera de incendios en el pasillo la habría tomado para no correr el riesgo de encontrarse con otro empleado. Pero no había escalera de incendios. Además había otra persona en el ascensor. Se podría haber tratado de la Señorita Estados Unidos, le daba igual, porque él se negó a hacer cualquier contacto visual. Él se pegó al rincón, suplicando que los segundos pasaran rápidamente.

La puerta trasera lo dejó en libertad hacia el callejón, y los ojos se le inundaron de lágrimas antes de dar un portazo. Bramó furioso, instintivamente. El rugido resonó, y él giró la cabeza, preguntándose si alguien había oído o visto a este tipo adulto haciendo un berrinche. El callejón estaba oscuro y vacío en ambas direcciones. Un enorme motor diesel rugía cerca… una excavadora, quizás, haciendo realidad el sueño de alguien.

Kent se sintió insignificante. Muy, muy, pero muy insignificante. Tanto como para morir.

Mientras Kent agonizaba en el trabajo, Helen hacía lo posible por olvidar las imágenes que la habían visitado la noche anterior. Pero no lo estaba logrando muy bien.

Ella revolvió lentamente la jarra de té, escuchando a Spencer en el otro cuarto que tarareaba «La canción del mártir». Todas sus vidas parecían depender de esa melodía, pensó ella, recordando cómo al abuelo del niño le gustaba cantarla con su dulce voz de barítono. De abuelo a nieto. El hielo chocaba en el té, y ella comenzó a cantar suavemente con el chico. «Canta oh Hija de Sion…».

Si el niño solo supiera.

Bueno, hoy él sabría un poco más. Suficiente para que las cosas se iluminen.

Helen cojeó hasta donde Spencer, quien se hallaba como de costumbre en el suelo con las piernas cruzadas, y luego ella se sentó con cuidado en su vieja mecedora verde. En la rinconera se hallaba la antigua botellita roja de cristal, mirándola con su historia. Esa infamia de cristal contenía sus secretos, secretos que le producían un frío en la inmóvil columna. La abuela tragó saliva y miró hacia otro lado. Ahora la pintura de la cruz con Jesús extendido, agonizando en las vigas, la miraba directamente, y Helen siguió en contacto con el niño en un soprano tembloroso. «He estado esperando el día, cuando al fin consiga decir, hijo mío, estás finalmente en tu hogar».

Ella tendría que mantenerse fuerte ahora… al menos frente al niño. Tendría que confiar como nunca lo había hecho. Estaría obrando bien mientras pudiera dejar de ver la balanza de la justicia que había logrado entrársele a la mente. Lo lograría mientras pudiera confiar en que la balanza de Dios estaba obrando, aunque la suya propia se le inclinara y se le doblara en la mente.

Era raro que muchos vieran esa cruz como un puente sobre el abismo entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra, y sin embargo cuán pocos se tomaban el tiempo de atravesarlo. No era un juego de palabras, solo una pepita de verdad. ¿Cuántos se hallaban ocupados buscando otra manera de cruzar? ¿Cuántos cristianos evitaban la muerte de Dios? Toma tu cruz todos los días, él había dicho. Bueno, había una paradoja.

—Spencer.

—¿Sí, abuela? —contestó el niño levantando la mirada de los bloques de Lego que le habían captado la atención en la última media hora.

Helen vio que él había construido una nave espacial. Apropiada.

—¿Habló tu padre contigo anoche? —indagó, mirando alrededor del dormitorio, pensando en la mejor manera de decirlo.

—Claro —contestó él asintiendo con la cabeza.

—¿Respecto de su trabajo?

—¿Cómo sabías eso? —averiguó él mirándola curiosamente.

—No lo sabía. Por eso te pregunté. Pero supe que él estaba teniendo… complicaciones en el trabajo.

—Sí, eso es lo que dijo. ¿Te habló al respecto?

—No. Pero yo quería ayudarte a entender hoy algunas cosas acerca de tu padre.

Spencer dejó en el suelo las piezas de Lego y se incorporó, interesado.

—Él está teniendo dificultades.

—Sí, así es, ¿verdad? —asintió ella, y se quedó en silencio por algunos segundos—. Spencer, ¿cuánto tiempo crees que hemos estado orando para que tu padre vea la luz?

—Mucho tiempo.

—Cinco años. Cinco años de tocar a los cielos de bronce. Luego se agrietaron. ¿Recuerdas eso? ¿Hace casi tres semanas?

El niño asintió, ahora con los ojos abiertos de par en par.

—Con mamá.

Spencer se puso de pie y trepó a «su» silla frente a la abuela. De repente el aire se sintió cargado.

—Parece que nuestras oraciones han ocasionado un poco de revuelo en los cielos. Deberías saber, Spencer, que todo lo que está sucediendo con tu padre es deliberado.

El niño inclinó levemente la cabeza, pensando en esa idea.

—¿La muerte de mamá?

Él no se estaba perdiendo aquí un solo detalle.

—Tiene su propósito.

—¿Qué propósito podría tener Dios al dejar morir a mamá?

—Déjame preguntarte, ¿qué es más fabuloso con relación a la muerte de tu madre? ¿El placer de ella o la tristeza de tu padre?

De repente ella quiso echar su propio dolor sobre la balanza y retirar la pregunta. Pero esa no era su parte aquí… al menos sabía eso.

Él la miró por un momento, pensando. Movió la comisura de la boca y luego formó una sonrisita avergonzada.

—¿El placer de mamá? —contestó.

—En gran manera, cariño. Recuerda eso. Y pásele lo que le pase a tu padre, recuerda que cien mil ojos están mirándolo desde los cielos, observando lo que hará. Cualquier cosa puede suceder en cualquier momento, y todo acontece por un designio. ¿Puedes comprender eso?

Spencer asintió con la cabeza, tenía los ojos abiertos de entusiasmo.

—¿Has oído hablar alguna vez de un hombre llamado C. S. Lewis? Él escribió: «No hay campo neutral en el universo: cada centímetro cuadrado, cada fracción de segundo, es reclamado por Dios y contra-reclamado por Satanás». Así es con tu padre, Spencer. ¿Crees eso?

Spencer cerró la boca y tragó grueso.

—Sí. A veces es difícil saber…

—Pero crees, ¿no es así?

—Sí. Creo.

—¿Y por qué lo crees, Spencer?

Él la miró, y los ojos le brillaron como joyas.

—Porque he visto el cielo —respondió—. Y sé que las cosas no son lo que la gente cree que son.

Los sentimientos de Helen por su nieto salieron a flote, y ella sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Ese rostro tierno debajo de esos ojos azules. Él tenía la cara de Gloria. Oh, Dios mío, Dios mío. ¿Qué podrías estar pensando? Al mirar al niño sintió que el pecho le podía explotar de dolor.

Ella sintió que una lágrima le resbalaba del ojo.

—Ven acá, cariño —pidió.

El niño llegó y se sentó en el brazo de la silla. Helen le agarró la mano y se la besó tiernamente, luego lo atrajo hacia su regazo.

—Te amo, mi niño. Te amo mucho de verdad.

—Yo también te amo, abuela —declaró él sonrojado, y se volvió para besarla en la frente.

—Eres bendecido, Spencer —expresó ella mirándolo a los ojos—. Acabamos de empezar, creo. Y tienes una parte preciosa que representar. Saboréala por mí, ¿lo harás?

—Lo haré, abuela.

—¿Prometido?

—Prometido.

Helen sostuvo a su nieto por bastante tiempo, meciéndose en la silla en silencio. De manera sorprende, él se lo permitió… pareció entusiasmarlo el abrazo. Pronto fluyeron libremente las lágrimas por el rostro de la abuela y le humedecieron la blusa. Ella no quería que el niño la viera llorar, pero no podía contenerse. La vida de ella se le destrozaba, por amor de Dios.

Muy literalmente.