(Lazarus II, 1953)
—PERO, ESTOY MUERTO —dijo.
Su padre lo miró sin hablar. No había ninguna expresión en su rostro. Estaba sobre el lecho y…
¿O no era una cama?
Sus ojos se apartaron del rostro de su padre. ¡Se sentía tan pesado, tan rígido…!
—¿Qué sucede? —preguntó.
Y de pronto comprendió que el sonido de su voz era diferente. Un hombre no conoce verdaderamente el verdadero sonido de su voz, dicen. Pero cuando cambiaba tanto, la conocía. Podía saber exactamente cuándo aquella voz dejaba de ser humana.
—Peter —dijo finalmente su padre—, ya sé que vas a despreciarme por lo que he hecho. Yo me desprecio ya.
Pero Peter no lo estaba escuchando. Estaba tratando de pensar. ¿Por qué estaba tan pesado? ¿Por qué no podía levantar la cabeza?
—Tráeme un espejo —dijo.
Aquella voz extraña y metálica le incomodaba.
Pensó que estaba temblando.
Su padre no se movió.
—Peter —dijo—, deseo que comprendas que no fue mía la idea. Fue de tu…
—Un espejo.
Todavía durante un momento, su padre siguió a su lado, mirándolo. Luego se volvió y caminó sobre las baldosas obscuras del laboratorio.
Peter trató de sentarse. Al principio no pudo hacerlo. Luego, la habitación se movió y comprendió que estaba sentado; pero no sintió nada. ¿Qué andaba mal? ¿Por qué no sentía algo en sus músculos? Sus ojos miraron hacia abajo.
Su padre tomó un espejo de su escritorio.
Pero Peter ya no lo necesitaba; había visto sus manos.
Eran manos metálicas.
Sus brazos, sus hombros, su pecho, su tronco, sus piernas y sus pies eran todos metálicos.
¡Era un hombre metálico!
La idea lo hizo estremecerse. Pero el cuerpo metálico permaneció inmóvil. Estaba sentado, sin hacer ningún movimiento.
—¿Su cuerpo?
Trató de cerrar los ojos, pero no pudo. No eran sus ojos; nada era suyo.
Peter era un autómata.
Su padre se le acercó rápidamente.
—Peter, yo no deseaba hacerlo —dijo, con tono suave—. No sé qué me sucedió… Fue a causa de tu madre.
—Mi madre —dijo la máquina huecamente.
—Dijo que no podía vivir sin ti. Ya sabes cómo te quiere.
—Me quiere —repitió como un eco.
Peter giró hacia un lado. Podía oír su maquinaria que giraba con precisión en su interior, como si fuera la de un reloj. Podía oír el movimiento de la máquina, con el tejido de su cerebro.
—Me hiciste regresar —acusó.
Su cerebro parecía también mecánico. Era el choque recibido al ver que su cuerpo había desaparecido y había sido reemplazado con aquello. Eso obscurecía su pensamiento.
—Estoy de regreso —dijo tratando de comprender—. ¿Por qué?
El padre de Peter pasó por alto la pregunta.
Trató de bajarse de la mesa y de levantar los brazos. Al principio, le colgaron a los costados, inmóviles. Luego, oyó un chasquido en los hombros y sus brazos se elevaron. Sus pequeños ojos de cristal lo vieron y su cerebro comprendió que los había levantado.
De pronto, se irguió totalmente.
—Pero, ¡estoy muerto! —gritó.
En realidad, no gritó. La voz que habló con rabia era una voz metálica y suave. Una voz tranquila.
—Solamente tu cuerpo murió —dijo su padre, tratando de convencerse a sí mismo.
—Pero, ¡estoy muerto! —gritó Peter.
No gritó. La máquina habló de un modo suave y tranquilo. De un modo mecánico.
«¿Fue idea de ella?», pensó.
Y se sobresaltó al oír la voz hueca de la máquina que expresaba su pensamiento.
Su padre no respondió, sino que permaneció tristemente junto al escritorio, con su rostro desencajado y marcado por el cansancio. Estaba pensando que todo aquel enorme esfuerzo que había llevado a cabo no había servido para nada. Se preguntaba, con cierto temor, si al final no se había sentido más interesado en lo que estaba haciendo que en el porqué.
Observó cómo funcionaba la máquina; más bien daba golpes en el suelo con sus pies metálicos, hasta llegar a la ventana, llevando el cerebro de su hijo en su armazón de metal.
Peter miró por la ventana. Podía ver el terreno. ¿Verlo? Los ojos rojos de cristal que estaban incrustados en el cráneo podían ver en el cráneo de acero que contenía su cerebro. Los ojos registraron y el cerebro tradujo. No tenía ojos propios.
—¿Qué día es hoy? —preguntó.
—Sábado, diez de marzo —oyó que le respondía la voz tranquila de su padre—. Son las diez de la noche.
Sábado. Un sábado que no había deseado ver. El pensamiento iracundo lo hizo desear volverse y enfrentarse a su padre con palabras ofensivas. Pero el cuerpo pesado y enorme produjo solamente un chasquido y giró suavemente.
—He estado trabajando en ello desde el lunes, cuando…
—Cuando me maté yo mismo —dijo la máquina.
Su padre se sobresaltó y lo miró con ojos que reflejaban su confusión. ¡Había sido siempre tan seguro, tan brillante, tan lleno de confianza en sí mismo! Y Peter había odiado siempre aquella seguridad. Debido a que él no había tenido nunca confianza en sí mismo.
En sí mismo.
Eso lo hizo volver al punto de partida. ¿Era aquello él mismo? ¿Era un hombre solamente su cerebro? ¡Cuán frecuentemente había pretendido que así era! En aquellas tardes tranquilas, después de la cena, cuando otros profesores iban a la casa y se sentaban en la sala con él y con sus padres, mientras su madre permanecía sentada a su lado, sonriente y orgullosa, él declaraba que un hombre era su inteligencia y nada más. ¿Por qué le había hecho aquello su madre?
Sintió otra vez la misma impotencia. El sentimiento de haber caído en una trampa. En aquella gran trampa de acero: el cuerpo que su padre había hecho.
Había sentido el mismo terror rígido durante los últimos seis meses. El mismo sentimiento de que no podía huir por ninguna parte. Que nunca se libraría de la prisión de su vida; que las cadenas de los horarios cotidianos le pesaban demasiado en los miembros. Frecuentemente deseaba gritar.
Quiso gritar en aquel momento. Con mayor fuerza de lo que lo había hecho nunca. Había escogido la única salida que le quedaba, e incluso ésa estaba cerrada. El lunes por la mañana se había abierto las venas, y la cubierta obscura lo había envuelto.
Ahora había regresado otra vez. Su cuerpo se había ido. No había ya venas que cortar ni corazón que aplastar o apuñalar, ni pulmones que asfixiar. Solamente quedaba su cerebro, diminuto y resignado, pero había regresado.
Volvió a mirar hacia la ventana. Mirando sobre el terreno del Fort College. Al otro lado, a lo lejos, podía ver —los cristales rojos podían ver— el edificio en que había enseñado sociología.
—¿No tengo dañado el cerebro? —preguntó.
Extrañó cómo el pensamiento parecía importarle en ese momento. Un momento antes habría deseado gritar con todas sus fuerzas que no se encontraba allí. Luego se sentía apático.
—Por cuanto he podido colegir, no —dijo su padre.
—Muy bien —dijo Peter, o mejor dicho, la máquina—. Está muy bien.
—Peter, deseo que comprendas que esto no fue idea mía.
La máquina giró. Los engranajes de la voz chirriaron un poco, pero no surgió ninguna palabra. Los ojos rojos mirahan por la ventana al campo.
—Se lo prometí a tu madre —dijo su padre—. Tuve que hacerlo, Peter. Estaba histérica. Estaba… No había otro medio.
—Además, era un experimento muy interesante —dijo la voz de la máquina, su hijo.
Silencio.
—Peter Dearfield —dijo Peter con el engranaje que giraba en la garganta de acero—. ¡Peter Dearfield ha resucitado!
Se volvió a mirar a su padre. Sabía que un corazón vivo hubiera latido con fuerza en ese momento, pero el pequeño engranaje giraba metódicamente. Las manos no temblaban; colgaban tranquilamente a sus costados de acero. No había corazón que latiera, ni respiración que controlar, puesto que el cuerpo no estaba vivo; era sólo una máquina.
—Sácame el cerebro —dijo Peter.
Su padre comenzó a ponerse la chaqueta; sus dedos cansados la abotonaron lentamente.
—No puedes dejarme así.
—Peter, debo…, debo hacerlo.
—¿A causa del experimento?
—Por tu madre.
—¡Nos odias a los dos; tanto a ella como a mí!
Su padre meneó la cabeza.
—Entonces, lo haré yo mismo —dijo la máquina.
Las manos de acero se alzaron.
—No puedes —dijo su padre—. No puedes dañarte a ti mismo.
—¡Maldito seas!
No siguió ningún grito de cólera. ¿Sabía su padre que Peter, mentalmente, estaba gritando? El sonido de la voz era suave. ¿Las palabras bien modadas de una máquina podían ser forzadas?
Las piernas se movieron pesadamente. El cuerpo metálico se desplazó hacia el doctor Dearfield. Éste levantó la mirada.
—¿Me has quitado la posibilidad de matar? —preguntó la máquina.
El anciano miró a la máquina que se encontraba frente a él. La máquina que era su hijo único.
—No —dijo cansadamente—; puedes matarme.
La máquina pareció vacilar. El engranaje se trabó y giró en sentido contrario.
—El experimento fue todo un éxito —dijo la voz metálica—. Has convertido en una máquina a tu propio hijo.
Su padre permanecía inmóvil, con una expresión de fatiga en el rostro.
—¿De veras? —dijo.
Peter se apartó de su padre, con un chasquido, sin tratar de hablar, y se dirigió hacia el espejo de la pared.
—¿No quieres ver a tu madre? —inquirió su padre.
Peter no respondió. Se detuvo frente al espejo y los pequeños ojos de cristal se vieron a sí mismos.
Deseaba sacar el cerebro de su recipiente de acero y arrojarlo lejos.
No tenía boca ni nariz. Un ojo rojo y brillante a la derecha y otro similar a la izquierda: eso era todo.
Una cabeza como un cubo. Todo lleno de pequeños remaches como pequeños lunares, en su nueva piel de acero.
—¿Hiciste todo esto por ella? —dijo.
Giró sobre sus cojinetes bien engrasados. Los ojos rojos no mostraban el odio que había tras ellos.
—¡Mentiroso! —dijo la máquina—. Lo hiciste por ti mismo, por el placer de experimentar.
Si solamente pudiera lanzarse contra su padre… ¡Si sólo pudiera levantar los brazos, destrozarlo todo y gritar con todas sus fuerzas hasta que el laboratorio estallara!
Pero, ¿cómo iba a poder hacerlo? Su voz continuó como antes. Era un susurro, un girar de los engranes bien aceitados, similares al engranaje de un reloj.
Su cerebro no cesaba de girar.
—Crees hacerla feliz, ¿verdad? —dijo Peter—. Crees que correrá hacia mí a abrazarme. Crees que me besará la piel blanda y dulce. Crees que me mirará a los ojos azules y me dirá cuán guapo…
—Peter, eso no será.
—… cuán bonito soy. Que me besará en la boca.
Se dirigió hacia el anciano médico, sobre sus piernas lentas de acero. Sus ojos brillaban bajo la luz fluorescente del laboratorio.
—¿Me besará en la boca? —preguntó Peter—. No me has dado boca.
La piel de su padre estaba de color ceniza; sus manos temblaban.
—Lo hiciste por ti mismo —dijo la máquina—. Nunca te preocupaste por ella… ni por mí.
—Tu madre te está esperando —le dijo su padre con voz tranquila, poniéndose bien la chaqueta.
—No quiero ir.
—Peter, te está esperando.
El pensamiento hizo que la mente de Peter se enfureciera. El cerebro le dolía y se encontraba a disgusto en su dura caja metálica. Madre, madre, ¿cómo voy a poder mirarte ahora? Después de lo que he hecho. Aunque estos no son mis propios ojos, ¿cómo puedo mirarte ahora?
—No debe verme así —insistió la máquina.
—Te está esperando para verte.
—¡No!
No fue un grito, sino un giro normal de los engranes.
—Te espera, Peter.
Volvió a sentirse impotente. En una trampa. Estaba de regreso. Su madre lo estaba esperando.
Sus piernas lo hicieron desplazarse. Su padre abrió la puerta y salió, en busca de su madre.
La mujer se levantó repentinamente del banco en el que había permanecido sentada, con una mano en la garganta y con la otra sosteniendo su bolso negro de cuero. Sus ojos estaban fijos en el autómata. Sus mejillas perdieron su color.
—Peter —dijo.
Era solamente un susurro.
Peter la miró. Vio su cabello gris, su piel blanda, su boca bien trazada y sus ojos. La silueta bien definida, el viejo abrigo que llevaba desde hacía tantos años, debido a que siempre insistía en que tomara su dinero para comprarse ropa para él.
Miró a su madre, que lo quería tanto que no permitía que ni siquiera la muerte lo separara de su lado.
—Madre —dijo la máquina, olvidándolo todo durante un momento.
Entonces, vio que su rostro se torcía. Y comprendió lo que era.
Permaneció inmóvil; con los ojos fijos en su padre, que permanecía a su lado. Y Peter comprendió lo que indicaban los ojos de su madre.
Decían: ¿Por qué así?
Deseó dar media vuelta y echar a correr. Deseó morir. Cuando se había matado, su desesperación había sido tranquila, simplemente porque había perdido toda esperanza. No había sido aquel dolor profundo que le destrozaba el cerebro. Su vida se había desarrollado silenciosa y pacíficamente. Ahora, deseaba destruirla en un instante, violentamente.
—Peter —dijo su madre.
Pero no lo cubrió de besos. ¿Cómo iba a poder hacerlo?, le dijo su cerebro torturado. ¿Hay alguien capaz de besar una armadura de acero?
¿Cuánto tiempo permanecería allí, mirándolo? Sintió que la ira se apoderaba de su cerebro.
—¿No está satisfecha? —preguntó.
Pero algo salió mal en su interior y sus palabras fueron pronunciadas de manera mecánica. Vio que los labios de su madre temblaban. Nuevamente, miró a su padre. Luego, otra vez a la máquina, sintiéndose culpable.
—¿Cómo te sientes, Peter?
No se produjo ninguna carcajada; aun a pesar de que su cerebro así lo ordenaba. En lugar de ello, el engranaje comenzó a funcionar, y solamente se oyó el ruido de los dientes, al encajar unos en otros. Vio que su madre trataba de sonreír y fallaba al tratar de esconder su mirada horrorizada.
—¡Peter! —exclamó, cayéndose al suelo.
—Voy a destruirlo —oyó que decía su padre, con voz ronca—. Voy a deshacerlo.
Para Peter, era una esperanza inaudita.
Pero, entonces, su madre dejó de temblar, se apartó de las manos de su padre, que la aprisionaban.
—No —dijo.
Y Peter reconoció la resolución granítica de su voz, el tono que tan bien conocía.
—Estaré muy bien dentro de un minuto —dijo.
Se dirigió en línea recta hacia él, sonriendo.
—Ya estoy bien, Peter —dijo.
—¿Te parezco guapo, madre? —preguntó.
—Peter, eres…
—¿No quieres besarme, madre? —preguntó la máquina.
Vio que la garganta de su madre se elevaba. Vio que las lágrimas le resbalaban por el rostro. Entonces, la señora se inclinó hacia adelante. Peter no podía sentir sus labios cuando se apoyaron contra el frío acero. Solamente pudo oír el ruido de un beso estampado contra el frío metal.
—Peter —dijo su madre—. ¡Perdónanos por lo que hemos hecho!
Todo lo que pudo pensar fue:
¿Puede perdonar una máquina?
Lo sacaron por la puerta posterior del Centro de Ciencias Físicas. Trataron de hacerlo subir al automóvil, pero a mitad de camino, sobre el terreno, Peter vio que todo giraba a su alrededor y su cerebro recibió un duro golpe cuando se cayó de espaldas, estrellándose su nuevo cuerpo contra el suelo de cemento.
Su madre se sobresaltó y lo miró, asustada.
Su padre se inclinó sobre él y Peter vio que sus dedos estaban trabajando sobre la juntura de su rodilla derecha. Su voz era suave, mientras trabajaba.
—¿Cómo se siente tu cerebro?
Peter no respondió. Los ojos rojizos resplandecieron.
—Peter —dijo su padre en tono apremiante.
No respondió. Fijó la mirada en los árboles que bordeaban la calle Once.
—Puedes ponerte en pie —le dijo su padre.
—No.
—Peter, no lo hagas aquí.
—No quiero levantarme —dijo la máquina.
—Peter, por favor —rogó su padre.
—No, no puedo hacerlo, madre; no puedo.
Hablaba como un horrible monstruo de metal.
—Peter, no puedes quedarte ahí.
El recuerdo de todos los años anteriores lo detuvo. No iba a levantarse.
—Dejen que me encuentren —dijo—. Es posible que me destruyan.
Su padre miró a su alrededor con ojos preocupados. Y, repentinamente, Peter comprendió que, excepto sus padres, nadie sabía nada de aquello. Si la dirección se enteraba, su padre sería despedido. Pensó que tal idea le resultaba agradable.
Pero sus reflejos eran demasiado lentos para impedir que su padre colocara las manos sobre su pecho y abriera una pequeña puertecilla de corredera.
Antes de que pudiera levantar uno de sus torpes brazos, su padre desenchufó el mecanismo y, de improviso, el brazo se detuvo, cuando la conexión entre su brazo y su voluntad fue interrumpida.
El doctor Dearfield oprimió un botón y la máquina se levantó y se dirigió pesadamente hacia el automóvil. Él la siguió, tratando de que su pecho delgado recuperara el aliento. Seguía pensando en la terrible equivocación que había cometido al escuchar a su esposa. ¿Por qué permitía siempre que ella modificara sus decisiones?
¿Por qué le había permitido controlar al hijo de ambos, mientras estaba vivo? ¿Por qué había permitido que lo convenciera de hacer regresar a su hijo, cuando éste había hecho un último y desesperado esfuerzo por escapar?
Su hijo, el autómata, estaba instalado rígidamente en el asiento posterior. El doctor Dearfield se deslizó al interior del vehículo, al lado de su esposa.
—Ahora es perfecto —dijo—. Ahora vas a poder conducirlo como mejor te parezca. Es una lástima que no fuera tan agradable en vida. Casi tan complaciente, casi tan mecánico. Pero no enteramente. No hizo todo lo que tú deseabas que hiciera.
La señora miró a su esposo sorprendida, echando una ojeada al autómata, como si temiera que pudiera escuchar la conversación. Era el cerebro de su hijo. Y ella decía siempre que un hombre era su cerebro.
¡La mente dulce y no mancillada de su hijo! La mente que ella había protegido siempre, evitando que se contaminara con la suciedad del mundo. Él era su vida. No se sentía culpable por haberlo hecho regresar. Solamente, si no fuera así…
—¿Estás satisfecha, Ruth? —le preguntó su esposo—. ¡Oh!, no te preocupes; no puede oírme.
Pero oía. Permanecía inmóvil, escuchando. El cerebro de Peter lo oía todo.
—No me has respondido —dijo el doctor Dearfield, poniendo en marcha el motor.
—No deseo hablar de eso.
—Es preciso que hables —le dijo el doctor—. ¿Qué tienes planeado ahora para él? Siempre te empeñabas en vivir su vida…
—¡Basta, John!
—No; has roto mi silencio, Ruth. Era preciso que estuviera loco para prestarte atención. Es una locura que me haya dejado interesar en un proyecto tan poco sano. Para devolverte a tu hijo muerto.
—¿Es horrible que yo ame a mi hijo y desee tenerlo conmigo?
—¡Es odioso que desafíes su último deseo sobre la tierra! El estar muerto, liberado de ti y, finalmente, en paz.
—Libre de mí, ¿libre de mí? —gritó la mujer, con furia—. ¿Soy un monstruo acaso?
—No —le respondió su marido tranquilamente—. Pero, con mi ayuda, es un hecho que has convertido en un monstruo a nuestro hijo.
Ruth no dijo nada. Peter vio que sus labios formaban una sola línea.
—¿Qué va a hacer ahora? —le preguntó su marido—. ¿Volverá a dar sus clases? ¿Enseñará la sociología?
—No lo sé —murmuró ella.
—No, por supuesto que no lo sabes. Todo lo que te preocupaba siempre es que estuviera a tu lado.
El doctor Dearfield hizo girar el vehículo en una esquina. Tomó, a continuación, College Avenue.
—Ya lo sé —dijo—; podremos usarlo como cenicero.
—John, ¡ya basta!
Se inclinó hacia adelante y Peter la oyó sollozar. Observó a su madre con los ojos rojos de la máquina en cuyo interior vivía.
—¿Era preciso que lo hicieras tan…, tan…?
—¿Tan feo?
—Yo…
—Ruth, ya te dije qué aspecto iba a tener. Solamente pasaste por alto mis palabras. Todo lo que te interesaba era poner otra vez tus garras sobre él.
—No es cierto, ¡no es cierto! —dijo ella, sollozando.
—¿Has respetado alguna vez uno solo de sus deseos? —le preguntó su esposo—. ¿Lo hiciste? Cuando quiso dedicarse a escribir, ¿dejaste que lo hiciera? ¡No! Te burlaste. «Sé práctico, querido», dijiste. Es un pensamiento muy hermoso, pero debemos ser prácticos. Tu padre te conseguirá un buen puesto en la universidad.
Ruth movió la cabeza, en silencio.
—Cuando quiso ir a vivir a Nueva York, ¿lo dejaste? Cuando quiso casarse con Elizabeth, ¿lo dejaste?
Las palabras coléricas de su padre se perdieron cuando Peter miró el obscuro terreno que se encontraba a su derecha. Estaba pensando, soñando, en una muchacha de pelo negro que iba con él a clase. Recordaba el día en que ella le había hablado. Los paseos, los conciertos, los besos dulces y excitantes, las caricias tímidas y llenas de ternura.
Hubiera querido poder sollozar, llorar.
Pero una máquina no podía llorar, y no tenía un corazón que destrozar.
—Año tras año —la voz de su padre volvió a hacerse audible—. Lo estabas convirtiendo en una máquina desde entonces.
Y la imaginación de Peter se representaba el largo paseo en torno al terreno del colegio. El camino que había recorrido tantas veces, para ir a clase y al salir de ella, con su maletín firmemente asido en la mano. ¡Con el sombrero gris obscuro sobre su cabeza que comenzaba a quedarse calva a los veintiocho años! El pesado abrigo en invierno y el traje gris de mezclilla en otoño y primavera. El traje de algodón durante los meses más cálidos, cuando daba los cursos de verano.
Solamente días vacíos que se extendían de manera interminable frente a él.
Hasta que había terminado con todo.
—Todavía es mi hijo —oyó que decía su madre.
—¿De veras? —se mofó su padre.
—Es todavía su mente, y la mente de un hombre es lo más importante.
—¿Qué me dices de su cuerpo? —insistió su esposo—. ¿Qué me dices de sus manos? Tiene solamente dos manos metálicas, como garfios. ¿Vas a volver a cogerle las manos, como acostumbrabas hacerlo? Sus brazos remachados… ¿Vas a dejar que te pase los brazos metálicos por el talle y te abrace?
—¡John, por favor…!
—¿Qué piensas hacer con él? ¿Vas a meterlo en un armario? ¿Vas a esconderlo cuando lleguen huéspedes a la casa? ¿Qué vas a…?
—¡No quiero hablar de eso!
—¡Es preciso que hables de ello! ¿Qué me dices de su rostro? ¿Puedes besarle el rostro?
Ruth estaba temblando y, repentinamente, su esposo acercó el automóvil al bordillo de la acera y lo detuvo con una brusca aplicación de frenos. La tomó del hombro y la obligó a volverse.
—¡Míralo! ¿Puedes besar ese rostro de metal? ¿Es eso tu hijo? ¿Es esa cosa tu hijo?
No pudo mirar. Y eso fue el golpe final en el cerebro de Peter. Supo que su madre no había amado su cerebro, su personalidad, ni su carácter, en absoluto. Era la persona viva la que le gustaba, el cuerpo que ella podía dirigir, las manos que podía tener entre las suyas: las respuestas que ella podía controlar.
—Nunca lo quisiste —le dijo su padre con crueldad—. Lo poseías, y lo destruiste.
—¡Lo destruí! —gimió ella, con angustia.
Y entonces, los dos se volvieron, horrorizados. Porque la máquina había dicho:
—Sí. Destruido.
Su padre lo estaba mirando.
—Pienso… —dijo, con voz suave.
—Soy ahora, de manera objetiva, lo que he sido siempre —dijo el autómata—. Una máquina bien controlada.
El engranaje de la garganta produjo un sonido extraño.
—Mamá, lleva a casa a tu hijito —dijo la máquina.
Pero el doctor Dearfield había hecho girar ya su vehículo y se dirigía otra vez al punto de partida.