(Descent, 1954)
FUE UN IMPULSO. Les condujo su automóvil hasta el bordillo de la acera, y lo detuvo. Hizo girar la llave del encendido, y el motor se detuvo. Se volvió a mirar al otro lado de Sunset Bulevar, hacia las verdes colinas, que descendía en pendiente muy pronunciada hacia la orilla del océano.
—Mira, Ruth —dijo.
Estaba ya muy avanzada la tarde. A lo lejos, más allá de los farallones, podían ver el Pacífico, que brillaba, reflejando el rojizo sol. El cielo era una especie de tapiz en el que se confundían los tonos de amarillo y púrpura. Nubes algodonosas, de bordes rosados, colgaban de él.
—¡Es tan bonito! —dijo Ruth.
La mano de Les se levantó del respaldo del asiento del automóvil, para cubrir la de ella. Ruth le sonrió un momento y su sonrisa se borró de sus labios, cuando ambos volvieron a mirar la puesta del sol.
—Es difícil de creer —dijo Ruth.
—¿Qué? —preguntó Les.
—Que no volveremos a ver otra puesta de sol.
Les miró seriamente el cielo de colores vivos. Luego, sonrió: pero no complacido.
—¿No hemos leído que tendremos puestas artificiales de sol? —dijo—. Podrás mirar por las ventanas de tu habitación y ver la puesta del sol. ¿No hemos leído eso en alguna parte?
—No será lo mismo —dijo Ruth—. ¿Verdad, Les?
—¿Cómo podría ser?
—No lo sé —murmuró—. ¿Cómo será?
—Mucha gente desearía saberlo —dijo Les.
Permanecieron sentados, en silencio, viendo cómo el sol iba descendiendo en el horizonte. «Es curioso», pensó Les; «uno trata de llegar hasta el verdadero significado de un momento como este, pero no es posible. Pasa y, cuando todo ha terminado, uno no sabe ni siente nada más que lo que sabía o sentía antes. Es solamente un momento más, añadido al pasado. No apreciamos lo que tenemos hasta que nos lo quitan».
Volvió la mirada hacia Ruth y la vio mirar solemne y extrañamente el océano.
—¡Cariño! —le dijo suavemente, dándole todo su amor en aquella sola palabra.
Ella lo miró y trató de sonreír.
—Seguiremos juntos —le prometió.
—Ya lo sé —replicó ella—. No me hagas caso.
—Por supuesto que voy a hacerte caso —protestó él—. Voy a cuidar de ti, sobre la tierra.
—… o debajo de ella —completó Ruth.
Bill salió de la casa para reunirse con ellos. Les miró a su amigo, mientras conducía el automóvil al espacio abierto de concreto que se encontraba cerca del garaje. Se preguntaba qué efecto le haría a Bill tener que abandonar la casa que acababa de pagar. Era toda suya, al cabo de dieciocho años de pagos; y al día siguiente sería un montón de escombros. La vida es terrible, pensó, al tiempo que apagaba el motor.
Bill salió a su encuentro y lo saludó:
—Hola, Les. ¿Qué tal, preciosa? —dijo, dirigiéndose a Ruth.
—Hola, guapo —replicó ella.
Se apearon del automóvil y Ruth tomó el paquete del asiento delantero. La hija de Bill, Jeannie, salió corriendo de la casa.
—¡Hola, Les! ¡Hola, Ruth!
—Dime, Bill. ¿Qué automóvil vamos a llevar mañana?
—No lo sé, amigo mío —replicó el otro—. Ya lo discutiremos cuando lleguen Fred y Grace.
—Llévame de caballito, Les —dijo la niña.
Les hizo lo que la niña quería.
Me alegra no tener hijos, me hubiera disgustado bajar mañana con un niño allá abajo.
Mary levantó la mirada de sobre la estufa de su cocina, cuando entraron todos. Se saludaron todos y Ruth puso el pastel sobre la mesa.
—¿Qué es eso? —preguntó Mary.
—He hecho un pastel —le explicó Ruth.
—¡Oh! No tenías necesidad de hacerlo.
—¿Por qué no? Es posible que sea el último que pueda cocinar.
—No es tan grave como eso —intervino Bill—. Tendrán estufas allá abajo.
—Todo estará tan racionado, que no valdrá la pena esforzarse —dijo Ruth.
—Eso sería una fortuna, a juzgar por como cocina mi adorada esposa —opinó Bill.
—¡Oh!, ¿eso crees?
Mary miró a su esposo, que tenía el cabello grisáceo y que le dio una palmadita cariñosa en la espalda, antes de irse al salón, con Les. Ruth se quedó en la cocina, para ayudar a su amiga.
Les bajó a la hijita de Bill.
Jeannie se fue corriendo.
—¡Mamá, voy a ayudarte a preparar la cena!
—¡Muy amable! —oyeron que respondía Mary.
Les se dejó caer sobre el gran diván de color cereza y Bill llevó una silla junto a la ventana.
—¿Han venido ustedes de Santa Mónica? —preguntó.
—No; hemos venido por la carretera costera —le indicó Les—. ¿Por qué?
—¡Oh! ¡Debiste pasar por Santa Mónica! —le dijo Bill—. Parece que todo el mundo se ha vuelto loco. Han estado rompiendo los escaparates de las tiendas, volcando los automóviles, incendiándolo todo. Estuve allí esta mañana. Me considero afortunado de haber podido regresar con el automóvil. Unos cuantos graciosos deseaban bajarlo dando vueltas por Wilshire Bulevar.
—¿Qué pasa? ¿Se han vuelto locos? —comentó Les—. Debiste creer que era el fin del mundo.
—Para algunos, lo es —indicó Bill—. ¿Que crees que M.G.M. va a hacer ahí abajo? ¿Películas cómicas de dibujos animados?
—¡Claro! —exclamó Les—. Tom y Jerry en el centro de la Tierra.
Bill meneó la cabeza.
—Los negocios van a perder todo sentido —dijo—. No hay lugar para establecer algo allá abajo. Todos se están volviendo locos. Mira este periódico.
Les se inclinó hacia adelante y tomó el periódico de la mesita de la sala. Era de tres días antes. Los principales artículos, por supuesto, se ocupaban del descenso —los programas de entrada en los diversos accesos: uno en Hollywood, otro en Reseda y otro en el centro de Los Ángeles—. En grandes titulares, a ocho columnas, los titulares de la primera página decían: ¡Recuerden! ¡La bomba caerá a la puesta del sol! Los periódicos habían estado haciendo la advertencia durante una semana. Y el día siguiente, era el señalado.
El resto de los artículos eran relativos a robos, violaciones, incendios y crímenes.
—La gente no puede tolerarlo —dijo Bill—. Se están volviendo todos locos.
—A veces creo que yo también estoy loco —dijo Les.
—¿Por qué? —dijo Bill, encogiéndose de hombros—. Sólo tendremos que vivir bajo la superficie de la tierra, en lugar de vivir sobre ella. ¿Qué es lo que van a cambiar? La televisión continuará siendo una calamidad.
—¡No me digas que no vamos ni siquiera a dejar la televisión en la superficie!
—No. ¿No lo has leído? —preguntó Bill.
Se dirigió hacia la mesita y recogió el periódico que Les acababa de dejar, buscando afanosamente entre las páginas.
—¿Dónde diablos está? —murmuró, mientras buscaba un encabezado.
—Mira —dijo finalmente, señalando el periódico.
LOS CIENTÍFICOS PROMETEN QUE LA TELEVISIÓN SEGUIRÁ FUNCIONANDO
—¿Es un consuelo? —dijo Les.
—Por supuesto —comentó Bill, volviendo a dejar el periódico—. Ahora podremos ver cómo la bomba nos destruye.
Regresó a su sillón.
Les movió la cabeza.
—¿Quién va a construir aparatos de televisión allá abajo?
—Amigo mío, va a haber de todo allá abajo… ¿Qué ocurre, preciosidad?
Ruth estaba parada debajo del arco que había a la entrada de la sala.
—¿Quieren ustedes vino, o cerveza? —preguntó.
Bill escogió una cerveza y Les prefirió vino; luego, Bill siguió hablando:
—Quizá esta promesa de la televisión es un poco exagerada —dijo—; pero, aparte eso, todo seguirá igual. ¡Oh! Es posible que los negocios funcionen a un nivel diferente; pero funcionarán. ¡Cielos! ¡Todos queremos algo por la cantidad de dinero que han invertido en Los Túneles!
—¿No es bastante su vida?
Bill continuó hablando sobre lo que había leído referente a la vida en Los Túneles; el método de intercambio, el sistema de transportes, las fábricas para reemplazar la producción de alimentos y todo el cuadro interminable de detalles, que formaban parte de la creación de una nueva sociedad en un mundo nuevo.
Les no le prestó atención. Permaneció sentado, mirando más allá de donde se encontraba su amigo, hacia el cielo rojizo que se reflejaba en el azul del océano. Oyó que las palabras de Bill salían de su boca, pero no prestaba atención a su significado; oyó a las mujeres que se afanaban en la cocina. ¿Cómo sería todo?, se preguntaba. Nada semejante a aquello. No habría alfombras de color «acuamarina», de pared a pared, ni colores vivos, ni chimeneas, ni utensilios de cobre. Sobre todo, no habría ventanas desde las que se pudiera contemplar el hermoso mundo exterior. Sintió que lentamente se le hacía un nudo en la garganta. Mañana, y pasado mañana, y un día después…
Ruth llegó con una bandeja en las manos y tendió a Bill su cerveza y a Les su vaso de vino. Sus ojos se encontraron durante un instante con los de su esposo y sonrió. Les deseaba abrazarla furiosamente y enterrar su rostro en su cabello. Deseaba el olvido. Pero Ruth regresó a la cocina y Les preguntó:
—¿Qué? —para que Bill repitiera su pregunta.
—Decía que podríamos ir a la entrada de Reseda.
—Creo que será tan buena como cualquier otra —opinó Les.
—Bueno, supongo que las entradas de Hollywood y del centro de la ciudad estarán congestionadas de gente —dijo Bill—. ¡Cielos! ¿Verdaderamente has bebido ese vino?
Les sintió que el ligero calorcillo descendía hasta su estómago, al tiempo que dejaba el vaso sobre la mesita.
—¿Te está afectando todo esto, amigo mío? —preguntó Bill.
—¿A ti no?
—¡Oh…! —Bill se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? Quizá estoy haciendo ruido solamente para ocultar lo que sucede en mi interior. Lo siento por Jeannie, más que por ninguna otra persona. Sólo tiene cinco años.
Al exterior, oyeron un automóvil que se detenía frente a la casa, y Mary les gritó que habían llegado Fred y Grace. Bill apoyó las palmas de las manos sobre sus rodillas y se irguió.
—No permitas que eso te afecte —dijo, con una sonrisa—. Eres de Nueva York. No será diferente que el subterráneo de la ciudad.
—Cuarenta años en los corredores del subterráneo —dijo.
—No es tan malo —dijo Bill, dirigiéndose hacia la salida de la habitación—. Los científicos pretenden que van a descubrir algún modo de eliminar la radiación del suelo y conseguir que las cosas vuelvan a florecer en la superficie.
—¿Cuándo?
—Quizá dentro de veinte años —dijo Bill.
Y salió a recibir a sus invitados.
—Pero, ¿cómo podemos saber a qué se parecen? —dijo Grace—. Todas las imágenes que presentan son solamente ideas de artistas sobre cómo pueden ser las habitaciones allí abajo. Pueden muy bien ser agujeros en las paredes.
—No seas tan pesimista, nena —le dijo Bill.
—¡Oh! —gruñó Grace—. Creo que se están olvidando del… horror de descender a las profundidades de la tierra.
Estaban todos en el salón, llenos de costillas, ensalada, bizcochos, pastel y café. Les estaba sentado en el gran diván color jerez, con el brazo en torno al talle esbelto de Ruth. Grace y Bill estaban sentados en el sofá amarillo y Mary y Bill en sillones separados. Jeannie estaba acostada. De la chimenea se desprendía un calor muy agradable, de un fuego de troncos. Fred y Bill bebían cerveza de sendos botes, y todos los demás vino.
—No lo olvidamos, nena —dijo Bill—. Nos acostumbramos a la idea. Es preciso que lo hagamos y, puesto que no hay otro remedio, tratamos de que sea lo menos desagradable posible.
—Es muy fácil decirlo —repitió Grace—; es muy fácil decirlo. Desde luego, yo no me siento animada a vivir en esos túneles. Me sentiría demasiado triste. No sé qué es lo que piensa Fred, pero esos son mis sentimientos. A Fred me parece que no le importa gran cosa.
—Fred se ajusta a todas las situaciones —opinó Bill—. No se deja abatir tan fácilmente.
Fred sonrió ligeramente y no dijo nada. Era un hombre de pequeña estatura, que estaba sentado junto a su esposa como un niño en el sillón del dentista, al lado de su madre.
—¡Oh! —volvió a intervenir Grace—. No puedo comprender cómo pueden ustedes conformarse con todo esto. ¿Cómo puede resultar agradable? No habrá teatros ni restaurantes ni viajes.
—Tampoco salones de belleza —dijo Bill con una corta carcajada.
—Sí, ni siquiera salones de belleza —dijo Grace—. Si creen ustedes que eso no es importante para una mujer…, bueno.
—Tendremos junto a nosotros a los seres queridos —dijo Mary—. Creo que eso es lo más importante. Además, estaremos vivos.
Grace se encogió de hombros.
—Es cierto que estaremos vivos y juntos —dijo—. Pero me temo que, en cuanto a mí, no podré llamar a eso vida. No es posible vivir siempre encerrados en un sótano.
—No vayas —le indicó Bill—. Muéstrales lo testaruda que eres.
—Muy divertido —dijo Grace.
—Estoy seguro de que algunas personas decidirán no descender —opinó Les.
—Hace falta que estén locos —dijo Grace—. ¡Oh! ¡Qué modo más horrendo de morir!
—Quizá sería mejor que bajar al subterráneo —dijo Bill—. ¿Quién sabe? Es posible que muchas personas pasen el día de mañana tranquilas en sus casas.
—¿Tranquilas? —dijo Grace—. No se preocupen, Fred y yo descenderemos a esos túneles mañana temprano.
Guardaron silencio durante un momento; luego, Bill inquirió:
—¿Están todos de acuerdo en que vayamos a la entrada de Reseda? Será mejor que decidamos ahora adónde ir.
Fred hizo un pequeño gesto, poniendo las palmas de las manos hacia arriba.
—Por mí, de acuerdo —dijo—. Me conformaré a lo que decida la mayoría.
—Enfrentémonos a la realidad, amigo —dijo Bill—. Tú eres el más importante de todos los que nos encontramos aquí. Los electricistas van a ser muy importantes allá abajo.
Fred sonrió.
—Está bien —se limitó a decir—. Me conformaré a lo que todos ustedes decidan.
—¿Saben? —dijo Bill—, me pregunto qué diablos vamos a hacer en el subterráneo los carteros.
—¿Y nosotros, los contadores? —inquirió Les.
—¡Oh!, habrá dinero allá abajo —opinó Bill—. Donde van los Estados Unidos va también el dinero. Ahora, ¿qué me dicen del automóvil? Solamente podemos llevar uno para seis personas. ¿Quieren que nos llevemos el mío? Es el mayor de todos.
—¿Por qué no el nuestro? —intervino Grace.
—A mí no me importa en absoluto —dijo Bill—. De todos modos no podemos llevárnoslo abajo.
Grace miró amargamente al fuego de la chimenea, mientras sus manos delicadas se abrían y se cerraban sobre su regazo.
—¡Oh! ¿Por qué no detenemos la bomba? ¿Por qué no atacamos nosotros antes?
—Ya no es posible hacerlo —dijo Les.
—Me gustaría saber si ellos también tendrán túneles —dijo Mary.
—No lo creo —dijo amargamente Grace—. ¿Qué más da?
Bill sonrió secamente.
—Les importa, desde luego.
—Parece que eso carece de interés —dijo Ruth.
Guardaron silencio todos, observando su último fuego, en un atardecer invernal, en California. Ruth hizo que su cabeza descansara sobre el hombro de Les, mientras él acariciaba lentamente su rubia cabellera. Bill y Mary se miraron a los ojos y sonrieron ligeramente. Fred permanecía sentado, mirando con mirada suave y melancólica a los troncos que estaban ardiendo en la chimenea, mientras Grace cerraba y abría las manos sin descanso, y parecía muy vieja.
Afuera, las estrellas aparecieron en el cielo, por millonésima vez en el millonésimo año.
Ruth y Les estaban sentados en el suelo de su sala, escuchando discos cuando Bill hizo sonar la bocina del auto. Durante un momento se miraron sin pronunciar una sola palabra, un poco asustados. El sol se filtraba entre las persianas y caía como escalones dorados sobre sus piernas.
«¿Qué puedo decir?», se preguntó Les repentinamente. «¿Hay palabras en el mundo que puedan hacer que este momento sea más llevadero para ella?».
Ruth se acercó a él rápidamente, y se abrazaron con toda la fuerza que pudieron. Afuera, la bocina volvió a sonar.
—Será mejor que vayamos —dijo Les calmadamente.
—Muy bien.
Se pusieron en pie, y Les se acercó a la puerta principal.
—¡Salimos en seguida! —gritó.
Ruth entró en el dormitorio y tomó sus abrigos y las dos pequeñas maletas que les permitían llevarse. Todos sus muebles, sus ropas, sus libros y sus discos… Todo tendrían que dejarlo atrás.
Cuando regresó a la sala, Les estaba apagando el tocadiscos.
—Me gustaría poder llevar más libros —dijo Les.
—Habrá bibliotecas allá abajo, cariño —le dijo su esposa.
—Ya lo sé; pero… no es lo mismo.
Ayudó a su esposa a ponerse el abrigo y ella lo ayudó a él a hacer lo propio. El apartamento estaba muy tranquilo y cálido.
—¡Es tan agradable! —dijo Ruth.
Les la miró un momento, como interrogándola; luego, rápidamente, tomó las maletas y abrió la puerta de la casa.
—Vamos, querida —dijo.
En la puerta, la mujer se volvió y miró hacia atrás. Repentinamente, Ruth fue hasta el tocadiscos y lo puso en marcha. Permaneció inmóvil allá hasta que comenzó a sonar la música; luego, regresó a la puerta y la cerró firmemente a sus espaldas.
—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Les.
—No lo sé —respondió ella—. Quizá deseaba dejar nuestra casa como si tuviera vida.
Tomó del brazo a su esposo y descendieron por las escaleras dirigiéndose hacia el automóvil.
Una suave brisa los acarició mientras caminaban y, por encima de sus cabezas, las palmeras sacudían sus ramas enormes.
—Es un día agradable —dijo Ruth.
—Sí, es cierto —dijo Les, mientras sus dedos se cerraban sobre el brazo de su esposa.
Bill les abrió la puerta.
—Suban, amigos —dijo—, y vámonos.
Jeannie se puso de rodillas en el asiento delantero y habló a Les y a Ruth. Ésta observó cómo desaparecía su casa.
—Yo he sentido lo mismo con respecto a nuestra casa —dijo Mary.
—No temas, querida —dijo Bill—. Ya volveremos a hacerla allá abajo.
—Dime, Bill, ¿crees que podremos vivir unos cerca de otros en Los Túneles? —preguntó Les.
—No lo sé, amigo mío —replicó Bill—. Va por distritos. Creo que estaremos bastante cerca todos nosotros; pero Fred y Grace es posible que se encuentren alejados, puesto que viven en Venice.
—No puedo decir que lo siento —dijo Mary—. No me agrada mucho la idea de soportar las quejas de Grace durante los próximos veinte años.
—¡Oh!, Grace es buena —opinó Bill—. Todo lo que necesita es una buena coz, en salva sea la parte, de vez en cuando.
La circulación era intensa en los bulevares principales que van hacia el oeste, a las dos entradas de la ciudad. Bill condujo el vehículo lentamente por Lincoln Boulevard, hacia Venice. Aparte del parloteo de Jeannie, nadie hablaba. Ruth y Les estaban sentados muy juntos, con los puños apretados y mirando fijamente al frente. Hoy continuaban las palabras en la mente de Les, «vamos a meternos bajo tierra; vamos a meternos bajo tierra hoy».
Al principio no sucedió nada cuando Bill tocó la bocina. Luego la puerta principal de la casita se abrió y Grace se acercó corriendo con toda la velocidad que podían desarrollar sus piernas, sobre el césped, todavía en camisón y con sus zapatillas, mientras le colgaban en torno a la cabeza madejas de su cabello negro y canoso.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha sucedido? —dijo Mary, al tiempo que Bill descendía rápidamente del automóvil para salir al encuentro de Grace.
Abrió el portón de la cancela a tiempo para tomar en sus brazos a Grace, una de cuyas zapatillas había resbalado en el barro, haciéndole perder el equilibrio.
—¿Qué es lo que anda mal? —preguntó, tomándola por los hombros.
—Es Fred —dijo ella.
El rostro de Bill palideció y su mirada fue repentinamente hacia la casa, que se alzaba silenciosa y blanca bajo la luz brillante del sol. Les y Mary salieron rápidamente del automóvil.
—¿Qué le sucede a…? —comenzó Bill, interrumpiendo sus palabras con nerviosismo.
—¡No quiere ir! —gritó Grace, con el rostro descompuesto en una mueca de terror.
Lo encontraron como Grace dijo que había estado toda la mañana, sentado inmóvil en su sillón, cerca de la ventana que daba al jardín. Bill se acercó a él y le puso una mano sobre el hombro delgado.
—¿Qué te sucede, amigo mío? —preguntó.
Fred levantó la mirada y una sonrisa se insinuó en las comisuras de su boca pequeña.
—¡Hola! —dijo tranquilamente.
—¿No vas a venir? —preguntó Bill.
Fred respiró profundamente y pareció que se disponía a decir otra cosa.
—No —dijo tranquilamente, como si estuviera rehusando un plato de guisantes a la hora de la cena.
—¡Oh, Dios mío! ¡Ya te lo dije! —dijo Grace, entre sollozos—. ¡Está loco!
—Está bien, Grace, tranquilízate —dijo Bill, irritado.
Ella apretó su pañuelo empapado contra su boca. Mary le pasó un brazo por el talle.
—¿Por qué no, amigo mío? —le preguntó Bill a Fred.
Otra ligera sonrisa apareció un instante en los labios de Fred. Se encogió de hombros.
—No quiero ir —dijo simplemente.
—¡Oh, Fred, Fred! ¿Cómo puedes hacerme esto? —gimió Grace.
Permaneció nerviosamente junto a la puerta de entrada, con una mano sobre la garganta.
La boca de Bill se endureció, pero conservó la mirada fija sobre el rostro impasible de Fred.
—¿Qué me dices de Grace? —preguntó.
—Grace debe irse —respondió Fred—. Quiero que se vaya, no quiero que muera.
—¿Como voy a poder vivir allá abajo sola? —inquirió Grace, entre sollozos.
Fred no respondió, limitándose a continuar mirando al frente, como si se sintiera molesto a causa de toda la atención de que era objeto, como si tratara de pensar cuidadosamente para decir lo que era apropiado.
—Mira —dijo—. Ya sé que mi actitud es terrible y arrogante, pero no puedo ir allá abajo de ninguna manera —su boca se endureció—. No quiero ir.
Bill se enderezó con un suspiro de cansancio.
—Bueno —dijo con impotencia.
—Yo… —Fred había abierto su mano derecha y estaba alisando un pedazo de papel—. Quizá esto explique… lo que quiero decir.
Bill tomó el papel y lo leyó. Luego volvió a mirar a Fred y le dio una palmadita en el hombro.
—Está bien, amigo mío —dijo.
Metió el papel en el bolsillo de su abrigo. A continuación, miró a Grace.
—Vístete, si vas a venir —dijo.
—¡Fred! —gritó casi—. ¿Vas a hacerme algo tan terrible?
—Tu marido se queda —dijo Bill—. ¿Vas a quedarte con él?
—¡No quiero morir!
Bill la miró un momento y se apartó.
—Mary, ayúdala a vestirse —dijo.
Cuando se dirigieron hacia el automóvil, Grace sollozando, del brazo de Mary, Fred permaneció en la puerta principal, observando a su esposa, que se iba. No lo había besado ni abrazado, solamente había evitado despedirse, con un sollozo de miedo y de enojo. Permaneció inmóvil, con el rostro tranquilo, mientras la suave brisa le acariciaba el fino cabello.
Cuando estuvieron todos en el automóvil, Bill sacó el papelito del bolsillo.
—Voy a leerte lo que escribió tu marido —dijo claramente, y se puso a leer—: «Si un hombre muere con el sol en los ojos, muere como hombre. Si se va con la nariz llena de polvo…, muere simplemente».
Grace miró a Bill con ojos desencajados, retorciendo incansablemente sus manos en su regazo.
—Mamá, ¿por qué no viene tío Fred? —preguntó Jeannie cuando Bill puso en marcha el automóvil y describió una vuelta cerrada en U.
—Quiere quedarse —fue todo lo que dijo Mary.
El automóvil cobró velocidad y se dirigió hacia Lincoln Boulevard. Ninguno de ellos habló y Les pensó en Fred, sentado solo en su casita, esperando. Solo. El pensamiento hizo que se le formara un nudo en la garganta y que apretara los dientes. Estaría recordando ahora otro poema, pensó, uno que comenzaba diciendo: «Si un hombre muere y no hay nadie para darle la mano…».
—¡Oh, detente! ¡Para el automóvil! —gritó Grace con tristeza.
Bill se detuvo junto al bordillo de la acera.
—No quiero ir sola —dijo Grace—. No es justo el hacerme ir sola. Yo…
Dejó de hablar y se mordió los labios.
—¡Oh…! —se inclinó hacia adelante—. Adiós, Mary —dijo, y la besó.
—Adiós, Ruth —y la besó también.
Luego se despidió en la misma forma de Jeannie y de Les y logró dedicar una sonrisa breve y triste a Bill.
—Te odio —le dijo.
—Yo te quiero —le respondió él.
La vieron iniciar el camino de regreso, primeramente caminando; luego, conforme se acercaba a la casa, comenzó a medio correr, con la emoción de una chiquilla. Vieron que Fred salía a la puerta y, entonces, Bill puso en marcha el automóvil y se alejaron, encontrándose nuevamente solos, todos juntos.
—No parecía que Fred pensara de ese modo —comentó Les.
—No lo sé —dijo Bill—. Acostumbraba siempre permanecer en su jardín cuando no estaba trabajando. Le gustaba vestirse con un short y una camisa deportiva y dejar que el sol acariciara su piel, mientras limpiaba los setos o le daba vuelta al césped. Comprendo perfectamente cuáles son sus sentimientos. Si desea morir de ese modo, ¿por qué no? Es lo bastante viejo como para saber qué desea —sonrió—. Es Grace la que me ha sorprendido.
—¿No les parece que fue poco correcto el empujar casi a Grace para que se quedara con él? —preguntó Ruth.
—¿Qué es correcto o incorrecto? —dijo Bill—. Es la vida y el amor de un hombre. ¿Dónde está el código que dice cómo debe morir o amar un hombre?
Hizo virar el automóvil en Lincoln Boulevard.
Llegaron a la entrada poco después del mediodía y uno entre los cientos de policías que estaban concentrados allí los dirigió hacia el campo, más allá de la carretera, y les dijo que se estacionaran allá y regresaran a pie.
—¡Santo cielo! ¡Miren esos automóviles! —exclamo Bill, mientras conducía lentamente por la carretera que estaba llena de personas que regresaban a pie.
Había miles de automóviles. Les pensó en el mismo campo tal y como lo vio una vez, después de la segunda guerra mundial. En aquella ocasión estaba lleno de bombarderos, que casi se tocaban unos a otros, hasta donde podía alcanzar la vista. Esta vez era algo semejante, sólo que no se trataba de aviones sino de automóviles, y que la guerra no había terminado, apenas acababa de comenzar.
—¿No es peligroso dejar ahí todos esos automóviles? —preguntó Ruth—. ¿No serán un buen blanco?
—Amiga mía, caiga donde caiga la bomba, de todos modos todo quedará destruido —explicó Bill.
—Además —intervino Les—, del modo en que están construidas las entradas, no creo que importe mucho dónde caiga la bomba.
Se apearon todos y permanecieron inmóviles un momento, como si no supieran qué hacer. Luego, Bill dijo:
—Bueno, vamos —y le dio una palmada al guardabarros de su automóvil—. Adiós, cacharro… R.I.P.
—¿En pedazos? —dijo Les.
Había largas colas en cada una de las veinte mesas que había a la entrada. Las personas desfilaban lentamente, daban sus nombres y sus direcciones y eran asignadas a diversas hileras de barracones. No hablaron mucho, se limitaron a sostener sus maletas y descendieron lentamente por unas escalinatas hacia la entrada de Los Túneles.
Ruth sostuvo el brazo de Les con los dedos tensos y éste sintió que los bordes de su estómago se le endurecían como si se estuvieran calcificando. Cada nuevo corto escalón los separaba todavía más de la entrada, alejándose del cielo, el sol, las estrellas y la luna. Y, repentinamente, Les se sintió muy enfermo y asustado. Deseaba tomar el brazo de Ruth, regresar a su apartamento y esperar allá a que todo concluyera. Fred tenía razón… no era posible evitar el sentirlo. Fred tenía razón al suponer que un hombre no podía abandonar lo que siempre había sido su hogar, descender como un topo a las profundidades de la tierra y continuar siendo él mismo. Allá abajo algo sucedería, algo cambiaría. El aire artificial, los bancos uniformes de lámparas solares, la luna eléctrica y las estrellas fluorescentes, inventadas como resultado de un estudio psicológico, que indicaba una aberración, si se eliminaban completamente. ¿Suponían que eso seria suficiente? ¿Era posible que pensaran que un hombre podía permanecer bajo tierra, viviendo como en una tumba, durante veinte años y conservar todavía su salud mental?
Sintió que el cuerpo se le envaraba involuntariamente y deseó gritar para que todos comprendieran la estupidez del mundo que hizo que los hombres curvaran sus espinazos bajo el látigo que ellos mismos hablan inventado para su propia destrucción, en una cadena interminable de ciego sadismo. Contuvo el aliento, miró a Ruth y vio que lo estaba observando.
—¿Estás bien?
Espiró el aire de manera entrecortada.
—Sí —respondió—, muy bien.
Trató de adormecer su pensamiento, pero no pudo conseguirlo. Continuó observando a todas las personas que estaban en torno de ellos, preguntándose si todos sentían como él aquella cólera tremenda a causa de lo que estaba sucediendo y que, básicamente, ellos mismos habían permitido que sucediera. ¿Estaban pensando todos ellos también en la noche última, en las estrellas y el aire fresco y los ruidos de la tierra? Sacudió la cabeza. Era un tormento el pensar en todo eso.
Miró a Bill, mientras los cinco bajaban lentamente por la larga rampa de concreto hacia los ascensores. Bill tenía la mano de Jeannie en la suya y la miraba sin ninguna expresión en el rostro. Luego Les lo vio volverse un poco y tocar a Mary con la maleta que llevaba en la otra mano. Mary lo miró y Bill le guiñó un ojo.
—¿Adónde vamos, papá? —preguntó Jeannie.
Su voz sonó agudamente contra las blancas paredes de azulejos.
Bill abrió la boca.
—Ya te lo he dicho —replicó—. Vamos a tener que vivir bajo tierra durante cierto tiempo.
—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó la niña.
—No hables más, niña —dijo Bill—. No lo sé.
No había ningún sonido en el ascensor. Había unas cien personas en su interior y estaba tan silencioso como una tumba, mientras descendían. Cada vez más abajo.