DE LUGARES SOMBRÍOS


(From Shadowed Places, 1960)

EL DOCTOR Jennings viró para acercarse a la acera, los neumáticos de su Jaguar aplastaron un montoncillo de barro. Frenando con fuerza, tomó la llave del encendido con la mano izquierda al tiempo que buscaba con la derecha su maletín, que se encontraba a su lado, sobre el asiento. Un momento después estaba en la calle, esperando a que el tránsito se detuviera un momento.

Su mirada se elevaba hacia las ventanas del apartamento de Peter Lang. ¿Estaría bien Patricia? Su voz había sonado de manera muy extraña en el teléfono, trémula, como si tuviera pánico. Jennings bajó la mirada y frunció el ceño a causa de los automóviles que no dejaban de circular. Entonces, cuando hubo un alto en la procesión, se lanzó hacia adelante.

La puerta de cristales se cerró automáticamente a sus espaldas, al entrar al vestíbulo. «¡Padre, apresúrate, por favor! ¡No sé qué hacer con él!». La voz asustada de Patricia resonaba en su mente. Se metió al ascensor y oprimió el botón que correspondía al décimo piso. «¡No puedo decírtelo por teléfono! ¡Es preciso que vengas!».

Jennings miraba al frente, sin ver y sin darse cuenta de que las puertas de la cabina del ascensor se habían cerrado con un ruido ligero.

Los tres meses que hacía que Patricia se había comprometido con Lang habían estado llenos de problemas. Sin embargo, aun a pesar de ello, no consideraba justificado el aconsejarla que se separara de él. Era difícil clasificar a Lang entre los ricos ociosos. Era cierto que no había tenido que enfrentarse en los veintisiete años de su vida a un empleo fijo. Sin embargo, no era indolente ni inútil. Era uno de los cazadores más famosos del mundo y se manejaba él y manejaba el mundo que había escogido con una autoridad llena de gracia. Era muy dado al buen humor, y tenía cierto sentido de la justicia a pesar de su fama de fanfarrón. Sobre todo, parecía estar muy enamorado de Patricia.

Sin embargo, todos aquellos problemas…

Jennings se volvió, guiñando un poco los ojos. Las puertas del ascensor estaban abiertas. Comprendiendo que se encontraba en el décimo piso, salió al pasillo haciendo que los talones de sus zapatos resonaran con fuerza sobre las baldosas bien limpias. Sin reflexionar, se puso el maletín bajo el brazo y comenzó a quitarse los guantes. Antes de llegar al apartamento, tenía ya los guantes en el bolsillo y el abrigo desabrochado.

Una nota escrita a lápiz estaba clavada sobre la puerta. Entra. Jennings tembló a la vista de los garabatos de Patricia. Se dominó, hizo girar la perilla de la puerta y se precipitó al interior.

Se quedó paralizado por la sorpresa. El salón era un caos; las sillas y las mesas estaban volteadas, las lámparas rotas, un montón de libros desparramados por el suelo y, esparcidos por todas partes, ceniceros, cerillas, colillas de cigarros. Docenas de charcos de licor podían verse sobre la blanca alfombra. En el bar, una botella derramaba whisky por el borde del mostrador, mientras que de las gigantescas bocinas salía un ruido extraño que llenaba la habitación. Jennings se quedó contemplándolo todo con la boca abierta. Peter debía de haberse vuelto loco.

Arrojó su maletín sobre la mesa del vestíbulo, se quitó el sombrero y el abrigo, y volvió a tomar el maletín y se apresuró a bajar los escalones que conducían al salón. Al pasar cerca del tocadiscos de alta fidelidad, lo apagó.

¿Papá?

—Sí.

Jennings oyó con alivio los sollozos de su hija y se apresuró a ir al dormitorio.

Estaban en el suelo, debajo de la ventana. Pat estaba de rodillas, abrazada a Peter, quien había formado con su cuerpo una especie de bola; se cubría el rostro con las manos. Cuando Jennings se arrodilló junto a ellos, Patricia lo miró con una expresión de terror.

—Trató de saltar por la ventana —dijo—. Trató de suicidarse.

Su voz era inquieta, ronca.

—Muy bien.

Jennings apartó los brazos de su hija y trató de levantar la cabeza del joven. Peter jadeó, se apartó de su lado y volvió a arquear el torso y hacerse una bola. Jennings observó su postura forzada. Casi con horror vio el movimiento de los músculos de la espalda y de los hombros de Peter. Parecía que había serpientes vivas debajo de su piel tostada por el sol.

—¿Cuánto tiempo hace que está así? —preguntó.

—No lo sé —su rostro era una máscara de angustia—. No lo sé.

—Vete al salón y sírvete un trago —ordenó su padre—. Yo me encargaré de él.

—Trató de saltar por la ventana.

Patricia.

La joven comenzó a llorar, y Jennings se volvió, dándole la espalda. Las lágrimas eran precisamente lo que necesitaba su hija. Una vez más trató de deshacer el nudo inflexible del cuerpo de Lang. Una vez más el joven gruñó y se apartó de él.

—Trate de calmarse —dijo Jennings—. Voy a acostarlo.

—¡No! exclamó Peter, y su voz era como un susurro causado por el dolor.

—No puedo ayudarlo, muchacho, a menos que…

Jennings guardó silencio y su rostro expresó claramente su confusión. En un instante, el cuerpo de Lang perdió su rigidez. Estiró las piernas y sus manos dejaron su posición tensa, aunque seguía cubriendo su rostro. Una respiración ruidosa dejó sin aire sus pulmones.

Peter levantó la cabeza.

La vista de aquel rostro hizo que Jennings se sobresaltara. Si era posible describir un rostro torturado, el de Lang respondería perfectamente a la descripción. Con la barba negra, pálido y con los ojos fijos, era el rostro de un hombre que estaba sufriendo un tormento inexplicable.

—¿Qué le sucede? —preguntó Jennings, asombrado.

El joven sonrió, y ese toque final y horrible hizo que el doctor se estremeciera.

—¿No se lo ha dicho Patty? —preguntó Peter.

—Explíquese.

Peter bufó, aparentemente divertido.

—Estoy maldito —dijo—. Algún condenado…

—Querido, no lo digas —rogó Pat.

—¿De qué está usted hablando? —inquirió Jennings.

—¿Quieres darme un trago, cariño? —pidió Lang.

Patricia se puso en pie, vacilante, y se dirigió hacia el salón. Jennings ayudó a Lang a acostarse.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó.

Peter se dejó caer pesadamente sobre las almohadas.

—Ya se lo he dicho —respondió—. Estoy hechizado, maldito por un brujo —rió débilmente—. El bastardo me está matando. Hace ya tres meses…, casi desde que Pat y yo nos conocimos.

—¿Está usted…? —comenzó a decir Jennings.

—La codeína no me hace efecto —dijo Lang—. Ni siquiera la morfina. Tomé un poco, y nada —aspiró profundamente el aire—. No tengo fiebre ni escalofríos. No tengo síntomas para los médicos. Es sólo que… alguien me está matando.

Miró al doctor con los ojos entrecerrados.

—¿Le parece divertido?

—¿Está usted hablando en serio?

Peter rió.

—¿Quién diablos puede saberlo? —dijo—. Quizá sea delirium tremens. Dios sabe que ya he bebido bastante como para que… —su cabello negro se extendió sobre la almohada, cuando miró hacia la ventana—. ¡Diablos, ya es de noche! —volviéndose rápidamente, preguntó—: ¿Qué hora es?

—Más de las diez —respondió Jennings—. ¿Qué…?

—Es jueves, ¿verdad? —preguntó Lang.

Jennings se le quedó mirando.

—No, ya veo que no —Peter comenzó a toser secamente—. ¡Un trago! —pidió.

Cuando su mirada se dirigió hacia el umbral de la puerta, Jennings miró sobre su hombro. Patricia había regresado.

—Todo el licor ha sido tirado —dijo con voz de niña asustada.

—Muy bien, no te preocupes —murmuró su novio—. No lo necesito. De todos modos, pronto estaré muerto.

—¡No digas eso!

—Cariño, me vería contento si me muriera ahora mismo —dijo Peter, con la mirada fija hacia arriba, mientras su amplio pecho se elevaba irregularmente a causa de la mala respiración—. Lo siento, cariño, no quería decirlo. ¡Ay! ¡Otra vez lo mismo!

Habló en tono tan humilde que el nuevo ataque los tomó por sorpresa.

Bruscamente, comenzó a agitarse en la cama mientras sus piernas musculosas golpeaban como pistones; sus manos descendieron para cubrir la angustia terrible que se reflejaba en su rostro. Un sonido, como el lamento de un violín, se formó en su garganta, y Jennings vio que la saliva le corría de las comisuras de la boca. Girando bruscamente sobre sus talones, el doctor atravesó la habitación en busca de su maletín.

Antes de que llegara hasta él, el cuerpo de Peter, que se sacudía espasmódicamente, cayó de la cama. El joven se puso en pie, gritando. En su rostro, con la boca abierta, se reflejaba el frenesí de un animal. Patricia trató de sujetarlo, pero, con un gruñido, la apartó brutalmente a un lado y se dirigió hacia la ventana.

Jennings le salió al encuentro con la aguja hipodérmica en la mano. Durante unos momentos estuvieron forcejeando angustiosamente, y el rostro distendido de Peter, con los dientes al descubierto, se encontraba a solamente unos centímetros del doctor, mientras sus manos, en las que resaltaban las venas muy marcadas, se dirigían hacia la garganta de Jennings. Gritó roncamente cuando la aguja perforó su piel y, saltando hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Trató de levantarse, mirando con ojos de loco hacia la ventana. Luego la droga pasó a su sangre y se quedó sentado con la misma flacidez que una muñeca de trapo. La soñolencia hizo que sus ojos se pusieran vidriosos.

—Los bastardos me están matando —dijo.

Lo acostaron en la cama y cubrieron su cuerpo desnudo.

—Me está matando —dijo—. Un bastardo negro.

—¿Cree eso verdaderamente? —preguntó Jennings.

—Papá, míralo —replicó Patricia.

—¿Tú también lo crees?

—No lo sé —dijo ella, sacudiendo la cabeza, con impotencia—. Lo único que sé es que lo he visto cambiar, pasando de lo que era a esto. No está enfermo, papá. No tiene nada malo —se estremeció—. Sin embargo, se está muriendo.

—¿Por qué no me llamaste antes?

—No podía —dijo Pat—. Tenía miedo de dejarlo solo, aun cuando solamente fuera durante un segundo.

Jennings retiró los dedos del pulso vacilante del joven.

—¿Ha sido examinado ya?

Su hija asintió cansadamente.

—Sí —respondió—. Cuando comenzó a empeorar, fue a ver a un especialista. Pensó que era posible que su cerebro… —meneó la cabeza—. No tiene nada malo.

—Pero, ¿por qué dice que está…? —Jennings no pudo encontrar la palabra apropiada.

—No lo sé —dijo ella—. A veces parece creerlo. Otras veces sólo bromea al respecto.

—Pero, ¿por qué causa…?

—Fue debido a algún incidente sucedido en su último safari —dijo Patricia—; no sé realmente qué fue lo que sucedió. Algún nativo zulú lo amenazó; le dijo que era un brujo y que lo iba a… —su voz cedió el paso a un amargo sollozo—. ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo es posible que sea cierta una cosa semejante? ¿Cómo puede suceder?

—Creo que lo importante es saber si Peter cree realmente que es eso lo que le está sucediendo —dijo Jennings.

Se volvió hacia Lang.

—Y por su apariencia…

—Papá, me he estado preguntando si quizá… —Patricia tragó saliva—, si quizá la doctora Howe podría ayudarlo.

Jennings la miró un momento y dijo:

—Tú lo crees, ¿verdad?

—Papá, trata de comprender —su voz temblorosa expresaba el pánico—. Tú has visto a Peter sólo de vez en cuando. Yo he observado que esto le sucede casi día tras día. ¡Algo lo está destruyendo! No sé qué puede ser, pero lo intentaré todo para impedirlo. Todo.

—Muy bien —le colocó una mano en la espalda, para infundirle confianza—. Ve a telefonearle mientras yo lo examino.

Cuando su hija se fue a la sala, puesto que el teléfono conectado a la habitación había sido arrancado de la pared, Jennings apartó las sábanas hacia el pie de la cama y observó el cuerpo bronceado de Lang. Estaba temblando, con vibraciones muy pequeñas…, como si, dentro de los efectos químicos de la droga, cada uno de los nervios estuviera vibrando y temblando individualmente.

Jennings apretó los dientes con desesperación. En cierto modo, percibía que en algún lugar al que todavía no había llegado la ciencia se encontraba la solución y que ningún examen médico podría encontrar la causa. Sin embargo, sentía cierto desagrado por lo que Patricia estaba a punto de desencadenar. Iba contra los valores convenidos. Ofendía su mentalidad científica.

Además, lo asustaba.

El efecto de la droga había pasado ya casi completamente. En circunstancias ordinarias, hubiera hecho que Lang permaneciera inconsciente durante seis u ocho horas. Pero entonces, en cuarenta escasos minutos, estaba con ellos en el salón, tendido en el diván, enfundado en su bata de baño y diciendo:

—Patty, es ridículo. ¿Qué bien puede hacerme otro doctor?

—¡De acuerdo, es ridículo! —concedió ella—. Pero, ¿qué quieres que hagamos? ¿Que nos quedemos a esperar, limitándonos a observarte cómo…? —no pudo terminar.

—¡Shhhh! —Lang se alisó el cabello con manos temblorosas—. Patty, Patty. Anímate, cariño. Es posible que pueda vencerlo.

—Vas a vencerlo —Patricia le besó la mano—. Por nosotros dos, Peter. Yo no podría continuar adelante sin ti.

—No hables así —Lang se retorció sobre el diván—. ¡Oh, por Cristo! Comienza de nuevo —se forzó a sonreír—. No, estoy muy bien —le dijo a su novia—. Sólo… un poco apaleado.

Su sonrisa se transformó en un gesto repentino de dolor.

—Entonces, el tal doctor Howell va a resolver mi problema, ¿no es así? Y, ¿cómo?

Jennings vio que Patricia se mordía los labios.

—Es una doctora, cariño —le dijo.

—¡Magnífico! —respondió Lang.

Se retorció convulsivamente.

—Eso es lo que necesitamos. ¿Qué es, quiropráctica?

—Es antropóloga.

—Mejor aún. ¿Qué es lo que va a hacerme? ¿Explicarme los orígenes de la superstición?

Peter hablaba rápidamente, como si tratara de ganarle ventaja al dolor con sus palabras.

—Estuvo en África —le comunicó Pat— y…

—Yo también —dijo Peter—. Es un lugar muy amplio para visitar. Solamente que no se debe jugar con los hechiceros.

Su carcajada se transformó rápidamente en un gemido de dolor.

—¡Oh, Dios santo! ¡Maldito bastardo negro, si te tuviera ahora aquí!

Sus manos se extendieron como para destrozar algún asaltante invisible.

—Les ruego que me excusen.

Se volvieron sorprendidos. Una joven negra los estaba observando desde la puerta de entrada.

—Había una tarjeta sobre la puerta —dijo.

—Por supuesto; lo habíamos olvidado —Jennings se había puesto en pie.

Oyó que Patricia le susurraba a Lang:

—Por favor, cariño, no te salgas por la tangente.

Peter la miró con agudeza, con expresión todavía más confundida.

¿Por la tangente? —dijo.

Jennings y su hija atravesaron la habitación.

—Gracias por venir —le dijo Patricia, oprimiendo su mejilla contra la de la doctora Howell.

—Me alegro de verte, Pat —dijo la doctora.

Le sonrió al doctor Jennings por encima del hombro de Patricia.

—¿Ha tenido usted dificultades para llegar aquí? —le preguntó Jennings.

—No, no, el metro nunca falla.

Lurice Howell se desabrochó el abrigo y se volvió al ver que Jennings alargaba los brazos para ayudarla.

Pat miró al saco de noche que Lurice había dejado en el suelo y le echó una ojeada a Lang.

Lang no apartaba su mirada de Lurice Howell, mientras ella se aproximaba a él, entre Pat y Jennings.

—Peter, te presento a la doctora Howell —le dijo Pat—. Estudiamos juntas en Columbia. Enseña antropología en el City College.

Lurice sonrió.

—Buenas tardes —dijo.

—No tan buenas —dijo Lang.

Con el rabillo del ojo, Jennings vio cómo su hija se envaraba.

La expresión del rostro de la doctora Howell no se alteró en absoluto.

—¿Y quién es el maldito bastardo negro que quería usted que estuviera aquí? —preguntó.

El rostro de Peter quedó momentáneamente confuso. Luego, con los dientes apretados a causa del dolor, respondió:

—¿Qué se supone que significa eso?

—Es una pregunta.

—Si está usted pensando en darme una conferencia acerca de las relaciones de las razas, olvídelo —murmuró Lang—. No estoy de humor para eso.

¡Peter!

Miró a Pat, con ojos empañados a causa del dolor.

—¿Qué desea usted? —preguntó—. Ya está convencida de que tengo prejuicios, así es que…

Echó la cabeza hacia atrás, sobre el respaldo del sofá, y cerró los ojos con fuerza.

—¡Dios santo! Denme una cuchillada —gruñó.

La sonrisa amable había desaparecido de los labios de la doctora Howell. Miró gravemente a Jennings, al hablar el doctor.

—Lo he examinado —le dijo Jennings—. No hay ninguna señal de daños físicos ni mentales.

—¿Cómo sería posible? —respondió la doctora, tranquilamente—. No es una enfermedad. Es juju.

Jennings la miró.

—Usted…

—Eso es —dijo Peter roncamente—. Ya lo sabemos.

Estaba sentado nuevamente, apretando los cojines con las manos de tal modo que tenía los dedos blancos.

—Esa es la respuesta, el juju.

—¿Lo duda usted? —le preguntó Lurice.

—Así es.

—¿Del mismo modo que duda de sus prejuicios?

—¡Oh, Dios! —Lang se llenó de aire los pulmones, con un ruido gutural y desagradable—. Estaba sufriendo y deseaba encontrar algo en qué descargar la ira, de modo que cogí a aquel piojoso salvaje para… —cayó hacia atrás pesadamente—. ¡Que se vaya al diablo! ¡Piense lo que quiera! —repentinamente, miró a Jennings—. ¿Otra inyección? —rogó.

—Peter, su corazón no puede.

—¡Que se vaya al diablo mi corazón! —la cabeza de Peter estaba sacudiéndose hacia atrás y hacia adelante—. ¡Media dosis entonces! ¡No puede usted negárselo a un hombre que se está muriendo!

Pat se puso el borde de uno de sus puños temblorosos contra la boca, tratando de no llorar.

¡Por favor! —exclamó Lang.

Después de que la inyección le hizo efecto, Lang se acostó de espaldas, con el rostro y el cuello empapados por el sudor.

—Gracias —balbuceó.

Sus labios pálidos se torcieron para formar una sonrisa cuando Pat se arrodilló a su lado para secarlo con una toalla.

—Te saludo, amor —murmuró.

No podía hablar.

Los ojos soñolientos de Peter se volvieron a mirar a la doctora Howell.

—Muy bien. Lo siento. Excúseme —le dijo brevemente—. Le agradezco que haya venido, pero no creo en eso.

—Entonces, ¿por qué está usted soportando sus efectos? —le preguntó Lurice.

—¡Ni siquiera sé qué es lo que me está pasando! —bramó Peter.

—Creo que lo sabe usted muy bien —le dijo la doctora Howell, con cierto apremio en la voz—. Y yo también lo sé, señor Lang. El juju es la hechicería más temible del mundo. Varios siglos de creencia de masas puede ser suficiente para infundirle un poder terrible. Tiene ese poder, señor Lang. Usted sabe perfectamente que lo tiene.

—¿Y cómo lo sabe usted, doctora Lurice? —le preguntó.

—Cuando tenía veintidós años —respondió ella—, pasé un año en una aldea zulú haciendo un trabajo para obtener mi diploma práctico. Mientras estaba allí, la ngombo simpatizó conmigo y me mostró casi todo lo que sabía.

—¿La ngombo? —preguntó Patricia.

—La hechicera —dijo Peter, disgustado.

—Creía que los hechiceros eran hombres —dijo Jennings.

—No, la mayor parte son mujeres —explicó Lurice—. Mujeres inteligentes y observadoras que trabajan muy duramente en su profesión.

Hipócritas —dijo Lang.

Lurice le sonrió.

—Sí —le dijo—. Son hipócritas, parásitas, ladronas, asustan a los tontos, etcétera. Sin embargo… —su sonrisa se hizo más dura—… ¿Qué cree usted que le está haciendo sentirse como si un millar de arañas se estuvieran paseando sobre su cuerpo?

Por primera vez, desde que había entrado al apartamento, Jennings vio una expresión de terror en el rostro de Peter.

¿Sabe usted eso? —preguntó el joven.

—Sé todo lo que esta usted sufriendo —le dijo la doctora Howell—. Yo misma he tenido que soportarlo.

¿Cuando? —inquirió Lang.

Su voz va no era desdeñosa.

—Durante aquel año —dijo Lurice—. Un hechicero de un poblado cercano me echo una maldición de muerte. Kuringa me salvó de ella.

—Explíqueme —dijo Peter, mirándola fijamente.

Jennings notó que la respiración del joven estaba haciéndose más rápida. Se asombró al advertir que la segunda inyección estaba comenzando a perder sus efectos.

—¿Qué quiere que le explique? —dijo la doctora Howell—. ¿Todo lo referente a los dedos de largas uñas que parece que le están arrancando las entrañas? ¿Sobre la impresión de que es preciso que forme usted una bola con su cuerpo para tratar de aplastar a la serpiente que parece usted tener en el vientre?

Peter la miraba con ojos desorbitados.

—¿De la sensación de que su sangre se le está convirtiendo en ácido? —continuó Lurice—. ¿De que si se mueve se destrozará debido a que todos sus huesos han sido vaciados?

Los labios de Peter comenzaron a temblar.

—¿El sentimiento de que su cerebro está siendo devorado por una banda de ratas famélicas? ¿Que sus ojos están a punto de derretirse y correrle por las mejillas como si se tratan de jalea? ¿Qué…?

—¡Ya basta! —el cuerpo de Lang estaba temblando espasmódicamente.

—Solamente le he dicho todo eso para convencerlo de que sé de lo que estoy hablando —dijo Lurice—. Recuerdo mis propios dolores como si los hubiera tenido que soportar esta mañana en lugar de hace siete años. Puedo ayudarlo, si me deja usted hacerlo, señor Lang. Deje a un lado su escepticismo. Usted cree en eso, de lo contrario no podría dañarlo, ¿comprende eso?

—Querido, por favor —le rogó Patricia.

Peter la miró. Luego su mirada volvió a posarse en la doctora Howell.

—No debemos esperar mucho —le advirtió la joven negra.

—¡Muy bien! —cerró los ojos—. Muy bien; entonces, ensaye usted. Estoy absolutamente seguro de que no podré encontrarme peor que ahora.

¡Rápido! —rogó Pat.

—Sí.

Lurice Howell se volvió y atravesó la habitación para ir a recoger su saco de noche.

Fue al levantarlo del suelo cuando Jennings vio la expresión que transformaba su rostro…, como si se le hubiera ocurrido que había surgido alguna complicación formidable. Los miró a todos.

—Pat —dijo.

—Sí.

—Ven aquí un momento.

Patricia avanzó apresuradamente y se detuvo a su lado. Jennings las observó un instante, antes de dirigir su mirada hacia Lang. El joven comenzaba a retorcerse nuevamente. El ataque, pensó Jennings. El juju es la hechicería más terrible del mundo…

—¿Qué?

Jennings miró a las mujeres. Pat estaba mirando asombrada a la doctora Howell.

—Lo siento —le dijo Lurice—. Debí decírtelo desde el principio, pero no tuve la oportunidad de hacerlo.

Pat dudaba.

—¿Es preciso que sea de ese modo? —preguntó.

—Sí. Es absolutamente preciso.

Patricia miró a Peter con una expresión de aprensión en la mirada. Bruscamente asintió.

—Muy bien —dijo—; pero, apresúrate.

Sin pronunciar otra palabra, Lurice Howell se dirigió hacia la habitación. Jennings miraba atentamente a su hija, que observaba la puerta tras la cual se había encerrado la joven negra. No podía comprender el significado de su mirada, puesto que, entonces, el temor que reflejaba la mirada de Patricia era diferente.

La puerta del dormitorio se abrió, y la doctora Howell salió por ella. Jennings, volviéndose desde el diván, contuvo el aliento. Lurice estaba desnuda hasta la cintura, y llevaba como toda indumentaria una falda hecha con diversos pañuelos anudados. Sus piernas y pies estaban desnudos. Jennings la miró con la boca abierta. La blusa y la falda que llevaba puestas antes no revelaban nada de la voluptuosidad de sus senos y de la sinuosa abundancia de sus caderas. Dándose cuenta repentinamente del modo en que la estaba observando, Jennings se volvió a mirar a Pat. Su expresión, al mirar a la doctora Howell, era entonces inequívoca.

Jennings miró a continuación a Peter. Debido a su máscara de dolor, el rostro del joven era más difícil de leer.

—Les ruego que comprendan. No lo he hecho nunca antes —dijo Lurice, molesta por su silencio.

—Lo comprendemos —dijo Jennings, incapaz de apartar sus ojos de ella.

En cada una de sus mejillas llevaba pintado un punto rojo, y sobre su cabello retorcido y sostenido en dos trenzas, llevaba un sombrero hecho de plumas, cada una de las cuales era de color castaño y llevaba en la parte superior un ojo blanco. Sus senos salían de entre diversos collares hechos con dientes de animales, trenzas de hilos de brillantes colores, perlas y tiras de pieles de serpiente. Sobre su brazo izquierdo, a la altura del bíceps, llevaba sujeto con tiras de piel de gato de Angora, un escudo de piel de buey con manchas.

El contraste entre su saco y su nuevo vestuario era bastante grande. El efecto de su aparición en el apartamento de Manhattan creó un sentimiento de horror indefinible en Jennings, cuando se acercó a ellos con una actitud tímida e infantil de desafío…, como si su vergüenza se equilibrara por el conocimiento que tenía de su salud física. Jennings se sorprendió al ver que su estómago estaba tatuado; cientos de pequeñas cicatrices formaban un diseño de círculos concéntricos en torno a su ombligo.

—Kuringa insistió en ello —dijo Lurice, como si el doctor hubiera hecho la pregunta—. Fue su precio por enseñarme sus secretos.

Sonrió débilmente.

—Logré impedir que me limara los dientes en punta.

Jennings comprendió que estaba hablando para ocultar el hecho de que se sentía avergonzada, y sintió nacer en él una gran simpatía hacia ella. La doctora dejó el saco en el suelo y comenzó a sacar su contenido.

—Las cicatrices se hacen por medio de pequeñas incisiones en la carne —explicó— y metiendo en cada incisión un poco de pasta.

Colocó sobre la mesita de la sala un frasco con un líquido grumoso y un puñado de huesecillos bien limpios.

—La pasta tuve que hacerla yo misma. Tuve que cazar un cangrejo de tierra con las manos desnudas y arrancarle una de sus pinzas. Tuve que quitarle la piel a una rana viva y arrancarle la mandíbula a un mono —colocó sobre la mesa un puñado de lo que parecían ser pequeñas lanzas—. Las pinzas, la piel y la mandíbula, junto con otros ingredientes de plantas, los puse en la pasta.

Jennings pareció sorprendido cuando vio que sacaba del saco un disco de larga duración y lo colocaba sobre el plato del tocadiscos.

—Cuando le diga: Ahora, doctor —le preguntó—, ¿querrá usted colocar el brazo sobre el disco?

Jennings asintió en silencio, mirándola con lo que parecía ser una mirada casi de fascinación. La doctora parecía saber exactamente lo que estaba haciendo. Pasando por alto la mirada de Lang, que no se apartaba de ella, y la vigilancia inquieta de Patricia, Lurice puso los diversos objetos en el suelo. Cuando abrió las piernas, Pat no pudo contener una exclamación. Bajo la faldita hecha con pañuelos, Lurice no llevaba puesto nada.

—Bueno, es posible que no sobreviva —comentó Peter, cuyo rostro estaba casi totalmente blanco—; pero parece que mi muerte va a ser fascinante.

Lurice lo interrumpió.

—¿Quieren sentarse ustedes tres en círculo? —dijo.

El refinamiento de su voz, surgiendo de quien parecía ser una diosa pagana, sorprendió poderosamente a Jennings, que se dirigía hacia Lang, para ayudarlo.

El ataque tuvo lugar cuando Peter trató de ponerse en pie. En un instante se encontró en medio de él, retorciéndose en el suelo con el cuerpo doblado y con los pies y las manos golpeando furiosamente la alfombra. Bruscamente se levantó, obligando a su cabeza a echarse hacia atrás; los músculos de su espina dorsal se distendieron de manera tan brusca que se le arqueó la espalda, separándose del suelo. Una espuma blanca le salía por las comisuras de los labios y sus ojos parecían habérsele congelado en las órbitas.

—¡Lurice! —gritó Pat.

—No podemos hacer nada hasta que pase —dijo la doctora.

Miró a Lang con ojos que reflejaban su lástima. Luego, cuando su bata de baño se le soltó y comenzó a retorcerse en el suelo absolutamente desnudo, se volvió precipitadamente y su rostro se endureció con una expresión que causó la sorpresa de Jennings. Reflejaba miedo. Luego, él y Pat se precipitaron sobre el cuerpo atormentado de Lang, tratando de dominarlo.

—Déjenlo —dijo Lurice—. No pueden ustedes hacer nada.

Patricia la miró asustada y con cierta animosidad. Cuando el cuerpo de Peter quedó finalmente inmóvil, estremeciéndose, le cerró la bata de baño y le hizo un nudo en el cinturón.

—Ahora, formen el circulo. Rápido —dijo Lurice, esforzándose claramente en vencer algún temor interior—. No, tiene que sentarse solo —dijo cuando Patricia se abrazó a su novio, sosteniéndole la espalda.

—Se caerá —dijo Pat, con bastante resentimiento en la voz.

—¡Patricia, si quieres que te ayude…!

Con incertidumbre, pasando la mirada del rostro de Peter contraído por el dolor al de Lurice, que tenía una expresión resuelta, Patricia se apartó de Lang y se instaló en el lugar que le correspondía.

—Las piernas cruzadas, por favor —dijo Lurice—. ¿Señor Lang?

Peter gruñó, con los ojos semicerrados.

—Durante la ceremonia le pediré a usted algo como pago. Cualquier objeto personal sin importancia será suficiente.

Peter asintió.

—Muy bien, adelante —dijo—; ya no puedo soportar mucho más.

Los senos de Lurice se elevaron, temblorosos, cuando aspiró profundamente el aire.

—No hablen ahora —murmuró.

Con nerviosismo, se sentó frente a Peter y comenzó a menear la cabeza.

Con excepción de la respiración estentórea de Lang, la habitación estaba sumida en un profundo silencio. Jennings podía oír a lo lejos, débilmente, el ruido del tránsito. Era casi imposible que pudiera ajustar su mente a lo que estaba a punto de suceder: una tentativa de hechicería pagana en un apartamento moderno de Nueva York.

Jennings trató en vano de apartar de su mente las malas interpretaciones. No creía en aquello. Sin embargo, estaba sentado allí y sus piernas cruzadas comenzaban ya a ser victimas de los calambres. A su lado estaba sentado Peter Lang, evidentemente próximo a morir, sin un síntoma que pudiera explicar su estado. También estaba allí su hija, aterrorizada, luchando mentalmente contra lo que ella misma había iniciado. Y, la más extraña de todos cuantos estaban en la habitación, estaba sentada; no la doctora Howell, una profesora inteligente de antropología y una mujer culta y civilizada, sino una bruja africana casi desnuda, vestida con unos objetos que le servían para su magia bárbara.

Se produjo un ruido como de algo que raspara. Jennings parpadeó y miró a Lurice. En su mano izquierda tenía el puñado de objetos que parecían ser lanzas en miniatura. Con la derecha estaba levantando un montoncito de huesecillos bien pulidos. Los sacudió en la palma de la mano, como si fueran dados, y los arrojó sobre la alfombra, atendiendo sin pestañear al modo en que caían.

Observó su disposición sobre la alfombra y, luego, volvió a recogerlos. Frente a ella, la respiración de Peter comenzaba a hacerse más difícil. ¿Y si sufría otro ataque?, se preguntó Jennings. ¿Tendría que volver a recomenzar la ceremonia?

Se sobresaltó cuando Lurice rompió el silencio.

—¿Para qué has venido aquí? —preguntó.

Miraba a Peter fríamente, traspasándolo casi.

—¿Por qué quiere usted consultarme? ¿Es porque no tiene usted éxito con las mujeres?

—¿Qué?

Peter la miró absolutamente asombrado.

—¿Está alguien enfermo en su casa? ¿Es por eso que vino usted a verme? —preguntó Lurice, con voz imperiosa.

Jennings comprendió bruscamente que era, completamente en aquel momento, una hechicera negra que estaba interrogando a su cliente varón, con un desdén arrogante, debido a su supuesta condición inferior.

—¿Está usted enfermo?

Casi escupió las palabras, echando hacia atrás los hombros de tal modo que sus senos se elevaron. Jennings miró involuntariamente a su hija. Pat estaba sentada como una estatua, con los labios formando una línea exangüe y las mejillas muy pálidas.

—¡Hable, hombre! —ordenó Lurice, que en aquellos momentos era una ngombo.

—¡Sí! ¡Estoy enfermo! —el pecho de Peter se elevó al ritmo de su respiración—. Estoy enfermo.

—Entonces, hábleme de ello —dijo la doctora Howell—. Explíqueme como se adueñó de usted la enfermedad.

Peter sufría un dolor tal que cualquier noción de resistencia había desaparecido o estaba absolutamente dentro de la fascinación que ejercía Lurice, con su sola presencia. Probablemente se trataba de una combinación de ambas cosas, pensó Jennings, cuando vio que Lang se disponía a hablar, con voz forzada y con los ojos fijos en la mirada ardiente de Lurice.

—Una noche, el hombre llegó arrastrándose al campamento —dijo—. Trató de robar alimentos. Cuando lo expulsé, se puso furioso y me amenazó. Dijo que iba a matarme.

Jennings se preguntó si Lurice no habría hipnotizado a Lang, puesto que la voz del joven era absolutamente mecánica.

—Y llevaba en un saco, a su lado… —la voz de Lurice parecía salmodiar como la de un hipnotizador—. Llevaba una muñeca —dijo Peter con la garanta contraída, al tiempo que tragaba saliva—. La muñeca me habló.

—El fetiche le habló —dijo Lurice—. ¿Qué fue lo que le dijo el fetiche?

—Dijo que iba a morir. Dijo que cuando la luna estuviera como un arco, moriría.

Bruscamente, Peter se estremeció y cerró los ojos. Lurice volvió a arrojar al suelo sus huesecillos. Bruscamente, tiró las pequeñas lanzas.

—No es Mbwiri ni Hebiezo —dijo—, no es Atando ni Fuofuo ni Sovi. No es Kundi ni Sogbla. No es un demonio del bosque el que lo está devorando. Es un mal espíritu que pertenece a un ngombo, que ha sido ofendido. El ngombo ha dirigido al mal espíritu hacia su casa. El mal espíritu del ngombo se ha unido a usted, en revancha contra las ofensas hechas a su dueño. ¿Comprende?

Peter tenía dificultades para hablar. Asintió ansiosamente.

—Sí…

—Diga… Sí, comprendo.

—Síí —se estremeció—. Sí, comprendo.

—Ahora, págueme —le pidió ella.

Peter la miró fijamente durante unos instantes, antes de bajar la mirada. Sus dedos temblorosos rebuscaron en los bolsillos de su bata y salieron vacíos. Repentinamente gimió; sus hombros se inclinaron hacia adelante cuando un espasmo de dolor se adueñó de él. Volvió a buscarse en los bolsillos, como si no estuviera seguro de que estaban vacíos. Luego, frenéticamente, se quitó el anillo del dedo anular de su mano izquierda y lo entregó. Los ojos de Jennings se dirigieron hacia su hija. Su rostro era de piedra, cuando vio que Peter daba el anillo que ella le había regalado.

Ahora —dijo Lurice.

Jennings se puso en pie y, tambaleándose a causa de que sus piernas estaban adormecidas, se dirigió hacia el gramófono y colocó la aguja sobre el disco. Antes de que volviera a su lugar en el círculo, el disco comenzó a sonar.

En un momento, la habitación se llenó con un ruido de tambores, con el canto de algunas voces y un lento e irregular batir de palmas. Mirando atentamente a Lurice, Jennings tuvo la impresión de que todo se iba desvaneciendo ante su vista, que solamente Lurice era visible en medio de una luz nebulosa.

Había dejado en el suelo el escudo de piel de buey y tenía la botella en la mano. Le quitó el tapón y bebió todo su contenido de un solo trago. Vagamente, en medio de la fascinación a que estaba sujeta su mente, Jennings se preguntó qué era lo que había bebido.

La botella cayó al suelo.

Lurice comenzó a bailar.

Comenzó lánguidamente. Solamente sus brazos y sus hombros se movían al principio, siguiendo con sus movimientos ondulantes el ritmo de los tambores. Jennings la miraba, imaginándose que el corazón había alterado su rumbo, para acoplarse al de los tambores. Miró el ondular de sus hombros y los movimientos serpenteantes que estaba haciendo con las manos y los brazos. Oyó el ruido que hacían sus collares. El tiempo y el lugar habían dejado de importarle. Podría haber estado sentado en la plaza de un poblado de la selva, observando el contoneo soñoliento de la danza.

—Batan palmas —dijo la ngombo.

Sin vacilaciones, Jennings comenzó a dar palmadas, al mismo ritmo que los tambores. Miró a Patricia y vio que estaba haciendo lo mismo, con los ojos fijos todavía en Lurice. Sólo Peter permanecía sentado inmóvil, mirando al frente, con los músculos de la mandíbula muy marcados, debido a que estaba apretando con fuerza los dientes. Durante un momento, Jennings se acordó de que era médico y miró con preocupación a su paciente. Luego, volviendo la mirada, se dejó envolver de nuevo por la danza de Lurice.

El ritmo de lo tambores comenzó a hacerse más rápido. Lurice comenzó a avanzar hacia el interior del círculo, girando lentamente, mientras sus brazos y sus hombros conservaban su movimiento ondulante. En todos los lugares a que iba, sus ojos permanecían fijos sobre los de Peter, y Jennings comprendió que todos sus gestos iban dirigidos exclusivamente a Lang; gestos de atracción y de reunión, como si tratara de atraerlo a su lado.

Repentinamente, se inclinó hacia adelante, sus senos cayeron pesadamente; luego se levantaron cuando los músculos volvieron a sostenerlos. Se sacudió con un abandono febril, echando sus senos de un lado a otro y haciendo que sonaran sus collares, con el rostro pintarrajeado a unos cuantos centímetros del de Lang. Jennings sintió que se le contraían los músculos del vientre cuando Lurice puso sus dedos en forma de garras sobre las mejillas de Lang; luego, se enderezó y giró, echando descuidadamente los hombros hacia atrás y con los dientes al descubierto, en un gesto de celo salvaje. Un instante después, volvió a girar sobre sus talones para volver a enfrentarse a su cliente.

Por segunda vez volvió a inclinarse hacia adelante, esta vez echándose hacia atrás y hacia adelante frente a Lang, con una agilidad casi felina, con un extraño ronroneo en la garganta. Con el rabillo del ojo, Jennings vio que su hija se inclinaba hacia adelante, y entonces la miró. La expresión de su rostro era terrible.

Repentinamente, los labios de Pat se separaron como en un grito silencioso, y el doctor miró rápidamente a Lurice. Le falló el aliento. Inclinándose, se había tomado los senos con dedos febriles y los estaba lanzando hacia el rostro de Peter. Éste la miraba, mientras su cuerpo temblaba. Canturreando otra vez, Lurice se echó hacia atrás. Bajó las manos y Jennings se sobresaltó al ver que estaba quitándose la falda de pañuelos. Un momento después, la faldita había caído sobre la alfombra y Lurice estaba nuevamente junto a Peter. Fue entonces cuando Jennings supo exactamente lo que había bebido.

No.

La voz de Patricia, llena de veneno, hizo que el doctor se volviera, mientras su corazón le latía con fuerza. Comenzaba a ponerse en pie.

—¡Pat! —la conminó.

La joven lo miró y, durante un momento, permanecieron mirándose el uno a la otra. Luego, con un violento estremecimiento, volvió a dejarse caer en el suelo y Jennings apartó la mirada de ella.

Lurice estaba de rodillas frente a Peter, inclinándose hacia adelante y hacia atrás y frotándose las caderas con las manos abiertas. No podía hacer que se notara que respiraba. Su boca abierta aspiraba continuamente el aire, con ruidos de succión. Jennings vio que el sudor le descendía por las mejillas y vio que la transpiración brillaba también sobre su espalda y sus hombros. «No» pensó. La palabra llegó automáticamente, era la expresión de algún temor extraño que aparecía en su interior, molestándolo. No. Vio que las manos de Lurice volvían a cerrarse sobre sus senos, mostrándoselos a Peter. No. La palabra estaba provocando cierto terror en su mente. Continuó mirando a Lurice, temiendo lo que iba a pasar, fascinado ante esa posibilidad. En sus oídos resonaban los tambores. Su corazón latía con fuerza.

—¡No!

Las manos de Lurice se habían formado como garras repentinamente y apartaban los bordes de la bata de Peter. El grito de Patricia fue ronco, sobresaltado. Jennings solamente sorprendió la expresión de su rostro distorsionado, antes de que su mirada fuera atraída nuevamente hacia Lurice. Drogado por el ruido frenético de los tambores, el fondo de voces que cantaban, las palmadas explosivas, sintió que su cabeza le fallaba y que la habitación comenzaba a dar vueltas. De una manera similar a la de los sueños, vio las manos de Lurice que comenzaban a frotarse contra la piel de Lang. Vio una expresión de pesadilla en el rostro del joven cuando el tormento se enseñoreaba nuevamente de él…, un tormento que era tanto dolor como deseo sensual. Lurice se acercó todavía más a él. Más cerca. Ahora, su cuerpo vibrante, empapado en sudor, oscilaba a pocos centímetros del de Lang y sus manos lo acariciaban incesantemente.

—Entra en mí —la voz de Lurice era bestial, glotona—. Entra en mí.

Apártate de él.

La advertencia gutural de Patricia sacó a Jennings de su ensimismamiento. Volviéndose, vio que trataba de agarrar a Lurice, que en ese momento se aferraba al cuerpo de Peter.

Jennings sujetó a Pat, sin comprender por qué debía hacerlo, sintiendo solamente que debía evitar que se acercara. Su hija se retorció con salvajismo entre sus brazos, haciendo que el doctor sintiera su cálido aliento en las mejillas y moviendo su cuerpo con violencia.

—¡Apártate de él! —le gritó a Lurice—. ¡Quita tus manos de su cuerpo!

—¡Patricia!

—¡Suéltame!

El grito de angustia de Lurice los paralizó.

Asombrados, la vieron apartarse bruscamente de Peter y desplomarse de espaldas. Sus manos se recogieron y sus brazos cubrieron su rostro. Jennings sintió que el horror lo dominaba. Su mirada se dirigió al rostro de Lang. El gesto de dolor había desaparecido. Solamente quedaba una incomprensión absuta.

—¿Qué sucede? —gimió Patricia.

La voz de Jennings sonó vacía, terrible.

—Se lo ha quitado.

—¡Oh, Dios mío…!

Estupefacta, Patricia contempló a su amiga.

«El sentimiento de que debe usted hacer una bola con su cuerpo para tratar de aplastar a la serpiente que se retuerce en su vientre». Las palabras acudieron a la mente de Jennings. Vio que los músculos se contraían en el cuerpo de Lurice y el movimiento espasmódico de sus piernas. Al otro lado de la habitación, el disco dejó de sonar y, en el repentino silencio, el doctor alcanzó a oír un extraño gemido que salía de la garganta de la doctora Howell. «El sentimiento de que su sangre se ha convertido en ácido, que, si se mueve, se desplomará, debido a que sus huesos han sido vaciados». Con ojos desorbitados, Jennings la vio sufrir la misma agonía de Peter. «El sentimiento de que su cerebro está siendo devorado por una banda de ratas famélicas, que sus ojos están a punto de derretirse y correrle por las mejillas como si se tratara de jalea». Las piernas de Lurice se extendieron bruscamente. Se retorció sobre su espalda y comenzó a rodar sobre sus hombros. Sus piernas se recogieron, hasta que sus pies reposaron sobre la alfombra. Convulsivamente giró las caderas. Su vientre temblaba a causa de la respiración torturada, sus senos hinchados se mecían de un lado a otro.

—¡Peter!

El grito de Patricia hizo que la cabeza de Jennings se volviera hacia atrás. Los ojos de Peter brillaban, mientras contemplaba atentamente los movimientos espasmódicos del cuerpo de la joven negra. Había comenzado poniéndose de rodillas, con una mirada inhumana en su rostro. Ahora sus manos se alargaban hacia Lurice. Jennings lo agarró por los hombros, pero Lang no pareció darse cuenta de ello. Continuó tratando de aferrar a Lurice.

—¡Peter!

Lang trató de apartar a un lado al doctor, pero Jennings continuó aferrándolo con fuerza.

—¡Por el amor del cielo…, Peter!

El sonido que produjo Lang hizo que a Jennings se le pusiera la carne de gallina. Metió los dedos brutalmente en el cabello de Peter y le hizo darse la vuelta de tal modo que se encontraron los dos hombres frente a frente.

—¡Use su inteligencia, amigo! —ordenó Jennings—. ¡Su inteligencia!

Peter parpadeó. Miró a Jennings con los ojos de un hombre que acababa de despertarse. Jennings retiró las manos y se volvió rápidamente.

Lurice estaba tendida, inmóvil, sobre su espalda, con los ojos negros fijos en el techo. Con un gruñido, Jennings se inclinó hacia adelante y apoyó un dedo debajo de su seno izquierdo. Los latidos de su corazón eran casi imperceptibles. Volvió a mirarla nuevamente a los ojos. Tenían el aspecto vidrioso de un cadáver. Los miró incrédulo. Repentinamente se cerraron y un fuerte estremecimiento sacudió el cuerpo de Lurice. Jennings la observó, con la boca abierta, incapaz de moverse. «No», pensó. Era imposible. No podía estar…

—¡Lurice! —gritó.

La joven abrió los ojos y lo miró. Al cabo de un momento, sus labios se separaron débilmente cuando trató de sonreír.

—Todo ha pasado ya —susurró.

El automóvil recorría la Séptima Avenida y sus neumáticos producían el ruido característico que hacen al pasar sobre los charcos de agua. Junto a Jennings, la doctora Howell estaba desplomada sobre el asiento, inmóvil, agotada de cansancio. Pat, avergonzada y llena de remordimientos, la había bañado y vestido, después de lo cual Jennings la había ayudado a ir hasta su automóvil. Antes de que salieran del apartamento, Peter había tratado de darle las gracias y, no siendo capaz de expresar con palabras lo que sentía, le había besado la mano y se había retirado en silencio.

Jennings la miró.

—En realidad —dijo—, si no hubiera visto con mis propios ojos lo sucedido esta noche, no lo hubiera creído ni un momento. Todavía no estoy absolutamente seguro de si lo creo o no.

—No es fácil de aceptar —dijo ella.

Jennings condujo en silencio durante un kilómetro, antes de volver a hablar.

—¿Doctora Howell?

—¿Sí?

Vaciló un instante y, luego, preguntó:

—¿Por qué lo hizo?

—De no hacerlo —dijo Lurice—, su futuro yerno hubiera muerto en el curso de la noche. No imagina usted lo cerca que estuvo de morir.

—Dando eso por sentado, lo que quiero decir es, ¿por qué se sujetó usted de manera deliberada a una humillación como esa?

—No había otra alternativa —respondió la doctora—. El señor Lang no podía haber soportado lo que le estaba sucediendo. Yo podía hacerlo. Es así de sencillo. Todo el resto era una necesidad desafortunada.

—Y en parte, algo de la caja de Pandora —dijo el doctor.

—Lo sé. Lo temía, pero no podía hacer nada por evitarlo.

—¿Le dijo usted a Patricia lo que iba a suceder?

—No —dijo Lurice—. No podía decírselo todo. Traté de prevenirla contra el choque de lo que iba a suceder, pero, por supuesto, tenía que ocultarle algo. De lo contrario, era posible que hubiera rehusado mi ayuda… y su novio hubiera muerto.

—Había un afrodisiaco en la botella, ¿no es así?

—Sí —respondió—; tenía que soltarme yo misma. De no hacerlo así, las inhibiciones personales me hubieran impedido hacer lo que era necesario.

—¿Qué sucedió un instante antes de que todo terminara…? —comenzó a decir Jennings.

—¿El deseo claro del señor Lang por mí? —dijo Lurice—. Era solamente una predisposición momentánea. La extracción repentina del dolor lo dejó, durante un instante, sin voluntad propia y consciente. Era un animal que me deseaba, no un hombre. Ya vio que, cuando le ordenó que utilizara su inteligencia, dominó el deseo.

—Pero el animal estaba allí —dijo Jennings con seriedad.

—Siempre se encuentra presente —replicó ella—. Lo malo es que las personas lo olvidan.

Unos minutos más tarde, el doctor Jennings detuvo su automóvil frente al edificio de apartamentos en el que habitaba la doctora Howell y se volvió hacia ella.

—Creo que ambos sabemos hasta qué punto ha mostrado y curado usted hoy la enfermedad… —dijo.

—Eso espero —dijo Lurice—. No por mí misma, sino… —sonrió un poco—. No es por mí que estoy orando —recitó—. ¿Conoce usted eso?

—Me temo que no.

Escuchó tranquilamente mientras la doctora Howell volvía a recitárselo. Luego, cuando se disponía a apearse del vehículo, la doctora lo retuvo.

—Por favor, no es necesario —dijo—. Estoy muy bien ya.

Abrió la portezuela y bajó a la acera. Durante unos momentos se miraron el uno a la otra. Luego Jennings alargó el brazo y le apretó la mano.

—Buenas noches, querida —dijo.

Lurice Howell le devolvió la sonrisa.

—Buenas noches, doctor.

Cerró la portezuela y se alejó.

Jennings la observó caminar por la acera y entrar al edificio de apartamentos. Luego, volviendo a la calle otra vez con su automóvil, dio una vuelta en U y se dirigió nuevamente hacia la Séptima Avenida. Mientras conducía, comenzó a recordar el poema de Countee Cullen, que Lurice había comenzado a recitar.

No es por mí que estoy orando,

sino por toda mi raza.

que viene de lugares sombríos.

Manos negras para el pan y para el vino…

Los dedos de Jennings se apretaron en el volante.

—Utilice su inteligencia, amigo —dijo—. Su inteligencia.