(The Likeness of Julie, 1962)
Octubre.
EDDY FOSTER no había visto nunca a la muchacha en su clase de inglés, hasta aquel día.
No era debido a que se sentaba detrás de él. Numerosas veces había mirado a sus espaldas, cuando el profesor Euston estaba escribiendo en el encerado o leyéndoles algún pasaje de College Literature. Numerosas veces la había visto al entrar o al salir de la clase. Ocasionalmente, había pasado cerca de él en los pasillos o en los campos. Una vez, incluso, lo había tocado en el hombro para darle un lápiz que se le había caído del bolsillo.
Sin embargo, nunca se había fijado en ella como se fijaba en otras jóvenes. Ante todo, no tenía silueta… O si la tenía, la mantenía oculta bajo sus ropas demasiado amplias. En segundo lugar, no era bonita, y parecía demasiado joven. Finalmente, su voz era débil y aguda.
Lo curioso era que se fijara en ella aquel día. Durante toda la hora de clase había estado pensando en la pelirroja que se sentaba en la primera fila. En su imaginación, se la había estado representando, con él, en un verdadero desenfreno carnal. Estaba a punto de levantar el telón sobre otro acto, cuando oyó la voz a sus espaldas.
—¿Profesor? —inquirió.
—Sí, señorita Eldridge.
Eddy miró por encima de su hombro, mientras la señorita Eldridge hacía una pregunta sobre la palabra Beowulf. Vio la plenitud de su pequeño rostro de niñita, oyó su voz balbuceante y notó su suéter amarillo flojo. Y mientras la veía, pensó repentinamente: «Tengo que tomarla».
Eddy se volvió rápidamente y el corazón le latía como si hubiera pronunciado las palabras en voz alta. Reprimió una sonrisa. ¡Qué idea más extravagante! ¿Tomarla a ella? ¿Sin silueta? ¿Con el rostro tan infantil que tenía?
Entonces fue cuando comprendió que había sido su rostro el que le diera la idea. Esa misma puerilidad parecía aguijonearlo perversamente.
Se produjo un ruido a sus espaldas. La joven había dejado caer su pluma y se inclinaba para recogerla. Eddy sintió un extraño nerviosismo cuando vio la firmeza con que su busto se apoyaba contra el flojo suéter. Quizá tuviera una atractiva silueta, después de todo. Era todavía más excitante. Una niña que tenía miedo de mostrar la madurez de su cuerpo. Esa noción encendió el fuego en la imaginación de Eddy.
Eldridge, Julie, decía el anuario, St. Louis, Artes y Ciencias.
Como había esperado, no pertenecía a ninguna hermandad u organización semejante. Miró su fotografía y pareció aparecer viva en su imaginación: tímida, retraída, viviendo en una concha de torcidas represiones.
Tenía que hacerla suya.
¿Por qué? Se hizo la pregunta de manera interminable, pero no logró encontrar una respuesta lógica. Sin embargo, no le costaba mucho tener visiones de ella: ellos dos encerrados en un cuarto del motel Hiway, con el calentador de la pared que llenaba sus pulmones de aire de estufa, mientras ellos se daban a los placeres de la carne; él y aquella inocente degradada.
Sonó el timbre, y cuando los estudiantes estaban abandonando la clase, Julie dejó caer los libros.
—Déjeme recogerlos —dijo Eddy.
—¡Oh!
La joven permaneció inmóvil, mientras el muchacho recogía sus libros. De reojo, Eddy vio la suavidad marfileña de sus piernas. Se estremeció y se puso en pie, con los libros en las manos.
—Tenga —le dijo.
—Gracias.
Los ojos de la joven miraron al suelo y un ligero rubor apareció en sus mejillas. No era tan fea como creía, pensó Eddy. Y tenía silueta. No muy hermosa; pero no carecía de ella.
—¿Qué debemos leer para mañana? —preguntó.
—Pues, Wife of Bath’s Tale, ¿no es así? —preguntó ella.
—¡Ah! ¿Es eso?
«Pídele una cita», pensó.
—Sí. Eso creo.
Eddy asintió. «Pídesela ahora», pensó.
—Bueno —dijo Julie.
Comenzó a volverse.
Eddy le sonrió remotamente y sintió que le temblaban los músculos del vientre.
—Hasta la vista —le dijo.
Eddy permaneció en la obscuridad, mirando hacia la ventana de la joven. En la habitación, se encendió la luz, cuando Julie salió del baño. Iba vestida con una bata de baño y llevaba en la mano una toalla, un guante de baño y una jabonera de plástico. Eddy la vio colocar el guante de baño y la jabonera sobre su tocador y sentarse en la cama. Permaneció inmóvil, envarado, mirándola sin pestañear. ¿Qué estaba haciendo él allá?, pensó. Si alguien lo sorprendía, lo arrestarían. Tenía que irse.
Julie se puso en pie. Soltó el nudo del cinturón y la bata de baño se deslizó hasta el suelo. Eddy se quedó helado. Abrió la boca, tratando de respirar el aire húmedo de la noche. Julie tenía el cuerpo de una mujer: bien formado, con senos firmes y bien desarrollados. Y con su hermoso rostro tan aniñado…
Eddy sintió que su respiración ardorosa le quemaba los labios.
—Julie, Julie, Julie… —murmuró.
Julie se alejó, para vestirse.
La idea era una locura. Lo sabía perfectamente, pero no podía liberarse de ella. Por mucho que se esforzaba en pensar en otra cosa, la idea continuaba regresando a su pensamiento.
La invitaría a un autocinema, la drogaría y la llevaría al motel Highway. Para garantizar su seguridad posterior, le tomaría fotografías y la amenazaría con mandárselas a sus padres, si hablaba.
La idea era una locura. Lo sabía, pero no podía luchar contra ella. Tenía que hacerlo entonces… Cuando Julie era todavía una desconocida para él; una hembra desconocida con un rostro aniñado y un cuerpo de mujer. Eso era lo que ella quería; no un individuo.
¡No! ¡Era una locura! Dejó de asistir dos veces seguidas a su clase de inglés. Fue a su casa para el fin de semana. Vio infinidad de películas. Leyó revistas y dio largos paseos. Trataba de alejar de sí aquella idea.
—¡Señorita Eldridge!
Julie se detuvo. Cuando se volvió a mirarlo, el sol se reflejó en su cabellera. Estaba muy hermosa, pensó Eddy.
—¿Me permite que la acompañe? —rogó.
—Muy bien —dijo la joven.
Pasearon por el parque.
—Me estaba preguntando —dijo Eddy— si le agradaría a usted ir al autocinema el viernes por la noche.
Estaba asombrado a causa de la calma de su voz.
—¡Ah! —dijo Julie.
Miró tímidamente a Eddy.
—¿Qué películas pasan? —preguntó.
Eddy se lo dijo.
—Parece muy agradable —dijo Julie.
Eddy tragó saliva.
—Bueno —respondió—. ¿A qué hora quiere que pase a recogerla?
Se preguntó, más tarde, si no le habría parecido a ella curioso que no le preguntara en dónde vivía.
Había una luz encendida en el porche de la casa en que se alojaba Julie. Eddy tocó el timbre y esperó, observando a dos abejorros que daban vueltas en torno a la lámpara. Al cabo de cierto tiempo, Julie abrió la puerta. Tenía un aspecto casi bello, pensó Eddy. Nunca la había visto tan bien vestida.
—¡Hola! —saludó ella.
—¡Hola! —respondió el muchacho—. ¿Está usted preparada?
—Voy a recoger mi abrigo.
Recorrió el vestíbulo y entró en su habitación. Allí había estado desnuda aquella noche, y su cuerpo brillaba bajo las luces. Eddy apretó los dientes. Todo había salido bien. No se lo diría a nadie, cuando viera las fotografías que le iba a tomar.
Julie volvió a aparecer y se dirigieron ambos hacia el automóvil. Eddy le abrió la puerta.
—Gracias —murmuró la joven.
Cuando tomó asiento, Eddy vio por un instante sus rodillas enfundadas en las medias, antes de que Julie tirara hacia abajo el borde de su falda. Cerró de golpe la puerta y dio vuelta al automóvil. Tenía la garganta seca.
Diez minutos más tarde, metió el automóvil en una rampa vacía de la última fila del autocinema y apagó el motor. Se apeó, levantó el altavoz de su lugar y lo metió por la ventanilla. Estaban pasando un corto de dibujos animados.
—¿Quiere usted hojuelas de maíz y un refresco? —preguntó con un temor repentino de que la joven pudiera decirle que no.
—Sí, gracias —dijo Julie.
—Vuelvo en seguida.
Eddy se apartó del automóvil y se dirigió hacia el bar. Las piernas le temblaban.
Esperó, mezclado con los numerosos estudiantes que había frente al mostrador, ensimismado en sus pensamientos. Una vez tras otra, cerraba la puerta de la habitación del motel y corría el cerrojo, bajaba las persianas, encendía todas las luces y ponía en marcha la calefacción de la pared. Una y otra vez, se acercaba a donde Julie yacía drogada, sobre la cama, indefensa.
—¿Qué le sirvo? —preguntó el camarero.
Eddy se sobresaltó.
—Dos paquetes de hojuelas de maíz y un vaso grande y otro chico de refresco —dijo.
Sintió que comenzaba a temblar convulsivamente. No podía hacerlo. Era posible que fuera a la cárcel para todo el resto de su vida. Pagó mecánicamente lo que había pedido y se alejó con lentitud del mostrador, con su bandeja de cartón. «Las fotografías, idiota», pensó. «Esa es tu protección». Sintió que el deseo le atenazaba todo el cuerpo. Nada podría detenerlo. En el camino hacia el automóvil, vació el contenido de un sobrecito en el vaso pequeño de refresco.
Julie estaba sentada tranquilamente, cuando Eddy abrió la puerta y volvió a deslizarse en el interior del vehículo. La película había comenzado.
—Tenga su refresco —dijo.
Le tendió el vaso pequeño, con el paquete de hojuelas de maíz.
—Gracias —dijo Julie.
Eddy permaneció inmóvil, mirando a la pantalla. Sintió que su corazón latía como un tambor. Sintió que le corrían gotas de sudor por la espalda y los costados. Las hojuelas estaban secas y carecían de sabor. Bebió refresco continuamente para humedecerse la garganta. Ya faltaba poco, pensó. Apretó los labios y siguió mirando la pantalla. Oyó que Julie comía hojuelas y bebía su refresco.
Los pensamientos afluían con mayor rapidez a su mente: la puerta cerrada, las persianas bajadas, la habitación bien cálida, mientras se retorcían los dos juntos sobre la cama. En sus pensamientos, estaban haciendo cosas en las que Eddy ni siquiera había pensado antes; cosas salvajes y como de locura. Era a causa de su rostro, pensó, su maldito rostro angelical. Hizo que en su pensamiento se representaran las cosas más negras que podía imaginarse.
Eddy miró a Julie. Sintió que las manos se le movían tan rápidamente que derramó parte de su refresco sobre su pantalón. Su vaso vacío, el de ella, había caído al suelo y el paquete de hojuelas se había derramado sobre su regazo. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, hacia atrás y, durante un terrible momento, Eddy pensó que estaba muerta.
Entonces, la joven aspiró el aire roncamente y volvió la cabeza hacia él. Vio que su lengua se movía, obscura y perezosamente, sobre sus labios.
De pronto, se sintió nuevamente tranquilo y dueño de sí. Sacó el altavoz por la ventana y volvió a colgarlo en su lugar, en el exterior. Arrojó los vasos de papel y las bolsas. Puso el motor en marcha y retrocedió hacia el corredor. Encendió sus luces de estacionamiento y salió del autocinema.
Highway Motel. El letrero parpadeaba a unos cuatrocientos metros de allí. Por un momento, Eddy creyó leer Todo Ocupado, y profirió un sonido de temor. Luego vio que estaba equivocado. Estaba todavía tembloroso cuando hizo girar su automóvil en la vereda y se detuvo junto a la gerencia.
Se controló, entro en la oficina e hizo sonar el timbre. Estaba muy tranquilo y el hombre no le dijo ni una palabra. Hizo que Eddy llenara la tarjeta de registro y le dio una llave.
Eddy condujo su automóvil hasta el emplazamiento cerca de su habitación. Llevó su cámara fotográfica a la habitación y volvió a salir, mirando en torno suyo. No había nadie a la vista. Corrió hasta el vehículo y abrió la puerta. Llevó a Julie hasta la puerta de la habitación, mientras sus zapatos crujían ásperamente sobre la grava. La condujo al interior de la obscura habitación y la acostó en la cama.
Entonces, su sueño fue convirtiéndose en realidad. Corrió el pestillo de la puerta. Caminó por la habitación, sobre sus piernas temblorosas, bajando las persianas. Encendió la calefacción. Encontró el interruptor de la luz junto a la puerta de entrada y lo hizo funcionar. Encendió todas las lámparas y les quitó las pantallas. Dejó caer una de ellas y ésta rodó sobre la alfombra. La dejó en el suelo y se dirigió hacia donde se encontraba Julie.
Al caer sobre la cama, su falda se le había levantado, descubriendo sus piernas. Podía ver el final de las medias y los botones que las sujetaban. Tragando saliva, Eddie se sentó y la hizo sentarse a ella. Le quitó el suéter. Tembloroso, extendió los brazos hasta la espalda de la muchacha y le soltó el sostén; sus senos quedaron libres. Rápidamente le soltó la falda y se la quitó.
En unos segundos, la joven estuvo desnuda. Eddy la depositó sobre las almohadas. ¡Dios Santo! ¡Cómo la deseaba! Eddy cerró los ojos y se estremeció. «No»; pensó, «primero lo más importante. Toma primeramente las fotografías y estarás a salvo. Entonces, no podrá hacerte nada; se sentirá demasiado asustada». Se puso en pie, rígidamente, y tomó su cámara. Midió la distancia y la luz. La centró en el visor y dijo:
—Abre los ojos —Julie lo hizo.
Eddy estaba en casa de ella antes de las seis de la mañana; desplazándose cautelosamente entró en el patio y se detuvo frente a su ventana. No había dormido en toda la noche. Sentía los ojos secos y ardientes.
Julie estaba en su cama, exactamente como él la había dejado. La miró un momento, sintiendo que su corazón latía pesadamente. Luego, golpeó con una uña sobre el cristal de la ventana.
—Julie —llamó.
Ella murmuró algo y se volvió, quedando frente a él.
—Julie.
La joven abrió los ojos y lo miró confusamente.
—¿Quién es? —preguntó.
—Eddy. Déjeme entrar.
—¿Eddy?
Repentinamente, la joven contuvo el aliento, se encogió y Eddy comprendió que lo recordaba todo.
—Déjeme entrar si no quiere verse envuelta en un lío —murmuró.
Sintió que las piernas comenzaban a temblarle.
Julie permaneció acostada, inmóvil, durante unos momentos. Luego, se puso en pie y se dirigió, vacilante, hacia la puerta. Eddy se volvió hacia la vereda. La siguió con nerviosismo y comenzó a subir los escalones del porche, cuando ella salió.
—¿Qué desea? —susurró.
Estaba muy atractiva, medio dormida, con sus ropas y su cabello en desorden.
—Entrar —dijo el muchacho.
Julie se puso rígida.
—No.
—Muy bien, vamos —dijo, tomándola de la mano, con rudeza—. Hablaremos en mi automóvil.
La joven caminó con él hasta su automóvil y, cuando Eddy montó a su lado, vio que estaba temblando.
—Voy a encender la calefacción —dijo.
Parecía una verdadera locura. Había ido a amenazarla, no a hacer que se sintiera cómoda. Iracundo, puso el motor en marcha y se apartó del bordillo de la acera.
—¿Adónde vamos? —preguntó Julie.
Eddy no lo sabía al principio. Luego, repentinamente, pensó en el lugar en donde se citaban siempre los estudiantes, en las afueras de la ciudad. Sintió ansiedad por llegar y oprimió el acelerador. Dieciséis minutos más tarde, el automóvil estaba detenido en los bosques silenciosos. Una débil niebla parecía colgar sobre el terreno y acariciar las puertas del vehículo.
Julie ya no temblaba; el interior del automóvil estaba caliente.
—¿Qué sucede? —dijo débilmente.
Impulsivamente, Eddy metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó las fotografías. Se las arrojó sobre el regazo.
Julie no dijo nada. Se limitó a mirar las fotografías con ojos helados, retorciéndose los dedos, al tiempo que las sostenía entre los dedos.
—Es por si se te ocurre telefonear a la policía —balbuceó Eddy.
Apretó los dientes. «¡Díselo!», pensó con salvajismo. Con voz dura y sin inflexiones, le explicó todo lo que había hecho la noche anterior. El rostro de Julie se le puso pálido y rígido, a medida que escuchaba. Sus manos se apretaron una contra otra. En el exterior, la niebla pareció levantarse sobre las puertas, como un fluido blanco, rodeándolos.
—¿Desea usted dinero? —susurró Julie.
—Desvístase —dijo Eddy.
No era su propia voz, pensó. Su sonido era demasiado maligno, inhumano.
Entonces, Julie comenzó a sollozar y Eddy sintió que le invadía una furia demoniaca. Echó su mano hacia atrás, la vio echarse hacia adelante, oyó el ruido que hizo cuando la golpeó en la boca y sintió el golpe en los nudillos.
—¡Quítese las ropas! —su voz sonaba seca en el espacio reducido del automóvil.
Eddy parpadeó y trató de recobrar el aliento.
Miró aturdido a Julie que, sollozando, empezaba a desnudarse. Había un hilillo de sangre que le salía de las comisuras de la boca. «No lo hagas», oyó una voz que le decía en su interior. «¡No hagas eso!». La voz se acalló rápidamente cuando alargó las manos hacia ella.
Cuando regresó a su casa, a las diez de la mañana, había sangre y piel bajo sus uñas. Al verlo, se puso violentamente enfermo. Se acostó tembloroso sobre su cama, con los labios entreabiertos, mirando fijamente al techo. «Ya he terminado con eso», pensó. Tenía las fotografías. No necesitaba volverla a ver. Si volvía a verla, estaría destrozado. Su cerebro estaba ya como esponja podrida, tan lleno de corrupción que la presión de su cráneo hacía que su imaginación se desbordara. Trató de dormir y, en vez de ello, pensó en los moretones en aquel cuerpo adorable, los arañazos y las marcas de los mordiscos. La oía gritar en su imaginación.
No volvería a verla.
Diciembre.
Julie abrió los ojos y vio unas sombras pequeñas que caían sobre la pared. Volvió la cabeza y miró por la ventana. Estaba empezando a nevar. Su blancura le recordó la mañana en que Eddy le había mostrado por primera vez las fotografías.
Las fotografías. Eso era lo que la había hecho despertar. Cerró los ojos y se concentró. Se estaban quemando. Podía ver las pruebas y los negativos en el fondo del recipiente de esmalte utilizado para revelar las películas en fotografía. Grandes llamas se elevaban sobre ellas y el esmalte se tiznaba.
Julie contuvo el aliento. Hizo que su memoria fuera más lejos para recorrer la habitación iluminada por las llamas que salían del recipiente de esmalte, hasta que se detuvo en la cosa destrozada que se balanceaba y giraba, suspendida del gancho del ropero.
Suspiró. No había durado mucho. Esa era la dificultad con una mentalidad como la de Eddy. La misma debilidad que lo hizo vulnerable ante ella lo destruyó muy pronto. Julie abrió los ojos y su rostro infantil se arrugó en una sonrisa. Bueno, había otros.
Estiró su cuerpo bien formado lánguidamente. La espera ante la ventana, el refresco drogado, las fotografías del motel; ya se estaban haciendo obscuras pasa entonces, a pesar de que aquel lugar en el bosque era maravilloso. De eso se acordaría durante bastante tiempo; y de la violencia, por supuesto. Especialmente por la mañana temprano, con la niebla en el exterior y el automóvil como una estufa. El resto tendría que olvidarlo. Pensaría en algo mejor para la próxima vez.
Philip Harrison no había reparado nunca en la joven en su clase de física, hasta aquel día…