Capítulo diez

Kent fue directamente a la oficina de Price Bentley el martes por la mañana antes de inquietarse con Borst.

Había pasado la tarde y la noche del lunes mordiéndose las uñas, lo cual era un problema porque ya no le quedaban uñas, por así decirlo. Para la cena, Spencer había querido comer pollo en el parque, pero Kent no tenía ganas de fingir que disfrutaba la vida en una banca del parque.

—Sigue adelante, hijo. Simplemente mantengámonos alejados de cualquier extraño.

La noche había sido irregular. Un horrible terror lo había envuelto como un pegajoso toldo de tamaño humano, y no se lo podía quitar de encima por muchos giros y vuelcos que le diera a la mente. Para empeorar las cosas, había despertado a las tres de la mañana, jadeando de pánico, y luego sintiéndose furioso a medida que a su mente ya despabilada se filtraban pensamientos de Borst. Había pasado una hora ladeándose y dando vueltas, solo para lanzar finalmente las cobijas por el dormitorio y saltar de la cama. Las horas siguientes habían sido exasperantes.

Para cuando la primera luz se filtró por las ventanas, Kent se había vestido con su mejor traje y se había tomado tres tazas de café. Helen había recogido a Spencer a las siete y se había sorprendido al ver a Kent. Quizás se debió a que él tenía las palmas húmedas por el sudor; o a las ojeras debajo de los ojos. Pero conociéndola, lo más probable era que ella le estuviera mirando directamente la mente y viendo el desorden que había allí.

Casi había chocado con un Mustang amarillo en el semáforo en rojo justo antes del banco, pues tenía puesta la mirada en esos amplios peldaños al frente y no en la luz roja. El suyo fue el primer vehículo en el estacionamiento, y decidió parquear en la última fila para ser visto de primero. Finalmente, a las ocho en punto había salido del Lexus, se había secado la humedad, se había acomodado los mechones rubios, y se había dirigido a las amplias puertas.

Se encontró con Sidney Beech al girar hacia la oficina del presidente.

—Hola, Kent —saludó ella.

El rostro alargado de la dama, acentuado por su corto cabello castaño, le pareció ahora aun más largo bajo las cejas arqueadas.

—Te vi ayer. ¿Estás bien? Siento mucho lo que sucedió.

Él conocía a Sidney solo de manera casual, pero su voz le llegó ahora como leche caliente para los huesos que le temblaban del frío. Si su misión era ganar amigos e influir en petulantes ejecutivos, no le haría daño una palabra amable para la secretaria de vicepresidencia. Kent abrió la boca en una sonrisa genuina.

—Gracias, Sidney —contestó el saludo, estirando la mano para agarrar la de ella, y preguntándose cuánto estaría exagerando—. Muchísimas gracias. Sí. Sí, lo estoy superando. Gracias.

Un extraño destello en la mirada de la secretaria lo hizo parpadear, y le soltó la mano. ¿Era soltera? Sí, creía que era soltera.

—Me da gusto oír eso, Kent —manifestó Sidney mientras se le levantaba un cabello en la comisura del labio izquierdo—. Si puedo ayudarte en algo, házmelo saber.

—Sí, lo haré. Oye, ¿sabes cuál es el horario del Sr. Bentley hoy? Hay un asunto importante que yo…

—En realidad podrías pescarlo ahora. Sé que a las ocho y media se reúne con la junta directiva, pero lo acabo de ver entrar a su oficina.

Kent miró en dirección a la oficina del presidente.

—Fabuloso. Gracias, Sidney. Eres muy amable.

Salió, pensando que tal vez había exagerado con ella. Pero quizás no. La diplomacia nunca había sido su fuerte. De cualquier modo, el intercambio le proporcionó una sensibilidad que le hizo desaparecer esa locura que se había apoderado de él toda la noche.

Resultaron ciertas las palabras de Sidney, Price Bentley estaba solo en su oficina, clasificando un montón de correo. Corrían rumores de que Price pesaba su salario: 250. Solo el salario de él venía en miles de dólares estadounidenses, no en libras. El fornido hombre vestía traje gris de rayas delgadas. A pesar de estar parcialmente oscurecido por una enorme capa de grasa, se le veía firme el cuello de la camisa, posiblemente por tener cartón o plástico en los pliegues. La cabeza parecía un tomate relleno en lo alto de una lata. El ejecutivo vio a Kent y sonrió.

—¡Kent! Kent Anthony. Entra. Siéntate. ¿A qué debo este placer? —saludó el presidente sin levantarse, y siguió revisando el montón de papeles.

Si el hombre sabía de la muerte de Gloria, no lo comentó. Kent fue hasta una silla azul para visitas, totalmente tapizada en tela, y se sentó. El salón parecía acogedor.

—Gracias, señor. ¿Tiene un minuto?

—Por supuesto —contestó el presidente del banco, se reclinó en la silla, cruzó las piernas, y descansó la barbilla en una mano—. Tengo algunos minutos. ¿En qué te puedo ayudar?

Los ojos del hombre brillaban redondos y grises.

—Bueno, se trata del SAPF —empezó Kent.

—Sí. Felicitaciones. Buen trabajo el que ustedes muchachos hicieron allá. Siento que no hayas podido estar en el congreso, pero causó muy buena impresión. ¡Excelente trabajo!

Kent sonrió y asintió.

—Oí decir eso. Gracias —dijo Kent titubeando.

¿Cómo podía decir esto sin parecer quejumbroso? Pues bien, señor, la cinta azul de él fue más grande que la mía. Él odiaba con pasión a los quejosos. Solamente que esto no se trataba de cintas azules, ¿verdad? Ni siquiera parecido.

—Señor, parece que ha habido un error en alguna parte.

Las cejas de Bentley se contrajeron.

—¿De veras? ¿Cómo es eso? —exclamó, algo preocupado.

Aquello era bueno. Kent ejerció presión.

—El Sistema Avanzado de Procesamiento de Fondos fue creación mía, señor, hace cinco años. Es más, una vez le mostré a usted el bosquejo de mis diagramas. ¿Recuerda?

—No, no puedo decir que sí. Pero eso no significa que no lo hicieras. Veo mil propuestas al año. Y estoy consciente de que tuviste que ver mucho con el desarrollo del sistema. Excelente trabajo.

—Gracias —expresó; por el momento todo iba bien—. En realidad redacté 90% del código para el programa.

Kent se echó hacia atrás por primera vez y se acomodó en la silla.

—Dediqué cien horas por semana a su desarrollo por cinco años. Borst supervisó partes del proceso, pero me permitió realizar la mayor parte.

El presidente permaneció callado, sin entender todavía a dónde iba Kent. A menos que hubiera decidido hacerse el que no entendía. Kent le dio un segundo para que hiciera un comentario, y continuó al no llegar ninguno.

—Trabajé esas horas durante todos esos años con mi mirada puesta en un objetivo, señor. Y ahora parece que Borst ha decidido que no merezco esa meta.

De una. ¿Cómo podía ser más claro?

El presidente lo miró, sin pestañear, era imposible saber qué pensaba. A Kent le subió un arrebato de furia por la espalda. Ahora todo reposaba en esa ciega balanza de justicia, en espera de un veredicto. Solo que esta balanza no era del todo ciega. Tenía inexpresivos ojos grises, atornillados dentro de esa cabeza de tomate al otro lado del escritorio.

Se hizo un marcado silencio. Kent creyó que debería continuar… lanzar alguna alegre jerga política, quizás cambiar de tema, ahora que había plantado su semilla. Pero la mente se le puso en blanco. Se dio cuenta que le sudaban las palmas.

De repente, en una mueca se le estiraron a Bentley las carnosidades que le colgaban de las mejillas y sonrió por una única vez frunciendo la boca. Aun sin estar seguro de qué podría estar pensando el hombre, Kent sonrió una vez con él. El gesto pareció bastante natural.

—¿La bonificación de ahorros? —preguntó el presidente.

O era muy condescendiente o estaba totalmente sorprendido. Kent rogó que fuera lo último, pero ahora el arrebato de furia le estaba enviando pequeños cosquilleos al cerebro.

—Sí —contestó, y carraspeó.

Bentley volvió a sonreír, y las carnosidades de la mejilla le resaltaban en el cuello con cada risita.

—Pensaste de veras que tendrías una sustanciosa bonificación, ¿no es así?

El aliento escapó de Kent como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

—Esos interesantes ahorros difícilmente son para el personal no administrativo, Kent. Sin duda sabías eso. Son para el administrativo, sí. Y estos serán realmente considerables. Puedo ver por qué estarías babeando por ellos. Pero tienes que pagar tu cuota. Simplemente no puedes esperar que te pasen un millón de dólares solo porque hiciste la mayor parte del trabajo.

Kent podría haber perdido el juicio allí mismo, en ese instante: estirar la mano y cachetear una de las carnosidades de Niño Gordo. Pero olas de confusión lo dejaron rígido, excepto por un parpadeo en los ojos. Niponbank siempre se había jactado de su Programa de Bonificación de Ahorros, y todos sabían que estaba dirigido al empleado común y corriente. Una docena de documentos afirmaban claramente eso. El año pasado a un cajero se le había ocurrido una idea que le reportó cien mil dólares.

—Así no es como el manual de empleo plantea el programa —objetó Kent, aún demasiado impactado para estar enojado.

Sin duda el presidente no creería que iba a escaparse con este argumento. ¡En la corte lo freirían!

—Bueno, escúchame ahora, Anthony —se defendió Bentley, ahora en tono serio—. Me importa un comino lo que creas que diga el manual de empleo. En esta sucursal el bono va a la administración. Tú trabajas para Borst. Borst trabaja para mí.

Las palabras salieron como balas de una pistola con silenciador.

El presidente respiró profundamente.

—El trabajo que realizaste para el banco lo hiciste en nuestro tiempo, a nuestra solicitud, y por eso te hemos pagado más de cien mil dólares por año. Eso es todo. ¿Me oyes? Piensa siquiera en poner resistencia a esto, y te prometo que te enterraremos —concluyó el enorme individuo, temblando.

Kent sintió que la boca se le abría durante la diatriba. ¡Esto era imposible!

—¡Usted no puede hacer eso! —protestó—. No puede robarme mi bonificación solo porque…

Kent se interrumpió súbitamente al darse cuenta precisamente a lo que se enfrentaba. Bentley estaba en esto. El tipo se disponía a recibir enormes cantidades de dinero de la bonificación. Él y Borst estaban juntos en esto. Lo cual constituía una especie de conspiración.

El hombre lo estaba mirando, desafiándolo a decir más. Así que lo hizo.

—¡Escuche! —exclamó Kent, resaltando la palabra con tanta intensidad como la que Bentley había usado—. Usted sabe tan bien como yo que de haber estado en Miami, yo habría hecho esa presentación, y estaría recibiendo la mayor parte de la bonificación, si no todo.

Entonces a Kent le brotó un ataque de autocompasión que se le unió a la amargura, y tembló.

—Pero no estuve, ¿no fue así? Porque tuve que salir corriendo a ocuparme de mi esposa, quien estaba moribunda. Así que en vez de eso, ¡usted y Borst unieron sus viscosas cabezas y decidieron robarme la bonificación! ¿Fue así? —continuó Kent moviendo la cabeza en tono de burla—. «Ah, pobrecito Anthony. Su esposa se está muriendo. ¡Pero al menos se ha distraído mientras lo apuñalamos por la espalda y lo dejamos desnudo!» ¿Fue así, Bentley?

La reacción del presidente del banco fue inmediata. Los ojos se le brotaron, y la respiración se le entrecortó.

—¿Me hablas de ese modo en mi propia oficina? Una palabra más que salga de tu boca, ¡y para el final de día te habré puesto de patitas en la calle!

Pero Kent había perdido por completo su buen sentido político.

—¡Usted no tiene el derecho de hacer nada de esto, Bentley! Es mi bonificación la que usted se está robando. En este país la gente va presa por robar. ¿O es eso también nuevo para usted?

—¡Fuera! ¡Fuera de aquí!

—Sacaré esto a la superficie. ¿Me entiende? Y si yo me hundo, ustedes se hundirán conmigo. Así que ni siquiera piense en tratar de descartarme. Todo el mundo sabía que la programación era código mío.

—Te podría sorprender lo que todo el mundo sabía —contraatacó Bentley, quien había abandonado el lustre profesional, y Kent sintió una punzada de satisfacción por eso.

—Sí, desde luego. ¿Debo suponer que ustedes los sobornarán a todos? —comentó de modo despectivo.

La oficina se volvió a poner en silencio. Cuando Bentley volvió a hablar, lo hizo en tono bajo y severo, pero el temblor era inconfundible.

—Fuera de mi oficina, Anthony. Tengo una reunión dentro de unos minutos. Si todo está bien contigo, debo preparar algunas notas.

—En realidad nada está bien conmigo precisamente ahora, señor —desafió Kent mirando al hombre de arriba abajo por un momento—. Pero ustedes entonces ya lo saben, ¿no es así?

Se puso de pie y caminó detrás de la silla antes de volverse.

—Y si tratan de quitarme el trabajo, personalmente los demandaré hasta en los más altos cielos. Sus bonificaciones podrán ser un asunto interno, pero existen leyes estatales que tratan con la legislación laboral. Ni siquiera piensen en despojarme de mi ingreso.

Kent se volvió hacia la puerta y dejó sentado a Bentley con sus enormes carnosidades y sus ojos entrecerrados; se parecía a Jabba the Hut, de la Guerra de las Galaxias.

No fue sino hasta que oyó cerrarse la puerta detrás de él que Kent comprendió lo mal que le acababa de ir. Entonces esto lo golpeó como un bloque de concreto, un angustioso zumbido le nubló los pensamientos. Se dirigió a los baños públicos en el vestíbulo.

¿Qué había hecho? Tenía que hablar con Dennis. Todos sus peores temores habían cobrado vida. Eso era algo que no podía tolerar. Que no toleraría. Al atravesar el vestíbulo sintió de repente que se agitaba en medio de un baño de vapor. Más que cualquier cosa que hubiera querido, posiblemente más que el dinero mismo, Kent quería salir de esta pesadilla. Volver tres semanas atrás y entrar de nuevo al Hyatt Regency. Esta vez cuando le pasaran la nota, tendría un nombre diferente. Lo siento, se equivocó de persona, habría dicho. Yo no soy Ken Blatherly. Mi nombre es Kent. Kent Anthony. Y estoy aquí para convertirme en millonario.

Haciendo caso omiso de un joven a quien reconoció como uno de los cajeros, Kent se agachó en el lavabo y se lanzó agua a la cara. Se irguió, vio el agua goteándole por el rostro, y corrió hacia el teléfono público en el rincón, sin molestarse en secarse. La almidonada camisa se le salpicó de agua, pero eso no le preocupó. Que Dennis esté allí. Por favor, que esté.

El joven cajero salió, sorprendido.

Kent tecleó el número.

—Despacho del abogado Warren —se oyó la voz femenina.

—¿Se encuentra Dennis? —averiguó; se hizo silencio—. ¿Está Dennis allí?

—¿Quién lo llama?

—Kent.

—¿Acerca de qué desea hablarle?

—Solo dígale que soy Kent. Kent Anthony.

—Espere, por favor.

Ningún pensamiento nuevo se le formó en el silencio. La mente se le hundía en la insensibilidad.

—¡Kent! ¿Cómo te está yendo?

Kent se lo contó. Le contó todo en una frase larga y sin pausa que terminó con:

—Entonces me echó.

—¿Qué quieres decir con que te echó?

—Que me hizo salir.

Otra vez silencio.

—Bueno, compañero. Escúchame, ¿de acuerdo?

Esas eran palabras musicales porque venían de un amigo. Un amigo que tenía algo que decir. Sería algo bueno, ¿verdad?

—Sé que ahora mismo esto podría parecer insoportable, pero no es el fin, ¿me oyes? Lo que él hizo allí, lo que Bentley acaba de hacer, cambia las cosas. No estoy diciendo que nos haya entregado el caso, pero nos da una munición decente. Es obvio que la perspectiva política está muerta. La mataste muy bien. Pero también te las arreglaste para darnos un caso bastante fuerte.

Kent sintió que iba a llorar; sencillamente a sentarse y llorar.

—Pero necesito que hagas algo por mí, compañero. ¿Está bien? Necesito que vuelvas a tu oficina, te sientes en tu escritorio, y trabajes el día como si no hubiera sucedido nada. Si corremos con suerte, te despedirán. Y si te despiden les abofetearemos con la más fabulosa demanda por liquidación que alguna vez ha visto este estado. Pero si no te despiden, debes seguir trabajando honestamente. No les podemos dar motivos para que te despidan. Podrían considerar tu confrontación de esta mañana como insubordinación, pero no hubo testigos, ¿correcto?

—Correcto.

—Bien, entonces trabajas como si no hiciste más que ir a la oficina de Bentley y entregarle algunos sujetapapeles. ¿Está claro? ¿Puedes hacer eso?

Kent no estaba seguro en realidad de poder hacerlo. La idea de ver otra vez a Borst y compañía le hizo tragar saliva. Por otra parte, debía mantener abierta esta opción. Debía pensar en que le era menester pagar una hipoteca y un auto, y comestibles. Además tenía a Spencer.

—Sí, puedo hacer eso —replicó—. ¿Crees de veras que tengamos algo aquí?

—Podría ser complicado y tal vez tarde un buen tiempo. Pero sí, sí creo.

—Bien. Bien. Gracias, Dennis. Estoy en deuda contigo.

—No te preocupes. Recibirás una factura si las cosas salen a nuestra manera.

Kent intentó reír con su amigo. Le salió algo como una carraspera.

Colgó, se irguió frente al espejo, y dejó que se le aclarara la mirada. Diez minutos después salió del baño y se fue a paso rápido hacia las oficinas administrativas, apretando la mandíbula. Ya había pasado por el infierno. De aquí no había ningún lugar sino hacia arriba.

Directo hacia arriba.

Helen caminó sobre el surco que una docena de años de transitar por encima había desgastado en la alfombra a lo largo de las puertas francesas dobles que llevan al balcón en el segundo piso. Ese era su cuarto de oración. Su surco de oración. El lugar desde el cual muy a menudo se abría camino a los cielos. En días mejores ella no pensaría en nada más que no fuera estar de pie, andando por horas sin parar. Pero ahora las cansadas piernas la limitaban a una caminata lenta y pesada de no más de veinte minutos. Luego se vería obligada a irse a la cama o a la mecedora.

Helen usaba una bata larga rosada que le oscilaba alrededor de los pies descalzos. Tenía el cabello enmarañado; ojeras le oscurecían los ojos; en estos días la boca había encontrado razonable permanecer fruncida. A pesar de comprender algunas cosas, la mujer no hallaba paz en el hecho de que su hija se hubiera ido. Una cosa era mirar dentro de los cielos y oír allí la risa; otra totalmente distinta era estar atascada aquí, añorando esa risa. O incluso la voz de reprensión de su querida Gloria, instruyéndola en las maneras más delicadas.

Helen se estiró la piel y sonrió por un momento. Estira-pieles. Gloria tenía razón, era un nombre ridículo.

Los recuerdos eran los que más a menudo le traían torrentes de lágrimas a los ojos. Pero al final conjeturaba que no había nada malo en este llanto. Después de todo, el mismo Jesús había llorado.

Dos metros a la derecha le esperaba la cama con dosel de encajes blancos y sábanas ya retiradas. Además de eso, un tazón de cerámica lleno de popurrí inundaba el dormitorio con aromas de canela. El ventilador de techo resonaba en lo alto, moviendo escasamente el aire con perezosos círculos. Helen llegó hasta el final de su surco y regresó, mirando esa cama, que ahora se hallaba a su izquierda.

Pero no se dirigiría allá todavía, a pesar de que era medianoche. No hasta que se abriera camino aquí, en su surco. Podía sentirlo en su espíritu… o más exactamente, su espíritu deseaba sentir algo. Quería que le hablaran. Que la tranquilizara el bálsamo del cielo. Lo cual generalmente significaba que el cielo anhelaba calmarla. Hablarle. Una vez, ella había decidido que así era como Dios atraía a los mortales. Él provocaba anhelos en corazones dispuestos. Qué en realidad venía primero, el anhelo o la disposición, era la clase de cosas como la perspectiva de la gallina y el huevo. Al final este era un ejercicio más bien ridículo que mejor dejaba a los teólogos.

Fuera como fuera, Helen sabía confiar en sus sentidos, y estos le sugerían que intercediera ahora… que intercediera hasta encontrar la paz que su espíritu anhelaba. Por ningún otro motivo que el que ella no conociera otra manera. El problema comenzó cuando los ojos se le habían abierto a esa escena en los cielos antes de la muerte de Gloria. Había visto a su hija tendida en la cama de hospital, y eso la había lanzado sobre un precipicio, si se le puede llamar así. Ah, ella se había recuperado con mucha rapidez, pero fue el resto de la visión lo que la había acosado día y noche en las últimas semanas.

Helen cerró los ojos y anduvo tanteando, haciéndole caso omiso al amortiguado dolor en las rodillas, recorriendo inconscientemente los siete pasos de principio a fin. La mente le volvió a vagar a la reunión con Bill Madison a principios de esa tarde. Él no había dicho nada más acerca de lo que conversaran en el hospital. Pero cuando ella entró hoy en la oficina y se dejó caer en la silla de visitantes frente al pastor, este la miró directo a los ojos. Ella supo entonces que él había estado meditando en la afirmación de que ella había visto más.

—¿Cómo te está yendo, Bill? —averiguó ella.

—Mira, Helen, ¿qué es lo que está sucediendo? —preguntó a su vez él sin molestarse en contestarle.

—No lo sé, pastor. Eso es lo que he venido a averiguar. Dímelo tú.

Él sonrió y asintió ante la respuesta inmediata.

—Vamos, Helen. Para mí eres tan pastora como yo lo soy para cualquiera aquí. Hiciste algunas afirmaciones fuertes en el hospital.

—Sí. Bueno, las cosas no han mejorado nada. Y te equivocas si crees que no necesito que me pastorees. Estoy casi perdida en esto, Bill.

—Y yo estoy totalmente perdido, Helen. No podemos tener ahora ciegos guiando ciegos, ¿o sí?

—No. Pero te han puesto en tu cargo con un don que viene de Dios. Úsalo. Pastoréame. Y no finjas que solo eres un clérigo sin guía sobrenatural; tal y como están las cosas, por ahí tenemos bastantes de esos como para llenar los cementerios del mundo.

El corpulento griego sonrió y cruzó las manos sobre el escritorio de roble. Presentaba una imagen perfectamente majestuosa, sentado allí vestido todo de negro con corbata roja, rodeado por estantes repletos de libros que parecían costosos.

—Está bien, Helen. Pero no puedes esperar que yo vea de la manera que ves tú. Dime qué viste.

—Ya te dije lo que vi.

—Afirmó haber visto a Gloria tendida en el hospital. Eso es todo lo que me declaraste. Pero viste más. Por ende, te vuelvo a preguntar: ¿qué viste?

Ella suspiró.

—Me hallaba orando con Gloria y Spencer, y fuimos transportados a un lugar. En nuestras mentes o nuestros espíritus, no sé cómo funcionan en realidad estos asuntos. Pero me fue dada una visión a vuelo de pájaro del cuarto de hospital de Gloria dos días antes de que muriera. Vi todo, hasta el bolígrafo verde en la bata del médico asistente.

Ella lo dijo con la mandíbula apretada, fortaleciéndose para no ceder ante sus emociones. Ya había tenido suficiente tristeza con la cual terminar el año, pensó.

—Sencillamente parece inverosímil —comentó el pastor Madison moviendo lentamente la cabeza de un lado al otro—. Quiero decir… Nunca había oído de una precognición tan vívida.

—Esto no fue ninguna pre. Fue tan real como si yo estuviera allí.

—Sí, pero sucedió antes. Eso lo convierte en pre. Una visión de lo que sucederá.

—Dios no está atado por el tiempo, jovencito. Deberías saber eso. Estuve allí. Tal vez solo en espíritu, pero estuve allí. No es mi trabajo entender cómo estuve allá; dejo eso a los más ilustrados en la iglesia. Pero entender una experiencia no necesariamente la cambia. Solamente la explica.

—No pretendo discutir contigo, Helen. No soy el enemigo aquí.

Helen cerró los ojos por un momento. El pastor tenía razón, por supuesto. Él muy bien podría ser su único aliado en esto. Ella debería ser prudente en escoger las palabras con más cuidado.

—Sí. Lo siento. Es simplemente… enloquecedor, ¿sabes? —expresó Helen, aclarando la garganta mientras recuerdos de Gloria le obstruían la mente—. Temo en estos días no ser totalmente yo.

—Pero lo eres, Helen —expresó él; la voz le salió consoladora, la de un pastor—. Eres una mujer que ha perdido a su hija. Me preocuparía que no sintieras frustración y enojo.

La mujer levantó la mirada hacia él y sonrió. Ahora él la estaba pastoreando de veras, y sintió que esto debía… consolarla. Debió haber venido aquí una semana antes.

—Aseguras haber visto algo más, Helen. ¿Qué ocurrió entonces?

—No te lo puedo decir, Bill. No porque no quiera, sino porque apenas he recibido rápidas ojeadas sin relación alguna. Además he sentido cosas. Principalmente son los sentimientos los que más me molestan, y estos son difíciles de explicar. Como si Dios estuviera susurrando a mi corazón, pero yo no lograra ver y oír sus palabras. No todavía.

—Ya veo. Dime entonces cómo sientes eso.

Ella miró por encima de los hombros de Madison hacia una larga fila de libros con un nombre que parecía alemán estampado en láminas doradas en cada lomo: Conocimiento.

«¿Alguna pregunta? ¡Levanten la mano! Tenemos las respuestas. Sí, señora. Usted, la de vestido amarillo».

«Sí. ¿Por qué Dios mata gente inocente?»

«Bueno. Eso depende de lo que usted quiera decir por matar. O por inocentes».

«¡Quiero decir liquidar! Fallecer. Cabeza contra las rocas. Y en cuanto a inocentes. ¡Totalmente inocentes!»

—¿Helen?

Ella volvió a mirar a Bill.

—¿Hablar de cómo lo siento? Se siente como esos susurros en el corazón. Como si acabaras de entrar a un calabozo oscuro. Acabas de ver una calavera, y el cabello de la nuca se te para de punta, y sabes que debe haber más. Pero ¿sabes? Allí es donde la situación se vuelve confusa. Porque no sé si se trata de la prisión de Dios o de Satanás. Es decir, creerías que es de Satanás. Quién pensaría alguna vez que Dios tuviera un calabozo. Pero también otros miran dentro de ese espacio oscuro. Ángeles. Dios mismo. Y está el sonido de pies que corren… que huyen. Pero sé que la calavera allí sobre la tierra negra es de Gloria. Lo sé. Y sé que todo es parte de un plan. Todo es parte de los pies que huyen. Esa es la clave. ¿Ves? Mi hija fue sacrificada.

Helen hizo una pausa y respiró cuidadosamente, notando cómo se quedaba sin aliento.

—Hay algunas cosas más, pero ahora mismo no tendrían ningún sentido —concluyó, levantando los ojos cansados hacia Bill.

—¿Y esta sí?

—Tú lo pediste —contestó ella encogiendo los hombros.

—Y no creo que puedas estar tan segura de que tu hija fuera sacrificada —discutió el pastor Madison mirándola con ojos bien abiertos—. Dios no obra de ese modo.

—¿No lo crees así? Bueno, una cosa es leer acerca de que Dios exterminó a mil asquerosos amalecitas hace mucho tiempo, pero cuando el objetivo del hacha divina es el cuello de tu propia hija, no querrías saber nada, ¿no es cierto?

Bill se echó para atrás en la silla sin quitar la mirada de la de Helen. Las pobladas cejas se le habían juntado, creándole arrugas sobre el caballete de la nariz. Él había dejado de pastorear, pensó ella. No es que lo culpara. La oveja había dejado de balar.

—Está bien, Bill. En realidad yo tampoco lo entiendo. Aún no. Pero me gustaría que oraras conmigo. Que oraras por mí. Soy parte de esto, y todavía no ha concluido; eso es lo único que sé. Simplemente todo está empezando. Ahora tú eres parte del asunto. Te necesito, pastor.

—Sí —declaró él—. Por supuesto que lo haré. Pero deseo que al menos consideres la posibilidad de que estés malinterpretando estas imágenes.

Él levantó la mano.

—Sé que no es tu naturaleza hacer eso, Helen —continuó—. Pero hasta ahora lo único que ha pasado es que tu hija ha muerto. No estoy minimizando el trauma de su muerte, para nada. En realidad ese mismo trauma podría estar iniciando todo esto. ¿Puedes al menos comprender mi modo de ver las cosas?

Las cejas de Bill se levantaron esperanzadoramente.

Helen asintió y sonrió, pensando en que muy bien podría ser él quien malinterpretara aquí; él parecía no haber entendido en absoluto de qué se trataba todo esto.

—Sí, puedo. Cualquier psiquiatra en su sano juicio me diría lo mismo —concluyó ella, y luego se levantó—. Pero te equivocas, Bill. La muerte de Gloria no es lo único que ha sucedido. Más bien creo que en el cielo están frenéticos. Y vendrá más. Es por esto que necesito tus oraciones. Eso y posiblemente mi juicio. Pero te aseguro, jovencito, que no lo he perdido.

Para entonces ella ya había salido.

Dos horas más tarde Bill había llamado para informarle que estaba orando. Ella pensó que eso era algo bueno. Él era un buen tipo, y a ella le gustaba.

Helen dejó que el recuerdo se diluyera y volvió a traer la actualidad a su mente. No entender parecía tan valioso para Dios como entender. Requería que el hombre se metiera de lleno en el agujero negro de la fe. Pero a veces hacer eso era como atravesar el calabozo.

Echó la cabeza hacia atrás y exhaló hacia el techo.

—No te quedes callado. ¡Señor, no te alejes de mí! ¡Despierta, Dios mío, levántate!

Ella citó los salmos como a menudo hacía cuando oraba. Esa era la clase de oración que parecía calzar con su nueva vida.

—Cansada estoy de pedir ayuda; tengo reseca la garganta. Mis ojos languidecen, esperando la ayuda de mi Dios.

Sí, en realidad. El silencio de Dios era a su propio modo tan poderoso como su presencia. Aunque no fuera por otro motivo que empujarnos hacia ese hoyo. Otra cosa era arriesgarse. Eso requería fe. Creer que Dios estaba presente cuando se le sentía ausente.

Ella cerró los ojos y gimió hacia el cielo raso.

—Señor, ¿adónde te has ido?

No me he ido a ninguna parte.

La voz le habló apaciblemente en el espíritu, pero en tono suficientemente alto como para hacer que ella se detuviera a mitad del surco.

Ora, hija. Ora hasta que esto haya acabado.

Ahora Helen comenzó a temblar levemente. Se movió hacia la cama y se sentó pesadamente.

—¿Acabado? —vocalizó.

Ora por él y confía en mí.

—Pero es muy difícil cuando no logro ver.

Entonces recuerda las veces en que has visto. Y ora por él.

—Sí, lo haré.

La voz se acalló.

Una oleada de fervor le recorrió a Helen por los huesos. Estiró los brazos hacia el techo y volvió a echar la cabeza hacia atrás. ¿Cómo pudo ella haber dudado alguna vez de esto? ¿De este ser que respiraba a través de ella ahora?

—¡Oh, Dios, perdóname!

El pecho se le hinchó, y de los ojos le brotaron lágrimas, sin control. Abrió la boca y gimió… pidiendo perdón, pronunciando palabras de amor, tratando de contener las emociones que le quemaban la garganta.

Veinte minutos después Helen se hundió en el colchón, muy contenta e incapaz de quitarse de la boca la dilatada sonrisa. ¿Cómo se le pudo ocurrir haberlo puesto en duda? Tendría que contárselo al pastor en la mañana. Todo era ahora dolorosamente obvio.

Todo eso cambió una hora más tarde.

Porque una hora después, a los treinta minutos de haber entrado al más dulce de los sueños que pudiera imaginar, Dios le volvió a hablar. Le mostró algo nuevo. Pero esta vez no como un aliento tranquilizador que le recorría los huesos. Esta vez le cayó como un balde de plomo fundido que le echaban por el cuello.

Un grito la despertó, anegándole la mente como una sirena resonando que la arrancó del sueño. No fue sino hasta que salió disparada de la cama y se sentó paralizada que comprendió que el grito había salido de su propia boca.

—Dios, ¡nooooo! ¡Nooooo! ¡Noo…!

Ella contuvo el aliento a mitad de gemido. ¿Dios no qué? ¿Por qué estaba empapada de sudor? ¿Por qué el corazón le latía aceleradamente como una locomotora desbocada?

La visión le volvió como un diluvio.

Entonces ella supo por qué había despertado gritando. Lloriqueó, de pronto aterrada otra vez.

La rodeó la oscuridad, y Helen miró alrededor del dormitorio en busca de pistas, de alguna razón para acabar con esta locura. El armario se le materializó contra la pared más lejana. Las puertas francesas brillaron con luz de luna. Se asentó la realidad. Pero con ella también se asentó la cruda visión que acababa de presenciar.

Se dejó caer de espaldas y respiró otra vez en prolongadas y desesperadas contracciones.

—Dios, ¿por qué, Señor? ¡No puedes hacer eso!

Pero ella sabía que él podía. Que lo haría.

Helen tardó tres horas en volver a dormir de manera irregular, y solo luego de cambiar dos veces la funda de almohada. Creyó que no lograba conciliar el sueño debido a la humedad de sus lágrimas. Pero en definitiva sabía que solo se trataba del terror.

Dios estaba obrando en medio del terror.