(Mute, 1962)
EL HOMBRE del impermeable obscuro llegó a German Corners a las dos y media de la tarde de aquel viernes. Atravesó la estación de los autobuses y se dirigió hacia un bar, donde una mujer regordeta, de cabello gris, estaba limpiando unos vasos.
—Por favor —dijo—, dígame, ¿dónde puedo encontrar a una autoridad?
La mujer lo miró a través de sus lentes sin montadura. Vio que se trataba de un hombre de cerca de cuarenta años, alto y bien parecido.
—¿La autoridad? —preguntó.
—Sí…, ¿cómo dicen ustedes? ¿El alguacil? ¿El…?
—¿El comisario?
—Sí —al decir esto el hombre sonrió—. Exactamente: el comisario. ¿Dónde puedo encontrarlo?
Después de que le indicaron la dirección, salió del edificio a la calle iluminada por la luz del día. La lluvia había estado amenazando desde que se habían levantado aquella mañana, cuando el autobús estaba ascendiendo por las montañas para salir al valle de Casca. El hombre se levantó el cuello del impermeable; luego, se metió las dos manos en los bolsillos de su impermeable y se puso en marcha, a buen paso, por Main Street.
En realidad, se sentía muy culpable por no haber llegado antes, pero había tantas cosas que hacer, tantos problemas que resolver con sus propios dos hijos… Aun sabiendo que algo malo les sucedía a Holger y Fanny, no había podido salir de Alemania hasta entonces…: casi un año después de haber recibido las últimas noticias de los Nielsen. Era una lástima que Holger hubiera escogido un lugar tan alejado para su esquina del experimento de cuatro lados que habían iniciado.
El profesor Werner caminó a paso más rápido, ansioso por saber qué les había ocurrido a los Nielsen y a su hijo. Sus progresos con el muchacho habían sido maravillosos… En realidad, había sido una inspiración para todos ellos. Aunque en lo profundo de su ser Werner sentía que había ocurrido algo terrible, esperaba que estarían vivos y bien. Sin embargo, en ese caso, ¿cómo poder justificar aquel largo silencio?
Werner sacudió la cabeza con preocupación. ¿Pudo haber sido en la ciudad? Elkenberg había tenido que mudarse de lugar repetidas veces para evitar las intromisiones interminables, a veces inocentes pero maliciosas la mayor parte del tiempo en su trabajo. Era posible que a los Nielsen les ocurriera algo semejante. Los productos del mentalismo combinados de los habitantes de la pequeña ciudad podían ser, a veces, de efectos terribles.
La oficina del comisario se encontraba hacia la mitad de la siguiente manzana de casas. Werner aceleró el paso por la estrecha acera; luego, empujó la puerta y entró en la oficina amplia y bien calentada.
—¿Qué desea? —le preguntó el comisario, levantando la mirada de sobre su escritorio.
—He venido a investigar acerca de una familia —dijo Werner—: la familia Nielsen.
El comisario Harry Wheeler miró, confundido, al alto desconocido.
Cora estaba planchando el pantalón de Paul cuando le llegó la llamada. Dejando la plancha sobre su soporte, fue a la cocina y levantó el receptor del teléfono que se encontraba sobre la pared.
—¿Sí? —dijo.
—Cora, soy yo.
Su rostro se ensombreció.
—¿Pasa algo malo, Harry?
Permaneció en silencio.
—¿Harry?
—El tipo de Alemania ha llegado.
Cora permaneció inmóvil, mirando el calendario que había colgado de la pared; los números danzaron ante sus ojos.
—Cora, ¿me has oído?
Tragó saliva con dificultad.
—Sí.
—Tengo que llevarlo a la casa —dijo Harry.
Cora cerró los ojos.
—Ya lo sé —dijo, y colgó el teléfono.
Volviéndose, se dirigió lentamente hacia la ventana. «Va a llover», pensó. «La naturaleza está preparando bien el escenario».
Repentinamente, cerró los ojos y se clavó las uñas en las palmas de las manos.
—No —murmuró, casi en voz alta—. No.
Al cabo de unos momentos, abrió los ojos empañados en lágrimas y miró fijamente la carretera. Permaneció inmóvil, como paralizada, pensando en el día en que el muchacho había ido a su encuentro.
Si la casa no se hubiera incendiado a medianoche, habría habido alguna probabilidad de salvarla. Estaba a treinta y cuatro kilómetros de German Corners, pero la autopista del estado recorría veinticinco de ellos, y los nueve restantes, los nueve kilómetros de mala carretera que iban hacia el norte, hacia las laderas de las colinas cubiertas de bosques, se habrían podido recorrer si hubieran contado con más tiempo para ello.
Tal y como sucedió, la casa estaba ya envuelta en llamas, en medio de la noche, cuando la vio Bernhard Klaus.
Klaus y su familia vivían a unos ocho kilómetros de allí, en Skytouch Hill. Se había levantado hacia la una y media de la mañana para beber un vaso de agua. La ventana del baño daba hacia el norte y era por eso que, al entrar, Klaus vio el ligero resplandor en medio de la obscuridad de la noche.
—¡Gott’in’immel! —exclamó.
Y antes de terminar de pronunciar estas palabras, ya había salido de la habitación. Bajó pesadamente por las escaleras alfombradas y, tentando las paredes para poder guiarse, descendió al salón.
—¡Fuego en casa de los Nielsen! —gritó.
Hizo sonar repetidamente el timbre para despertar a la telefonista.
La hora, la distancia y otra cosa condenaron a la casa. German Corners no tenía una brigada oficial de bomberos. La seguridad de sus edificios de madera y ladrillos dependía del esfuerzo voluntario. En la ciudad misma, eso no provocaba grandes problemas. Otra cosa sucedía a los edificios que se encontraban a cierta distancia.
Para cuando el comisario Harry Wheeler pudo reunir a cinco hombres y conducirlos hasta el lugar del incendio en su vieja camioneta, la casa estaba ya perdida. Mientras cuatro de los seis hombres echaban chorros impotentes de agua sobre el infierno en llamas, el comisario Wheeler y su ayudante Max Ederman rodearon la casa.
No había modo de entrar. Se quedaron en la parte de atrás, con los brazos levantados, para protegerse del calor, haciendo muecas en dirección al incendio.
—¡Están perdidos! —gritó Ederman, por encima del rugido que difundía el viento.
El comisario Wheeler parecía sentirse enfermo.
—¡El niño! —dijo, pero Ederman no lo oyó.
Solamente una fuerte lluvia habría impedido que la vieja casa ardiera por completo. Todo lo que los seis hombres podían hacer era impedir que se quemaran los árboles que rodeaban el extenso claro, para que no se produjera un incendio del bosque. Sus figuras silenciosas patrullaban los extremos de la zona, apagando a patadas los matorrales y el follaje de los árboles, cuando comenzaban a arder.
Encontraron al muchacho cuando los picos orientales de las colinas comenzaban a ser iluminados por el gris resplandor del amanecer.
El comisario Wheeler estaba tratando de acercarse lo suficiente para poder echar una ojeada por una de las ventanas de la casa, cuando oyó un grito. Se volvió y corrió hacia la espesura del bosque, que se encontraba a unas cuantas docenas de metros de la casa, por la parte de atrás. Antes de que llegara hasta los matorrales, que crecían bajo los árboles, Tom Poulter surgió de entre ellos, con su cuerpo ligero inclinado bajo el peso de Paal Nielsen.
—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó Wheeler.
Tomó al muchacho de las piernas para hacer que Poulter tuviera que soportar menos peso.
—Abajo de la colina —dijo Poulter, jadeando—. Tendido en el suelo.
—¿Está quemado?
—No parece. Su pijama está intacto.
—Dámelo —dijo el comisario.
Levantó el cuerpo de Paal en sus propios fuertes brazos y descubrió dos ojos grandes y verdes que lo miraban con gran confusión.
—¡Estás despierto! —dijo con sorpresa.
El muchacho siguió mirándolo sin pronunciar una sola palabra.
—¿Te encuentras bien, hijo? —preguntó Wheeler.
Hubiera podido estar sosteniendo una estatua. El cuerpo de Paal estaba absolutamente inerte, y tenía una expresión de confusión total en el rostro.
—Pongámosle una manta sobre los hombros —murmuró el comisario, y se dirigió hacia la camioneta.
Al caminar, vio cómo el muchacho miraba la casa en llamas, con una expresión de extraordinaria rigidez en su rostro, como una máscara.
—¡Choque nervioso! —murmuró Poulter, y el comisario asintió tristemente.
Trataron de acostarlo en el asiento de la cabina de la camioneta, con la manta sobre él, pero seguía sentado, sin pronunciar palabra. El café que Wheeler trató de darle se le escurrió de entre los labios y le corrió por el mentón. Los dos hombres permanecieron cerca de la camioneta, mientras Paal miraba la casa incendiada a través del parabrisas.
—Mal asunto —dijo Poulter—. No puede hablar, ni llorar, ni nada.
—No está quemado —dijo Wheeler, perplejo—. ¿Cómo pudo salir de la casa sin recibir quemaduras?
—Quizá salieron también sus padres —dijo Poulter.
—Entonces, ¿dónde están?
El anciano sacudió la cabeza.
—No lo sé, Harry.
—Bueno, será mejor que lo lleve a casa, con Cora —dijo el comisario—. No puedo dejarlo sentado aquí, en el campo.
—Creo que será mejor que vaya contigo —dijo Poulter—. Tengo que separar las cartas para la distribución.
—Muy bien.
Wheeler les dijo a los otros cuatro hombres que volvería en una hora, poco más o menos, para llevarles alimentos y algunos hombres que los reemplazaran. Luego, Pouler y él subieron a la cabina, al lado de Paal, y el comisario oprimió el acelerador con la punta de su bota. El motor tosió espasmódicamente, rugió un poco y comenzó a girar regularmente. El comisario lo hizo marchar acelerándolo, para que se calentara y, luego, metió la velocidad. La camioneta rodó lentamente por la mala carretera, hasta llegar a la autopista estatal.
Cuando la casa en llamas no se veía ya, Paal continuaba todavía mirando por la ventanilla posterior, con el rostro aún inmóvil. Luego, lentamente, se volvió y la manta resbaló de sus hombros delgados. Tom Poulter volvió a colocársela.
—¿Tienes suficiente calor? —preguntó.
El muchacho lo miró como si no hubiera oído una palabra humana en toda su vida.
En cuanto oyó que la camioneta daba vuelta de la carretera, Cora Wheeler retiró apresuradamente la mano de los interruptores de su estufa. Antes de que se oyera el ruido de las pesadas botas de su esposo en la parte posterior de la casa, el tocino estaba cortado limpiamente y colocado sobre la sartén para que se friera; blancas tostadas de pan ya estaban colocadas en el tostador, y el café, ya preparado, se estaba calentando.
—¡Harry!
Había algo de lastimero en su voz cuando vio al muchacho que su esposo llevaba en brazos. Se apresuró a atravesar la cocina.
—Vamos a acostarlo —dijo Wheeler—. Creo que está en estado de choque.
La esbelta mujer ascendió por las escaleras apresuradamente, abrió la puerta de la habitación que había sido de David, y se dirigió hacia la cama. Cuando Harry cruzó el umbral de la puerta, ya había retirado hacia atrás las sábanas, y estaba poniendo una manta eléctrica.
—¿Está herido? —preguntó.
—No —acostó a Paal sobre la cama.
—¡Pobre pequeño! —murmuró Cora, metiendo las mantas en los bordes, debajo del cuerpo del muchacho—. ¡Pobre pequeño!
Le retiró el suave cabello rubio de la frente, con la mano, y le sonrió.
—Bueno, ahora procura dormir, hijo. Todo está bien.
Wheeler permaneció detrás de su esposa y vio que el niño de siete años lo miraba con la misma expresión atolondrada y sin vida. No había cambiado la expresión de su rostro desde que Tom Poulter lo había sacado del bosque.
El comisario giró sobre sus talones y descendió a la cocina. Desde allí telefoneó, buscando hombres que reemplazaran a los que habían quedado en la casa; luego, dio vuelta a las tostadas y al tocino y se sirvió una taza de café. Lo estaba bebiendo cuando Cora bajó por las escaleras de la parte de atrás y regresó junto a su estufa.
—¿Están sus padres…? —comenzó a decir.
—No lo sé —dijo Wheeler, meneando la cabeza—. No pudimos acercarnos a la casa.
—Pero, ¿y el niño…?
—Tom Poulter lo encontró afuera.
—¿Afuera?
—No sabemos cómo salió —dijo—. Todo lo que sabemos es que estaba allá.
Su esposa guardó silencio. Colocó unas tostadas en un plato y se las acercó. Hecho esto, le puso una mano en el hombro.
—Pareces cansado —dijo—. ¿Puedes acostarte?
—Más tarde —dijo el comisario.
Cora asintió, le dio una palmadita en el hombro y se apartó de él.
—El tocino estará en seguida —dijo.
Harry gruñó. Luego, mientras vertía miel sobre las tostadas, dijo:
—Quizá hayan muerto, Cora. Es un fuego terrible. Todavía estaba ardiendo cuando regresé. No pudimos hacer nada para dominarlo.
—¡Pobre muchacho! —dijo Cora.
Permaneció junto a la estufa, viendo comer con expresión de cansancio a su esposo.
—He tratado de hacerlo hablar —dijo—, pero no dice ni una sola palabra.
—Tampoco a nosotros nos dijo una sola palabra —le explicó Harry—. Debe de estar asustado.
Miró la mesa, masticando las tostadas pensativamente.
—Es como si ni siquiera supiera hablar —dijo.
Poco después de las diez de aquella mañana comenzó a llover con fuerza y la casa en llamas empezó a apagarse, hasta no ser sino un montón de ruinas humeantes.
Con los ojos enrojecidos, agotado de cansancio, el comisario Wheeler permaneció sentado, inmóvil, en la cabina de su camioneta, hasta que cesó el diluvio. Luego, con un gruñido profundo, abrió la puerta de la camioneta y bajó al suelo. Entonces, levantó el cuello de su chamarra, se colocó un poco mejor sobre la cabeza el viejo sombrero Stetson, y se dirigió a la parte posterior de la camioneta cubierta.
—Vamos —dijo con voz muy seca.
Luego echó a andar sobre el pegajoso barro hacia la casa.
La puerta principal estaba todavía en pie. Wheeler y los otros hombres pasaron sobre la pared del salón, que se había caído. El comisario sintió ligeras oleadas de calor procedentes de las vigas que todavía estaban ardiendo; el olor de la tapicería quemada y de las ropas, junto con el de la humedad, casi le hicieron volver el estómago.
Pasó entre algunos libros a medio quemar que estaban en el suelo, y las pastas enrojecidas chasquearon debajo de sus botas. Continuó adelante, entró al vestíbulo, respirando a través de sus dientes apretados, mientras la lluvia le caía sobre los hombros y la espalda. «Espero que hayan salido», pensó. «Espero que lo hayan hecho».
No era así. Estaban todavía en su cama. Ya no parecían seres humanos, estaban ennegrecidos y carbonizados. El rostro del comisario Wheeler estaba pálido y tenso cuando miró a los cadáveres.
Uno de los hombres aguijoneó con una varilla húmeda algo que había sobre el colchón.
—Una pipa —oyó Wheeler que decía, por encima del ruido que hacía la lluvia—. Debe de haberse dormido fumando.
—Traigan unas cuantas mantas —dijo Wheeler—. Pónganlos en la parte de atrás de la camioneta.
Dos de los hombres se volvieron sin decir una palabra y Wheeler oyó que se alejaban, caminando sobre los escombros.
No podía retirar los ojos del cadáver del profesor Holger Nielsen y de su esposa Fanny, que eran un montón retorcido, cuando habían sido una pareja muy atractiva que recordaba perfectamente. Él había sido un hombre alto y robusto, con un carácter imperioso y tranquilo; Fanny, su esposa, esbelta, de cabellos color miel, con un rostro bello y mejillas sonrosadas.
Repentinamente, el comisario se volvió y salió de la habitación precipitadamente, estando a punto de tropezarse con una viga caída.
En cuanto al muchacho…, ¿qué iba a sucederle ahora al muchacho? Aquel día era seguramente el primero en que Paal se había alejado de su casa en toda su vida. Sus padres eran el centro de su mundo; Wheeler sabía eso. No era extraño que hubiera habido aquella expresión de total incomprensión en su joven rostro.
Sin embargo, ¿cómo sabía que su padre y su madre habían muerto?
Cuando el comisario atravesó el salón, vio a uno de los hombres que examinaba un libro parcialmente quemado.
—Mire esto —dijo el hombre, tendiéndole el libro.
Wheeler le echó una ojeada y pudo ver el título: La mente desconocida.
Se apartó a un lado rígidamente.
—¡Deje eso en el suelo! —ordenó.
Salió de la casa con pasos rápidos y ansiosos. El recuerdo del aspecto de los Nielsen lo acompañaba; y otra cosa, una pregunta: «¿Cómo había logrado Paal salir de la casa?».
Paal despertó.
Durante un buen rato, miró las sombras informes que danzaban y se agitaban en el techo. Estaba lloviendo afuera. El viento estaba haciendo que se agitaran las ramas de un árbol, junto a la ventana, y producía así las sombras en aquella habitación desconocida. Permaneció inmóvil en el centro cálido de la cama, con los pulmones llenos de aire fresco. Sentía frío en sus mejillas pálidas.
¿Dónde estaban? Paal cerró los ojos y trató de sentir su presencia. No estaban en la casa. Entonces, ¿dónde? ¿Dónde estaban su padre y su madre?
Las manos de su madre. Paal liberó su mente de todo, con excepción de aquel símbolo. Reposaban en el terciopelo negro de su concentración…; las manos pálidas y adorables, suaves tanto para tocarlas como para que lo tocaran a él, eran el mecanismo que podía elevar su mente hasta el nivel deseado de claridad.
En su propio hogar no sería necesario. Su casa estaba llena con el sentimiento de ellos. Todos y cada uno de los objetos que habían sido tocados por ellas poseían el poder de acercar sus mentes. El mismo aire parecía estar cargado de su conciencia, lleno de la constancia de su atención.
Allí no. Era preciso que se elevara sobre la extrañeza de aquel lugar.
«Por consiguiente, estoy convencido de que todos los niños nacen con esta habilidad instintiva». Las palabras que le había dicho su padre aparecían ahora en su mente otra vez, como telas de araña que surgían entre los dedos de las manos de su madre. Las apartó, y las manos estuvieron nuevamente libres, golpeando lentamente en la obscuridad de su enfoque mental. Tenía los ojos cerrados; un trazado de líneas y bordes apareció en sus cejas, y su mejilla, apretada, no tenía sangre. El nivel de la conciencia, como las aguas, ascendió.
Sus sentidos se elevaron, asimismo, sin cortapisas.
Los sonidos revelaron, asimismo, sus laberintos complicados: la caída suave y ligera de las gotas de lluvia, que recordaban el sonido de un tambor; el gemido del viento entre las ramas de los árboles y los aleros del tejado; los ruidos característicos de la casa; todos eran ruidos temporales, transitorios.
El sentido del olfato captó los aromas de madera y lana, ladrillos húmedos, polvo y ropa blanca bien planchada. Entre sus dedos tensores, la trama se hizo clara; la frialdad y el calor, el peso de las mantas, la delicadeza y la suavidad de las sábanas limpias y bien planchadas. En la boca tenía el sabor del aire frío y de la vieja casa. A la vista, sólo las manos.
Silencio; falta de respuesta. Nunca antes había tenido que esperar tanto tiempo por la respuesta. Usualmente, las respuestas fluían sobre él fácilmente. Las manos de su madre se hicieron más claras. Lo desconocido pasó más allá. «Este nivel del fondo fija la etapa de fenómenos más importantes». Eran palabras de su padre. Nunca antes había ascendido sobre aquel nivel extremo.
Más arriba, como si unas manos frías lo elevaran hasta alturas extrañas. Ondas de conciencia aguda se elevaron hacia la cumbre, tratando de encontrar un lugar al cual asirse desesperadamente. Las manos comenzaron a perderse en las nubes. Las nubes se dispersaron.
Le pareció flotar hacia las ruinas ennegrecidas de su hogar; la lluvia formaba ante sus ojos algo así como un telón. Vio la puerta principal en pie, esperando su mano. La casa se acercó. Estaba rodeada de una niebla extraña. Más cerca, más cerca…
Paal, no.
Su cuerpo se estremeció en la cama. Pareció que le habían aplicado hielo en el cerebro, congelándolo. La casa voló repentinamente, llevándose consigo dos horribles figuras ennegrecidas que reposaban sobre…
Paal se sacudió, rígido y atento. La conciencia se arremolinó en su escondite. Supo que habían muerto. Supo que lo habían guiado, dormido, fuera de la casa.
Incluso cuando se estaban quemando.
Aquella noche supieron que no podía hablar.
No había razón para ello, pensaron. Tenía lengua y parecía tener la garganta sana. Wheeler le miró la boca abierta y lo vio. Pero Paal no hablaba.
—Entonces, eso era lo que sucedía —dijo el comisario, sacudiendo la cabeza con gravedad.
Eran cerca de las once y Paal estaba otra vez dormido.
—¿Qué quieres decir, Harry? —preguntó Cora, cepillándose el cabello rubio frente al espejo de su tocador.
—Todas las veces en que la señorita Frank y yo tratamos de convencer a los Nielsen para que su hijo acudiera a la escuela, su respuesta era no —colgó cuidadosamente su pantalón en el respaldo de la silla—. Ahora comprendo la razón.
Cora levantó la cabeza ante esa reflexión de su esposo.
—Algo debe tener mal, Harry —observó.
—Bueno, podemos hacer que el doctor Steiger lo examine; pero no creo que tenga nada.
—Pero, eran personas cultas —arguyó Cora—. No hay razón alguna para que no le enseñaran cómo hablar. A menos que hubiera alguna razón por la que no pudiera hacerlo.
Wheeler meneó otra vez la cabeza.
—Eran personas extrañas, Cora —dijo Harry—. Apenas hablaban ellos también. Como si fueran demasiado buenos para hablar…, o algo así —gruñó con disgusto—. No me extraña que no quisieran enviar a este niño a la escuela.
Se dejó caer sobre el borde de la cama y se quitó las botas y los calcetines que le llegaban casi hasta las rodillas.
—¡Vaya día! —exclamó.
—¿No encontraste nada en la casa?
—Nada. Ni siquiera papeles de identificación. La casa está completamente quemada. No queda sino un montón de libros que no nos conducen a ninguna parte.
—¿No hay algún modo?
—Los Nielsen nunca tuvieron una cuenta a cargo en la ciudad. Y ni siquiera eran ciudadanos. De modo que el profesor no estaba registrado para que lo llamaran a las armas.
—¡Oh! —Cora miró un momento su rostro, reflejado en el espejo oval.
Luego, su mirada descendió hasta la fotografía que había sobre la mesita… Era David, cuando tenía nueve años. El hijo de los Nielsen se parecía mucho a David, pensó. Tenía la misma altura y la misma corpulencia. Quizá era un poco más obscuro el cabello de David; pero…
—¿Qué es lo que vas a hacer con él? —preguntó.
—No lo sé, Cora —respondió Harry—. Tendremos que esperar hasta finales de mes, creo. Tom Poulter dijo que los Nielsen recibían tres letras todos los fines de mes. Dijo que procedían de Europa. Solamente tendremos que esperar a que lleguen; luego escribiremos a las direcciones que traigan. Es posible que el muchacho tenga familiares allí.
—Europa —dijo ella, casi para sus adentros—. Tan lejos.
Su marido gruñó, retiró las sábanas y se acostó pesadamente sobre el colchón.
—Estoy cansado —murmuró.
Miró el techo.
—Ven a acostarte —dijo.
—Dentro de un momento.
Continuó sentada, cepillándose distraídamente el cabello, hasta que el ruido de los ronquidos de su esposo rompieron el silencio. Entonces, lentamente se levantó y se dirigió hacia el vestíbulo.
Había un resplandor de la luz de la luna sobre la cama. Alumbraba las manos pequeñas e inmóviles de Paal. Cora permaneció un buen rato en la obscuridad, contemplando aquellas manos. Durante un momento, pensó que era David quien reposaba de nuevo en su cama.
Era el sonido.
Como si bastones interminables golpearan su mente vivaz, oscilaban y se precipitaban a su interior como un ruido interminablemente modulado. Sintió que era una comunicación de alguna especie, pero le hería los oídos y encadenaba su comprensión, colocando los pensamientos tras muros gruesos e imposibles de trasponer.
A veces, en los momentos poco frecuentes de silencio, encontraba una rotura en el muro y, durante ese breve momento, recogía algunos fragmentos, como un animal que tomara algunos alimentos antes de que la trampa se cerrara.
Pero, entonces, el sonido comenzaba nuevamente, elevándose y cayendo sin ritmo alguno, raspando y rasgando, frotándose contra la superficie viva y brillante de la comprensión hasta que se sentía seco, confuso y lleno de dolores.
—Paal —decía ella.
Había pasado una semana; pasaría aún otra semana antes de que llegaran las cartas.
—Paal, ¿nunca te hablaron? ¿Paal?
Puños que golpeaban con delicada agudeza. Las manos surgían sensibles de su cerebro vibrante.
—Paal, ¿no conoces tu nombre? ¿Paal? Paal.
Físicamente no tenía nada malo. El doctor Steiger se había asegurado de ello. No había razón para que no hablara.
—Te enseñaremos, Paal. No te preocupes, cariño, te enseñaremos —como si fueran puñaladas a través de su conciencia—. Paal, Paal.
Paal; era él mismo. Eso lo comprendía. Pero era diferente en los oídos; un sonido muerto y áspero, que permanecía solo y obscuro, sin el acompañamiento de las asociaciones encadenadas que existían en su mente. En el pensamiento, su nombre era algo más que letras. Era él, todas las facetas de su personalidad y su significado para él, para su padre y su madre y para su vida. Cuando lo llamaban o él pensaba en su nombre, aquello había sido algo más que la corta onomatopeya que formaba el sonido. Había sido algo entremezclado con un chispazo de conocimiento, sin que fuera estorbado por el sonido.
—Paal, ¿no comprendes? Te llamas Paal Nielsen. ¿No comprendes?
Era como el redoble de un tambor que llamaba con una cruda sensibilidad. El sonido lo golpeaba. Paal, Paal, tratando de hacerle soltar su presa y lanzarlo al torbellino del sonido.
—Paal. Inténtalo, Paal. Dilo conmigo, Pa-al, Pa-al.
Girando sobre sus talones, huía de ella con terror, y ella lo seguía hasta donde se escondía, cerca de la cama de su hilo.
Entonces, durante largos momentos, había paz. Lo mantenía en sus brazos y, como sí comprendiera, no hablaba. Guardaba silencio y su mente no era golpeada por el sonido. Le acariciaba el cabello y le secaba las lágrimas a besos. Permanecía apoyado contra aquella cálida mujer, y su mente, como un animal tímido, volvía a surgir de su escondite…, para sentir una corriente de comprensión que emanaba de aquella mujer. Un sentimiento que no necesitaba del sonido.
Amor… inexpresado, sencillo y hermoso.
El comisario Wheeler se disponía a salir de su casa aquella mañana cuando sonó el teléfono. Estuvo en el vestíbulo, esperando a que Cora respondiera.
—¡Harry! —oyó que lo llamaba—. ¿Estás aún ahí?
Regresó a la cocina y tomó el receptor de manos de su esposa.
—Aquí, Wheeler —anunció.
—Soy Tom Poulter, Harry —dijo el cartero—. Las cartas han llegado.
—Voy en seguida —dijo Harry, y colgó.
—¿Las cartas? —le preguntó su esposa.
Wheeler asintió.
—¡Oh! —murmuró Cora, de tal modo que casi no la oyó él.
Cuando Harry entró a la oficina de correos, veinte minutos más tarde, Poulter puso las tres cartas sobre el mostrador. El comisario las recogió.
—Suiza —decía en los sellos puestos sobre las estampillas—. Suecia. Alemania.
—Eso es todo —dijo Poulter—. Como siempre. El día treinta del mes.
—Supongo que no podremos abrirlas, ¿verdad? —preguntó Wheeler.
—Ya sabes que te diría que sí, si fuera posible, Harry —respondió el cartero—. Pero la ley es la ley. Ya lo sabes. Tengo que devolverlas sin que sean abiertas. Esa es la ley.
—Está bien.
Harry sacó su pluma, copió las direcciones en su libreta de apuntes y devolvió las cartas.
—Gracias.
Cuando regresó a su casa a las cuatro de aquella tarde, Cora estaba en la sala con Paal. Había una expresión de confusa emoción en el rostro del niño…, el deseo de agradar, unido al de huir de la tortura del sonido. Estaba sentado en el diván, cerca de Cora, y parecía que iba a romper a llorar.
—¡Oh, Paal! —dijo Cora al entrar Wheeler.
Estrechó entre sus brazos al niño tembloroso.
—No tienes nada que temer, querido.
Vio a su marido.
—¿Qué le hicieron? —preguntó con tristeza.
Harry meneó la cabeza.
—No lo sé —dijo—, pero debieron enviarlo a la escuela.
—No podemos enviarlo ahora, mientras esté así.
—No podemos mandarlo a ninguna parte en tanto no sepamos a qué atenernos —dijo Wheeler—. Voy a escribirles esta noche.
En el silencio, Paal sintió una fuerte emoción repentina en la mujer, y levantó la cabeza rápidamente para mirar el rostro triste de ella.
Dolor. Sintió que surgía el dolor de ella como la sangre de una herida mortal.
Y mientras cenaba en un silencio casi total, el muchacho continuó sintiendo la enorme tristeza de la mujer. Le parecía estar oyendo sollozar en algún lugar distante. Mientras continuaba el silencio, Paal comenzó a captar fragmentos de recuerdos que aparecían en la mente abierta por el dolor de Cora. Vio el rostro de otro niño. Luego, se agitaba y desaparecía y era su imagen la que estaba en sus pensamientos. Los dos nosotros, como espectros enemigos que lucharan sin descanso para dominar la mente de la mujer.
Todo desapareció, encerrado bruscamente detrás de puertas negras, cuando Cora dijo:
—Supongo que vas a tener que escribirles.
—Ya sabes que es preciso que lo haga, Cora —le contestó él.
Silencio. Otra vez el dolor. Y cuando lo condujo a su cama, la miró con una lástima tan dulce y clara en su rostro, que Cora se retiró rápidamente de su lado y él pudo sentir la enorme tristeza de su mente, hasta que sus pasos se hicieron inaudibles. E incluso entonces, como un revoloteo de pájaros en la noche, pudo sentir la desesperación de la mujer que se desplazaba por la casa.
—¿Qué estás escribiendo? —preguntó Cora.
Wheeler levantó la mirada de su escritorio, cuando sonaba en el vestíbulo la séptima campanada de la medianoche. Cora atravesó la habitación y colocó la bandeja junto al codo de su esposo. El aroma del vapor del café que ella acababa de prepararle, llenó sus fosas nasales cuando alargó la mano para tomar la cafetera.
—Les estoy explicando la situación —dijo— acerca del incendio y la muerte de los Nielsen. Les pregunto si son familiares del niño, o si conocen a algunos familiares.
—¿Y si sus familiares no se portan mejor que sus padres?
—Escucha, Cora —dijo, sirviéndose crema—. Creo que ya hemos discutido eso antes; no es asunto nuestro.
La mujer apretó sus labios pálidos.
—Un niño asustado es siempre asunto mío —dijo con enojo—. Quizá tú…
La mujer se interrumpió, cuando Harry la miró pacientemente, sin que en su expresión se notara ningún afán de discutir.
—Bueno —dijo ella, apartándose de él—. Eso es cierto.
—No es asunto nuestro, Cora.
No vio el temblor de los labios de su esposa.
—Entonces, supongo que continuará sin hablar, sintiendo miedo de las sombras.
Se volvió.
—¡Es criminal! —gritó.
El amor y el enojo brotaron de ella al unísono, en una extraña mezcla.
—Es preciso hacerlo, Cora —dijo Harry tranquilamente—. Es nuestro deber.
—El deber —dijo ella, con voz carente de vida.
Cora no durmió aquella noche. Con los ronquidos de Harry junto a sus oídos, permaneció contemplando las sombras del techo, con una escena fija en la mente.
Una tarde de verano sonó el timbre de la puerta posterior. Había varios hombres en el porche, John Carpenter entre ellos, con algo inmóvil cubierto con una manta en sus brazos. En el rostro de cada uno había una mirada confundida. En el silencio, una gota de agua cayó sobre la madera del suelo, bañada por la luz del sol…, lenta, irregularmente, como los latidos de un corazón moribundo.
—Estaba nadando en el lago, señora Wheeler y…
Se estremeció en la cama, como lo había hecho entonces, con desesperación y silenciosamente. Sus manos estaban absolutamente blancas y se retorcían mientras recordaba aquellos momentos de angustia. Muchos años había estado esperando a que otro niño volviera a darle vida a la casa.
A la hora del desayuno, tenía los ojos enrojecidos y su rostro reflejaba mucho cansancio. Se movió en su cocina con su fuerza de voluntad, sirviendo huevos y pastelillos en el plato de su esposo, sirviéndole café y sin pronunciar una sola palabra.
Luego, la había besado al despedirse, y ella se quedó junto a la ventana, viéndolo recorrer la vereda hasta su automóvil. Después de que Harry se había ido, estuvo mirando fijamente a los tres sobres que su esposo colocara junto al pequeño buzón del correo.
Cuando Paal bajó las escaleras, le sonrió. Cora le besó la mejilla y permaneció detrás de él, sin hablar, observándolo, mientras el niño tomaba su vaso de jugo de naranja. El modo en que se sentaba, el modo en que sostenía su vaso, era tan parecido…
Mientras Paal comía su plato de cereal, ella salió y tomó las tres cartas del buzón de correo, reemplazándolas con otras tres que ella misma había escrito, por si su marido preguntaba al cartero si las había recogido de su casa aquella mañana.
Mientras Paal devoraba sus huevos, bajó al sótano y metió las tres cartas a la caldera. La que iba dirigida a Suiza ardió, luego las destinadas a Suecia y a Alemania. Las revolvió con un atizador hasta que los fragmentos se desintegraron y desaparecieron en medio de las llamas.
Pasaron varias semanas y, cada día que transcurría, el servicio que le prestaba su mente era cada vez menor.
—Paal, querido, ¿no comprendes? —repetía la voz paciente y amorosa de la mujer a la que necesitaba; pero la cual daba miedo—. ¿No vas a decirlo una sola vez por mí? ¿Sólo para mí? ¿Paal?
Sabía que ella lo amaba, pero el sonido iba a destruirlo. Encadenaría sus pensamientos… como el colocar cadenas sobre el viento.
—¿Te gustaría ir a la escuela, Paal? ¿Quieres? ¿Escuela?
El rostro de la mujer era como una máscara de preocupada devoción.
—Trata de hablar, Paal. Haz la prueba.
El niño luchaba contra ello con enorme temor. El silencio le haría comprender lo que ella estaba pensando. Luego, el sonido volvía y aumentaba el significado de todo. Los significados se unían a los sonidos. Las cadenas se formaban rápidamente, de manera terrible. Paal luchó contra ellos. Los sonidos podían representar símbolos frágiles y delicados en un amasijo odioso y restringido, una mezcla que se apoyaría en las articulaciones y quedaría limitado en la limitada extensión de las palabras.
Temía a la mujer y, sin embargo, deseaba estar cerca de su calor, protegido por sus brazos. Era como un péndulo que pasara del terror a la necesidad, y nuevamente al terror.
Y los sonidos continuaban todavía retumbando en su mente.
—No podemos esperar ya más a recibir noticias de ellos —dijo Harry—. Tiene que ir a la escuela. Eso es todo.
—No —dijo Cora.
Wheeler dejó su periódico y miró a su esposa a través de la sala. Ésta mantuvo la mirada fija en los movimientos de sus agujas de tejer.
—¿Por qué dices que no? —preguntó Harry con irritación—. Siempre que menciono la escuela dices que no. ¿Por qué no debe ir a la escuela?
Las agujas se detuvieron y fueron abandonadas sobre el regazo. Cora las miró.
—No lo sé —dijo—. Es sólo que… —suspiró profundamente—. No lo sé.
—Comenzará a ir a la escuela el lunes —dijo el comisario.
—Pero, está asustado —dijo Cora.
—Por supuesto que está asustado. Tú también estarías asustada si no pudieras hablar y todas las personas a tu alrededor hablaran. Necesita ser educado, eso es todo.
—Pero, no es ignorante, Harry. Te…, te aseguro que a veces me comprende. Sin hablar.
—¿Cómo?
—No lo sé. Pero…, pues los Nielsen no eran estúpidos. No es posible que sin más ni más se negaran a hablarle.
—Bueno, sea lo que sea que le hayan enseñado —dijo Harry, volviendo a tomar su periódico—, no lo demuestra.
Cuando le pidieron a la señorita Edna Frank aquella tarde que fuera a ver al niño, estaba dispuesta a ser imparcial.
Aquel Paal Nielsen había sido educado de una manera miserable, eso no era posible ponerlo en duda; pero la joven maestra había decidido que el conocimiento de ello no debía afectar su actitud hacia el niño. Necesitaba comprensión. El trato cruel de sus padres debía ser contrarrestado, y la señorita Frank había decidido que ella era la indicada para hacerlo.
Recorriendo con pasos rápidos y resueltos la calle principal de German Corners, recordó la escena del día en que ella y el comisario Wheeler habían ido a casa de los Nielsen para tratar de convencerlos de que debían meter a la escuela a su hijo Paal.
Sus rostros reflejaban una gran pedantería, pensó al recordarlo. Mostraron un enorme desdén, aunque siempre estuvieron dentro de los límites de la corrección. No queremos que nuestro hijo asista a la escuela, recordó que había dicho el profesor Nielsen. Con la misma sencillez recordó todo la señorita Frank. Demasiado arrogantes. No queremos… Era una actitud muy desagradable.
«Bueno, al menos, el niño había dejado ya aquello. Aquel incendio había sido probablemente una bendición en su vida», pensó.
—Les escribimos hace cuatro o cinco semanas —le explicó el comisario—, y todavía no hemos recibido respuesta alguna. No podemos dejar que las cosas continúen así. Necesita asistir a la escuela.
—Desde luego —aprobó la señorita Frank.
Tenía los rasgos faciales compuestos en su expresión usual de desagradable dogmatismo. Había una sombra de bigote sobre su labio superior, y su barbilla terminaba casi en punta. La noche del Halloween[1] los niños de German Corners observaban el cielo desde la azotea de su casa.
—Es muy tímido —dijo Cora, sintiendo la dureza de la maestra—. Se asustará mucho y necesitará de una gran comprensión.
—Se la daremos —dijo la señorita Frank—. Pero, déjeme verlo.
Cora hizo bajar a Paal, hablándole con suavidad.
—No te asustes, querido. No hay nada de lo que tengas que asustarte.
Paal entró en la habitación y miró los ojos de la señorita Edna Frank.
Solamente Cora se dio cuenta de la rigidez de su cuerpo…, como si en vez de la virginal maestra hubiera visto la mirada petrificadora de Medusa. La señorita Frank y el comisario no vieron el resplandor en sus ojos brillantes y verdes, ni advirtieron el ligero pliegue que había aparecido en las comisura de sus labios. Ninguno de ellos podía suponer el pánico que él sentía.
La señorita Frank permanecía sentada, sonriendo, con la mano tendida.
—Ven aquí, niño —dijo.
Durante un momento, las puertas negras se cerraron y apartaron de la mente de Paal todo significado.
—Ven aquí, querido —le dijo Cora—. La señorita Frank ha venido aquí para ayudarte.
Lo hizo avanzar, sintiendo en su manos el estremecimiento de terror que llenaba todo su cuerpo.
Nuevamente el silencio. Y, en aquel momento, Paal sintió como si estuviera caminando encima de una tumba cerrada desde hacía cien años. Vientos de muerte soplaban sobre él, la frustración se deslizaba al interior de su corazón. Celos y odios se empujaban unos a otros…, obscurecidos todos ellos por recuerdos deformados. Era el purgatorio que su padre le había descrito una vez, hablando de mitos y leyendas. Sin embargo, esto no era una leyenda.
La mano de la señorita estaba fría y seca. Obscuros terrores descendieron por sus venas y se vertieron en el niño. Inaudible, un grito se le formó en la garganta. Sus ojos se encontraron nuevamente, y Paal vio que, durante un segundo, la mujer pareció saber que estaba examinando su cerebro.
Entonces, ella habló y él se sintió otra vez libre. Se quedó inmóvil, observándola.
—Creo que nos entenderemos muy bien —dijo.
¡Remolino!
Giró sobre sus talones y tropezó con la esposa del comisario.
Durante todo el camino, a través de los campos, había ido en aumento…, como las pulsaciones de un contador Geiger que se aproximara a una fuente de energía atómica. Cada vez más cerca, con los delicados controles de su interior brillando, en tensión, temblando, reaccionando con cada vez mayor violencia ante la cercanía de la fuente de energía. Aunque su sensibilidad había sido debilitada por cerca de tres meses de sonidos, lo sintió entonces con mayor fuerza. Como si estuviera caminando en un centro de vitalidad.
Era el joven.
Luego, la puerta se abrió, las voces cesaron y todo ello lo atravesó como una corriente eléctrica, poderosa y libre. Se aferró a Cora, con los dedos apretados sobre su falda, con los ojos muy abiertos y respirando agitadamente por entre sus labios entreabiertos. Su mirada se paseó inquieta por las filas de rostros infantiles que lo observaban atentamente, y las ondas de energías distorsionadas continuaron saliendo de ellos como una red incontrolada y amenazadora.
La señorita Frank echó hacia atrás su silla, descendió de su plataforma de quince centímetros de altura y comenzó a andar por el pasillo hacia ellos.
—Buenos días —dijo en tono seco—. Nos disponemos a comenzar las clases del día.
—Espero que todo irá bien —dijo Cora.
Miró hacia abajo. Paal estaba mirando al resto de la clase a través de un velo de lágrimas.
—Oh, Paal.
Se inclinó y pasó los dedos por el rubio cabello del niño.
—Paal, no tengas miedo, querido —susurró.
El niño la miró confundido.
—Querido, no hay nada por lo que tengas que estar…
—Ahora, lo mejor es que nos lo deje aquí —la interrumpió la señorita Frank, colocando una mano sobre el hombro del muchacho.
Pasó por alto el estremecimiento que lo sacudió por completo.
—Volverá a casa dentro de muy poco tiempo, señora Wheeler, pero es preciso que lo deje salir adelante por sí mismo.
—¡Oh!, pero… —comenzó a decir Cora.
—No, créame, es la única manera —insistió la señorita Frank—. En tanto esté usted aquí, se sentirá a disgusto. Créame. Ya he visto otras veces casos semejantes.
Al principio no quería soltarse de Cora, sino que se aferraba a ella como al único objeto familiar en medio de todo aquel conjunto de cosas nuevas. Fue solamente cuando las manos delgadas y duras de la señorita Frank lo mantuvieron apartado, que Cora retrocedió lentamente y cerró la puerta a sus espaldas, apartando de Paal la visión de su lástima.
Permaneció temblando, incapaz de decir una sola palabra para pedir ayuda, confundido. Su mente enviaba pequeños fragmentos de comunicación, pero en aquel ambiente indisciplinado pronto se debilitaban y se perdían. Se encerró rápidamente y trató, en vano, de alejarse de ahí. Todo lo que pudo lograr fue que un torrente de pensamientos punzantes continuaran sin oposición, hasta convertirse en una mezcla incomprensible y sin significado.
—Ahora, Paal… —oyó la voz de la señorita Frank y levantó tímidamente la mirada hacia ella.
Las manos de la maestra lo apartaron de la puerta.
—Vamos.
No comprendió las palabras, pero el sonido frágil de ellas era bastante claro; la corriente de animosidad irracional que emergía de ella era inconfundible. Caminó vacilantemente a su lado, creando un pasillo consciente en medio del conjunto de todas aquellas mentes jóvenes y no entrenadas; la extraña mezcla de todos ellos, con su retención de sensibilidad nata, escondida bajo la cubierta torpe de inculcaciones formales.
Lo condujo hasta el frente de la habitación y lo puso en pie ante todos los demás. Su pecho se esforzaba en respirar, como si los sentimientos, a su alrededor, fueran manos que oprimían su cuerpo.
—Este es Paal Nielsen, clase —dijo la señorita Frank, y el sonido levantó una barrera temporal contra todos los demás pensamientos—. Tendremos que tener paciencia con él. Sus padres nunca le enseñaron a hablar.
Lo miró como un fiscal que hubiera examinado la prueba número 1.
—No comprende ni una palabra de inglés —dijo.
Silencio un momento, doloroso. La señorita Frank apretó todavía más la mano sobre su hombro.
—Bueno, vamos a ayudarlo a aprender, ¿verdad, clase?
Un ligero murmullo se elevó de entre los niños de la clase, y una frase en coro:
—Sí, señorita Frank.
—Escucha, Paal —dijo.
El niño no se volvió, y ella le oprimió el hombro.
—Paal —repitió.
La miró.
—¿Sabes decir tu nombre? —preguntó—. ¿Paal? ¿Paal Nielsen? Adelante. Dinos tu nombre.
Sus dedos se clavaban en el hombro del niño como garras.
—Dilo, Paal. Pa-al.
Comenzó a sollozar. La señorita Frank lo soltó.
—Ya aprenderás —dijo con calma.
No era una frase de aliento.
Se sentó en medio de la clase, como la carnada que se agita en el agua, llena de bocas dispuestas a devorarla, bocas de las que salían interminablemente sonidos que le obscurecían la mente.
—Esto es un barco. Un barco navega en el agua. Los hombres que viven en el barco se llaman marinos.
Y, en la cartilla, las palabras que hablaban del barco estaban impresas bajo la silueta de uno de ellos.
Paal recordaba un cuadro que su padre le había mostrado en cierta ocasión. Era también un dibujo de un barco, pero su padre no le había dicho ninguna palabra fútil relativa al barco. Su padre había creado alrededor del cuadro todos los sonidos y las imágenes que se referían a él. Grandes olas azules a sus costados. Grandes montañas de agua de color gris verdoso, con las crestas cubiertas de espuma. Vientos de tormenta soplando sobre las vela de un navío ligero, perdido sobre las olas. La tranquila majestad de una puesta de sol en el océano, reuniendo en un sello púrpura el cielo y el mar.
—Esto es una granja. Los hombres cultivan alimentos en las granjas. Los hombres que trabajan allí se llaman granjeros.
Palabras vacías, sin poder para enseñar la tierra húmeda y cálida. El sonido de los campos de cereales que se agitan al viento como mares de oro. La vista del sol que se pone sobre la pared roja de un establo. El olor suave de las praderas, con el viento que llevaba el sonido de los cencerros del ganado.
—Esto es un bosque. Un bosque tiene árboles.
No había ningún signo de presencia en aquellos símbolos negros y dogmáticos, ni en los expresados por medio de sonidos ni en los escritos. No expresaban el sonido del viento que cruzaba como las aguas de un río eterno, por entre las altas copas verdes de los árboles. Ningún olor de pino, roble, encino, álamo o abeto. Tampoco transmitían el sentimiento de caminar sobre la capa centenaria de hojas muertas, caídas de los árboles.
Palabras. Sonidos obtusos y limitados de un significado restringido; incapaces de evocar algo, ni de expansión. Figuras negras sobre fondo blanco. Esto es un gato. Esto es un perro. Gato, perro. Esto es un hombre. Esto es una mujer. Hombre, mujer. Automóvil, caballo, árbol, pupitre, niños. Cada palabra era una trampa tendida en su mente. Una trampa tendida para encerrar al fluido y a la comprensión sin limitaciones.
Todos los días, la maestra lo sacaba a la plataforma.
—Paal —decía, señalándolo—. Paal. Dilo, Paal.
No podía hacerlo. La miraba, demasiado inteligente para no establecer la relación y demasiado asustado para buscar más lejos.
—Paal —un dedo huesudo se apoyaba en su pecho—. Paal. Paal. Paal.
Luchó contra ello. Era preciso combatirlo. Puso los ojos en blanco y no vio nada de la clase, concentrándose en las manos de su madre. Sabía que era una batalla, algo así como un ataque de enfermedad. Había sentido cada nueva capa que descendía sobre su sensibilidad.
—¡No me estás escuchando, Paal Nielsen! —lo acusaba la señorita Frank, sacudiéndolo—. Eres un muchacho desagradecido y terco. ¿No deseas ser como los otros niños?
Los ojos inquisitivos, y sus labios, que nunca habían sido besados, se contraían.
—Siéntate —le decía.
No se movía. Ella lo sacaba de la plataforma con dedos rígidos.
—Siéntate —repetía como si hablara con una mula.
Todos los días era lo mismo.
Despertó en un instante; un momento después se puso en pie y corrió en medio de la obscuridad de la habitación. Detrás de ella, Harry dormía, respirando con dificultad. Hizo que el sonido se extinguiera y apartó la mano de la perilla de la puerta, antes de disponerse a cruzar el vestíbulo.
—Querido.
El niño estaba en pie junto a la ventana, mirando al exterior. Al oírla hablar, se volvió y, bajo la luz tenue de la luna, ella pudo ver el terror impreso en su rostro.
—Querido, acuéstate.
Lo condujo a la cama y se sentó a su lado, sosteniendo entre las suyas sus manitas delgadas y frías.
—¿Qué te sucede, cariño?
El niño la miró con ojos muy abiertos y llenos de dolor.
—¡Oh…! —se inclinó y apoyó su mejilla caliente contra la de Paal—. ¿Qué es lo que temes?
En el obscuro silencio pareció como si una visión de la clase de la escuela, con la señorita Frank en su centro, cruzara por su mente.
—¿En la escuela? —preguntó, creyendo que se trataba sólo de una idea que se le había ocurrido.
La respuesta podía leerse claramente en su rostro.
—Pero la escuela no es algo de lo que debas tener miedo, querido —dijo Cora—. Tú…
Vio que en sus ojos aparecían las lágrimas y, bruscamente, lo levantó y lo apretó contra su propio cuerpo.
«No tengas miedo, querido; por favor, no tengas miedo», pensó. «Yo estoy aquí y te quiero tanto como ellos. Te quiero todavía más…».
Paal se echó hacia atrás y la miró como si no comprendiera.
Cuando el automóvil se detuvo en la parte posterior de la casa de los Wheeler, Werner vio que una mujer se apartaba de la ventana de la cocina.
—Si hubiéramos tenido noticias de ustedes —dijo Wheeler—. Pero no recibimos ni siquiera una palabra. No puede usted culparnos por haber adoptado al niño. Hicimos lo que creímos que era lo mejor.
Werner asintió con movimientos cortos y distraídos de su cabeza.
—Comprendo —dijo con calma—. Sin embargo, no recibimos ninguna carta.
Permanecieron sentados en el automóvil, en silencio. Werner miraba por el parabrisas y Wheeler se contemplaba las manos.
Holger y Fanny habían muerto, estaba pensando Werner. Un horrible descubrimiento. Y el niño expuesto a la crueldad de las personas que no comprendían. Esto era, en cierto modo, todavía más horrible.
Wheeler estaba pensando en esas cartas y en Cora. Debió de haber vuelto a escribirlas. Sin embargo, aquellas cartas debían de haber llegado a Europa. ¿Era posible que se hubieran perdido todas?
—Bueno —dijo finalmente—. ¿Quiere usted ver al niño?
—Sí —dijo Werner.
Los dos hombres abrieron las portezuelas del automóvil y se apearon. Atravesaron el patio posterior y ascendieron las escaleras del porche. ¿Le han enseñado ustedes a hablar?, estuvo a punto de decir Werner, pero no logró hacer la pregunta. El concepto de un niño como Paal, expuesto a las fuerzas ciegas y obscurecedoras del habla usual, era algo que se le antojaba insoportable.
—Voy a buscar a mi esposa —dijo Wheeler—. Pase usted a la sala.
Después de que el comisario hubo subido por las escaleras de la parte posterior de la casa, Werner se dirigió lentamente a través del vestíbulo, hasta la habitación del frente de la casa. Una vez allí, se quitó el impermeable y el sombrero y los dejó sobre el respaldo de una silla de madera. Podía oír un murmullo de voces que venían del piso superior, las voces de un hombre y una mujer. La mujer parecía enfadada.
Cuando oyó ruido de pasos, se volvió de la ventana.
La esposa del comisario entró junto con su esposo. Estaba sonriendo amablemente, pero Werner sabía que no se sentía feliz al verlo allí.
—Por favor, siéntese —dijo Cora.
Esperó a que ella se sentara y, después, se instaló en el diván.
—¿Qué desea usted? —preguntó la señora Wheeler.
—¿Le dijo su esposo…?
—Me dijo quién era usted —lo interrumpió—, pero no por qué desea usted ver a Paul.
—¿Paul? —preguntó Werner, sorprendido.
—Hemos… —sus manos se buscaron una a la otra, con nerviosismo—. Le hemos cambiado el nombre y lo llamamos Paul. Parecía ser más apropiado. Para un Wheeler, quiero decir.
—Comprendo —asintió Werner amablemente.
Silencio.
—Bueno —dijo Werner entonces—. Desea usted saber por qué he venido a ver al niño. Voy a explicárselo con tanta brevedad como me sea posible.
—Hace diez años, en Heilderburg, cuatro matrimonios…, los Elkenberg, los Kalder, los Nielsen y mi esposa y yo…, decidimos intentar un experimento en nuestros hijos, algunos de los cuales no habían nacido todavía. Era un experimento de la mente.
«Habíamos aceptado la proposición de que los hombres antiguos, privados del dudoso beneficio del lenguaje, habían sido telépatas».
Cora se envaró en su asiento.
—Además —continuó diciendo Werner, sin darse cuenta de ello—, que la fuente orgánica básica de ello funciona todavía, aunque ya no se utiliza…; una especie de miembro etéreo, un apéndice superior… no utilizado, pero que de ningún modo es inutilizable.
«Así, comenzamos nuestro trabajo buscando hechos fisiológicos, al mismo tiempo que entrenábamos a nuestros hijos. Sosteníamos un intercambio mensual de correspondencia, llegando lentamente a una metodología sistemática del adiestramiento. Casualmente, habíamos planeado establecer una colonia con los niños, una vez crecidos; una colonia en la que esas habilidades serían consolidadas gradualmente hasta que se convirtieran en una segunda naturaleza de los individuos. Paal es uno de esos niños».
Wheeler parecía estar casi atolondrado.
—¿Es cierto eso? —preguntó.
—Absolutamente —respondió Werner.
Cora permanecía sentada inmóvil en su silla, observando al alto alemán. Estaba pensando en el modo en que Paal parecía comprenderla sin necesidad de oír sus palabras. Pensando en su miedo hacia la escuela y a la señorita Frank. Pensando en la cantidad de veces en que se había despertado y había ido a su lado; aun a pesar de que el niño no había hecho el menor ruido.
—¿Qué? —dijo, levantando la mirada cuando habló Werner.
—Pregunto que si puedo ver ahora al niño.
—Está en la escuela —dijo Cora—. Regresará dentro de…
Guardó silencio al ver que el rostro de Werner expresaba casi el aborrecimiento al escuchar la palabra.
—¿En la escuela? —preguntó.
—Paal Nielsen, en pie.
El niño se hizo a un lado de su asiento y se colocó en pie a un lado de su pupitre. La señorita Frank le hizo un gesto y, más como un anciano que como un niño, Paal se dirigió a la plataforma y se detuvo al lado de la maestra, como lo hacía siempre.
—Enderézate —ordenó la señorita Frank—. Echa los hombros hacia atrás.
Los hombros se movieron y la espalda se enderezó.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la señorita Frank.
El niño apretó los labios ligeramente. Al tragar la saliva hizo un ruido leve y seco.
—¿Cómo te llamas?
Silencio en la clase, con excepción de los movimientos inquietos de los niños. Corrientes errantes de sus pensamientos caían sobre él como vientos alisios.
—Tu nombre —dijo la maestra.
El niño no replicó.
La maestra lo miró y, al hacerlo, recuerdos de su infancia acudieron a su mente. Pensaba en su madre maniática que la mantenía durante varias horas seguidas en la habitación del frente de la casa, a obscuras, sentada ante una gran mesa redonda, con las manos sobre la madera… para que tratara de comunicarse con su padre muerto.
Los recuerdos de aquellos años terribles no se habían alejado todavía de ella…, siempre la acompañaban. Su sensibilidad menor había sido forzada y retorcida, hasta que llegó a odiar todo lo que pudiera tener una relación con la percepción. La percepción era un mal, lleno de sufrimientos y de angustias.
Era preciso liberar al niño de aquello.
—Clase —dijo—. Quiero que todos ustedes piensen en el nombre de Paal (ese era su nombre, sin que importara cómo la señora Wheeler quisiera llamarlo). Solamente piensen en el nombre, sin decirlo. Piensen: Paal, Paal, Paal, cuando cuente tres. ¿Comprenden?
La miraron, y algunos de ellos asintieron.
—Sí, señorita Frank.
—Muy bien —dijo—. Uno…, dos…, tres.
Penetró en la mente del niño como un huracán, destrozando y rompiendo su capacidad de sensibilidad no expresada con palabras. Tembló sobre la plataforma, y se le abrió la boca.
La fuerza del pensamiento se hizo más poderosa, toda la energía de los jóvenes era dirigida en una sola fuerza irresistible. Paal, Paal, ¡PAAL! Era como un grito dentro del tejido de su cerebro.
Cuando la fuerza era mayor, pensó que su cabeza iba a explotar. Todo terminó cuando la voz de la señorita Frank sonó en sus oídos:
—¡Dilo! ¡Paal!
—Aquí viene —dijo Cora—. Antes de que entre, deseo excusarme por mi rudeza.
Se apartó de la ventana.
—No tiene por qué hacerlo —dijo Werner distraídamente—. Lo comprendo perfectamente. Por supuesto, ha debido usted pensar que he venido para llevarme al niño conmigo. Sin embargo, como lo he dicho, no tengo poderes legales sobre él, puesto que no soy su familiar. Simplemente deseo ver al hijo de mis dos queridos colegas, de cuya muerte acabo de enterarme hace apenas un momento.
Vio que la boca de la mujer se movía, y sorprendió el pánico de culpabilidad que había en su cerebro. Destruyó las cartas que había escrito su esposo. Werner lo supo instantáneamente, pero no dijo nada. Comprendió que el marido también lo sabía; ya tendría la mujer bastantes problemas tal y como estaban las cosas.
Oyeron los pasos de Paal en la parte baja del porche del frente.
—Voy a sacarlo de la escuela —dijo Cora.
—Quizá no sea necesario —dijo Werner, mirando a la puerta.
A pesar de todo, sintió que su corazón latía con fuerza y que los dedos de su mano izquierda se retorcían sobre su regazo. Sin una sola palabra, envió el mensaje. Era un saludo sobre el que se habían puesto de acuerdo los cuatro matrimonios, una especie de lema.
«La telepatía», pensó, «es la comunicación de impresiones de cualquier tipo entre dos mentes, independientemente de los canales reconocidos de los sentidos».
Werner lo envió dos veces, antes de que la puerta principal se abriera.
Paal permaneció inmóvil ante la puerta.
Werner vio que había comprendido, pero en la mente del niño solamente había una inseguridad confusa. La visión del rostro de Werner cruzó por ella. En su mente, todas las personas habían existido… los Werner, los Elkenberg, los Kalder y todos sus hijos. Pero ahora estaba cerrado y era difícil capturarlo. El rostro desapareció.
—Paul, es el señor Werner —dijo Cora.
Werner no dilo ni una palabra. Volvió a enviar el mensaje con tal fuerza que no era posible que Paal lo perdiera. Vio una expresión de incomprensión en el rostro del niño, como si sospechara que algo estaba ocurriendo y sin poder imaginar lo que era.
El rostro del niño expresó una confusión todavía mayor. Los ojos de Cora fueron, con expresión de angustia, de Paal a Werner y nuevamente al niño. ¿Por qué no hablaba el alemán? Comenzó a decir algo, y recordó lo que Werner les habla dicho.
—Diga, ¿qué…? —comenzó a decir Wheeler, hasta que Cora hizo un gesto con la mano y le hizo guardar silencio.
«¡Piensa, Paal!», pensó Werner desesperadamente. «¿Dónde está tu mente?».
De pronto un sollozo incontenible ascendió por el pecho y la garganta del niño, y Werner se estremeció.
—Me llamo Paal —dijo el niño.
La voz hizo que a Werner se le pusiera la carne de gallina. Era interminable, como la voz de una muñeca, frágil, vacilante y débil.
—Me llamo Paal.
No podía dejar de decirlo. Era como si se estuviera castigando a sí mismo, sabiendo lo que había ocurrido y tratando de sufrir tanto como fuera posible a causa de ese conocimiento.
—Me llamo Paal. Me llamo Paal.
Era un balbucear interminable y terrible; era el grito de un niño terriblemente asustado que buscaba un poder que le había sido arrancado.
—Me llamo Paal.
Incluso cuando Cora lo abrazó con fuerza, continuó diciéndolo.
—Me llamo Paal.
Con enojo, interminablemente, de una forma que inspiraba lástima.
—Me llamo Paal. Me llamo Paal.
Werner cerró los ojos.
Perdido.
Wheeler le ofreció llevarlo otra vez a la estación de autobuses, pero Werner le dijo que prefería caminar un poco. Se despidió del comisario y le pidió que le presentara sus excusas a la señora Wheeler, que se había llevado al niño al piso superior, mientras Paal no dejaba de sollozar.
Entonces, en medio de los comienzos de una lluvia menuda, Werner echó a andar para alejarse de la casa y de Paal.
No era algo fácil de juzgar, estaba pensando. No había nada justo o injusto en ello. Definitivamente, no era un caso en el que el mal se enfrentara al bien. La señora Wheeler, el comisario, la maestra del niño, los habitantes de German Corners…, probablemente todos habían tenido buena voluntad. De manera comprensible, se habían sentido ultrajados ante la idea de un niño de siete años al que sus padres no le habían enseñado a hablar. Sus actos eran, a causa de ello, justificables y hasta buenos.
Era sencillamente que, como sucede frecuentemente, el mal puede surgir del bien mal dirigido.
No, era mejor dejarlo todo como estaba. El llevar a Paal de nuevo a Europa, junto a los otros, hubiera sido una equivocación. Podía hacerlo, si lo deseaba; todos los matrimonios habían intercambiado papeles que les daban derecho a encargarse de los niños, en el caso de que algo les sucediera a los padres. Pero eso solamente serviría para crear una mayor confusión en Paal. Había sido un niño sensible a causa del entrenamiento recibido, no de nacimiento. Aunque, por el principio sobre el que trabajaban todos ellos, todos los niños nacían con la capacidad atávica de la telepatía; era algo muy difícil de perder y demasiado difícil de reconquistar.
Werner meneó la cabeza. Era una pena. El niño estaba sin sus padres, sin su talento e incluso sin su nombre.
Lo había perdido todo.
Bueno, quizá no todo.
Conforme iba caminando, Werner envió su mente hacia la casa de los Wheeler y los vio a todos juntos cerca de la ventana de Paal, contemplando la puesta del sol, que enviaba sus ardientes rayos sobre German Corners. Paal estaba aferrado a la esposa del comisario, con la mejilla apoyada contra su costado. El terror final de perder su conciencia no se había extinguido todavía, pero había otra cosa que lo contrarrestaba. Algo que Cora Wheeler sentía, aun cuando no llegaba a comprender plenamente.
Los padres de Paal no lo habían amado realmente, Werner lo sabía. Atrapados en la fascinación de su trabajo, no habían tenido tiempo de amarlo como niño. Amables y afectuosos lo habían sido siempre con él; sin embargo, habían mirado a Paal como un experimento en carne y hueso.
Era por eso que el amor de Cora Wheeler era para Paal algo tan extraño como los aplastantes horrores de la palabra hablada. No continuaría así. Puesto que, en ese momento, cuando el resto de su don había sido perdido, dejando su mente desnuda, ella había estado allí con su amor para calmar el dolor con su dulzura. Y siempre estaría a su lado.
—¿Encontró usted a la persona que estaba buscando?
Le preguntó la mujer de cabello gris que estaba tras el mostrador de la cantina de la estación, al tiempo que le servía café.
—Sí, muchas gracias —respondió.
—¿Dónde estaba? —preguntó la mujer.
Werner sonrió.
—En su casa —dijo.