Helm, la divinidad de los Ojos en Vela, dios de los Guardianes, permanecía vigilante observando a los dioses, sus compañeros. La reunión estaba al completo. Dioses, semidioses y elementales, todos habían hecho acto de presencia. Las paredes del gran panteón que albergaba a las deidades habían desaparecido hacía tiempo, pero las ventanas, suspendidas en el aire, permanecían allí, y por ellas Helm miraba un universo que se precipitaba hacia la degeneración. El panteón, con sus altares inacabados, se levantaba en el corazón mismo de esa inexorable degeneración; se había construido en una isla capaz sólo de albergar el lugar de encuentro de los dioses.
En el exterior, un sendero de escalones grises en vías de desmoronarse flotaba sobre el mar decadente hacia un destino que se hallaba más allá de la visión de los dioses. Era el único camino para escapar del panteón, pero ninguna de las divinidades era tan estúpida como para adentrarse la primera por aquellas piedras escarpadas, ante el temor de que el sendero pudiese llevarla a un lugar todavía más espantoso.
La atmósfera que rodeaba la isla era una lona de color marfil salpicada de estrellas negras. En la tela ardían unas luces tan brillantes que ni siquiera los ojos de los dioses podían mirarlas mucho rato. Los rayos de estas luces formaban runas y Helm se estremeció al leerlas.
Todo lo que ha sido, ha desaparecido. Todo lo que hemos conocido, todo en lo que hemos creído, es una mentira. El tiempo de los dioses toca a su fin.
Luego las runas se desvanecieron. Helm se preguntó si alguno de los dioses allí reunidos habría enviado ese mensaje enigmático en un intento de asustar a los demás, pero descartó la idea. Sabía que el poder que había mandado las runas era mucho mayor que el de los dioses que lo rodeaban.
Helm escuchó el monótono rugido del trueno mientras se acercaban unas gigantescas nubes grises con vetas de relámpagos negros, y las sombras envolvían el panteón. Las nubes oscurecían el puro azul del cielo y los escalones que salían del panteón se desmoronaron precipitándose dentro del enorme mar decadente.
Helm había sido el primero en ser convocado. Estaba en su templo, meditando sobre sus recientes fracasos como guardián de lord Ao, y un instante después se encontraba sólo en el panteón. Los demás dioses, sus compañeros, no tardaron en aparecer. Estaban desorientados, desfallecidos por el largo viaje hasta aquel lugar apartado de todo lo que se conocía.
Las citaciones habían llegado con el rostro y la forma de lo que cada dios más temía. A Mystra, diosa de la Magia, como un heraldo del caos mágico. A la hermosa Sune, Cabellos de Fuego, diosa del Amor y la Belleza, en forma de una criatura demacrada y consumida por el cáncer, que se lamentaba a gritos por su suerte a la vez que dejaba a Sune a la suya. A lord Black, Bane, la convocatoria le llegó en forma de absoluto amor y compresión, cuya luz abrasaba su esencia mientras lo sacaba de su reino.
Helm no tuvo más que desviar ligeramente la mirada para ver a lord Bane, lady Mystra y lord Myrkul enfrascados en una acalorada discusión que llegó a su punto álgido cuando Mystra se alejó hecha un huracán en busca de una compañía más apropiada. Helm miró en otra dirección y vio a Llira, diosa de la Alegría, que, con una expresión preocupada, se retorcía las manos irreflexivamente, para luego caer en la cuenta y bajar la vista, horrorizada, hacia sus manos. Junto a ella, Ilmater, dios del Sufrimiento, no pudo contener un ininterrumpido torrente de carcajadas al tiempo que bailaba sin moverse de sitio y murmuraba comentarios maliciosos que no iban dirigidos a nadie en particular.
Mientras Helm estudiaba los rostros de los dioses, le rodeó un pequeño grupo de deidades a las que no las había afectado de forma tan traumática las citaciones. El dios de los Guardianes trató de ignorar las súplicas de los dioses, cuya dignidad, aparentemente, ya no les importaba, pues lamentándose se aferraban a él en busca de más información.
—¡Mi casa fue destruida!
—¡Mi templo en las Esferas fue destrozado!
Uno tras otro los dioses fueron repitiendo sus quejas, pero Helm era sordo a sus súplicas.
—Ao ha ordenado una convocatoria. Todo se explicará en su momento —les dijo Helm a cada uno de ellos, pero no tardó en cansarse de repetirlo y al final se alejó del pequeño grupo de dioses.
Helm, mientras meditaba sobre la voluntad de su inmortal señor, Ao, llegó a la conclusión de que se iba a producir un cambio. No le cabía la menor duda.
La voluntad de Ao era tan grande que, elevado sobre la vorágine brumosa del Caos al principio de los tiempos, se puso a crear un equilibrio entre las fuerzas de la Ley y del Caos. De este equilibrio salió la vida; primero con la creación de los dioses en los cielos, luego con los mortales en los Reinos. Ao, creador de todas las cosas, escogió a Helm como su brazo derecho. Y Helm sabía que era el poder de Ao el que había llevado a los dioses a aquel lugar de locura y confusión.
Mientras Helm seguía absorto en sus pensamientos, se adelantó Talos, dios de las Tormentas.
—¡Oye, basta de supercherías! ¡Si nuestro señor tiene algo que decirnos, que hable, que su sabiduría llene nuestros corazones rotos y nuestras mentes vacías! —Talos dijo «sabiduría» con todo el desprecio que pudo reunir, pero no convenció a los demás. Su miedo era tan evidente como el del resto de asistentes.
El desafío de Talos, dios de las Tormentas, no fue secundado por los que estaban a su lado y todos se alejaron de él. En medio del silencio que siguió al arranque de cólera de Talos la respuesta que hubo fue más desconcertante que cualquier proclamación; en medio del silencio se oyó la resolución de la sentencia de Ao. Fue entonces cuando los dioses comprendieron que su suerte, cualquiera que fuese, se había decidido mucho antes de la convocatoria. Aquel silencio invadió la sala, pero no tardó en romperse.
—¡Guardianes del Equilibrio, me dirijo a todos y a cada uno de vosotros!
Era la voz de Ao. En ella se escuchaba el poder de un ser tan grande que los dioses, en respuesta, se apresuraron a ponerse de rodillas. Únicamente lord Bane se las ingenió para apoyar una sola rodilla en el frío suelo del panteón.
—¡Vuestra herencia fue de las más nobles! —continuó—. Vuestro era el poder de mantener a distancia la omnipresente amenaza del desequilibrio entre la Ley y el Caos, y sin embargo optasteis por actuar como niños, recurriendo al robo en vuestra sed de poder…
Bane se preguntó si el ser que había dado vida a los dioses mucho tiempo atrás, llamaba ahora a aquel lugar a los seres que había creado con el fin de enmendar su error y empezar de nuevo.
—Tu futuro puede ser la extinción, Bane —proclamó Ao, como si lord Black hubiese expresado sus pensamientos en voz alta—. Pero no dejes que esto te inquiete; sería un fin mucho más misericordioso comparado con el que te espera a ti y a los otros dioses que han defraudado mi confianza.
Helm se adelantó.
—Lord Ao, las Tablas estaban bajo mi custodia, deja que…
—Silencio, Helm, no vayas a sufrir su misma suerte.
Helm se volvió y se plantó de cara al grupo de dioses.
—Cuando menos sabed cuál ha sido vuestro delito: han robado las Tablas del Destino.
Un rayo de luz brilló en la oscuridad y envolvió al dios de los Guardianes. Unas sutiles llamas blancas rodearon las muñecas y los tobillos de Helm y éste fue levantado a una distancia insondable, más allá de los sentidos de los otros dioses, que, sin dejar de observar, se quedaron prácticamente sin respiración. Helm, que nunca había sido levitado, rechinó los dientes indefenso mientras miraba una zona de tinieblas de una intensidad jamás vista, unas tinieblas que existían y ambicionaban consumir, y que eran la ira de lord Ao.
—¿Estás con tus compañeros y no con tu señor, buen Helm?
—Sí —contestó el dios con los dientes apretados.
Helm fue bajado bruscamente, y su descenso fue demasiado rápido y demasiado brutal para poder ser seguido por los sentidos de los otros dioses. Ensangrentado y amoratado por el golpe, Helm hizo un esfuerzo para levantarse y volver a enfrentarse a su señor, pero el cometido estaba más allá de sus fuerzas. Sus compañeros los dioses no movieron un dedo para ayudarlo, tampoco miraron sus ojos implorantes cuando cayó boca abajo sobre el suelo de piedra del panteón.
Unos haces de luz que aparecían de vez en cuando dejaron al descubierto unas franjas negras de energía que se iban acercando a los dioses.
—No volveréis a sentaros en vuestras torres de cristal, mirando a los Reinos postrados a vuestros pies como si hubiesen sido creados sólo para divertiros.
—El exilio —murmuró Bane, jadeante.
—Sí —dijo lord Myrkul, dios de la Muerte, con un escalofrío que alcanzó el centro de su alma exánime.
—¡No volveréis a ignorar el verdadero propósito para el cual se os dio vida! Conoceréis vuestras transgresiones y las recordaréis eternamente. Habéis pecado contra vuestro señor y seréis castigados.
Bane sintió que las tinieblas en forma de espirales se acercaban.
—¡El ladrón! —gritó Mystra—. ¡Deja que descubramos la identidad del ladrón y te devolvamos las Tablas!
Tyr, dios de la Justicia, levantó implorante los brazos.
—¡No nos hagas pagar por la necedad de uno sólo de nuestros hermanos, lord Ao! —Las tinieblas restallaron como un latigazo en el rostro de Tyr, que se desplomó hacia atrás gritando y tocándose sus inservibles ojos.
—¡No veis sino la salvación de vuestra propia piel!
Los dioses guardaron silencio y las franjas oscuras se fueron deslizando entre ellos como dardos, juntando a los dioses como si los estuviesen reuniendo en manadas a fin de crear un solo blanco para la cólera de Ao. Los dioses gritaron, algunos de miedo, otros de dolor. No estaban acostumbrados a ser tratados de aquella forma.
—¡Cobardes! El robo de las Tablas ha sido la afrenta final. Me las devolveréis. Pero, primero, pagaréis el precio de un milenio de decepciones.
Bane se mantenía firme contra las franjas de energía, pero de repente las cortantes hebras tenebrosas irrumpieron convirtiéndose en unas cegadoras llamas de luz fría y azul que lo abrasaron. Dio la espalda a la luz y vislumbró a Mystra, que también se mantenía firme con una ligera sonrisa grabada en su rostro. A continuación las franjas cogieron a Bane, y su mundo se volvió doloroso como solo un dios podía llegar a imaginar o soportar.
Después de una eternidad de tormentos, las oscuras franjas abarcaron a todos los dioses y los juntaron estrechamente. Sólo entonces pudieron las deidades volver a recobrar el movimiento y el pensamiento.
Y el miedo que conocían íntimamente.
Lord Talos consiguió finalmente hablar. Su voz era débil y ronca, sus palabras surgieron en forma de asustados gritos sofocados.
—¿Se ha acabado? ¿Es posible que esto haya sido todo?
Dio de repente la impresión de que el panteón desaparecía y los dioses, todavía juntos, se encontraron mirando de lleno lo que más aterrorizaba a cada uno de ellos: el caos, el dolor, el amor, la vida, la ignorancia. Y, asimismo, cada dios y cada diosa vio allí su propia destrucción.
—Esto no ha sido más que una muestra de mi ira. ¡Bebeos ahora un vaso entero de verdadera rabia divina!
Se oyó entonces un ruido distinto a cualquier otro.
Los dioses gritaron.
Mystra luchó para retener algún control mientras era lanzada a plomo por un fantástico vórtice que desafiaba a la realidad. Sufrió indeciblemente cuando le quitó la divinidad. Pero la diosa de la Magia no soportaba sola sus tormentos. Todos los dioses, salvo Helm, fueron expulsados de los cielos.
Al cabo de un tiempo, Mystra se despertó en los Reinos. Se quedó consternada al comprobar que su forma se había reducido a su esencia original. Su cuerpo era más pequeño que una masa brillante de luz azulada.
—Os encarnaréis —la voz de Ao resonó en su mente—. Poseeréis el cuerpo de un mortal y viviréis como humanos. Quizás apreciéis ahora lo que antes dabais por sentado.
Después de esto, se encontró sola.
La diosa caída permaneció inmóvil un momento mientras las palabras de lord Ao daban vueltas en su cabeza. Si iba a encarnarse, a poseer un cuerpo de carne y hueso, significaba que Ao tenía realmente la intención de expulsar a los dioses de las Esferas. A pesar de que Mystra sospechaba que Ao castigaría a sus servidores por sus fallos —y se había preparado ocultando una parte de su poder en los Reinos—, a la diosa le resultaba sencillamente imposible asimilar la pérdida de su condición, la pérdida de su hermoso palacio en los cielos.
Mystra miró a su alrededor y se estremeció, en la medida en que podía hacerlo en su estado informe. Los mortales considerarían muy atractiva la tierra que la rodeaba; unas montañas onduladas se extendían alrededor de la diosa de la Magia y un castillo antiguo en ruinas dominaba el horizonte por el oeste. Mystra pensó que sí, que a muchos humanos aquella escena les parecería tranquila, pero para ella era una cosa repelente y antiestética comparada con su casa.
El dominio de Mystra estaba en Nirvana, la esfera de la Ley fundamental. Se trataba de una infinita zona organizada perfectamente y de un modo estricto donde la luz y la oscuridad, el calor y el frío, estaban equilibrados. A diferencia del caótico paisaje de los Reinos, Nirvana estaba estructurado como el interior de un inmenso reloj, con unos engranajes idénticos y metódicos que trabajaban al unísono. En cada uno de estos engranajes descansaba el reino de uno de los dioses legítimos que habitaban la esfera. Como es de suponer, para Mystra su reino era el más hermoso de Nirvana; de hecho, el más hermoso de todas las Esferas.
La diosa de la Magia estudió el castillo en ruinas un momento, luego maldijo a Ao para sus adentros y pensó con amargura que ni siquiera cuando aquellas ruinas eran un castillo recién construido iban más allá de un armario de su casa; y la imagen de su magnífico y deslumbrador palacio surgió espontáneamente en su mente. El castillo que llenaba su reino estaba construido con pura energía mágica, llevada directamente del tejido mágico que rodeaba Faerun. Como todo lo demás en Nirvana, el palacio estaba estructurado de forma perfecta y era eterno. Sus torres tenían exactamente la misma altura, sus ventanas las mismas dimensiones, incluso los ladrillos entretejidos de magia que formaban el castillo eran idénticos unos a otros. Y en el centro de la casa de Mystra estaba su biblioteca, que contenía todos y cada uno de los libros y manuscritos donde constaban todos los hechizos conocidos en el mundo, y algunos que todavía no habían sido descubiertos.
Mystra dirigió la mirada a los oscuros nubarrones que encapotaban el cielo.
—Volveré a tener mi casa, Ao —dijo en voz baja—. Y no tardaré en conseguirlo.
Mientras la diosa de la Magia observaba las amenazadoras nubes, distinguió algo que brillaba en el aire. Al tratar de fijar la mirada en la luz que parecía colgar de las nubes, se mareó. Creyó que se debía a estar todavía confusa por el ataque de Ao y volvió a reparar en lo que parpadeaba del cielo hasta el suelo cerca del castillo en ruinas. Al cabo de un rato su visión se aclaró y reconoció la imagen vacilante que tenía ante sí: una Escalera Celeste.
Una escalera que, mientras Mystra la miraba, cambiaba continuamente. Era el sendero común que utilizaban los dioses para viajar entre sus respectivas casas en las Esferas y los Reinos. Si bien Mystra rara vez había usado los puentes que iban a Faerun, sabía que había muchos en los Reinos y que llevaban a un nexo en los cielos. El nexo, a su vez, conducía a todas las casas de los dioses.
Mientras Mystra, todavía con los ojos pesados, miraba la escalera, ésta se transformó. De una larga espiral de madera cambió a una hermosa escalera de mano de mármol. La diosa comprendió luego por qué le costaba tanto fijar la vista en la Escalera Celeste: sólo podían verla los dioses o los mortales con un gran poder. Y ella no era ninguna de estas cosas.
El hecho de darse cuenta de ello, la estimuló a actuar y se dispuso a recuperar la parte de poder que había escondido con uno de sus leales en los Reinos pocas horas antes de la convocatoria de Ao. Mystra empezó a lanzar un hechizo para localizar el escondite del poder. Incluso con su forma nebulosa, la diosa de la Magia llevó fácilmente a cabo los complicados gestos y pronunció el conjuro necesario para el hechizo. Pero una vez hecho esto, nada sucedió.
—¡No! —gritó, y su voz resonó por las montañas—. No puedes arrebatarme mi facultad, Ao. ¡No lo permitiré!
La diosa recurrió de nuevo al hechizo. Un pilar de energía verde surgió de la tierra en erupción y se desplazó rápidamente para envolver a Mystra. Gritó cuando la energía atacó su forma insustancial y rayos de luz verde atravesaron la vaporosa nube azulada que era la diosa de la Magia, haciendo que Mystra gritase por el dolor. Durante los segundos que transcurrieron antes de perder completamente el conocimiento, su vista descansó en las nubes negras que giraban alrededor de la deslumbrante Escalera Celeste.
En lo alto de la escalera, en el nexo de las Esferas, lord Helm, dios de los Guardianes, observaba cómo Mystra era atacada hasta perder el sentido por el hechizo malogrado. Helm estaba todavía amoratado y ensangrentado por la furia de Ao, pero a diferencia de los otros dioses, seguía reteniendo la forma que adoptaba normalmente en las Esferas: la de un guerrero gigante con armadura y ojos impenetrables pintados en sus guanteletes de acero.
Los ojos de Helm eran claros, pero cuando se volvió y levantó la mirada hacia la palpitante nube negra que colgaba sobre él, reflejaron una enorme tristeza.
—¿Y mi castigo, lord Ao?
Reinó el silencio. Cuando Ao habló, Helm asintió inclinando lentamente la cabeza. La respuesta a su pregunta no era inesperada.