LA GRAN SORPRESA


(Big Surprise, 1964)

El viejo señor Hawkins solía permanecer cerca de su tapia de troncos y llamar a los niños, cuando regresaban a sus casas de la escuela.

—¡Niño! —llamaba—. ¡Ven aquí, niño!

La mayor parte de los niños tenían miedo de acercársele, de modo que se burlaban de él y se reían, con voces que temblaban un poco. Luego, escapaban corriendo e iban a decirles a sus amigos cuán valerosos habían sido. Pero, de vez en cuando, un niño se acercaba al señor Hawkins, cuando lo llamaba y el señor Hawkins le hacia su extraña petición.

Era así como el poema había nacido:

Cávame un hoyo, decía,

Guiñando los ojos,

Y encontrarás

Una gran sorpresa.

Nadie sabia desde cuándo estaban cantando los niños esa cancioncilla. A veces, los padres creían recordar haberla oído hacía muchos años.

Una vez, un niño comenzó a cavar el agujero, pero se cansó antes de terminar, y no encontró ninguna gran sorpresa. Era el único que lo había intentado…

Un día, Ernie Willaker se dirigía hacia su casa, de la escuela, con dos de sus amigos. Caminaban por el otro lado de la calle, cuando vieron al señor Hawkins en el patio delantero de su casa, en pie junto a su cerca de troncos.

—¡Niño! —oyeron que llamaba—. ¡Ven aquí, niño!

—Te llama a ti, Ernie —indicó uno de los niños, señalando con el dedo.

—No es cierto —dijo Ernie.

El señor Hawkins apuntó hacia Ernie.

—¡Ven aquí, niño! —dijo.

Ernie miró a sus amigos con nerviosismo.

—Vete —le dijo uno de ellos—. ¿Qué temes?

—¿Quién está asustado? —dijo Ernie—. Mi madre me dijo que tengo que regresar a casa en cuanto termine la escuela; eso es todo.

—¡Gallina! —le dijo su otro amigo—. Le tienes miedo al viejo Hawkins.

—¡No tengo miedo!

—Entonces, ve con él.

—¡Niño! —llamaba el señor Hawkins—. ¡Ven aquí, niño!

—Bueno —Ernie dudaba—. No se vayan de aquí —dijo.

—No nos iremos. Nos quedaremos cerca.

—Bueno… —Ernie se controló y cruzó la calle, tratando de parecer natural.

Se pasó los libros a la mano izquierda y se pasó la mano derecha por el cabello. Cávame un hoyo, decía, oía en su mente.

Ernie avanzó hacia la cerca de troncos.

—¿Qué desea, señor? —preguntó.

—Acércate, niño —le dijo el anciano, mientras sus ojos obscuros relampagueaban.

Ernie dio un paso hacia adelante.

—Ya no le temes al viejo señor Hawkins, ¿verdad? —le preguntó el anciano, guiñándole un ojo.

—No, señor —le dijo Ernie.

—Muy bien —dijo el viejo—. Ahora, escucha, niño: ¿quieres llevarte una sorpresa?

Ernie miró por encima del hombro. Sus amigos estaban todavía allá. Les sonrió. Repentinamente se sobresaltó, cuando una mano muy dura se aferró a su brazo derecho.

—¡Déjeme! —le dijo Ernie.

—Tranquilízate, niño —le dijo el señor Hawkins, con voz suave—. Nadie va a hacerte daño.

Ernie tiró con fuerza, tratando de soltarse. Los ojos se le llenaron de lágrimas y el anciano hizo que se acercara un poco más a él. Con el rabillo del ojo, Ernie vio que sus dos amigos iban corriendo calle abajo.

—Deje que me vaya —sollozó Ernie.

—Pronto —le dijo el anciano—. Dime: ¿te gustaría recibir una gran sorpresa?

—No, gracias, señor.

—Por supuesto que te gustaría —dijo el señor Hawkins.

Ernie reunió fuerzas y trató de soltarse de un tirón, pero el señor Hawkins lo sujetaba con una mano que parecía de hierro.

—¿Sabes dónde se encuentra el campo del señor Miller? —preguntó el señor Hawkins.

—Sí.

—¿Sabes dónde se encuentra el gran roble?

—Sí; sí. Lo sé.

—Bueno. Entonces, debes ir junto al roble del campo del señor Miller y ponerte de cara al campanario de la iglesia, ¿comprendes?

—Sí.

El anciano hizo que se le acercara todavía más.

—Te detienes allí y caminas diez pasos. ¿Comprendes? Diez pasos.

—Sí…

—Caminas diez pasos y cavas diez pies. ¿Cuántos pies? —preguntó, apoyando un fuerte dedo sobre el pecho de Ernie.

—Diez —le dijo Ernie.

—Exactamente —dijo el anciano—. Te colocas frente al campanario de la iglesia, das diez pasos, cavas diez pies y te encontrarás una gran sorpresa —al decir esto le guiñó un ojo a Ernie—. ¿Quieres hacerlo, niño?

—Pues…, sí; por supuesto que sí.

El señor Hawkins lo soltó y el muchacho se apartó de él de un salto. Tenía el brazo completamente entumecido.

—No te olvides de lo que te he dicho —le recomendó el anciano.

Ernie giró sobre sus talones y se alejó calle abajo, corriendo tan rápidamente como le era posible. Encontró a sus amigos esperándolo en la esquina.

—¿Trató de asesinarte? —inquirió uno de ellos.

—No —dijo Ernie—. No es para tanto.

—¿Qué quería?

—¿Qué creen ustedes?

Comenzaron a caminar calle abajo, cantando a coro:

Cávame un hoyo, decía,

Guiñando los ojos,

Y encontrarás

Una gran sorpresa.

Todas las tardes iban al campo del señor Miller y se sentaban debajo del gran roble.

—¿Crees que haya verdaderamente algo ahí abajo?

—No.

—¿Y si hubiera algo, a pesar de todo?

—¿Qué?

—Quizá oro.

Hablaban de ello todos los días, y todos los días se colocaban frente al campanario y caminaban los diez pasos. Permanecían en pie sobre el lugar preciso y removían la tierra con las puntas de los zapatos.

—¿Creen que habrá verdaderamente oro ahí abajo?

—¿Por qué iba a decírnoslo?

—Sí. ¿Por qué no cava él mismo?

—Porque es demasiado viejo, idiota.

—¿De veras? Bueno, si hay oro ahí abajo, lo repartiremos en tres partes iguales.

Cada día sentían más curiosidad. Durante las noches soñaban con el oro. Escribían oro en sus cuadernos escolares. Pensaban en todas las cosas que podrían comprar con oro. Comenzaron a caminar cerca de la casa del viejo Hawkins para ver si los llamaba otra vez, para preguntarle si era oro. Pero el anciano ya no volvió a llamarlos.

Entonces, un día, regresaban a su casa de la escuela, cuando vieron que el señor Hawkins estaba hablando con otro niño.

—¡Nos dijo a nosotros que podríamos tomar el oro! —exclamó Ernie.

—¡Sí! —asintieron los otros, con ira—. ¡Vamos!

Fueron corriendo a la casa de Ernie y éste bajó al sótano y sacó palas y picos. Corrieron por la calle, a campo traviesa, por el pantano hasta llegar al campo del señor Miller. Permanecieron bajo el viejo roble, se colocaron frente al campanario y caminaron diez pasos.

—Cavemos —dijo Ernie.

Las palas se hundieron en la tierra negra. Cavaron sin pronunciar una palabra, respirando agitadamente por las narices. Cuando el agujero tenía aproximadamente tres pies de profundidad, descansaron.

—¿Crees que haya verdaderamente oro ahí abajo?

—No lo sé; pero vamos a descubrirlo antes de que lo haga otro muchacho.

—¡Sí!

—¡Eh!, ¿cómo vamos a poder salir si cavamos a diez pies de profundidad? —dijo uno de los niños.

—Haremos escalones —dijo Ernie.

Recomenzaron su tarea. Durante una hora, siguieron sacando la tierra fresca y llena de lombrices y la amontonaron en los bordes del hoyo, manchándose las ropas y la piel. Cuando el hoyo fue lo suficientemente profundo como para que los bordes pasaran sobre sus cabezas, uno de ellos fue a buscar un cubo y una soga. Ernie y el otro muchacho siguieron cavando y arrojando la tierra sobre los bordes del hoyo. Al cabo de un rato, la tierra caía nuevamente sobre sus cabezas, e hicieron un alto en su trabajo. Se sentaron cansadamente sobre la tierra húmeda, esperando a que el otro regresara. Sus manos y brazos estaban de color café, llenos de tierra.

—¿Cuánto hemos cavado ya? —preguntó el otro niño.

—Seis pies —calculó Ernie.

El otro niño regresó, y recomenzaron su tarea. Continuaron cavando sin descanso hasta que les dolieron todos los huesos.

—¡Ah! ¡Que se vaya al diablo! —dijo el muchacho que estaba sacando el cubo lleno de tierra—. No hay nada ahí abajo.

—Dijo a diez pies de profundidad —insistió Ernie.

—Bueno, yo me voy —dijo el muchacho.

—¡Eres una gallina!

—Es muy duro —dijo el muchacho.

Ernie se volvió hacia el niño que estaba a su lado.

—Vas a tener que sacar tú la tierra —le dijo.

—De acuerdo —murmuró su compañero.

Ernie siguió cavando. Cuando miraba hacia arriba, le parecía que los bordes del hoyo temblaban y que toda la tierra que habían sacado le iba a caer de nuevo encima, enterrándolo. Temblaba de fatiga.

—Vámonos —dijo finalmente el otro niño—. No hay nada ahí abajo. Ya has cavado diez pies.

—Todavía no —respondió Ernie, jadeando.

—¿Hasta dónde piensas cavar, hasta llegar a China?

Ernie se apoyó contra el borde del hoyo y apretó los dientes. Una gruesa lombriz salió de la tierra arrastrándose y cayó al fondo del hoyo.

—Me voy a casa —dijo el otro muchacho—. Me darán una buena paliza si no estoy allá para la hora de la cena.

—Tú también eres un cobarde —dijo Ernie tristemente.

—¡Ah!, testarudo.

Ernie movió los hombros, sintiéndolos doloridos.

—Bueno, entonces, todo el oro será mío —dijo.

—No vas a encontrar oro —dijo el otro muchacho.

—Ata la soga a alguna parte, para que pueda salir del hoyo cuando encuentre el oro —dijo Ernie.

El otro soltó una carcajada. Ató el extremo de la soga a un arbusto y dejó el otro cabo suelto en el interior del hoyo.

Ernie miró hacia arriba y vio el rectángulo de cielo que empezaba a obscurecerse. Apareció el rostro de su amigo, mirando hacia abajo.

—Será mejor que no te quedes enterrado ahí abajo —dijo.

—No voy a quedarme enterrado.

Ernie miró al suelo con enojo, y clavó la pala en el suelo. Podía sentir los ojos de su amigo que estaban fijos en su espalda.

—¿Estás asustado? —le preguntó su amigo.

—¿De qué? —dijo Ernie, sin levantar la vista.

—No lo sé —dijo el otro.

Ernie siguió cavando.

—Bueno —le dijo su amigo—. ¡Hasta la vista!

Ernie gruñó. Oyó los pasos del otro que se alejaban. Miró al hoyo, a su alrededor, y un débil gemido se le formó en la garganta. Tenía frío.

—Bueno, no voy a irme —murmuró.

El oro era suyo. No iba a dejarlo para el otro niño.

Cavó furiosamente, amontonando la tierra al otro lado del hoyo. Estaba obscureciendo.

—Un poco más —se dijo, jadeando—. Luego, regresaré a casa con el oro.

Se apoyó con fuerza sobre la pala y oyó un ruido seco debajo. Ernie sintió que un escalofrío le corría por la espina dorsal. Se forzó a continuar cavando. «No voy a permitir que se rían de mí. No voy a dejar que…».

Había descubierto parte de una caja; una caja alargada. Permaneció allí, mirando a la caja y temblando. Y encontrarás

Estremeciéndose, Ernie se colocó sobre la caja y la golpeó con los pies. Un sonido hueco llegó hasta sus oídos. Sacó todavía más tierra y su pala rompió la vieja madera. No podía levantar la tapa de la caja; era demasiado grande.

Entonces, vio que la caja tenía una tapa partida en dos y que había un cerrojo a cada lado.

Ernie apretó los dientes y golpeó el cerrojo con el borde de la pala. La mitad de la cubierta se abrió.

Ernie gritó. Se apoyó hacia atrás contra el muro de tierra y observó, con un terror que le impedía hablar, cómo un hombre se estaba incorporando.

—¡Sorpresa! —le dijo el señor Hawkins.